Mientras camino por las calles frías con una sonrisa pegada como una máscara mal hecha, intento captar la atención de los conductores que pasan a mi alrededor. Ya saben, una mirada insinuante, un paso más lento al cruzar… como si mi dignidad colgara de un hilo de encaje barato. Veo cómo una camioneta negra se detiene, y el tipo del asiento del conductor baja la ventanilla con ese aire de superioridad que suelen tener los hombres que creen que pueden comprarlo todo. Y, bueno, en este caso… pueden.
Después de acordar una cifra que me permitiría, con suerte, comprar leche para mi hermano, subo fingiendo entusiasmo. Como si fuera un honor prostituirme por tercera vez esa semana. Ya había perdido la cuenta de cuántas veces había hecho esto. Pero entre el hambre, las cuentas, y la mirada vacía de mi hermanito esperando que le lleve algo, no tenía muchas opciones. Orgullo no da de comer, y la esperanza, honestamente, ya la había vendido hacía rato… probablemente junto con mi primer beso.
El hotel era uno de esos que pretenden parecer de lujo, pero huelen a humedad y a desesperación. El tipo intentó besarme. Siempre lo hacen. Y como siempre, aparté el rostro.
—Todo mi cuerpo puede ser tuyo —le dije—. Pero mis labios no.
No sé qué demonios tiene un beso, pero para mí aún era algo mío. Íntimo. Sagrado. O tonto, quizás, pero mío.
Pude ver el cambio en sus ojos. Ese tipo de sombra que aparece cuando algo que quería no le fue concedido. Lo siguiente ocurrió demasiado rápido: sus manos rodeando mi cuello, su peso sobre mí, su cuerpo entrando sin pedir permiso, como si violar fuera parte del paquete.
Intenté gritar, zafarme, arañarlo… pero fue inútil. Y luego, solo oscuridad.
***
No tengo idea de cuánto tiempo pasó. Solo sé que abrí los ojos porque sentí algo cálido sobre mi frente. Unas manos grandes, ásperas, pero suaves en su contacto.
—¿Quién eres? ¿Dónde estoy? —logré preguntar con la garganta rota.
—Tranquila, mi lady… está a salvo —dijo una voz grave pero amable—. Me llamo Luciel. La encontramos en el bosque.
¿Bosque? ¿Qué bosque?
Antes de poder decir algo más, otra voz, menos cálida y mucho más inquisitiva, intervino:
—Sí, ¿qué hacía una doncella como usted tan lejos del pueblo?
—Gael… espera a que se recupere —interrumpió el primero con fastidio fraternal.
Iba a replicar, a decirles que ni era doncella ni me perdí en ningún bosque, pero no me dio tiempo. Un dolor agudo me atravesó el abdomen y todo se volvió negro otra vez.
***
En el sueño, todo fue distinto. Nítido, como una película que había visto mil veces. Solo que no era una película. Era... familiar.
Vi un reino. Una niña. Un rey que murió lentamente después de casarse con una mujer de belleza escalofriante y sonrisa venenosa. Vi a la niña, encerrada en una torre como si fuera una muñeca olvidada. Vestidos bonitos, lecciones de modales, y una constante repetición de: *calla, sonríe, no pienses, solo sé hermosa*. Vi cómo la reina usaba magia oscura para robar la juventud y belleza de cada mujer noble del reino, dejándolas marchitas como flores olvidadas. Y esa niña... ella era la siguiente.
Su belleza crecía. Todos lo decían. Los sirvientes la deseaban en silencio, los nobles murmuraban al verla pasar. Incluso su madrastra, en medio del odio, sentía una atracción retorcida por esa pureza inquebrantable que no lograba corromper.
Entonces, un día, la reina ordenó su muerte.
El cazador que debía matarla la llevó al bosque. Ella pensó que era su amigo. Ingenua. El tipo la abrazó, la tocó, le dijo que no tenía opción. La violó entre los árboles. Y luego… sin darse cuenta, la mató.
