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Cuando Cese La Tempestad.

Capitulo 1

Donde las tierras se retuercen bajo el yugo de un poder ancestral y el dominio de seres monstruosos, un grupo de soldados y magos se alza para desafiar a los mismos dioses con un objetivo inquebrantable: obtenerlo todo.

 Mientras tanto, en la opulenta capital de Valtoria, un grito desesperado rasgó el silencio de la iglesia. Un eco metálico resonó cuando un hombre, con las manos temblando de puro terror, se arrojó contra las pesadas puertas de madera para cerrarlas. "¡Han llegado, están aquí!", jadeó, con la espalda pegada a la caoba pulida como si esta pudiera protegerlo.

El aire pesado de la iglesia, repleto del aroma a incienso y cera de velas, se llenó de un murmullo de pánico. Los terratenientes, hombres acostumbrados al poder y la seguridad de sus vastas tierras, se agitaron en sus asientos. Sus rostros, pálidos y bien alimentados, se desfiguraron con el miedo.

 "¿Qué haremos?! ¡Nos matarán a todos y tomarán nuestras tierras!", exclamó uno, su voz aguda y quebradiza, mientras sus ojos se clavaban en el anciano sacerdote que se encontraba en el podio.

"Calma, hermanos, no debemos perder la fe", intentó decir el sacerdote. Sus palabras se ahogaron un poco, resonando en eco en el vasto espacio. Apretó el borde del podio con los nudillos blancos, un gesto que delataba la inquietud que se apoderaba de su alma. "Seguramente podremos llegar a un acuerdo".

"¡Esas bestias no negocian!", replicó otro, el pánico pintado en sus facciones. "¡Olvida la fe, reverendo! ¿Acaso no recuerdan lo que les pasó a los demás territorios? ¡Y a la corona...!"

Apenas había terminado de hablar cuando las puertas se abrieron de golpe, un estruendo que hizo vibrar el suelo de mármol bajo sus pies. Una ráfaga de magia dorada, densa y cargada con el olor metálico del peligro, se expandió por toda la sala. En el umbral, recortada contra la cegadora luz del sol, se encontraba una figura imponente en armadura negra. Una de sus manos, enguantada de acero, estaba extendida, controlando a la perfección aquella fuerza dorada y letal que zumbaba en el aire.

Un frío glacial se apoderó de los terratenientes, quienes se agacharon, buscando refugio detrás de sus reclinatorios, como niños escondiéndose de un monstruo. Solo el sacerdote se mantuvo erguido, su rostro una máscara de furia y un temor que se negaba a admitir.

 "¡¿Cómo se atreven a usar magia maligna en un lugar tan sagrado?!", bramó el viejo sacerdote. Su voz, aunque temblorosa de indignación, se alzó.

 El caballero de armadura negra se hizo a un lado. Detrás de él, un grupo de soldados negros, monstruosos en su tamaño, se asomó. A la cabeza del grupo, con su figura imponente se encontraba Riven, el líder de los caballeros negros. El traidor de la corona que había dejado un rastro de cenizas y muerte a su paso.

Sus pasos eran firmes y poderosos, resonando en el suelo de mármol como el redoble de un tambor de guerra. Eran gigantes. La magia y la genética habían deformado sus cuerpos, haciéndolos parecer una gran pesadilla al lado de un hombre común.

 Riven se detuvo frente al podio, sus mechones de pelo oscuros cayendo sobre su frente mientras hacía una reverencia que parecía una burla. Sus ojos color avellana, brillantes con una luz atroz, se posaron sobre el sacerdote con una intensidad escalofriante.

"Eminencia", dijo Riven, su voz un murmullo sarcástico que heló la sangre del anciano. Una risita despectiva escapó de sus labios, un sonido seco que hizo al sacerdote sudar frío.

 "¿Qué hacen aquí...?", el sacerdote se atrevió a preguntar, su voz buscando un tono de valentía que no sentía. "¿Qué es lo que quieren?"

"Ya lo sabes", dijo Riven, sus palabras un veredicto de muerte para Valtoria.

El sacerdote, con una última chispa de valor, preguntó: "¿Acaso no temen a la ira de los dioses?".

"Si no tienes nada de valor que ofrecerme..." respondió Riven, su voz resonando con una frialdad absoluta. "Arderán".

capítulo 2

Donde antes reinaban la paz y la fe, ahora solo persistía el eco roto de la desesperación, como si las paredes mismas de la iglesia recordaran las plegarias de un mundo que ya no existía.

