Hola, mis queridos lectores:
Antes de empezar esta nueva aventura, quiero agradecerles de corazón el apoyo que le han dado a mis obras. El proceso de escribir es difícil, pero cuando uno lo hace pensando en ustedes, todo fluye. Así que, por favor, déjenme sus comentarios y denle "me gusta" a esta obra, porque todo mi trabajo está pensado para el disfrute de cada uno de ustedes.
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Nadie, en su sano juicio, se detiene a imaginar los detalles de su propia muerte. La tememos, por supuesto, pero la evitamos en cualquier conversación o pensamiento. Es una verdad incómoda: a todos nos alcanzará, tarde o temprano.
Las personas siempre han buscado saber qué hay después. ¿Qué nos espera cuando “seguimos la luz”, “cruzamos el umbral” o como sea que le llamen a esa transición final? Para mí, la respuesta era simple y desoladora: nada. Simplemente, dejamos de existir. Un vacío. El fin. O eso creía.
Mi nombre es Alma Durán, una joven alegre, llena de vida y amante de la naturaleza. A mis dieciocho años me comprometí con el hombre al que amé toda mi vida: Camilo Russo. Él era un adonis capaz de enamorar a cualquiera y de estar con la mujer que se le antojara, pero para mi suerte —o tal vez mi maldición— me eligió a mí.
Siendo la hija menor de la familia Durán, mi hermana Ángela tenía el derecho de casarse primero, así que teníamos que esperar. No sería mucho tiempo, ya que ella me había confesado que amaba a un hombre y, por fin, él le había correspondido.
Mientras esperaba a que mi hermana se comprometiera, Camilo y yo continuábamos disfrutando de nuestro amor a escondidas.
—Eres tan hermosa, ya quiero que seas completamente mía —dijo Camilo, con la voz cargada de deseo.
Me quedé en silencio, sin saber qué responder. Yo lo amaba, pero aún no me sentía lista para ese paso.
—No digas nada, solo déjate llevar por lo que sentimos. —Camilo se adueñó de mi boca con desesperación, como si tuviera miedo de perderme.
No sé por qué no me entregué a él. En ese momento, pensé que mi amor por él sería suficiente y que el me esperaría hasta que estuviera lista y que, a partir de ese instante, estaríamos más unidos que nunca. Sin embargo, algo en mi interior me gritaba que no era así, que algo malo estaba por ocurrir. A pesar de todo, ahuyenté esos pensamientos y me centre en lo que sentía por Camilo.
El primer rayo de sol se coló por la ventana, pintando de un tenue anaranjado la habitación. Me desperté acurrucada en los brazos de Camilo y aunque solo dormimos juntos. Una paz inmensa me invadió, un tipo de felicidad que nunca antes había conocido. A pesar de esa voz interior que me advertía, la calidez de su cuerpo me hacía sentir que todo valdría la pena. Tal vez, después de todo, las cosas no serían tan malas.
Pero esa burbuja de serenidad se rompió con el sonido estridente de mi teléfono. La vibración en la mesita de noche parecía un ataque, un recordatorio brutal de que el mundo real seguía existiendo. Con el corazón en un puño, me estiré para tomarlo. El nombre de mi madre brillaba en la pantalla.
—Mamá, ¿qué pasa? —contesté con la voz somnolienta.
Se suponía que me quedaría en casa de Marisol, mi mejor amiga.
Su respuesta fue un sollozo. Un llanto desesperado que me hizo sentarme de golpe en la cama.
—Ángela... hija, algo le pasó a Ángela.
El mundo se detuvo. La felicidad de hace un segundo se evaporó. Mi premonición, ese presentimiento oscuro que había intentado ignorar, no se refería a mi amor por Camilo, sino a mi familia. El miedo se instaló en mi pecho, tan real que me costaba respirar. Las palabras de mi madre eran un torrente de pánico y dolor, difíciles de entender. Logré captar fragmentos: una caída, un grito, el hospital.
Camilo, al ver mi rostro pálido, se incorporó de inmediato.