Un suspiro se escapó de mis labios dormidos. Porque, en ese instante, entendí algo.
Esa historia. Esa niña.
Era yo.
***
Desperté con un sobresalto. Sudada, desorientada… y con siete pares de ojos masculinos mirándome como si fuera una aparición divina. Aunque bueno, yo tampoco me quedé callada. Lo primero que murmuré fue:
—Qué suerte tengo… claramente estoy en el cielo. Morí y estoy en una especie de limbo… rodeada de ángeles musculosos.
Luciel, que seguía cerca y parecía el tipo de persona que se sonroja si le decís "pecado", se puso rojo hasta las orejas.
—Creo que iré por más hierbas… aún está delirando —balbuceó antes de huir como si yo fuera una tentación demasiado grande para su alma pura.
Yo, mientras tanto, me acomodé entre sábanas rústicas, observando a mi alrededor como quien se despierta en una cabaña de retiro espiritual… excepto que no había ancianas tejiendo, sino hombres. Hombres por todos lados.
Siete, para ser exacta.
Cada uno más impresionante que el anterior. Casi parecía un catálogo de fantasías femeninas: el intelectual con lentes, el rudo con cicatrices, el dulce con voz suave, el grandote tímido, el coqueto que guiñaba el ojo por reflejo, el cocinero con brazos de panadero fornido, y por supuesto… Luciel, el enfermero angelical que ya me hacía querer enfermarme más seguido.
—¿Me pueden recordar si morí? —dije mientras los observaba con una sonrisa medio boba—. Porque si esto es el cielo… no pienso portarme bien.
El rudo de la cicatriz, Gael, cruzó los brazos y frunció el ceño.
—Habla raro —murmuró.
—No es de por aquí, eso es obvio —agregó el de los lentes.
—¿Creen que tenga hambre? —preguntó el fornido cocinero, que olía a pan recién hecho. Pan y pecado, si me preguntan.
Yo solo suspiré. Siete hombres. En una cabaña. En medio del bosque. Y yo, la mujer que sobrevivió a un intento de feminicidio y que ahora tenía visiones de cuentos de hadas.
Claramente, esta era la parte donde debería preocuparme por mi salud mental.
Pero no. En vez de eso, me limité a acomodarme el cabello (que estaba hecho un desastre, pero shh, detalles) y dije:
—Muy bien, ¿cuál de ustedes va a darme la bienvenida oficial? ¿O hacemos una fila?
Unos tosieron. Otros se voltearon. Uno se atragantó con su propia saliva.
Perfecto. Aún lo tenía.
El sarcasmo. El encanto. Las ganas de vivir… o al menos, de divertirme mientras resolvía en qué demonios me había metido.
***
Esa noche, entre sopa caliente, mantas suaves y miradas furtivas, comprendí la verdad.
Esa historia del sueño. Esa niña maldita por su belleza, esa mujer traicionada, esa víctima convertida en leyenda…
Era yo.
Rosana murió en ese motel. En esa habitación donde vendí hasta el último pedazo de dignidad. Y en su lugar… ahora estaba Blanca.
No sabía cómo, ni por qué, ni quién había hecho el cambio de canal. Pero lo había vivido todo. Yo era Blancanieves. La nueva versión. La que no pensaba volver a confiar en madrastras, ni guardias, ni manzanas.
Y si algún día aparecía un tipo con capa roja y una sonrisa de galán, ofreciéndome una fruta tentadora…
Que se la meta por donde no da el sol.
Porque aunque viniera el mismísimo Brad Pitt con la manzana en una mano y un anillo en la otra… ni muerta la comía.
Aunque bueno… si él traía vino y no hablaba mucho, tal vez me lo pensaba.
Pero la manzana, jamás.
El olor a pan caliente y hierbas dulces la sacó de su letargo. Abrió los ojos con lentitud, notando la calidez de las mantas gruesas, el crujido suave de la madera y un rayo de sol colándose por la ventana diminuta. A su lado, un chico de ojos amables y sonrisa serena la observaba con una bandeja entre las manos.