—¿Qué… qué podemos ofrecerle? —susurró un hombre, su voz un hilo tembloroso que se quebró a mitad de la pregunta, como una rama frágil bajo demasiado peso. El sonido resonó en la vasta nave y desgarró el silencio pesado que oprimía a todos.

—¡Tenemos oro! —bramó otro, con una desesperación que hacía temblar cada sílaba.

—¡Joyas preciosas! —gritó alguien desde el fondo, aferrándose a la esperanza absurda de que lo banal pudiera detener a la sombra que se alzaba frente a ellos.

El labio superior de Riven se alzó apenas, en una mueca de desprecio puro.

—Eso no nos interesa —dijo, su voz fría y afilada como el filo de una espada recién templada.

—¡Tenemos ganado! —gritó un hombre, cayendo de rodillas—. ¡Puede llevárselo todo!

Con un chasquido seco de lengua, Riven giró hacia sus soldados, dándoles la espalda a los terratenientes como si ya fueran nada.

—Creí que en este lugar tendrían algo mejor que ofrecer —murmuró, cada palabra impregnada de un sarcasmo helado. Luego, su voz se elevó con un filo mortal—: Terminemos con esto.

—¡No, esperen! —exclamó otro, poniéndose de pie, la mano levantada como si así pudiera contener la tormenta—. ¿Qué tal… una esposa? Si es que no tiene, por supuesto.

Un rugido de carcajadas sacudió a los soldados negros. No eran risas humanas, sino el retumbar gutural de bestias que se burlan de la presa acorralada.

—¿Están jugando con mi paciencia? —siseó Riven, sin molestarse en voltear.

—¡Cállate, maldito imbécil! —lo reprendió otro terrateniente—. ¡Ninguno de nosotros tiene hijas, y las que hay ya están casadas!

Pero una voz ronca, envenenada por la traición, rompió la última frontera de lealtad.

—Sí… hay uno que tiene una hija joven, sin casar —dijo, señalando con un dedo tembloroso al señor Silvermit.

Un murmullo de horror recorrió la iglesia. El precio de la traición acababa de fijarse.

—¡Maldito infeliz! —rugió Silvermit, poniéndose de pie, el rostro blanco de furia—. ¡Prefiero arder junto a esta tierra antes que entregarla!

Otros asintieron con amargo acuerdo.

—¡Cómo puedes siquiera pensar en esa joven! —dijo uno—. ¡Que se lleven la tierra si quieren, pero que ella nunca vuelva aquí!

—¡Silencio! —tronó la voz del sacerdote, más poderosa que nunca, resonando en los arcos como un trueno. Sus ojos ardían con una mezcla de ira y fe—. ¿Cómo osas ofrecer la mano de una mujer que ya fue prometida a los dioses?

Aquellas palabras, que para todos eran un acto de protección, se clavaron en Riven como un anzuelo. Hasta entonces había escuchado con un desinterés irritado, pero esa revelación encendió algo en él. Una chispa oscura brilló en sus ojos.

—¿Dónde está esa joven? —preguntó, su voz grave, tensa como una cuerda a punto de romperse.

Uno de sus soldados lo miró con incredulidad.

—Espera… ¿no pensarás en…?

—¡Quiero a esa mujer aquí, ahora! —rugió Riven, y el eco de su orden hizo vibrar los vitrales.

El sacerdote, tragando saliva, contestó:

—Ella no está aquí. Ha sido apartada del mundo y vive en el Templo de los Susurros, más allá de las murallas de Valtoria. Fue elegida por los dioses… y si la tomas, la carga de lo que ocurra será solo tuya.

Una sonrisa lenta, cruel, se dibujó en el rostro de Riven.

—Felicidades —dijo con voz venenosa—. Han despertado mi interés.

Giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta. Sus soldados, enormes sombras vivientes, lo siguieron sin romper formación.

—Valtoria tiene un trato —sentenció, antes de desaparecer en la luz del mediodía.

