El amanecer se abría paso entre la bruma como un animal perezoso. La neblina cubría las colinas de un gris perlado, y el sol, tímido aún, filtraba su luz a través de las ramas húmedas, tiñendo los campos de un verde nuevo. En la distancia, la mansión Sinclair emergía como un recuerdo antiguo entre los robles: piedra gris, ventanales altos y una soledad que parecía esperarlo desde siglos atrás.
Es 1780, Cedric Sinclair descendió del carruaje con un suspiro que no era solo de cansancio, sino de alivio.
El viaje desde Londres había sido largo, pero más pesado le resultaba el peso invisible de la ciudad: los salones sofocantes, las sonrisas fingidas, las mujeres que hablaban de virtudes que no poseían y los hombres que jugaban con honor como si fuera moneda.
En cambio aquí —en medio del silencio y el aire húmedo del campo— sintió, por primera vez en años, que podía respirar.
Tenía el cabello castaño oscuro, algo revuelto, con ese desorden que solo tienen los hombres que se cansan de parecer impecables. Sus ojos, de un azul helado, cargaban un brillo que oscilaba entre la ironía y la tristeza. Vestía una camisa blanca abierta en el cuello, el chaleco oscuro sin abrochar y los guantes en la mano, no puestos: gesto de quien renuncia por un momento al deber.
El mayordomo lo esperaba en lo alto de los escalones.
Wilfred Cavendish era un hombre delgado, de bigote gris recortado y una rigidez que parecía heredada de una vida entera al servicio de los Sinclair.
—Bienvenido, mi señor —dijo, inclinando la cabeza apenas lo necesario—. La casa está lista. Las habitaciones han sido aireadas y el personal espera sus órdenes en el salón principal.
Cedric asintió, observando el frontón de la mansión.
Una gárgola rota lo miraba desde una cornisa. En las ventanas altas, el reflejo del cielo parecía un espejo empañado.
—Perfecto, Wilfred —respondió con voz calma, aunque algo distraída—. Enséñame el interior… y reúne a las criadas. Quiero conocerlas antes de instalarme.
El eco de sus pasos llenó los pasillos. El suelo crujía bajo las botas, y las paredes, cubiertas de tapices desvaídos, olían a polvo antiguo y a madera envejecida por los inviernos. A Cedric no le molestaba. El deterioro tenía algo honesto, algo que en Londres no existía.
Cuando llegaron al salón principal, las jóvenes ya estaban allí. Formaban una hilera algo nerviosa frente al gran ventanal, con las manos cruzadas y la mirada baja. Sus vestidos grises eran modestos, pero los rostros —rubores, ojos ansiosos, trenzas sueltas— daban al conjunto una belleza inesperada.
Cedric se detuvo un instante en el umbral, observándolas. Luego sonrió. No la sonrisa de cortesía que ofrecía en la capital, sino una más humana, ladeada, cansada, casi divertida.
—Señoritas —dijo finalmente, caminando despacio entre ellas—. Bienvenidas a su nuevo hogar. Espero que encuentren esta casa… menos fría de lo que parece.
Las palabras flotaron en el aire, suaves, pero con un matiz de mando. Wilfred se mantuvo unos pasos atrás, impasible.
Cedric se detuvo frente a una de ellas: una muchacha de cabellos rubios trenzados y mejillas sonrosadas. Tenía los ojos verdes, grandes, de una inocencia que parecía casi dolorosa.
Le tomó la mano con suavidad.
—¿Tu nombre? —preguntó.
—Eleanor, mi señor —murmuró ella, con la voz temblorosa.
Cedric inclinó la cabeza y rozó su mano con los labios, apenas un gesto, pero cargado de una intención ambigua.
—Eleanor —repitió, probando el sonido como si saboreara una nota musical—. Un nombre hermoso. Me temo que esta mansión va a necesitar algo más que muebles nuevos para sentirse viva. Quizá tu compañía esta noche ayude un poco.
La muchacha se sonrojó aún más. El resto bajó la vista, algunas con un dejo de envidia, otras con una resignación que delataba experiencia.
Cedric se apartó, mirando el ventanal. El campo se extendía más allá de los cristales, y el viento movía las copas de los árboles como un oleaje verde.
—Que te indiquen el camino a mis aposentos después de la cena —añadió sin mirarla—. No temas, sólo deseo conversar.
Wilfred alzó una ceja, pero no dijo nada.
Cedric lo percibió y esbozó una sonrisa irónica.
—Tranquilo, viejo amigo —susurró mientras se ajustaba el puño de la camisa—. No pienso arruinar la primera noche con pecados previsibles.
Wilfred, con la compostura de quien ha escuchado demasiado en su vida, inclinó la cabeza.
—Desde luego, mi señor.
Cedric miró de nuevo hacia el exterior. La bruma empezaba a disiparse sobre los campos, y por un instante sintió que esa soledad que había buscado tanto lo observaba desde la niebla… esperándolo.
Wilfred carraspeó con discreción, el sonido seco rompiendo el silencio del salón.
—Mi señor —dijo con tono medido, las manos cruzadas detrás de la espalda—. Si me permite… hay un asunto pendiente. Ha llegado una carta de su abuelo esta mañana, junto con los suministros.
Cedric levantó la mirada, el gesto cansado endureciéndose de inmediato.
El aire pareció volverse más denso, como si el nombre de su abuelo bastara para borrar el poco sosiego que el campo le ofrecía.
—Déjala en mi estudio —respondió con frialdad—. No estoy de humor para sus sermones hoy.
Wilfred asintió sin discutir.
—¿Desea algo más, mi señor?
Cedric respiró hondo, como queriendo sacudirse el peso invisible de la conversación.
—Sí. Muéstrame el jardín. Necesito aire.
El mayordomo inclinó la cabeza, y juntos salieron al exterior.
El sol ya se elevaba sobre las colinas, derramando su luz sobre la hierba recién cortada.
Cedric caminó en silencio entre los senderos de grava, las manos enlazadas tras la espalda.
El jardín era vasto, con rosales enredados en los muros y un estanque cubierto de hojas. El aire olía a tierra y a agua estancada.
Por un instante, se permitió la ilusión de estar lejos de todo: del apellido, de las obligaciones, del Londres que lo asfixiaba.
Pero esa paz era frágil. Todo lo era.
El resto del día transcurrió sin sobresaltos. Cedric cabalgó por los alrededores, bordeando el bosque que separaba su propiedad del pueblo. Los aldeanos lo observaban con cautela, algunos con respeto, otros con una curiosidad que rozaba la sospecha. Él fingía no verlos.
A la hora del almuerzo, comió solo: sopa tibia, pan recién horneado, una taza de té humeante y un libro abierto que apenas leyó. La casa seguía siendo un cuerpo dormido, respirando despacio, como si esperara a su dueño desde hacía demasiado tiempo.
Al caer la tarde, el silencio se volvió más denso.
En su estudio, Cedric se hundió en el sillón de cuero frente a la ventana.
El sol declinaba y bañaba las paredes de un resplandor dorado que pronto sería sombra.
Sobre el escritorio, la carta de Lysander lo esperaba.
No la había tocado en todo el día, pero su sola presencia parecía invadir el cuarto.
Finalmente, la tomó.
Rasgó el sello con el pulgar y desplegó el papel, ya anticipando el tono del contenido antes de leer la primera línea. No se equivocó.
“Cedric, mi nieto, ha llegado la hora de comportarte como un Sinclair.
La herencia no se sostiene sobre caprichos, sino sobre continuidad.
Un año. Tienes un año para contraer matrimonio y asegurar el futuro de nuestra familia.
De lo contrario, la mansión, las rentas y el nombre pasarán a tu hermano Ulrich y su descendencia.
Espero no tener que avergonzarme de ti, como ya lo he hecho antes.”
Cedric dejó caer la carta sobre el escritorio.
La tinta, aún ligeramente húmeda, manchó el borde de su dedo.
El silencio del estudio se quebró solo por el leve tic-tac del reloj de pared.
Una mueca amarga le cruzó el rostro. No era sorpresa lo que sentía, sino una mezcla de ira y desdén; esa vieja rabia contra un linaje que convertía la sangre en un contrato.
“Un año para casarte.”
La frase resonaba como una condena.
Se inclinó hacia atrás en el sillón, mirando el techo ennegrecido por el humo de las lámparas.
Por un momento, pensó en quemar la carta. Pero no serviría de nada: su abuelo siempre encontraba una forma de imponerse, incluso desde lejos.
Al fin, golpeó el brazo del sillón con el puño, con un sonido seco.
—Wilfred —llamó. Su voz resonó con una calma tensa, demasiado controlada.
El mayordomo apareció casi al instante.
—Mi señor.
Cedric lo miró fijamente, los ojos fríos, la mandíbula apretada.
—Envía invitaciones —dijo despacio—. A todas las familias nobles de la región. Las más jóvenes, las más dispuestas… no me importa.
Wilfred lo observó en silencio, los labios apretados, midiendo las palabras antes de hablar.
—¿Debo entender que…?
Cedric lo interrumpió con un leve gesto de la mano, casi impaciente.
—Sí. Parece que necesito una esposa. Y rápido.
El mayordomo asintió con gravedad.
—Muy bien, mi señor. Lo arreglaré de inmediato.
Cedric se quedó quieto un instante, mirando la llama vacilante del candelabro sobre su escritorio. Luego, sin apartar la vista, añadió con voz más baja, casi distraída:
—Y, Wilfred…
El mayordomo se detuvo en seco, esperando.
Cedric giró apenas la cabeza, la sombra de una sonrisa cruzándole el rostro.
—Haz llamar a Eleanor. —Su tono era calmo, pero tenía un filo que no admitía réplica—. Dile que venga a mis aposentos esta noche.
Wilfred no respondió enseguida. Solo un parpadeo delató su incomodidad.
Finalmente, inclinó la cabeza.
—Como desee, mi señor.
Cedric volvió a reclinarse en el sillón, el rostro medio oculto por la penumbra. El papel arrugado de la carta aún descansaba sobre el escritorio, y sus dedos tamborileaban sobre él con un ritmo lento, pensativo.
—Sí… —murmuró, apenas audible, mirando hacia la ventana donde la noche comenzaba a posarse sobre los campos—. Si quieren que me comporte como un Sinclair… tendrán su Sinclair.
Wilfred se retiró en silencio, cerrando la puerta con el sigilo de quien ha aprendido que algunas órdenes no necesitan comentario.
A unos kilómetros de allí, donde los caminos se volvían barro tras cada lluvia, una granja dormía entre colinas bajas y pastos húmedos.
El canto de los gallos rompió la quietud del amanecer, y Ariadne abrió los ojos con el cuerpo aún pesado de sueño.
La casa era modesta —muros de piedra, vigas oscuras, techo bajo y aroma a madera vieja—, pero cada rincón hablaba de vida.
El aire olía a leche tibia, a tierra mojada y a humo de leña.
Se levantó despacio, atándose el cabello con una cinta gastada. Su melena negra, larga y lisa, le cayó sobre la espalda como una sombra líquida. La luz del amanecer se filtraba por las rendijas de la ventana y le bañaba el rostro: piel clara, salpicada de pecas finas, y unos ojos azules que parecían mirar más lejos de lo que el pueblo ofrecía. Vestía su sencillo vestido azul marino de todos los días, con las mangas arremangadas hasta los codos y un delantal de lino que ya había visto demasiados inviernos.