—Buenos días, mi lady… —dijo con tono cortés mientras le acercaba el desayuno.— Le traje algo de comer. No sabíamos si te gustaba la avena, así que la hicimos con miel… y un poco de canela. Espero que estés mejor.
Se incorporó con dificultad. Sentía el cuerpo adolorido, como si hubiese sido atropellada por un dragón, o por la vida, que a veces era peor. Observó la bandeja, agradecida, aunque no del todo confiada.
—Gracias… Luciel, ¿cierto?
Él asintió, sentándose con cuidado en el borde de la cama. Su mirada era cálida, pero triste. Como alguien que había visto demasiado. De pronto comenzó a decir.
—Estábamos volviendo del pueblo, Gael y yo, cuando escuchamos gritos en el bosque. Fue… fue parecido a lo que pasó con mi hermana. Los soldados oscuros se la llevaron una noche… —tragó saliva antes de continuar—. Te encontramos malherida, con las ropas hechas trizas. Pensamos que lo mejor era traerte aquí.
Ella escuchaba en silencio, sin interrumpir, como si cada palabra removiera algo dentro de ella que no le pertenecía del todo… y, sin embargo, conocía tan bien. Las imágenes llegaban como flashes: la sangre, las ramas, la carrera desesperada. Y entonces, como si un trueno partiera la calma, una idea absurda pero clara cruzó su mente: esos eran los recuerdos de Blancanieves.
“Es oficial —pensó—. Me volví loca. Pero una loca viva, y eso ya es mucho decir.”
Luciel rompió el silencio con una sonrisa tímida.
—¿Puedo preguntar cómo se llama… mi lady?
—No me digas así, por favor. Puedes llamarme Ro… Blanca. Blancanieves. Sí, lo sé, suena medio racista y para nada ortodoxo, pero ese fue el nombre que le dieron. Que me dieron… quise decir.
Luciel la observó en silencio, como si procesara cada palabra, antes de asentir con la cabeza.
—¿Recuerdas cómo llegaste al bosque? Es que… donde te encontramos no pasa nadie.
—Estaba huyendo.
Se lo dijo sin titubear, pero por dentro, su mente corría como ardilla con cafeína.
"Según la historia original, Blancanieves confía en los enanitos para ocultarse de la malvada bruja que intenta matarla. Yo en este caso tengo algo mejor… siete hombres fuertes. Si logro ganarme su confianza, podré quedarme con ellos y esconderme de esa bruja histérica que quiere robarme la belleza..."
Pausa mental. Frunció el ceño.
"Aunque… ahora que lo pienso, qué trama más patética. Disney y sus cuentos nunca tuvieron mucho sentido. Manzanas envenenadas, reinas obsesionadas con la juventud, príncipes acosadores que andan besando cadáveres por el bosque... ¿alguien más lo notó o soy solo yo? Pero bueno, si quiero evitar todo eso, tengo que actuar antes. En la calle aprendí que quien golpea primero, ríe mejor. Y esa reina ya hizo su jugada… ahora me toca a mí."
Inspiró hondo y continuó, esta vez con voz baja, algo más dolida.
—Estoy huyendo de alguien que me quiere ver muerta.
Luciel la observaba con preocupación. Ella fingió que no lo notaba y se llevó una cucharada de avena a la boca. Estaba sorprendentemente buena. Maldita sea, hasta en los cuentos cocinaban mejor que ella.
—¿Huyes de tu familia? —preguntó él con cuidado—. Es que… tus prendas. No pareces una joven plebeya. Si lo deseas, podemos escoltarte hasta tu hogar.
—¡No! —la cuchara cayó sobre la bandeja con un clang. Luciel dio un pequeño salto.
Ella tragó saliva, bajó la mirada y luego, con tono suplicante, tomó su mano.
—Por favor… no me lleves de regreso. Si lo haces, ella me matará.
En ese momento, la puerta se abrió de golpe.