—Alma, ¿qué ocurre? —preguntó, su voz grave llena de preocupación.
Solté el teléfono. Mis manos temblaban.
—Es Ángela... mi hermana... Algo le pasó. Tenemos que irnos.
En ese instante, supe que mi vida perfecta, la que yo había soñado, estaba a punto de desmoronarse. La felicidad que había sentido era una mentira frágil, y el verdadero final de esta historia apenas comenzaba.
El olor a cloro y la fría luz de los pasillos del hospital me golpearon bruscamente. Camilo y yo corrimos por los corredores, buscando a mi familia. La sala de espera estaba silenciosa, pero el aire se sentía cargado de un dolor abrumador. Mi padre estaba sentado, la mirada perdida en el vacío, mientras mi madre deambulaba de un lado a otro con el rostro surcado de lágrimas.
Apenas me vieron, mi madre se abalanzó sobre mí. El ardor en mi mejilla fue instantáneo. Camilo dio un paso atrás, dejándome sola frente al problema. Mi padre también se convirtió en un simple espectador de lo que estaba pasando, mientras yo no sabía cómo reaccionar.
—Te llamé varias veces y nunca contestaste —dijo mi madre, con la voz dura—. ¿Con quién estabas?
—Estaba con Marisol, te llamé para decirte...
—¡No más mentiras, Alma! —me interrumpió, y la segunda bofetada fue más fuerte que la primera. Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero el shock era mayor que el dolor. —Llamé a esa amiga tuya y me dijo que no tenía noticias de ti. ¿Con quién te estabas revolcando mientras tu hermana perdía a su bebé?
Las palabras resonaron en mi cabeza. ¿Embarazada? Mi hermana, que apenas hace una semana me había contado sobre su amor correspondido, ¿estaba esperando un hijo?
—¿Ángela estaba embarazada? —pregunté, conmocionada.
—Sí, y por ir a buscarte salió corriendo, cayendo por las escaleras... Eres una cualquiera. No sé con qué tipo de hombre te estás revolcando.
Sus palabras eran como dagas que atravesaban mi pecho. El dolor era insoportable, pero aunque me dolía, mi madre tenía razón. Yo era la única culpable de la tragedia de mi hermana.
Ahora, todo se había perdido. Mi corazón se encogió ante ese golpe de realidad.
Cerré los ojos, tratando de procesar el horror. La felicidad de Ángela, la misma que había hecho que Camilo y yo esperamos para nuestro matrimonio, había terminado de la forma más cruel. De pronto, la felicidad y el amor de mi propia vida me parecieron frágiles, casi pecaminosos, ante la tragedia que acababa de golpear a mi familia.
La tensión en la clínica era asfixiante. Mis padres me veían como la oveja negra de la familia, mientras Ángela seguía en recuperación. El dolor me consumía por completo: una parte de mí se ahogaba en la culpa por lo que había pasado, y la otra se desmoronaba por el inexplicable distanciamiento de Camilo. Se suponía que él era mi protector, mi refugio, pero en el primer problema, me abandonó, dejándome sola con la vergüenza y la humillación.
Lo más extraño era la familiaridad con la que Camilo hablaba con mis padres. Desde donde estaba, no podía escuchar nada, pero su lenguaje corporal me decía que discutían algo importante. Al terminar, mi padre le estrechó la mano y mi madre lo abrazó. Una luz de esperanza se encendió en mi pecho, y una sonrisa se dibujó en mi rostro.
Imaginé que Camilo había hablado de nosotros, que por fin mis padres entenderían nuestra relación.
Pero la esperanza se desvaneció en un instante. Camilo me dedicó una mirada de profunda desaprobación antes de bajar la vista. La sonrisa que segundos antes me iluminaba el rostro se borró, dejando un amargo sabor a hiel. Mi madre me miró con furia, a punto de volver a humillarme, cuando el doctor de Ángela apareció.
— Señores Durán, la paciente ya está estable. En breve la pasarán a una habitación y podrán verla.