En la cocina, el fuego chisporroteaba bajo la olla. Su madre, una mujer robusta, de rostro amable y manos curtidas, removía el porridge con la cuchara de madera.
—Buenos días, hija —dijo sin levantar la vista, con esa voz cálida que llenaba la casa—. Apúrate, que tu padre ya está en el establo. El ternero nuevo anda inquieto y necesita una mano firme.
Ariadne se sentó en la mesa, tomando el tazón que su madre le ofrecía. El calor del porridge le subió a las mejillas y le devolvió algo de energía.
—Voy enseguida —respondió, sonriendo apenas—. Ordeñaré a Bessie primero.
¿Padre ya salió hace mucho?
—Desde antes del alba —dijo la madre, suspirando y dejando la cuchara a un lado—. Ese hombre no conoce el descanso. Pero con los precios del ganado cayendo, no podemos permitirnos perder un solo penique.
Guardó silencio un momento, observando a su hija.
—¿Sigues pensando en buscar trabajo en el pueblo? —preguntó al fin—. No me gusta la idea de verte marchar.
Ariadne bajó la mirada al tazón, girando la cuchara entre los dedos.
—Sí, madre. La granja es dura, y con lo que gane podríamos comprar más semillas… o pagar al herrero para arreglar el molino.
La mujer asintió despacio, resignada.
—No será fácil, hija. Allá fuera todos buscan lo mismo, y pocos tienen para pagar un jornal. Pero si tu corazón lo dice… —Se encogió de hombros—. Tal vez el pueblo te tenga algo guardado.
Ariadne sonrió, aunque en el fondo sintió una punzada de incertidumbre.
Sabía que su madre tenía razón, pero también que no podía quedarse allí para siempre, repitiendo los mismos días, los mismos amaneceres, hasta volverse parte del paisaje.
Y así pasaron los meses.
El invierno llegó y se fue, y la rutina continuó: ordeñar al amanecer, limpiar los corrales, plantar semillas, regar, cosechar, vender. El tiempo se deslizaba entre sus manos como agua, sin dejar huella. A veces, cuando terminaba la jornada y se sentaba junto al corral a mirar el cielo, se preguntaba si la vida tenía algo más que ofrecerle.
Una mañana, después de entregar la leche en el mercado, caminaba de regreso por la calle principal del pueblo. El aire olía a cerveza y pan caliente, y las risas que salían de la taberna se mezclaban con el chirrido de las ruedas de un carro. Llevaba dos cubetas vacías, una en cada mano, cuando algo llamó su atención.
En la pared de la taberna, medio suelto por el viento, había un cartel. El papel amarillento se movía levemente, y las letras, escritas con tinta gruesa, decían:
“SE BUSCA MUCAMA PARA LA MANSIÓN SINCLAIR
Propiedad situada al este, a las afueras del pueblo.
Alojamiento incluido. Buen salario.”
Ariadne se detuvo.
Leyó una, dos veces, como si temiera haber entendido mal.
El nombre, Sinclair, le sonaba vagamente familiar.
Había escuchado a su padre mencionarlo alguna vez, entre historias de tierras vastas y amos que vivían rodeados de lujos imposibles.
El viento agitó el cartel otra vez, y ella alzó la mano para alisarlo contra la pared. Su corazón latía rápido.
—La mansión del este… —murmuró para sí.
Durante un instante dudó. Pero luego pensó en su madre, en el cansancio de su padre, en los inviernos fríos donde el dinero apenas alcanzaba para el pan.
Y en ese instante, algo dentro de ella se decidió.
Tal vez el destino no golpeaba dos veces la misma puerta. Ariadne recogió las cubetas, echó una última mirada al cartel y siguió su camino con paso firme. El sol empezaba a subir sobre los tejados del pueblo, y en su pecho, sin saber por qué, sintió una mezcla de esperanza y miedo.
Ariadne llegó corriendo a casa, con las mejillas encendidas y el cabello suelto agitándose detrás de ella.
Empujó la puerta de madera, que se abrió con su habitual chirrido, y el olor familiar de pan y heno la envolvió de inmediato.
—¡Madre! —gritó desde el umbral, sin apenas aliento—. ¡Madre, acabo de encontrar trabajo!
La mujer apareció desde la cocina, secándose las manos con el delantal, el rostro iluminado por el fuego del horno.
—¿Trabajo? —preguntó, sorprendida, sin terminar de entender el entusiasmo de su hija.
Ariadne dejó las cubetas en el suelo y avanzó un paso, con los ojos brillando.
—Sí, madre —dijo casi sin poder contener la emoción—. En las afueras del pueblo, en la mansión Sinclair. Están buscando una mucama. Lo vi pegado en la pared de la taberna, un cartel nuevo.
Su madre la miró en silencio unos segundos. Luego se acercó, y con una mezcla de ternura y cansancio, le acarició la mejilla.
—¿La mansión Sinclair, dices? —repitió, con una sombra de duda en la voz—. Hija… ¿estás segura de ir a trabajar ahí?
Ariadne asintió sin dudar.
—Sí, madre. Ya te lo he dicho: la granja es demasiado dura, y con lo que gane podríamos pagar las deudas del molino y comprar más semillas para el otoño. Pagan bien, y no está tan lejos. Podría volver los fines de semana.
Su madre suspiró, mirando por la ventana, hacia el campo que se extendía hasta perderse en el horizonte.
—No es eso lo que me preocupa —dijo al fin—. Solo quiero que tengas cuidado. Los ricos… —Hizo una pausa, buscando las palabras—. Los ricos no viven en el mismo mundo que nosotros. A veces sonríen, pero no siempre es por bondad.
Ariadne bajó la mirada, pero sonrió con dulzura.
—Lo sé, madre. Prometo cuidarme.
—Eres una buena muchacha —murmuró la mujer, apretándole las manos con fuerza—. Siempre pensando en los demás antes que en ti.
Le dio un leve golpecito en la frente, con gesto de madre que intenta disimular la preocupación con ternura.
—Anda, come algo antes de ir al establo. Y dile a tu padre que el almuerzo está listo.
Ariadne obedeció, aunque su mente ya estaba lejos, imaginando la mansión que apenas conocía por historias.
El resto del día fue un ir y venir de recados.
Llevó la leche al mercado, discutió precios con un carnicero testarudo, compró harina y regresó con el sol alto sobre la cabeza.
Pero el pensamiento del cartel la seguía como una melodía persistente.
Cuando por fin se decidió a ir, el corazón le latía con fuerza.
El camino hacia el este se extendía entre colinas suaves.
A medida que avanzaba, los campos se volvían más silenciosos, y los árboles más altos.
El aire mismo parecía distinto: más frío, más quieto.
Y entonces la vio.
La mansión Sinclair se alzaba al final del camino como un sueño de piedra y sombras.
Sus muros grises brillaban con el sol, y las ventanas, enormes, reflejaban el cielo con un resplandor casi irreal. Había en ella una belleza imponente, pero también algo que no terminaba de encajar: una soledad antigua, un silencio demasiado perfecto.
Ariadne se detuvo unos metros antes de la verja.
El corazón le golpeaba el pecho, una mezcla de temor y asombro.
No sabía qué la esperaba allí dentro, pero algo en el aire —quizás el viento que venía desde los jardines, o el leve eco del metal en las rejas— le hizo pensar que el destino acababa de abrirle la puerta.
Cuando tocó el llamador, una campana resonó dentro con un sonido largo, profundo, como si la casa misma despertara de un sueño.
Y así, sin saberlo, Ariadne dio su primer paso dentro del mundo de los Sinclair.
Un hombre la esperaba en el umbral cuando la puerta se abrió.
No era viejo, pero su rostro tenía esa severidad que envejece antes de tiempo. Vestía un uniforme oscuro, de botones dorados, y su cabello, peinado con esmero, brillaba bajo la tenue luz del vestíbulo.
—¿La señorita Ariadne, supongo? —dijo con voz grave, sin rastro de sonrisa.
Ella asintió, todavía un poco abrumada por la magnitud del lugar. El interior era majestuoso: los suelos de mármol, las cortinas de terciopelo, los candelabros encendidos a plena tarde. Todo parecía más grande de lo que el ojo podía abarcar.
—Soy el mayordomo Laughton —prosiguió el hombre—. Estoy a cargo del personal. La posición para mucama sigue disponible. Sígame, por favor.
Caminaron por un largo corredor que olía a madera encerada y a cera de vela. Los retratos antiguos en las paredes parecían seguirlos con la mirada. Al llegar a una pequeña sala, el mayordomo le indicó que se sentara frente a un escritorio pulcro, donde un cuaderno de registro reposaba abierto.
—Sus obligaciones serán simples —dijo, hojeando unas páginas—: limpieza de los pasillos principales, pulir la plata, y ayudar en los dormitorios del ala oeste cuando se le requiera. Aquí las reglas son claras: puntualidad, silencio y discreción. ¿Entendido?
Ariadne asintió con firmeza.
—Sí, señor. Estoy acostumbrada al trabajo duro. En la granja de mis padres hacía tareas mucho más pesadas que limpiar una casa.
Por primera vez, el mayordomo levantó la vista y la observó detenidamente.
Su mirada recorrió a Ariadne de pies a cabeza con una lentitud que la hizo sentirse expuesta, aunque no entendiera por qué.
En sus labios se dibujó algo parecido a una sonrisa, apenas un gesto, y murmuró casi para sí:
—Seguro le gustará…
Ariadne frunció el ceño, no logro escuchar bien.
—¿Perdón? ¿Qué dijo?
El hombre parpadeó, volviendo a su tono neutral.
—Nada, señorita. Que está contratada. Comenzará esta misma semana.
Ella se levantó de inmediato, reprimiendo el impulso de sonreír demasiado.
—Gracias, señor. No la defraudaré.
Laughton cerró el cuaderno y asintió.
—Eso espero. La mansión Sinclair no tolera los errores.
La acompañó de regreso hasta la puerta.
Ariadne cruzó el umbral con el corazón latiéndole más rápido que al llegar.
Mientras el portón se cerraba tras ella, una ráfaga de viento agitó las ramas de los robles del jardín.
Y aunque el sol todavía brillaba, el aire parecía más frío, como si algo —una sombra, un presagio— la hubiera seguido hasta el camino.
Los ocho meses después de la carta fueron para Cedric un torbellino de decepción y hastío.
Lo que al principio había tomado como un desafío —encontrar esposa para aplacar las exigencias de su abuelo— pronto se volvió una cadena invisible que lo apretaba un poco más cada día.
Visitó mansiones y salones perfumados, donde las jóvenes aristócratas lo miraban con sonrisas de porcelana y ojos calculadores. Algunas fingían interés, otras se apartaban antes de que él siquiera hablara. Todas sabían quién era: el hijo rebelde de los Sinclair, el que había renunciado a Londres, a los negocios, a la política, al deber. El que prefería los caballos, la música, el silencio.
Una oveja negra envuelta en seda.
Al principio, Cedric jugó el juego con su encanto habitual. En cenas y bailes provincianos, sabía decir lo correcto, sonreír en el momento justo, soltar una frase ingeniosa que provocara risas. Pero las miradas que recibía no eran de curiosidad, sino de juicio. Las madres lo evaluaban como si ya conocieran el veredicto: inadecuado.
Poco a poco, dejó de intentarlo.
Las cartas comenzaron a apilarse sobre su escritorio: invitaciones, rechazos, rumores disfrazados de cortesía. Cada una de ellas era una recordatoria de su posición entre los vivos y los muertos, entre la libertad y la obligación.