Nadie respiró hasta que el último eco de sus pasos murió. Entonces, una voz, casi un lamento, se alzó entre los terratenientes:

—Por los dioses… ahora sí estamos perdidos.

capítulo 3

Un torbellino de emociones, desde el alivio hasta el pánico, se adueñó de la iglesia como una marejada invisible. Los terratenientes, liberados del filo inmediato de la amenaza, se desplomaron en sus asientos. El sudor frío se mezclaba con el polvo de sus ropas mientras exhalaban suspiros entrecortados. Algunos murmuraban oraciones con la voz rota; otros, en silencio, dejaban que las lágrimas corrieran libres.

—Estamos a salvo… por ahora —murmuró el sacerdote, con la voz aún temblorosa.

—Hay que tranquilizar al pueblo. No podemos contarles la verdad —dijo uno de los terratenientes, su rostro tan pálido como la cera que ardía sobre el altar.

El señor Silvermit, con las manos temblorosas cubriéndose el rostro, gimió:

—Qué mal tan grande hemos desatado… debemos evitarlo.

—No hay razón para inquietarse todavía —intervino el sacerdote, su tono adoptando un matiz sombrío, casi satisfecho—. Ese templo está protegido por criaturas que ni el acero ni el fuego pueden domar. Perdimos a demasiados hombres solo para llevar a la joven hasta allí. Y eso sin contar con los magos blancos… el Supremo… y los propios dioses.

Se detuvo un instante; en sus labios se dibujó una sonrisa mínima, apenas un corte de sombra.

—Si ellos no logran vencerlo… ella lo hará, cuando su maldición caiga sobre él.

Bajo el cielo turbio del exterior, los caballeros negros se reagruparon. Sus armaduras, negras como el carbón de un incendio antiguo, devolvían reflejos fríos en el pálido atardecer. El aire estaba cargado de electricidad y resentimiento.

—¿Qué demonios, Riven? —soltó un caballero de cabello castaño, con incredulidad marcada en cada palabra—. ¿Otra mujer? ¿En serio? ¿Y cómo nos beneficia eso?

Andrey, el rubio de sonrisa maliciosa, rió mientras le daba un codazo a su líder.

—Tranquilo, grandullón… hasta el jefe necesita distraerse un poco.

—¡Al infierno con eso! —gruñó otro, con una cicatriz atravesándole el rostro—. Ya sabes lo que pasó las últimas veces. Si quieres divertirte, hay miles de mujeres en estos territorios. Pero… ¿entregar el control de una ciudad entera por alguien que ni siquiera está aquí?

Riven montaba su caballo, escuchando sin apartar la vista del horizonte. No pensaba en matrimonio; pensaba en lo que los dioses ya le habían arrebatado. Hacer el bien nunca le había devuelto nada. La venganza… esa sí sabía a gloria.

Se giró, y sus ojos —dos brasas oscuras encendidas por una chispa peligrosa— capturaron a sus hombres.

—Por lo que escuché, no es cualquier mujer. Es una sagrada.

Andrey soltó una carcajada y aplaudió con un entusiasmo burlón.

—¡Ese es mi líder! No solo humillará a los dioses… también les robará a una de sus esposas.

Riven, firme sobre la silla de montar, pronunció su promesa:

—Los recompensaré. Iremos al templo… y luego volveremos a casa.

La palabra “casa” recorrió las filas como un estallido de calor en pleno invierno. Después de años de guerras y caminos teñidos de sangre, esa simple palabra encendió algo que ninguno se atrevía a admitir: nostalgia. Con la promesa de un regreso, la tensión se disipó y fue reemplazada por una determinación casi febril.

Se pusieron en marcha. El estruendo de los cascos sobre la piedra resonaba como un tambor de guerra que se alejaba hacia lo desconocido. La gente del pueblo, oculta tras puertas y postigos, se asomó con ojos aterrados para ver cómo las sombras montadas se disolvían en la distancia.

Dos días después, la comitiva alcanzó los límites de Valtoria. Ante ellos se alzaba un bosque oscuro que se extendía desde las montañas hasta besar el mar. Era un laberinto de sombras y murmullos, habitado por monstruos que no dejaban sobrevivientes. El viento helado cortaba la piel, silbando entre ramas retorcidas, y el aire estaba impregnado de humedad y un peligro invisible.

Riven detuvo a su corcel. Su capa, negra como la medianoche, se agitó con un golpe de viento.

—¿Están listos? —preguntó.

—Siempre, mi capitán —respondieron al unísono, sonriendo como niños ante un juego sangriento. Para ellos, la guerra no era un deber: era un festín.

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