Una sensación extraña recorrió mi cuerpo al ver la sonrisa de alivio de Camilo. Estaba bien que se preocupara por mi hermana, pero lo que vi en sus ojos fue algo más: era como si le hubieran devuelto el alma al cuerpo.
—Gracias por todo, doctor — dijo mi padre, devolviéndome a la cruda realidad. Desvié la mirada hacia mi madre, que aún me veía con desaprobación.
—Vete a casa y no salgas hasta que volvamos— ordenó con frialdad.
—Déjame ver a mi hermana, quiero pedirle disculpas...—, intenté, pero Camilo me interrumpió con dureza.
—¿Ahora también eres sorda? La señora Lucrecia te acaba de decir que te vayas a tu casa— espetó con la voz cargada de resentimiento.
No entendía su comportamiento, pero asumí que eran los nervios. Sin decir una palabra más, salí de la clínica. Las lágrimas corrían por mi rostro mientras intentaba comprender a Camilo. Nada tenía sentido. Me sentía en una dimensión desconocida, al borde de la locura.
Salí de la clínica tan afectada que choqué por accidente con un hombre alto y fornido. Sus pectorales eran duros como una pared. Al mirar su rostro, quedé sorprendida por su belleza; parecía tallado por los propios ángeles. Sus ojos, de un negro intenso, resaltaban su atractivo, aunque al mismo tiempo transmitían una frialdad absoluta. Tenía un aura poderosa, como si el mundo entero se pusiera de rodillas a su paso. La verdad, sentí una curiosidad inmensa por saber quién era.
—Lo siento, señor. No lo vi —mis disculpas fueron sinceras, pero su mirada me heló la piel.
—Debes tener más cuidado por dónde caminas, niña. Acabas de arruinar un traje muy costoso —el sujeto que lo acompañaba intervino, sonando muy grosero. El hombre guapo solo se dignó a mirarme como un depredador cazando a su presa.
—Estoy hablando con el dueño del circo... no con sus enanos —dije viendo como el hombre misterioso con una sonrisa que iluminó su sombrío rostro.
—¡Señor! —exclamó el asistente —. Esta joven merece un escarmiento por atrevida.
Mi misterioso hombre le lanzó una mirada amenazadora y luego volteó a verme.
—Señorita, disculpe a mi asistente. Él no tiene idea de cómo tratar a una dama.
Su voz era sofocante: fría, determinada y firme. Una corriente eléctrica me recorrió la columna vertebral. El miedo me invadió, y una voz en mi interior me gritaba que huyera, que ese hombre era peligroso. Haciendo caso a mi sexto sentido, salí a toda prisa de allí. Ya tenía demasiados problemas como para buscarme uno nuevo.
...********...
Soy Lorenzo Estrada, un magnate de los negocios, o al menos eso dicen. Aunque me vean como alguien tímido, en este mundo no hay espacio para la bondad. Cuando decido destruir una empresa, no me tiembla la mano. Tengo veinticinco años, y desde los dieciocho, me hice cargo del negocio familiar. Mis padres me ayudaron al principio, pero en dos años les demostré que podía con la responsabilidad yo solo. Desde entonces, he sido un lobo solitario en una jungla de tiburones.
Hoy, la deuda de un hombre me ha sacado de mis casillas. Ese sujeto pensaba que podía aprovecharse de mí. Enojado, fui a su casa, pero la mujer de servicio me dijo que la familia no estaba, que habían tenido una urgencia. No quiso darme más detalles, así que le ordené a mi asistente, Ignacio, que investigara.
Una hora después, ya teníamos la ubicación: una clínica. Resultó que la urgencia familiar era real, pero me daba igual. Solo quería mi dinero, su patética empresa no me importaba en lo más mínimo. Con la determinación de un depredador, me dirigí al lugar. Antes de bajar del auto, le di instrucciones claras a Ignacio.
—No me importa lo que le haya pasado a esa familia. Quiero mi dinero hoy mismo. Si se niega a pagar, ya sabes qué hacer.