Su hermano Ulrich le escribió una tarde de abril, con su letra ordenada y distante:
“El pequeño Lyonel cumple tres años. Padre estará aquí, y también el abuelo. Te esperamos, hermano.”
Cedric leyó la carta varias veces, sin llegar al final.
Sabía lo que le esperaba: las miradas de decepción, las preguntas veladas, el mismo discurso sobre la responsabilidad del apellido.
Quemó la carta sin responder.
Las llamas la devoraron rápido, y durante un instante creyó sentir alivio. Pero el alivio, como todo en su vida, fue breve.
La mansión, antes un refugio, empezó a volverse una prisión.
Las habitaciones vacías amplificaban el eco de sus pasos; los relojes marcaban las horas con una puntualidad cruel. A veces se sorprendía hablando solo, o tocando el piano para nadie, solo para llenar el silencio. Wilfred lo observaba en silencio, sin atreverse a intervenir.
Cedric bebía más de lo habitual, dormía menos y se irritaba por nimiedades.
Por las noches, caminaba descalzo por los pasillos del ala oeste, escuchando el viento colarse entre las grietas de las ventanas.
A veces creía oír una voz —quizá la de su madre, quizá la de su propia conciencia— recordándole que ningún Sinclair podía escapar de su destino.
La noche había caído densa, con un silencio que parecía tener peso.
Cedric, agotado por dentro más que por fuera, se dejó caer sobre la cama con un suspiro largo, casi de rendición. Las cortinas se mecían con la brisa, proyectando sombras que cruzaban las paredes como fantasmas lentos.
En las esquinas, los candelabros mantenían una luz temblorosa, insuficiente para alejar del todo la oscuridad.
Una figura se movía con cuidado en el rincón de la habitación. Una joven, de movimientos suaves, apilaba libros en la estantería, procurando no hacer ruido.
Su cabello, oscuro como tinta derramada, le caía sobre los hombros; su piel tenía la claridad del invierno, y los ojos —azules, limpios, casi transparentes— reflejaban una inocencia que no encajaba con la pesadumbre de aquella casa.
Cedric giró la cabeza, notando su presencia recién entonces.
—¿Se encuentra bien, mi señor? —preguntó ella, apenas en un hilo de voz.
Él tardó en responder. Tenía la mirada perdida en el techo, la voz apagada, rota por el cansancio.
—No pude encontrar a nadie… —murmuró, sin emoción—. Ni una sola dispuesta. He visitado casas, bailes, cenas… todas dicen lo mismo, aunque sonrían.
Se llevó una mano al rostro, frotándose las sienes.
—Me he quedado sin opciones.
Cuando volvió a mirarla, la observó con más atención. Su rostro le resultó familiar, pero no lograba ubicarlo.
—No recuerdo haberte visto antes —dijo con curiosidad sincera—. ¿Cómo te llamas?
—Ariadne, mi señor —respondió la joven, nerviosa, haciendo una pequeña reverencia—. Llegué hace apenas una semana.
Cedric la miró unos segundos más, y en su semblante cansado se encendió algo: una idea, una chispa inesperada.
Se incorporó despacio, apoyando un codo sobre la rodilla, la sombra de una sonrisa ladeada cruzándole el rostro.
—Eres muy bonita, Ariadne —dijo con tono suave, casi distraído—. Dime… ¿estás comprometida?
Ariadne retrocedió un paso, confundida por la pregunta.
—¿Mi señor? —balbuceó—. No entiendo…
Cedric se levantó, sin brusquedad. Su figura alta proyectó una sombra larga sobre el suelo.
—Nada, olvídalo —dijo, aunque su mirada seguía fija en ella.
Se acercó un poco, lo suficiente para que Ariadne sintiera su respiración mezclarse con la suya.
Le rozó la mejilla con los dedos, apenas un toque, más de curiosidad que de deseo.
—¿Sabes por qué las mucamas en esta casa son tan hermosas? —susurró, con voz baja y cansada.
Ariadne negó, sin atreverse a hablar.
—Porque las eligieron para mí. A todas. —Hizo una pausa. La sonrisa que se formó en sus labios no tenía humor—. Y porque, de una manera u otra, todas acabaron en mi cama.
El silencio se hizo pesado. Ariadne bajó la mirada, el rubor encendiendo sus mejillas y los latidos de su corazón que no los podía controlar.
Pero antes de que pudiera responder, Cedric dio un paso atrás. Su expresión cambió por completo. La arrogancia se disolvió, reemplazada por una tristeza insondable.
—Pero esta vez no… —murmuró, más para sí que para ella.
Se pasó una mano por el cabello, respirando hondo, y de pronto, sin aviso, se arrodilló frente a ella.
Ariadne lo miró, paralizada.
El hombre que todos describían como arrogante, altivo, inalcanzable, estaba de rodillas, con el rostro entre la desesperación y la súplica.
—Ariadne… —dijo en voz baja—. ¿Aceptarías casarte conmigo?
Ella retrocedió un paso, incrédula.
—¿Qué… qué está diciendo, mi señor? —preguntó, temblando—. No puede… no puede hablar así.
Cedric levantó la vista, y sus ojos, cansados y enrojecidos, tenían algo profundamente humano.
—No es una broma —dijo con urgencia—. Escúchame. Necesito tu ayuda. Eres mi última salida.
Ella seguía mirándolo, sin entender del todo.
—Cásate conmigo —continuó él—. No será un matrimonio verdadero, si así lo deseas. No tendrás que dormir conmigo, ni obedecer nada fuera de lo justo. Tendrás dinero, una vida distinta. Solo necesito… tu nombre.
Su voz se quebró un poco.
—Necesito un rostro junto al mío para convencerlos.
Y entonces Ariadne comprendió.
La carta. La herencia. El apellido. Todo encajaba.
Un matrimonio ficticio, una farsa elegante para engañar a su abuelo y a la sociedad que lo despreciaba.
—Mi señor… eso es imposible —susurró ella, con una mezcla de miedo y compasión—. Soy una sirvienta, hija de ganaderos. Su familia jamás…
Cedric negó, acercándose otro paso, sin soltar sus manos.
—Lo harán —dijo con firmeza—. Les contaré que renunciaste a una fortuna en Alemania por amor. Que nos conocimos en secreto. Que elegiste la pobreza por estar conmigo. Créeme, mi abuelo adora las tragedias románticas. Y tú… —hizo una breve pausa, mirándola a los ojos— tú podrías convencer al mismísimo Dios con esa mirada.
Ariadne no respondió de inmediato. El corazón le golpeaba el pecho con fuerza.
—¿Y si descubren la verdad? —preguntó al fin, con un hilo de voz.
—No lo harán —contestó Cedric con una sonrisa débil—. No pienso perder lo único que me pertenece. Ni a mi abuelo, ni a Londres, ni a nadie más.
El silencio que siguió fue largo, casi sagrado.
Ariadne lo observó, y por primera vez no vio al aristócrata, sino al hombre debajo: agotado, roto, buscando a alguien que lo salvara de sí mismo.
Entonces, con un temblor apenas perceptible en la voz, dijo:
— Acepto.
La boda se celebró una mañana gris, envuelta en esa calma húmeda que suele preceder a la lluvia. La capilla del pueblo —pequeña, de piedra clara y vitrales antiguos— olía a cera derretida y a madera vieja. Afuera, las campanas repicaban con desgano, como si también entendieran que aquello no era exactamente una celebración, sino una transacción disfrazada de promesa.
Cedric vestía de negro, sobrio y pulcro, el cabello castaño peinado hacia atrás, aunque un mechón rebelde insistía en caerle sobre la frente. En su rostro había una serenidad tensa, una mezcla de alivio y melancolía. Sus ojos, de un azul claro y agudo, parecían buscar en todo momento el rostro de Ariadne, como si quisiera recordarle que aquello era necesario, no romántico.
Ariadne, por su parte, parecía una aparición. Llevaba un vestido sencillo, sin adornos, confeccionado con las telas más modestas del armario de la mansión, pero en ella lucía como si fuera seda. Su cabello oscuro estaba recogido en un moño bajo, y algunas hebras sueltas le caían sobre las mejillas. Las pecas de su rostro, casi imperceptibles, brillaban a la luz tenue del templo.
Wilfred estaba de pie a un costado, imperturbable, con las manos cruzadas tras la espalda, a lado de él estaba el abuelo y el padre de Cedric. Era los únicos testigos, junto a los padres de Ariadne, que miraban la escena con una mezcla de orgullo, desconcierto y cierta incredulidad contenida.
El sacerdote recitaba los votos con una voz grave que resonaba en las piedras del lugar. Cada palabra parecía flotar entre ellos, suspendida en el aire frío.
Cuando llegó el momento, Cedric tomó la mano de Ariadne.
Su piel temblaba.
—¿Juras, Ariadne, serle fiel en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad…? —preguntó el sacerdote.
Ariadne asintió despacio, la voz apenas un murmullo:
—Sí… lo juro.
Cedric respondió con un tono más firme, pero sin alzar demasiado la voz.
—Lo juro también.
El silencio que siguió fue profundo, casi solemne.
El sacerdote sonrió apenas y asintió.
—Entonces, pueden sellar su unión.
Ariadne lo miró, petrificada por un instante.
Cedric dio un paso hacia ella, con esa calma suya que a veces parecía estudiada.
Sus dedos rozaron su mejilla, y luego, sin dudar, la besó.
Fue un beso breve, casto, pero bastó para que el mundo se redujera a un solo punto.
Ariadne sintió el corazón disparársele en el pecho. Su respiración se quebró, y un rubor intenso le subió desde el cuello hasta las orejas.
Era la primera vez que alguien la besaba.
Y lo había hecho delante de sus padres, del sacerdote, de un mayordomo, de el abuelo … y de un hombre que, en teoría, era su esposo.
Cuando se separaron, Cedric la miró con una sonrisa que parecía contener una disculpa y un intento de ternura.
Ella no podía sostenerle la mirada; bajó los ojos, apretando los dedos contra la falda.
—Tranquila —murmuró él, inclinándose apenas hacia ella—. Nadie va a juzgarte.
Ariadne asintió, sin responder.
Wilfred, detrás, observaba la escena con el rostro de piedra, pero sus ojos delataban una ligera chispa de emoción: ni siquiera él había previsto la humanidad del momento.
Cedric, aun sosteniéndole la mano, le dio un leve apretón, como queriendo decir ya pasó.
Ella lo miró por fin, con un brillo entre tímido y agradecido.
El sacerdote cerró el libro con un golpe suave.
—Ya son marido y mujer —anunció.
Y así, en medio del silencio húmedo y el olor a incienso, quedó sellada una unión que no nacía del amor, sino del destino.
Una farsa ante los ojos del mundo.
Pero mientras salían de la capilla, y Ariadne trataba de ocultar la sonrisa nerviosa que se le escapaba, Cedric comprendió que algo en aquel beso —tan simple, tan torpe— había encendido en él una chispa que no supo nombrar.
Pasaron 3 años.
Y Ariadne, por dentro, seguía siendo la joven sencilla que se inclinaba ante la tierra para plantar flores. No importaba cuán fino fuera el vestido ni cuán elegante el nuevo trato; ella continuaba ayudando con los quehaceres, doblando ropa, fregando platos, organizando estanterías junto a las criadas.
Eso, para algunas, era incomodidad.