Seis pares de ojos la observaban desde el umbral. Los bandidos —porque eso eran, por más bonachones que se vieran— habían estado escuchando tras la puerta como cotillas de pueblo. Pero ante esa frase, Gael, el más impetuoso del grupo, no pudo contenerse más.
—¿Ella quién?
Rosana, o Blancanieves, o como demonios quisiera llamarse ese día, los miró uno a uno. Hombres curtidos por la vida, desconfiados… pero no malvados. Tenía que actuar, tenía que decidir quién iba a ser en esta historia. Si iba a morir como la original… o vivir como la nueva versión mejorada.
Se sentó derecha, respiró profundo y dijo con la dignidad prestada de una princesa de cuento:
—Mi madrastra. La reina.
Un silencio cargado se apoderó de la habitación.
Luciel parpadeó.
Gael frunció el ceño.
Otro de los hombres, uno con una trenza gruesa y una cicatriz en la mejilla, levantó una ceja.
—¿La reina? ¿La reina, reina?
Ella asintió, y con voz clara, como si pronunciara su sentencia o su salvación, añadió:
—Mi nombre es Blancanieves, princesa heredera del Reino de Liria. Y huí porque esa bruja con corona quiere verme muerta.
Los hombres se miraron entre sí. Nadie habló durante varios segundos. Hasta que uno de ellos, un rubio con cara de que se había golpeado la cabeza muchas veces, soltó:
—Entonces es oficial… estamos metidos en un gran problema.
— Da igual quien sea... no fue para esto que creamos la orden. Juramos proteger a todas las mujeres que podamos de la malvada bruja...
— Esto es diferente... ella es su hija.— dijo Gael con cierta sospecha.
— Eso no es cierto, esa mujer me detesta, solo me crío para robarme mi belleza al cumplir la mayoría de edad...— al decir aquello, Rosana se sintió muy tonta, pero tal parecía que para los hombres frente a ella, esas palabras sí tenían mucho sentido.
—¿Y si está diciendo la verdad? —Luciel la miró, esta vez no con lástima, sino con algo parecido a respeto.
Ella alzó el mentón. No sabía exactamente en qué se había metido, pero lo que sí sabía era que ya no pensaba ser la víctima.
*"Sí, soy Blancanieves —pensó con una media sonrisa—, pero no una que espera el beso de un idiota montado en un caballo blanco. Yo misma voy a recuperar mi legítimo lugar y en esta vida nadie... absolutamente nadie, me volvera a humillar, ni lastimar"*
Porque esta vez, no iba a esperar a ser salvada. Esta vez, la princesa se pondría los pantalones —bueno, una armadura sexy tal vez—, y escribiría su propia historia.
Y si tenía que apuñalar a una reina por el camino… que así fuera.
Era la primera vez que contaba una historia que no fuera mía, pero por alguna razón… se sentía demasiado personal. Como si esa otra chica —esa princesa olvidada en una celda fría— hubiera estado susurrándome su tragedia al oído durante años. O como si, en el fondo, siempre hubiéramos sido la misma.
Blancanieves. Rosana. Dos nombres. Un solo dolor.
—Después de que la Reina se casó con mi padre —dije, con la voz baja pero firme—, lo envenenó. Lentamente. Lo fue consumiendo desde dentro, y cuando por fin murió, ella celebró el luto como si fuera un carnaval. Luego me encerró en las mazmorras. Años… encerrada como un animal, esperando que creciera… para poder quitarme lo único que no podía fabricar con su magia: mi belleza.
Los hombres alrededor de la habitación no dijeron nada. Ni un suspiro, ni una interrupción. Solo miradas clavadas en mí, pesadas como cadenas, intensas como hogueras.
—El día de mi cumpleaños… cuando por fin alcanzaba la “edad justa” para ser drenada —solté la frase con una sonrisa amarga—, fingió compasión. Envió a un guardia. Uno que me había hablado antes… que parecía amable. Me dijo que me ayudaría a escapar.
Tragué saliva.
—Me llevó al bosque. Dijo que podía correr. Que era libre. Yo le creí. Por primera vez, le creí a alguien.