Mi orden fue directa. No me gustaba andarme con rodeos.
Caminé hacia la entrada de la clínica, con Ignacio detrás de mí. Al abrirse la puerta, una joven me embistió. Su pequeño y frágil cuerpo despertó en mí algo que había estado dormido por mucho tiempo. Vi su hermoso rostro de ángel su piel clara, cabello negro, ojos azules y labios que invitaban a ser besados me descontrolaron por un momento, sentí un salto de felicidad en mi pecho. Quedé hipnotizado por el tono de su suave voz mientras se disculpaba. Por primera vez no supe cómo reaccionar ante una mujer.
Mi asistente, por otro lado, no tuvo el mismo reparo. La trató con una descortesía que me obligó a intervenir, defendiéndola de Ignacio. Sin embargo, no logré que se quedara unos minutos más. La vi desaparecer frente a mí y, sin pensarlo, le ordené a mi asistente que la investigara. Su respuesta me dejó sin palabras.
—Ella es la hija menor de los Durán, señor.
No podía creer la casualidad. Sabía cómo me iba a cobrar el dinero que esa familia me debía. Ahora, además de saldar la deuda, había encontrado algo más. Algo que me intrigaba y que me hacía sentir vivo de nuevo. Esta vez, el cobro iba a ser mucho más interesante.
Después del incidente con la hija de los Durán, me obligué a enfocarme en mi propósito original. Había ido a la clínica para cobrar una deuda, y no descansaría hasta conseguirlo. Ver a Efraín Durán, el hombre que me debía, me recordó por qué estaba allí.
Cuando Efraín notó mi presencia, su rostro palideció. Se acercó a mí con un paso tembloroso, intentando mantener una fachada de control que se derrumbó en el mismo instante.
—Señor Estrada, ¿qué lo trae por aquí? —preguntó, con un cinismo que me hizo hervir la sangre.
—Es obvio a lo que vengo —dije, sin rodeos—. Quiero mi dinero hoy mismo.— mi voz cargada de ira.
Efraín tambaleó, demostrando ser el cobarde que siempre había sido.
—Señor Estrada, fíjese bien dónde estoy. Mi hija tuvo un accidente. En este momento no estoy en condiciones de pensar en la deuda.
Sonreí con una ironía helada. —Siento tu situación, pero a decir verdad, no es mi problema. Quiero mi dinero lo más pronto posible, o atente a las consecuencias.
—Señor Estrada, por favor, deme tiempo. Estoy tratando de juntar el pago, pero las cosas se me han complicado. Debe haber otra forma de llegar a un acuerdo.
Escuchar a Efraín pedir un acuerdo me llenó de un valor siniestro. Como siempre, fui directo a lo que quería, sin andarme con rodeos.
—¿Sabe qué? Sí podemos llegar a un acuerdo —dije con una sonrisa maliciosa.
—Usted solo diga qué necesita y con gusto lo ayudo.
Las palabras de Efraín fueron una hermosa melodía para mis oídos. Sin dar más vueltas, le expuse mi petición. Imaginé que se opondría, que se aferraría a lo poco que le quedaba, pero su respuesta me sorprendió por completo. No había duda: a ese hombre no le importaba ni su propia sombra.
Mi sonrisa se hizo más amplia. El hombre, desesperado, me dio la llave para tener lo que quería.
—Quiero a tu hija, Efraín —dije, y el aire en la sala pareció congelarse.
El rostro de Efraín se desfiguró por la sorpresa y el pánico.
—¡Estás loco! Eso jamás... —empezó a gritar, pero lo detuve con una mirada.
—Sé que te opondrás. Sé que me llamarás demente, pero, ¿qué opción tienes? —le recordé con un tono que no admitía réplicas—. Tu empresa está al borde de la bancarrota. La gente te odia. Si no me pagas, yo mismo me encargaré de que pierdas hasta tu sombra.
Efraín me miró, sus ojos llenos de miedo. Su silencio me dio la respuesta que esperaba.