Para otras, una traición.
Las miradas de recelo y envidia se cruzaban con silencios densos y frases a medias. Era difícil para ellas aceptar que quien compartía su labor ahora dormía en la habitación principal. Que una de las suyas se había vuelto intocable.
Ariadne, sin embargo, nunca cambió.
Sonreía con la misma dulzura de siempre, y sin importarle los susurros, continuaba sembrando flores en los rincones olvidados del jardín.
Prefería el aroma del jazmín al eco vacío de los pasillos de mármol.
El verano había llegado con todo su esplendor.
El sol bañaba las interminables hectáreas de la mansión Sinclair, tiñendo los campos de oro y verde, como si el paisaje hubiese sido pintado a mano. La brisa era suave, apenas lo suficiente para hacer danzar las copas de los árboles.
Cedric descansaba en una silla de campo, bajo la sombra generosa de un roble, con una bebida fría en la mano y la mirada perdida entre nubes. A unos metros, Ariadne se agachaba entre los arbustos, metiendo las manos en la tierra con la paciencia de quien cultiva más que flores: paz.
—¡Te está quedando precioso, Ari! —dijo Cedric, alzando la voz mientras se cubría los ojos del sol con la palma.
—¡Gracias! —respondió ella, sin dejar de trabajar—. ¡Si quieres puedes venir a ayudarme!
—Mmm… creo que estoy mejor aquí, observando y supervisando —bromeó él, con una sonrisa perezosa.
Ariadne soltó una risa suave y rodó los ojos con fingida resignación.
En ese momento, Wilfred apareció desde la galería de la casa, tan pulcro y solemne como siempre. Caminaba con la elegancia automática de quien había nacido para servir entre salones silenciosos y secretos familiares.
—Mi señor —dijo, deteniéndose a una distancia respetuosa—. Ha llegado una carta de su hermano. Su hijo cumple seis años esta semana. Pregunta si usted asistirá a la celebración.
Cedric se frotó la frente, dejando escapar un suspiro cargado de molestia.
—Ah, maldición… me encantaría ir, pero ya sabes cómo son mis tías. Cada vez que ven a Ariadne lanzan esas miradas y comentarios envenenados. No voy a exponerla otra vez a eso. Le enviaré un buen regalo y una carta.
—Una lástima, señor —respondió Wilfred—. El niño se encariñó mucho con usted. Lo extrañará.
Cedric bajó la mirada con un gesto más suave.
—Sí… lo sé. Pero es un chico listo, sabrá entenderlo. Además, vendrá a pasar las vacaciones aquí, como siempre. Le encanta este lugar.
—Sin duda —asintió Wilfred, con una leve sonrisa.
Por un momento, se hizo el silencio. Cedric apoyó su vaso en la pequeña mesa a su lado y alzó la vista al cielo diáfano. Sus pensamientos flotaban igual que las nubes.
—Wilfred… —murmuró de pronto, con voz baja— estoy aburrido.
—¿Mi señor?
—Sí. Al principio esta tranquilidad me reconfortaba. Ahora me ahoga. Ya recorrí cada rincón de esta mansión, cada sendero del pueblo. Todo me resulta… predecible.
Wilfred guardó unos segundos de respetuoso silencio antes de sugerir:
—Podría visitar el cementerio familiar, si me permite la sugerencia. Nunca lo he visto pasear por allí.
Cedric frunció el ceño con curiosidad.
—¿Tenemos un cementerio?
—No de esta familia, señor. Es anterior. Pertenecía a los antiguos dueños de la propiedad. Está al norte, más allá del último muro del jardín. Oculto entre los árboles. Casi nadie va desde hace años.
Una chispa de interés brilló en los ojos de Cedric. Se incorporó con un impulso casi infantil, estirando los brazos con decisión.
—¡Ari! —llamó hacia donde ella seguía plantando—. Voy a explorar un cementerio. Al parecer hay uno en la parte norte.
—¡Qué raro! Bueno, ten cuidado —respondió ella, levantándose un poco para verle—. Y no tardes. El almuerzo estará listo pronto.
Cedric le guiñó un ojo y desapareció entre la vegetación, con el sol dorando su espalda y la curiosidad guiándole los pasos.
El sendero hacia el norte apenas era visible, devorado por la maleza y las raíces que se enroscaban como dedos antiguos queriendo retener el pasado. Cedric avanzaba con decisión, apartando ramas y empujando espinas. A cada paso, el aire se volvía más fresco… y más pesado, como si el bosque exhalara un secreto.
El canto de los pájaros, antes constante, comenzó a desvanecerse.
Primero fue un murmullo lejano. Luego, nada.
Un silencio espeso lo envolvió, tan denso que podía oír sus propios latidos.
Después de unos minutos que se sintieron más largos de lo normal, llegó hasta un portón de hierro forjado. Estaba cubierto de óxido, torcido por el tiempo, pero aún se mantenía en pie como un guardián cansado. Cedric lo empujó.
El chirrido que emergió fue agudo, prolongado, casi inhumano.
Los árboles temblaron.
Y por un instante, pareció que el bosque escuchaba.
El cementerio se extendía más allá del umbral como un santuario olvidado.
Cruces vencidas. Lápidas partidas. Ángeles sin rostro.
La hiedra lo cubría todo como si intentara esconder las ruinas del recuerdo.
Pero entonces… algo rompió la monotonía.
Una sola tumba.
Intacta.
El mármol blanco relucía bajo la escasa luz que atravesaba las copas de los árboles.
A su alrededor, estatuas de ángeles llorosos, con los ojos cerrados y las alas recogidas, custodiaban su descanso.
Frente a ella, flores. Frescas. Como si alguien las hubiese colocado esa misma mañana.
Cedric se acercó con lentitud. Cada paso le pesaba más que el anterior. El aire allí era otro: más frío, más denso, más… viejo.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
El tiempo pareció detenerse.
Se detuvo frente a la lápida. El mármol, sin una sola mancha, tenía letras grabadas con una elegancia dolorosa.
“Aurora: una belleza eterna.”
Cedric se inclinó con lentitud sobre la tumba, dejando que sus dedos rozaran la superficie del mármol. Estaba tibia por el sol, pero impecable, pulida, sin rastros de musgo, sin una sola grieta. Mientras las otras lápidas del lugar yacían desgastadas por el tiempo —quebradas, cubiertas por la humedad y olvidadas entre maleza— aquella parecía recién colocada, como si alguien la hubiese limpiado esa misma mañana. O como si el tiempo, por alguna razón desconocida, se hubiese negado a tocarla.
Sus ojos se fijaron en la inscripción. No había fechas. Ni lugar de origen. Ni apellidos. Ni siquiera una señal de parentesco.
Solo un nombre:
Aurora
Y justo debajo, grabada en una caligrafía elegante que parecía llorar por sí misma:
“Una belleza eterna.”
Eso era todo.
Ni una pista más.
Ni una historia.
Ni una vida contada.
Solo un nombre, suspendido en el mármol como un suspiro perdido en el tiempo.
Cedric frunció el ceño. El silencio del lugar no era común: era denso, contenido, expectante. Como si el cementerio mismo esperara algo. O a alguien.
Se irguió y retrocedió un paso, sus botas crujieron sobre las hojas secas del sendero. Miró alrededor, buscando sin buscar, con esa inquietud de quien sabe que hay algo que no encaja, algo que se escapa entre los dedos como agua. Las estatuas de ángeles parecían más solemnes ahora, sus ojos tallados —cerrados, eternamente dormidos— parecían más conscientes que antes. Y en el aire, flotaba una quietud antinatural, casi una contención.
Sacó su reloj de bolsillo.
La aguja marcaba con indiferencia que ya era tarde. Pero el tiempo, en ese lugar, parecía transcurrir de forma distinta.
Más lenta. Más pesada. Más antigua.
Miró una vez más la tumba. El nombre grabado comenzaba a adquirir un peso extraño en su mente, como si lo hubiese escuchado antes, en sueños… o en otra vida.
—¿Quién has sido, Aurora…? —murmuró, apenas un susurro, como si temiera romper el hechizo del lugar—. Prometo averiguar sobre ti.
Y al decirlo, no supo por qué, sintió que sus palabras no se perdían en el vacío como era de esperar… sino que eran escuchadas.
Se dio media vuelta, dispuesto a regresar. Pero no notó cómo el viento se levantaba suavemente tras él, moviendo las ramas, colándose entre las estatuas con un sonido bajo, como un murmullo antiguo. Como si el eco de su promesa hubiera sido recogido por algo que habitaba más allá del mármol y del tiempo.
Y mientras Cedric salía por la verja oxidada del cementerio, una hoja seca giró lentamente sobre la tumba, cayendo justo encima del nombre Aurora… antes de detenerse, como si alguien invisible la hubiese colocado allí con intención.
Ariadne estaba sentada en los escalones de piedra que llevaban a la entrada principal de la mansión, justo entre las dos barandas de mármol que flanqueaban el camino como brazos esculpidos de una deidad dormida. La fuente frente a ella murmuraba con una calma hipnótica, lanzando pequeñas gotas al aire que capturaban la luz del sol como si fuesen fragmentos de cristal flotante. Todo en esa escena parecía detenido en el tiempo, contenido dentro de una espera que no dolía, pero tampoco pasaba desapercibida.
Se había acomodado en el tercer peldaño, apoyando la barbilla entre las palmas de sus manos, con los codos hundidos en su regazo. Su mirada se perdía en algún punto más allá de los árboles del jardín, con una ternura que no pedía atención, pero que la otorgaba sin querer. No necesitaba adornos ni gestos ensayados para ser hermosa; lo era con esa clase de belleza silenciosa y sin pretensiones que solo nace cuando alguien no intenta ser visto.
La luz filtrada entre las nubes acariciaba su piel pálida con una suavidad dorada, mientras el mármol claro proyectaba sombras tenues que se alargaban detrás de ella como pinceladas antiguas. Una brisa ligera le movía el cabello justo en el momento en que el silencio parecía volverse demasiado profundo, como si la naturaleza misma intentara no dejarla sola del todo.
Era como una pintura que aún no había sido firmada, una figura detenida entre el presente y el recuerdo, serena, pero en el fondo inquieta. Una belleza quieta y expectante, al borde de algo que aún no se había revelado.
Cedric apareció por fin, rodeando la fuente con pasos arrastrados. Su camisa estaba manchada de tierra, las mangas remangadas hasta los codos, las botas cubiertas de polvo, y las manos sucias como si acabara de excavar el pasado con los dedos. Su rostro también traía consigo las marcas del cansancio y la obsesión, pero sus ojos, al ver a Ariadne, se suavizaron como si por un momento encontraran descanso.
Ella giró el rostro hacia él, y lo observó con una mezcla de dulzura y resignación.
—¿Ariadne...? ¿Qué haces ahí sentada? —preguntó Cedric, todavía jadeando levemente por la caminata desde el cementerio, sorprendido al verla tan impecable, tan opuesta a él.
Ariadne se incorporó con elegancia, bajando los últimos peldaños con una gracia natural. Se acercó a él sin prisa, sin enojo real, solo con esa expresión suya que parecía nacida para suavizar lo áspero del mundo.
—Te estaba esperando. Te dije que llegaras temprano para almorzar —respondió con un pequeño puchero, cruzando los brazos, aunque en sus ojos no había más que afecto.
Cedric bajó la mirada y se pasó una mano por el cabello desordenado, dejando un leve rastro de tierra en su frente.
—Lo siento... me distraje en el cementerio. No me di cuenta del tiempo. Esa tumba... —sacudió la cabeza, como queriendo alejar un pensamiento que se le pegaba al alma.
—Aún no he comido —añadió Ariadne, en voz más baja, casi como si le diera vergüenza admitirlo—. Te estuve esperando.
Él levantó las cejas, sinceramente sorprendido.
—¿No has comido nada? ¿Por qué hiciste eso?
Ella bajó la mirada, jugueteando con el dobladillo de su vestido blanco, tan limpio y ligero como una nube detenida.
—No quería comer sola —dijo, casi en un susurro—. Me gusta almorzar contigo… Ya me acostumbré.
Cedric sonrió con esa expresión que se reserva para los momentos honestos, los que se quedan grabados sin que uno se dé cuenta. Sin pensarlo, extendió un dedo y le tocó suavemente la punta de la nariz, dejándole una manchita de tierra.
Ariadne se rió con una mezcla de sorpresa y ternura, frunciendo la nariz mientras se limpiaba con el dorso de la mano.
—¡Qué sucio estás! —dijo entre risas, y en su risa había algo que lo hizo olvidar por un segundo todo lo que había visto esa mañana.
Cedric la miró con un destello de alivio en los ojos, como si su presencia fuera un ancla silenciosa que lo mantenía en el presente.
—Está bien —dijo él con un suspiro—. Dame unos minutos. Me daré un baño rápido y luego almorzamos juntos. Lo prometo.
Ariadne asintió, viéndolo entrar por la puerta principal con paso más ligero. A su espalda, la fuente continuaba su murmullo constante, como una melodía antigua. Y por un instante, antes de sentarse de nuevo, Ariadne miró al cielo, como si también ella presintiera que algo, en algún rincón invisible del mundo, acababa de empezar a cambiar.
En el comedor estaba bañado por una luz dorada que entraba en haces oblicuos a través de las altas ventanas. Las cortinas, pesadas y de un azul desvaído por los años, dejaban entrever el jardín que rodeaba la mansión, donde las hojas se mecían con la brisa como si quisieran asomarse a mirar. Todo tenía un aire suspendido, como si el tiempo avanzara más lento allí dentro.
Cedric entró aún secándose el cabello castaño con una toalla, la camisa blanca de lino recién puesta, el rostro limpio pero con el leve enrojecimiento que dejan el sol y el aire fresco en la piel. Ariadne ya lo esperaba sentada a un extremo de la larga mesa de roble, con las manos entrelazadas sobre el regazo y una expresión serena, casi solemne. Su vestido blanco resaltaba contra la madera oscura.
—Me alegra que hayas venido —dijo ella con una sonrisa tenue, aunque sus ojos parecían detenidos en algún pensamiento lejano.
La comida ya estaba servida: pan recién horneado, sopa clara con hierbas, un estofado humeante y vino oscuro en copas finas de cristal que tintineaban con el menor roce. Comieron en silencio durante los primeros minutos, mientras el crujido ocasional de la madera del piso y los cubiertos sobre la loza eran los únicos sonidos que acompañaban la escena.
Ariadne fue la primera en hablar, cortando con cuidado un trozo de carne.
—¿Y cómo la pasaste? ¿Qué hiciste en el cementerio? —preguntó con un tono casual, aunque en su voz había un rastro de verdadera curiosidad.
Cedric tragó antes de responder, apoyando los codos en la mesa con algo de descuido.
—Fue… curioso. Al principio parecía uno de esos cementerios olvidados, lleno de tumbas antiguas, lapidas agrietadas, muchas tan deterioradas que apenas se leía un nombre. Todo tenía ese aire de abandono, como si nadie hubiera pasado por ahí en décadas —hizo una pausa, recordando—. Pero entonces vi una tumba distinta. Estaba impecable. Como nueva. Ni polvo, ni grietas, ni hojas secas alrededor. Era... extraña.
—¿Y no crees que algún familiar cercano la cuida? —preguntó Ariadne, sin levantar la mirada de su plato.
Cedric negó con la cabeza, apoyándose contra el respaldo de la silla.
—No había huellas, ni flores frescas, ni señal alguna de que alguien haya pasado por allí en semanas. Y créeme, el lugar está rodeado de maleza. Para llegar hasta esa tumba, alguien tendría que abrirse paso. Pero no había nada. Todo estaba intacto, como si el tiempo no la tocara.
Ariadne lo miró entonces, con una ceja levemente arqueada.
—¿Y de quién era?
Cedric se encogió de hombros.
—Solo tenía un nombre grabado: Aurora. Ni fechas. Ni epitafios. Ni siquiera un apellido. Debajo, una inscripción breve… “Una belleza eterna”.
Se hizo un pequeño silencio. La luz del sol se desplazaba lentamente por la mesa, y en el aire quedó flotando ese nombre como si tuviera un peso invisible.
—¿Puedo preguntarte algo? —dijo Ariadne de pronto, en voz baja.
Cedric levantó la mirada, extrañado por el tono repentino.
—Claro.
—¿Qué sentiste… allá?
Él dejó la cuchara con cuidado, como si cualquier ruido pudiera romper algo frágil.
—No sabría describirlo —dijo, entrelazando los dedos—. No era solo la tristeza natural de un cementerio. Era algo más profundo. Como si el aire se volviera más denso, como si todo a mi alrededor... respirara al mismo tiempo. Por un momento, sentí que no estaba solo, aunque no había nadie. Me sentí... hipnotizado, supongo.
Sonrió, intentando restarle importancia, pero la seriedad no se despegaba del todo de su expresión.
—¿Y qué piensas hacer? —preguntó ella, con una calma que rozaba la inquietud.
—Investigar. Por supuesto. Esta mansión tiene una biblioteca enorme, con libros sobre su historia, la región, los antiguos propietarios... Si esa tumba está ahí, debe haber algún registro. Quiero saber quién fue Aurora.
Ariadne desvió la mirada hacia la ventana. El viento hacía crujir las ramas del jardín, y por un segundo pareció más pensativa que preocupada.
—No lo sé, Cedric… Esa tumba me da una sensación extraña. Es como si no debiera estar allí.
Cedric se rió por lo bajo y se puso de pie, estirando los brazos.
—Eso la hace aún más interesante. Por fin tengo algo que me mantendrá ocupado en este pueblo. Ya me estaba volviendo loco con tanto silencio.
Caminó hasta donde ella estaba sentada y, con gesto distraído pero tierno, le dio un beso en la cabeza antes de girar hacia la puerta.
—Voy a la biblioteca. Nos vemos más tarde.
Ariadne no dijo nada. Solo lo siguió con la mirada mientras se alejaba. Cuando la puerta se cerró, sus ojos permanecieron fijos un momento más en el vacío. Había algo que le incomodaba, una punzada sutil que no sabía de dónde venía. No era miedo exactamente… pero sí una sombra. Un presentimiento.
Ojalá no le pase nada, pensó.
Y se quedó allí, en silencio, mientras el reloj marcaba el paso del tiempo con una lentitud casi cruel.
El sonido de los pasos de Cedric resonaba suavemente sobre el mármol gastado mientras se adentraba en la biblioteca de la mansión. El aire allí era distinto: denso, antiguo, cargado con el aroma de papel envejecido y madera húmeda. Parecía que el tiempo había quedado suspendido entre aquellos muros. La luz, filtrada apenas por vitrales polvorientos, proyectaba figuras espectrales sobre los muros y el suelo, envolviendo la estancia en una calma sepulcral. Tenía el aspecto solemne de una iglesia olvidada, donde los libros eran los únicos testigos de los siglos que habían pasado.
Las estanterías se alzaban hasta perderse en la sombra del techo, formando pasillos estrechos como laberintos. Miles de volúmenes dormían en sus nichos, encuadernados en cuero agrietado, muchos sin títulos legibles. Algunos estaban tan deteriorados que Cedric temía que se deshicieran con solo rozarlos. Aun así, sentía en su pecho la misma expectación de un arqueólogo a punto de desenterrar una verdad largamente enterrada.
Pasaron horas sin que se diera cuenta.
Había revisado genealogías, crónicas locales, registros de entierros, tratados médicos antiguos y colecciones de cartas personales. Muchos textos eran fragmentarios, otros incomprensibles o poco útiles. Pero ninguno, ni uno solo, mencionaba el nombre de Aurora. Era como si hubiera sido borrada de la historia, como si nunca hubiera existido fuera de su tumba solitaria.
Agotado y frustrado, Cedric se dejó caer en una de las butacas junto al ventanal. Afuera, el cielo se había vuelto ceniciento y el viento sacudía con furia las ramas contra los muros. Los cristales vibraban débilmente, como si alguien o algo golpeara con insistencia desde el otro lado. No se movió. Solo alzó la vista por costumbre... y entonces la vio.
Allí, arriba, sobre una estantería alta y olvidada, casi fusionada con la madera por el polvo de los años: una caja recubierta de telarañas, sin etiqueta ni nombre.
Impulsado por un presentimiento inexplicable, Cedric rodó una vieja escalera hasta ella y subió con cuidado, sintiendo cómo crujían los peldaños bajo su peso. Al tomar la caja, notó que era más ligera de lo que esperaba, aunque frágil como si pudiera deshacerse en sus manos. La bajó con sumo cuidado y, al abrirla, el broche oxidado cedió con un chasquido apenas audible. Dentro, envuelto en un pañuelo de lino amarillento y reseco por el tiempo, había un cuaderno encuadernado en cuero oscuro, sin título.
Era un diario.
Cedric lo abrió con cautela. La caligrafía era fina, elegante, levemente inclinada hacia la derecha, escrita con tinta marrón ya desvaída en algunos puntos. En la primera página, como una presentación solemne, un nombre:
Sigmund Fitzroy.
Lo reconoció de inmediato. Había leído sobre él en un registro anterior: uno de los primeros propietarios de la mansión, médico renombrado de su época, recordado por su brillantez… y por su muerte repentina, bajo circunstancias inciertas. Movido por la curiosidad, Cedric comenzó a pasar las páginas, leyendo al azar. Al principio, todo parecía banal: descripciones del clima, de cenas con nobles, del mantenimiento de la propiedad, de sus pacientes. Pero pronto, algo cambió.
"Hoy ha venido una mujer... pero no una cualquiera. No puedo dejar de pensar en ella desde que cruzó la puerta. Jamás, en todos mis años, he visto una criatura semejante. Su cabello castaño, largo y suelto, caía por su espalda como una cascada de seda. Su piel, nívea y tersa, parecía brillar con una luz que no era de este mundo. Pero fueron sus ojos lo que me detuvo: verdes, claros, profundos como un lago antiguo y sagrado. Imposible apartar la vista de ellos. Y sus labios... carnosos, suaves, como si cada palabra que dijera estuviera destinada a hechizar. La palabra 'hermosa' le queda pequeña. Hay algo más en ella. Algo que me inquieta."
Cedric sintió que el corazón le daba un vuelco. Continuó leyendo con creciente atención, sus dedos cada vez más tensos.
"Se llama Aurora. Así me lo dijo. No reveló apellido. Dice venir de lejos, pero no especifica de dónde. Nunca parece tener frío, ni calor, ni hambre. Solo... existe. Dice padecer una enfermedad que la debilita cada día. He jurado ayudarla. Soy médico. Es mi deber. Pero esta vez… hay algo que me supera. Hay algo en su mirada que me hace sentir que ya la he visto antes. Y sin embargo, sé que no."