—¿A cuál de mis hijas te refieres? —preguntó con la voz rota.
No pude evitar mi sorpresa. Ese hombre no tenía ni un gramo de amor por su familia. Le ofrecí una salida que muchos rechazarían, y él solo preguntaba por cuál de sus hijas iba a sacrificar. Su frialdad me llenó de asco, pero también de satisfacción.
—Quiero a la menor, Efraín —respondí, y la luz de la esperanza apareció de nuevo en sus ojos—. ¿Aceptas?
Un silencio sepulcral llenó el pasillo. Efraín bajó la mirada y asintió lentamente. Cerré los ojos por un instante y suspiré. Había conseguido lo que quería.
—Bienvenido al infierno, Efraín —murmuré antes de darme la vuelta y marcharme.
...********...
Cuando el demonio de Lorenzo Estrada pronunció esas palabras, el miedo se apoderó de mí. Mi corazón se detuvo. Jamás podría entregarle a mi Ángela. Ella era la luz de mis ojos, la razón de mi vida, y no permitiría que ese monstruo le hiciera daño.
Pero entonces, Lorenzo mencionó a mi hija menor, y un alivio vergonzoso me invadió. Alma era una rebelde, siempre causando problemas. Me convencí de que se merecía que alguien la pusiera en su lugar. Y si, por casualidad, la tonta lograba enamorar a Lorenzo, nuestra situación financiera cambiaría por completo. Seríamos salvos, y Alma sería la heroína. Por lo cual, sin dudarlo, acepté entregársela al demonio de Estrada.
—¿Qué está pasando? —la voz de Lucrecia me sacó de mis pensamientos. Sus ojos estaban fijos en los míos, buscando una respuesta. —¿Qué quería ese hombre?
La miré y una sonrisa se dibujó en mi rostro. No había duda de que Lucrecia aceptaría mi decisión. Después de todo, ella nunca había querido a Alma.
Tal y como lo pensé ella había aceptado encantada en entregarle a Alma a Lorenzo, al igual que yo pensé que sería la mejor manera de cubrir mis deudas y acabar con nuestros problemas financieros y si esa posible deshacernos del estorbo de Alma quien desde que llegó a nuestras vidas lo único que nos ha causado han sido problemas.
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No pude llévame a la cama a la tonta de Alma, estaba harto de esta situación y lo peor es que ya no me quedaba casi tiempo para poder probar ese cuerpo sin estrenar, pero no lo quería a la fuerza si así fuera me hubiera aprovechado la noche anterior, quiero que ella se entregue por si sola y así hacer las cosas mucho mejor.
Había decidido que el fin de semana la haría mía de una manera o de otra, pues no iba a perder la oportunidad de divertirme antes de que mi vida cambie.
Estaba ensimismado cuando Lucrecia me interrumpió. — Hijo vete a descansar, ya no hay mucho que hacer aquí.
— Está bien señora, nos vemos mañana —. Respondí con hipocresía.
— Recuerda lo que hablamos, sabes que esto es muy importante para nosotros y no queremos que la gente empiece a hablar.
Le dediqué una sonrisa a la vieja bruja y salí de la clínica, tenía que arreglar las cosas con Alma, ya que me vi mal al no defenderla de su madre, pero si hacía eso quedaría expuesto y eso era algo que no me podía permitir.
Estaba por marcar el número de Alma cuando una llamada de mi madre me interrumpió, el día no podía ponerse peor, pensé.
—Madre, que milagro escuchar tu voz —. Dije con sarcasmo.
— Déjate de estupideces y escucha bien lo que te digo... Deja de andar jugando con la mocosa de Alma y enfócate en tu objetivo.
— Tengo claro lo que debo hacer, ahora déjame ir a descansar y más tarde hablamos.
Colgué la llamada para después subir a mi auto, mi madre era una mujer insoportable que no aceptaba un no como respuesta, así que por ahora debía dejar lo de Alma para después y así complacer a doña María.
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