El aire en la biblioteca pareció espesar. Cedric pasó la lengua por sus labios resecos. La habitación se volvió más fría, como si una corriente invisible hubiese atravesado la estancia.
"Su belleza es inhumana. Todo a su alrededor parece desvanecerse cuando está presente. Las velas titilan como si su sola presencia alterara el aire. Los espejos la reflejan de forma confusa. Es tierna, sí… pero hay una tristeza en su sonrisa que me parte el alma. Me escucha con dulzura, y cada vez que se despide… temo que no regrese. Estoy enamorándome. No me lo permito. No debo. Pero lo estoy."
Cada página posterior era más intensa, más cargada de emoción y desesperación. El amor de Sigmund se tornaba obsesivo, su voz se quebraba entre líneas.
"He probado todo. Cada tratamiento. Cada remedio. Nada funciona. Su cuerpo se debilita. Su pulso se hace más lento. Estoy al borde del colapso. No he tenido el valor de confesarle lo que siento. Sé que soy un hombre de ciencia... pero he pedido ayuda a una mujer sabia del bosque. Una bruja, según dicen. No me importa lo que piensen de mí. Haré cualquier cosa."
Cedric tragó saliva. Avanzó hacia las últimas páginas, donde la escritura se tornaba más temblorosa, más irregular, con manchas oscuras —¿tinta? ¿lágrimas?— salpicando el papel.
"Aurora ha muerto. Hoy. En mis brazos. La mujer más extraordinaria que he conocido… ya no está. No lo soportaré. No tuve el coraje de decirle lo que sentía. No pude salvarla. He fracasado como médico, como hombre. Siento que la he matado con mi silencio. No sé cuánto tiempo más podré soportarlo. He oído rumores de un pacto, de algo… prohibido. Si existiera un modo de traerla de regreso, aunque fuera un susurro de ella, una sombra… lo haría. Lo haría sin dudar."
Cedric cerró el diario de golpe, como si temiera que de sus páginas escapara un espectro antiguo. El silencio se volvió opresivo. Una ráfaga de viento hizo crujir los vitrales, y por un instante, Cedric creyó oír algo más allá del cristal: un suspiro.
Aurora.
Ya no era solo un nombre tallado en piedra. Era un susurro que cruzaba los siglos. Un eco sepultado en los cimientos de la mansión.
Y él acababa de abrir la puerta al pasado.
Cedric cerró el diario con un golpe seco, como si al hacerlo pudiera encerrar también la conmoción que se arremolinaba dentro de él. Se quedó inmóvil por un instante, con la mirada perdida en algún punto invisible de la habitación. El aire de la biblioteca se había vuelto espeso, cargado de un silencio que ya no era simple quietud, sino una presencia latente, como si las paredes, los libros y la misma madera de los estantes hubieran escuchado todo y ahora lo observasen en secreto.
La historia que acababa de leer no le parecía un relato ajeno ni una memoria antigua. Le había atravesado el alma, como si las palabras hubiesen sido escritas con tinta viva, destinadas únicamente a llegar a él, siglos después. Era como si la voz del propio Sigmund Fitzroy hubiera susurrado aquellas confesiones directamente en su oído.
Se levantó con lentitud, tratando de despejar su mente, pero sin éxito. Afuera, la noche ya se había adueñado por completo del cielo. El ventanal mostraba su reflejo pálido, iluminado por la llama temblorosa de la lámpara sobre la mesa. A sus espaldas, el diario reposaba cerrado como un corazón que se niega a seguir latiendo… por esta noche. Cedric sentía la cabeza pesada y el pecho revuelto. No podía seguir. No ahora. Había llegado el momento de detenerse.
Cruzó los pasillos de la mansión sin prisa, arrastrando ligeramente los pies. Las sombras danzaban a su alrededor al compás de las velas encendidas, y cada rincón parecía observarlo, como si la casa también supiera que algo había cambiado. Subió por la escalera principal, atravesó la galería de retratos, y finalmente entró a su dormitorio. Allí, el fuego de la chimenea apenas resistía, ofreciendo una luz trémula que proyectaba figuras inciertas en el techo. Cedric se desvistió en silencio, dejó la ropa sobre una silla, y se metió entre las sábanas con el cuerpo tenso y la mente vibrando. Cerró los ojos.
No tardó en dormirse.
Y entonces, soñó.
El mundo desapareció. No había suelo, ni cielo, ni horizonte. Todo era oscuridad, pero no una oscuridad vacía, sino una que respiraba, que parecía tener conciencia propia. Cedric flotaba en ese espacio indefinido, suspendido entre el todo y la nada. De pronto, algo cambió. Una silueta comenzó a tomar forma frente a él, naciendo de la penumbra como si el sueño la estuviera esculpiendo en tiempo real.
Aurora.
Allí estaba. Inmóvil al principio, envuelta en una luz suave que no venía de ninguna parte. Su figura emergía como un fantasma hermoso y trágico. Llevaba un vestido blanco que se deslizaba como agua sobre su cuerpo perfecto, ceñido de forma sutil, casi sagrada. La tela era tan delicada que parecía parte de ella, como si no estuviera vestida, sino envuelta en una niebla luminosa. Su piel resplandecía con una palidez sobrenatural, como si cada poro emitiera una luz suave. Su cabello, largo y oscuro, flotaba en el aire como si el tiempo no pudiera tocarlo. Y sus ojos… aquellos ojos verdes imposibles, brillaban con un fulgor que desafiaba toda lógica.
Era como ver una diosa, una visión destinada a romper la voluntad de los hombres.
Aurora comenzó a caminar hacia él, sin sonido, sin peso, como si el suelo no la mereciera. Cada paso suyo llenaba el vacío. Cedric sentía el corazón acelerado, los labios secos, el cuerpo paralizado por la mezcla entre fascinación y un miedo que no sabía explicar. Ella se acercaba con calma, pero con decisión, y cuando estuvo lo suficientemente cerca, se detuvo justo frente a él.
Podía olerla. Un aroma delicado lo envolvió: flores nocturnas, lluvia sobre piedra antigua, algo dulce y profundo que lo embriagó de inmediato. Cedric la miraba, incapaz de apartar la vista, hipnotizado por su perfección irreal. Entonces, Aurora le sonrió. Una sonrisa suave, ladeada, peligrosa. Sus labios, de un color tenue, se curvaron con una picardía tan leve que parecía flotar entre la seducción y la amenaza. Luego, se mordió el labio inferior, como jugando.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, y su voz fue un roce, un murmullo que se metía por las rendijas del alma. Era dulce, sensual, pero había algo más en ella. Algo oculto. Algo que dormía detrás de cada palabra.
Cedric tragó saliva. Su lengua estaba pegada al paladar, pero forzó una respuesta.
—M-mi nombre es Cedric… Cedric Sinclair —dijo finalmente, con la voz entrecortada, intimidado por su sola presencia.
Aurora alzó una mano blanca y delicada, y con la punta de los dedos rozó suavemente su mejilla. Su caricia era fría como la niebla, pero no desagradable. Cedric contuvo el aliento.
—Es un lindo nombre —dijo ella con un tono seductor capaz de derretir cualquier defensa—. Me pareces un chico interesante…
Cedric no respondió. Apenas si podía pensar. La contemplaba, hechizado, como si su voluntad se hubiera rendido por completo a ella.
—Y dime, ¿qué buscas de mí? —preguntó Aurora, con una mirada profunda que lo atravesó por dentro.
Él intentó reaccionar. Sacó fuerzas de donde no había.
—Q-quiero saber más de ti… Qué pasó contigo, quién eres… por qué estás aquí.
Ella entrecerró los ojos, complacida. Sonrió apenas, y esa sonrisa contenía siglos de secretos. Luego, con un movimiento suave, deslizó la mano desde su mejilla hasta su barbilla, y lo besó. Sus labios tocaron los de Cedric con una ligereza imposible, como si no fuera real. Fue un beso breve, perfecto, como una promesa sellada en otra vida.
—Entonces… averígualo —susurró, su voz flotando entre lo sensual y lo espectral, entre lo real y lo imposible.
Y en ese mismo instante, Cedric despertó de golpe.
Su respiración era agitada. El pecho subía y bajaba como si acabara de correr. Estaba sudando, el cuerpo ardiendo, los latidos resonando en sus oídos como campanadas.
Se llevó una mano al rostro. La habitación estaba a oscuras, apenas iluminada por las brasas moribundas de la chimenea. Todo estaba en silencio… pero su mente solo podía pensar en ella.
Aurora.
El nombre ardía aún en sus labios. Su imagen seguía viva, perfecta, insaciable. El sueño no se sentía como un simple delirio nocturno. Era otra cosa. Más real, más cercano… como si ella hubiera estado realmente allí.
Y Cedric lo sabía.
Sabía que ese beso no era un adiós. Era solo el principio.
La luz de la mañana se filtraba en ángulo por los ventanales del comedor, derramándose sobre la mesa de roble como un río dorado. El aroma del pan recién horneado y de la miel tibia llenaba el aire con una calidez hogareña que contrastaba con el silencio de la mansión. Ariadne ya estaba allí, sentada con la espalda recta y un vestido color crema que parecía atrapar la luz. Entre sus dedos giraba distraídamente una cucharita, haciendo un sonido leve contra la porcelana, hasta que vio entrar a Cedric y sonrió de inmediato, como si solo su presencia completara la mañana.
Cedric avanzó con pasos pesados, algo encorvado, el cabello alborotado y los ojos ligeramente rojos, señales inequívocas de que la noche había sido larga. Aun así, intentó devolverle la sonrisa, como si nada pasara.
—Buenos días, dormilón —dijo Ariadne en un tono suave y casi cantado—. Pensé que hoy no bajarías nunca.
Él se dejó caer en la silla frente a ella, soltando un suspiro antes de responder.
—Buenos días… supongo que necesitaba dormir un poco más.
Ariadne ladeó la cabeza, estudiando su rostro con esos ojos claros que parecían leer más de lo que Cedric estaba dispuesto a decir.
—No tienes buena cara… ¿soñaste algo raro? —preguntó mientras le servía té, su voz cargada de ternura más que de preocupación real.
Cedric vaciló. Sintió un cosquilleo en la nuca al recordar el sueño, el roce frío en su mejilla, el perfume imposible que aún creía oler. Pero no podía contarle nada. No todavía.
—Nada importante… solo… ya sabes, una noche pesada —murmuró, tomando la taza con ambas manos para que ella no notara el ligero temblor de sus dedos.
Ella lo miró un momento más, como si quisiera insistir, pero terminó rindiéndose con un suspiro. Le pasó una rodaja de pan cubierta de miel.
—Está bien… Solo prométeme que no vas a obsesionarte demasiado con ese cementerio —dijo al fin, en voz más baja—. No sé por qué, pero siento que no te hace bien.
Cedric la miró, sorprendido por la dulzura de la advertencia. Ariadne no parecía asustada ni supersticiosa, solo… protectora.
—¿Un presentimiento? —bromeó, intentando aligerar el ambiente.
—Quizá… —respondió ella con una media sonrisa tímida—. Solo me gustaría que nada malo te pasara.
Sus dedos rozaron la mano de Cedric sobre la mesa, un gesto pequeño y natural, cargado de cariño silencioso. Él sostuvo su mirada apenas un instante antes de desviar los ojos hacia la ventana, como si necesitara escapar del peso de esa ternura.
De pronto, Ariadne pareció recordar algo. Sus ojos se iluminaron y se inclinó para tomar una pequeña caja marrón con un lazo blanco que tenía a su lado.
—¡Ah! Se me olvidaba… —dijo, con una chispa de emoción en la voz—. Tengo una sorpresa para ti.
Cedric arqueó las cejas, sorprendido, mientras tomaba el regalo.
—¿Para mí?
—Ábrelo.
El lazo cayó al instante. Dentro de la caja había un collar de oro sencillo, elegante, con un delicado dije en forma de media luna. Cedric lo sostuvo entre los dedos, notando su ligereza, y lo contempló con una mezcla de asombro y culpa.
—Feliz aniversario —dijo Ariadne con una sonrisa emocionada, casi infantil—. Cuatro años ya… desde aquella boda tan repentina.
Cedric sintió un vuelco en el estómago. Se había olvidado por completo.
—Oh… feliz aniversario, Ariadne. Es hermoso… gracias —respondió, esforzándose por disimular su torpeza.
Ella bajó la mirada con un rubor ligero, como si su propio regalo le diera un poco de vergüenza.
—No es gran cosa… Pero aunque solo seamos esposos en un papel, tú me cambiaste la vida, Cedric. Quería agradecerte con algo sencillo… solo mío para ti.
Cedric la miró, conmovido por la pureza de sus palabras. Y, al mismo tiempo, una punzada de culpa lo atravesó: culpa por haber olvidado la fecha… y por la sombra de su sueño, que aún ardía en su mente.
—Me encanta, de verdad… —dijo, forzando una sonrisa—. Aunque… te me adelantaste. Iba a darte tu regalo en la cena, así que tendrás que esperar.
Ariadne abrió los ojos, ilusionada.
—¿De verdad? ¿Y puedo preguntar qué es?
Cedric se levantó de la silla con una sonrisa nerviosa.
—Si te lo digo, dejaría de ser una sorpresa.
—Mmm… está bien —aceptó Ariadne, divertida.
Él se inclinó para darle un beso rápido en la cabeza, como una promesa que flotaba en el aire.
—Entonces… después nos vemos. Tengo que… coordinar algunas cosas para la cena —improvisó, antes de salir del comedor.
Ariadne lo siguió con la mirada mientras se alejaba, notando algo extraño en su andar. No sabía qué era, pero un presentimiento leve le revolvió el estómago. Ojalá nada le pasara.
Cedric atravesó el vestíbulo con paso lento, mientras el eco de la conversación con Ariadne aún flotaba en su mente como una campana lejana. Cada palabra de ella —tan dulce, tan confiada— parecía pesarle en el pecho. La culpa se le acomodaba entre las costillas: primero por haber olvidado el aniversario, y luego, por algo mucho más íntimo, imposible de confesar. El recuerdo del sueño lo perseguía, frío, adherido a su piel como una sombra húmeda.
A cada paso revivía aquel instante: los labios que rozaron los suyos, el perfume imposible, la sensación inquietante de que aquello no había sido solo un delirio. Por más que lo intentara, no podía convencerse de que Aurora no hubiera estado realmente allí.
En el vestíbulo, Wilfred estaba de pie junto a una mesa, acomodando unas flores frescas en un jarrón. Cedric se detuvo a su lado, recomponiendo su expresión.
—Wilfred, esta noche quiero una cena especial —dijo, esforzándose por sonar sereno—. Velas, el vino francés de la bodega… que todo esté impecable.
—¿Para dos, señor? —preguntó el mayordomo, sin dejar de acomodar las flores.
—Para dos —confirmó Cedric, y tras una breve pausa añadió—. Asegúrate de que el comedor luzca perfecto.
Abrió la gran puerta principal y una bocanada de aire fresco lo envolvió. La luz de la mañana bañaba el sendero de grava, y por un instante, respiró aliviado, casi convencido de que podía concentrarse solo en lo mundano: en el regalo para Ariadne, en la cena que compensaría su olvido.
Pero la ligereza se desvaneció apenas dio unos pasos.
El sueño regresó.
Aurora.
Su piel luminosa, sus ojos imposibles, aquel beso que seguía ardiendo en su memoria como una marca.
Se detuvo. A su derecha, el camino descendía hacia el pueblo. A la izquierda, entre los árboles, asomaba el portón de hierro oxidado que conducía al cementerio.
Sus pies decidieron por él antes que su cabeza.
El portón chirrió como un lamento cuando lo empujó. Adentro, el aire era más frío, húmedo, cargado de un silencio que parecía absorber el sonido de sus propios pasos. Cedric avanzó entre las lápidas torcidas y cubiertas de musgo, reconociendo el lugar como si ya lo hubiera recorrido mil veces en sueños.
Y allí estaba.
La tumba de Aurora.
Inmaculada.
El mármol parecía ajeno al tiempo, limpio, casi resplandeciente bajo la luz que se filtraba entre las ramas. La tierra alrededor estaba intacta, como si nadie jamás la hubiera tocado. Un escalofrío le recorrió la espalda mientras se acercaba, sintiendo que cada fibra de su cuerpo vibraba entre la atracción y el temor.
Se inclinó levemente, dejando que su voz apenas rozara el aire:
—¿Lo de anoche fue real… o solo estoy perdiendo la cabeza?
Un soplo de viento agitó las hojas secas a su alrededor. Cedric se quedó inmóvil. Un aroma tenue, húmedo, con un toque dulce, le rozó la nariz. Por un instante, juró que estaba oliendo el mismo perfume del sueño.
Retrocedió un paso, el corazón golpeando con fuerza.
—¿Dónde estás…? —preguntó en un murmullo tembloroso, mirando alrededor—. Solo… quiero hablar contigo.
El cementerio guardó silencio.
Cedric apretó los dientes, sintiendo la desesperación subirle por la garganta.
—¿Qué me pasa…? —susurró, cayendo de rodillas sobre la tierra fría—. Estoy… volviéndome loco.
Entonces, el viento se levantó de repente. Las hojas se arremolinaron a su alrededor y un remolino helado abrazó la tumba de Aurora. Cedric se quedó paralizado, con los ojos muy abiertos, mientras el mundo parecía contener la respiración.
Y entonces la vio.
Frente a él, emergiendo de la nada, apareció Aurora. No como en el sueño: ahora era un espectro, translúcido, apenas definido… y sin embargo, su belleza era tan imposible que dolía mirarla.
La luz del día parecía atravesarla.
Cedric la miraba sin parpadear, con el aliento atrapado en el pecho. Aurora flotaba frente a él, suspendida como un espejismo imposible, con la luz grisácea de la mañana filtrándose entre las ramas y atravesando su silueta translúcida. Cada detalle parecía irreal y, al mismo tiempo, demasiado vívido para ser un simple delirio: su cabello ondulaba lentamente, como si el aire tuviera corrientes invisibles, y sus ojos verdes lo miraban con una intensidad que lo desnudaba por dentro, hurgando en lo más profundo de su alma.
—¿Eres… real? —preguntó Cedric, con una voz quebrada que apenas se escuchó entre el murmullo de las hojas.
Aurora sonrió con una dulzura inquietante, ladeando apenas la cabeza.
—Claro que soy real… pero no de la forma en que tú eres. —Su voz era un susurro musical, con un eco imposible, como si resonara al mismo tiempo en su oído y en el fondo de su mente—. Estoy muerta, Cedric.
El corazón de Cedric dio un vuelco. La palabra “muerta” pareció helarle la sangre.
—N-no… no puede ser…
—Oh, no seas tonto —replicó ella con suavidad, dando un paso que parecía más un deslizamiento, como si el suelo no la tocara—. Estoy tan muerta como esta tierra que pisas… y, sin embargo, mírame.
Cedric, tembloroso, levantó una mano buscando un contacto que necesitaba con desesperación. Sus dedos atravesaron la piel luminosa de Aurora como si se hundieran en agua helada. Una sensación de vacío lo recorrió hasta la nuca, erizándole el vello.
—No… —susurró, con la voz rota—. No puedo tocarte…
—No, no puedes —dijo Aurora con una sonrisa que por un segundo se volvió juguetona—. Pero eso no importa. Yo puedo verte… y tú puedes verme. Eso ya es suficiente… por ahora.
La angustia lo golpeó con fuerza. Cedric sintió un miedo irracional de que ella desapareciera en cualquier instante, de que todo aquello no fuera más que un espejismo nacido de su mente agotada.
—Espera… no te vayas. Por favor… necesito hablar contigo, necesito entender.
Aurora inclinó ligeramente el rostro, y por un momento su mirada se volvió casi melancólica.
—No puedo quedarme mucho tiempo… —sus palabras salieron en un susurro que parecía vibrar en el aire—. Mantenerme así requiere más energía de la que tengo. Pero me gustó conocerte… por fin, en persona.
Cedric dio un paso hacia adelante, desesperado, como si acercarse un poco más pudiera retenerla.
—¿Cómo puedo verte otra vez? ¿Cómo puedo hablar contigo sin que te desvanezcas?
Aurora lo contempló en silencio durante unos segundos que parecieron eternos. Sus labios se curvaron en esa sonrisa enigmática y coqueta que parecía guardar siglos de secretos prohibidos.
—Ve a la casa que está a las afueras del pueblo… junto al río —susurró—. Allí encontrarás respuestas. Si de verdad quieres conocer mi historia… si de verdad quieres conocerme, ve allí.
Cedric sintió un nudo en la garganta.
—¿Cuándo? —preguntó, casi con ansiedad infantil—. ¿Cuándo debo ir?
Aurora empezó a desdibujarse, como humo atrapado por el viento. Sus bordes se difuminaron, y su silueta parpadeó levemente, como si la realidad misma la rechazara.
—Esta noche… —dijo, su voz ya flotando como un eco que se disolvía—. Pero ten cuidado, Cedric… algunas puertas, una vez abiertas, no se pueden cerrar.
El aire se volvió súbitamente más frío. Con un último parpadeo de luz, la silueta de Aurora se deshizo ante sus ojos, dejando solo un rastro de aroma dulce, etéreo, que parecía quedarse pegado a su piel.
Cedric quedó de rodillas frente a la tumba, con el corazón desbocado y la respiración agitada. El silencio del cementerio lo envolvía, espeso y expectante. Ya no sabía dónde terminaba el sueño y empezaba la realidad, pero sí sabía algo con certeza: Aurora existía. Y ese encuentro no era un final, sino el principio de algo que quizás jamás podría detener.
Cedric salió del cementerio con pasos inciertos, como si cada piedra del sendero se aferrara a sus botas, queriendo retenerlo. El aire fresco del bosque le llenaba los pulmones, húmedo y limpio, pero no lograba despejar la sensación de irrealidad que lo rodeaba.
Aurora.
Su nombre ardía en su mente como un secreto prohibido, y con cada ráfaga de viento entre las ramas sentía la absurda esperanza de verla aparecer otra vez, flotando entre la niebla. Incluso el crujido de una rama le hacía girar la cabeza con el corazón en la garganta.
Intentó pensar en otra cosa.
Ariadne. La cena. El aniversario.
Pero la imagen de la mano que había intentado tocar lo seguía como una sombra obstinada. Aún sentía, en algún rincón de su cuerpo, el beso fantasma que no debía existir. Cada recuerdo era un hilo que lo tiraba de vuelta hacia la tumba.
El bosque se abrió finalmente y el murmullo del pueblo lo recibió con violencia, como un balde de agua fría. Las ruedas de los carruajes golpeaban contra los adoquines, los pregones de los comerciantes resonaban entre las calles estrechas, y el aroma de pan recién horneado y cuero mojado impregnaba el aire. Todo parecía extrañamente banal, ajeno, como si perteneciera a otro mundo que ya no era el suyo.
Casi sin darse cuenta, sus pasos lo llevaron hasta la joyería. Entró empujando la puerta, y la campanilla sobre el marco tintineó con una alegría ridículamente mundana. El interior olía a madera encerada, terciopelo viejo y metal bruñido. Tras el mostrador, un hombre calvo con gafas redondas y un bigote fino inclinó la cabeza en un saludo impecable.
—Buenos días, señor Sinclair. ¿Busca algo especial hoy?
Cedric tardó un par de segundos en reaccionar. Sus ojos vagaban entre los collares y anillos tras el cristal, pero lo único que veía eran reflejos verdes, destellos que parecían devolverle la mirada de Aurora. Tragó saliva.
—Sí… necesito un regalo para mi esposa. Algo… delicado.
El joyero asintió con un gesto profesional y comenzó a mostrarle distintas piezas sobre un paño oscuro. Cedric asentía sin mirar realmente, hasta que sus dedos se detuvieron sobre un pequeño colgante de oro con una piedra verde pálido. Lo tomó con cuidado, casi con reverencia. La frialdad del metal le recorrió la piel, y por un instante creyó sentir el mismo vacío helado de la mano que había intentado atrapar horas antes.
—Excelente elección, señor —dijo el joyero, mientras sus dedos acomodaban otra joya sin levantar la vista—. Una piedra rara, traída de tierras lejanas. Cuentan que trae buena suerte en el amor.
Cedric apenas esbozó una sonrisa, sintiendo que aquellas palabras tenían un filo que solo él podía percibir. Pagó sin discutir, guardó el estuche en el bolsillo interior del abrigo y salió de la tienda.
El sol iluminaba la calle empedrada, arrancando reflejos de los charcos de la última llovizna. Todo parecía demasiado vivo, demasiado normal.
Cedric caminaba sin rumbo claro, sintiendo que aquel bullicio cotidiano no le pertenecía. Carros cargados de heno, mujeres con cestas de pan, el pregón de un vendedor de manzanas… nada de eso parecía tocarlo. Su mente seguía atrapada en el cementerio, en el frío imposible de la mano que había intentado tocar, en el perfume dulce que todavía sentía pegado a la piel. Por un momento se preguntó si no estaría perdiendo la cordura.
Fue entonces cuando la vio: una taberna modesta en la esquina de la calle, con un cartel de hierro forjado que crujía al viento y un débil humo escapando por la chimenea. A través de los ventanales pequeños y empañados se adivinaban sombras moviéndose, risas apagadas, la promesa de calor y olvido. Cedric se detuvo unos segundos frente a la puerta, sintiendo el peso del mundo en los hombros, y luego decidió entrar.
Cedric empujó la puerta de la taberna y un golpe de calor, ruido y movimiento lo envolvió de inmediato. La penumbra estaba salpicada por el resplandor del fuego de la chimenea y el parpadeo de lámparas de aceite que colgaban de las vigas bajas, ennegrecidas por años de humo. Las mesas de madera rugosa estaban llenas de vida: hombres jugando a los dados, campesinos brindando con jarras que chocaban con un sonido hueco, y un perro viejo roncando junto al fuego, ajeno al bullicio. Un par de mujeres pasaban entre las mesas con bandejas llenas, esquivando manotazos juguetones y carcajadas.
Cedric avanzó hasta la barra y se dejó caer en un taburete, sintiendo que el mundo vibraba demasiado rápido a su alrededor.
—Una cerveza… fuerte —pidió, con la voz áspera.
El tabernero, un hombre ancho de hombros y expresión imperturbable, asintió sin preguntas. Al momento, una jarra espumosa apareció frente a Cedric. Él dejó caer unas monedas, apoyó los codos sobre la madera gastada y bebió un trago largo, esperando que el mundo recuperara su forma. No lo hizo.
Fue entonces cuando lo vio.
El hombre estaba en el centro de la taberna como si el mundo girara a su alrededor. Su risa franca y sonora parecía calentar el aire más que el fuego de la chimenea. Tenía el cabello castaño dorado, largo y algo desordenado, y una barba cuidada que enmarcaba una sonrisa amplia y honesta. Vestía una camisa blanca arremangada, un chaleco de cuero gastado y llevaba seis anillos grandes en las manos, que tintineaban cuando alzaba su copa. En él había una mezcla de aventura y desparpajo, como si su lugar natural fuera cualquier sitio donde hubiera historias, vino y risas.
Cuando Cedric alzó la vista, ya lo tenía enfrente. El hombre levantó una copa de vino especiado, caminando hacia él con una seguridad despreocupada.
—No es noche para beber solo, amigo —dijo, dejando la copa frente a Cedric—. Soy Percival Langley, para servir… o para brindar, que es casi lo mismo.
Cedric dudó un instante, pero el vino olía cálido y tentador. Chocó la copa con la suya.
—Cedric Sinclair.
—¡Salud, Cedric Sinclair! —brindó Percival, con una sonrisa que parecía hecha para ahuyentar la melancolía—. ¿Y qué hace un hombre con esa cara larga en un sitio como este?
Cedric bajó la mirada a la espuma de su cerveza.
—Necesitaba aire… o algo más fuerte que el aire.
Percival soltó una carcajada que atrajo algunas miradas.
—Eso lo entiendo bien. —Se acomodó en el taburete de al lado, dejando que la barra crujiera bajo su peso—. Pero escucha… si solo bebes para olvidar, el olvido se va antes que la resaca.
Cedric no respondió de inmediato. Al principio, apenas murmuraba frases cortas, pero el vino y la calidez de la taberna aflojaron su lengua. Hablar con Percival era desconcertante: era como si hubiera estado esperándolo, como si pudiera arrancarle verdades sin esfuerzo.
La conversación fue cambiando de tono, de trivial a íntima, mientras afuera el cielo comenzaba a oscurecer.
—Estoy casado —confesó Cedric al fin, girando su copa entre los dedos—. Casado… pero mi corazón está en otro sitio.
Percival arqueó una ceja, sin sombra de juicio.
—Entonces deja a tu esposa y ve con quien amas. La vida es corta.
Cedric soltó una risa ahogada, amarga.
—No es tan sencillo. Es… imposible. Digamos que la situación es complicada.
—Ah… entonces estás vivo —replicó Percival con picardía—. Creí que eras uno de esos hombres muertos por dentro que solo beben porque se olvidaron de respirar.
Cedric lo miró, confundido.
—¿Y eso es estar vivo para ti? ¿Desear lo que no puedes?
—¡Exacto! —Percival alzó la copa y bebió con ganas—. Escucha, he estado casado seis veces. Sí, seis. Algunos matrimonios por amor, otros por locura… y uno por una apuesta que casi pierdo antes de la boda. —Rió, y hasta el tabernero esbozó una sonrisa detrás de la barra—. ¿Sabes cuáles fueron los únicos dos en los que fui feliz?
Cedric negó con la cabeza.
—Los dos en los que seguí mi corazón. En los otros… —hizo un gesto como arrojando algo al fuego— seguí la conveniencia, lo que “debía ser”. Y nada pesa más que vivir encadenado a la idea de lo correcto.
Cedric guardó silencio. Las palabras de aquel hombre, desconocido hasta hace un momento, parecían colarse en los rincones que él intentaba evitar. El bullicio de la taberna, las risas y el crepitar del fuego se sentían lejanos, como si todo girara alrededor de esa frase: “Nada pesa más que vivir con cadenas invisibles.”
—¿Y la gente que dejas atrás? —preguntó Cedric, con la voz más baja—. ¿No te persiguen los recuerdos?
Percival giró su copa lentamente antes de beber otro trago.
—Siempre persiguen —dijo, y por un instante su mirada vivaz se tiñó de seriedad—. Pero los recuerdos duelen menos que los arrepentimientos. Créeme.
La conversación siguió entre tragos y confidencias. Cedric sintió que el vino calentaba algo más que su garganta; calentaba pensamientos que había intentado enterrar. Afuera, el día se extinguía, y las ventanas de la taberna eran ahora espejos de luz naranja en la noche húmeda.
Horas después, ya borrachos, la risa de Percival volvió a llenar el lugar. Sus ojos se desviaron hacia una camarera de cabello rizado que pasaba cerca.
—Creo que aquí se separan nuestros caminos, amigo —dijo, tambaleando un poco al levantarse—. Me espera una dama que parece necesitar compañía.
Cedric rió por lo bajo y le deseó suerte, viendo cómo el hombre desaparecía entre mesas y risas. Cuando al fin salió a la calle.
El aire frío lo golpeó como una bofetada despiadada. Cedric se subió el cuello del abrigo, encogiéndose instintivamente, mientras avanzaba tambaleante por los adoquines húmedos. La bruma de la taberna se mezclaba con la del vino en su cabeza, y cada farol disperso dibujaba un halo amarillento que parecía flotar en la neblina. Las sombras alargadas de los tejados se estiraban sobre la calle como dedos oscuros que intentaban retenerlo.
Dio unos pasos hacia la dirección de la mansión, pero se detuvo.
Ese camino significaba velas encendidas, copas de vino preparadas, el aroma de la cena que él mismo había ordenado. Significaba a Ariadne esperándolo con una sonrisa dulce y confiada… y con una mentira creciendo en su pecho como una espina.
El otro camino, el que se perdía entre la niebla hacia las afueras, lo llevaba directo a la casa que Aurora le había indicado. Allí lo esperaba lo imposible: la voz que aún resonaba en su oído, el perfume irreal que parecía adherido a su piel como un recuerdo que dolía.
Las palabras de Percival regresaron flotando en la resaca cálida de su mente:
“Nada pesa más que vivir con cadenas invisibles.”
“Los recuerdos duelen menos que los arrepentimientos.”
Cedric cerró los ojos un instante. El viento húmedo le despeinó el cabello y le heló las mejillas, mientras dentro de él todo ardía: la culpa por Ariadne, el deseo que lo empujaba hacia el abismo, el miedo a lo que encontraría si seguía adelante. Ariadne era el remanso seguro, la calma, la vida que debía vivir. Aurora… Aurora era la grieta en el mundo, el peligro, la promesa de un vértigo del que quizás no regresaría.
—Sigue tu corazón… —murmuró para sí mismo, escuchando la carcajada de Percival como un eco lejano.
Giró lentamente sobre sus talones. Sus botas chapotearon en un charco, rompiendo el silencio de la calle, y en ese instante tomó su decisión.
No volvió hacia la mansión.
El sendero que llevaba a las afueras del pueblo lo recibió con un silencio espeso, apenas interrumpido por el croar lejano de un sapo o el crujido de una rama bajo sus pasos. La luna se asomaba entre jirones de nubes, dibujando destellos pálidos sobre los matorrales y el camino de tierra. Con cada paso, Cedric sentía que dejaba atrás no solo la seguridad de su hogar, sino la versión de sí mismo que había sido hasta ahora.
Avanzaba con un andar incierto, un poco torpe por el vino, pero impulsado por algo más fuerte que la ebriedad: la certeza de que si no la seguía, si no abría esa puerta que Aurora le había señalado, su corazón se marchitaría como una flor olvidada en una tumba
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