Hice una pausa. No dramática. No medida. Era real. Y me odié por seguir recordándolo tan nítidamente.
—Y cuando me detuve, cuando creí que podía respirar otra vez… me forzó. Me violó entre los árboles como si mi cuerpo fuera un botín más.
Sentí cómo se me quebraba la voz, pero no la detuve.
—Y luego me dejó allí. Como si no valiera ni el esfuerzo de matarme bien.
Había lágrimas en mis ojos. Esta vez no eran parte del show. No era una máscara. No era un truco para conseguir comida o simpatía. Eran mías. Crudas. Antiguas. Verdaderas.
Levanté la mirada, esperando rechazo o lástima. Lo que encontré fue algo distinto.
Furia.
Dolor compartido.
Gael, el guerrero de la cicatriz, fue el primero en hablar.
—No permitiremos que vuelva a ser dañada, alteza. Aquí estará segura.
—No… —negué con la cabeza, alzando la voz—. No lo estoy. Esa maldita bruja no va a detenerse. No hasta verme muerta.
Los miré uno a uno. Con los ojos aún húmedos. Con el corazón expuesto.
—Pero esta vez, no voy a morir suplicando. Esta vez voy a pelear. Y juro por todo lo que me queda que nadie, nadie, volverá a doblegarme.
Luciel me miraba como si acabara de ver a una estrella encenderse en mitad del lodo. Pero no fue el único. Poco a poco, los rostros de los hombres cambiaron. Como si mis palabras hubieran abierto una puerta vieja, cerrada con clavos de traumas y recuerdos.
Y detrás de esa puerta… también había fuego.
***
Narrador omnisciente:
Luciel fue el primero en reaccionar, aunque solo en su interior. Su mandíbula estaba tensa, su mirada perdida. En su memoria, la imagen de su hermana Azalea regresaba como un eco doloroso. Tenía solo quince años cuando los soldados de la Reina llegaron al pueblo. Su padre intentó protegerla. Lo atravesaron frente a la casa. Luciel, paralizado, apenas logró arrastrar a su madre hacia la trastienda mientras los gritos de Azalea se alejaban sobre un caballo oscuro. Nunca la volvió a ver. Pero cada vez que escuchaba una historia como la de Rosana… la sentía viva, gritando desde otro bosque.
Gael apretó los puños. No por impulso. Por costumbre. Fue general del ejército, fiel servidor del trono… hasta que descubrió lo que defendía. Un día, en una inspección de rutina, encontró una sala secreta bajo el ala oeste del palacio. Mujeres colgadas en ganchos de oro. Sus cuerpos drenados, marchitos. Su esposa, Lirienne, estaba entre ellas. Apenas respiraba. Cuando lo miró, le suplicó con los ojos. Y él, con lágrimas en el rostro, la ayudó a morir.
Desde entonces, la rabia era su escudo. Y las princesas caídas, su causa.
Rurik, con su delantal aún manchado de harina, sintió cómo se le cerraba el estómago. A su hermana Émeline la tomaron una noche cualquiera. Ella se negó a “servir en el castillo” y los soldados la llamaron traidora. Cuando devolvieron su cuerpo, ni su madre pudo reconocerla. Rurik dejó que el fuego consumiera su panadería, y con ella, el último rincón de su vida anterior. Ahora, cocinaba para alimentar rebeldes, con la misma ternura con la que había cuidado a su hermana.
Elias, el erudito, no apartó la mirada de Rosana. Él también había sido noble. El asesor más joven del Consejo. Soñaba con reformar leyes, mejorar el reino desde adentro. Hasta que su prometida, Solène, desapareció. Cuando preguntó, lo expulsaron. Cuando exigió, lo acusaron. Escapó con nada más que un libro en la mano. Las palabras de Blancanieves le sonaron como justicia aún pendiente. Como una revolución con forma de mujer.
Zev sonrió, pero la sonrisa no llegó a sus ojos. Siempre bromeaba. Siempre guiñaba. Pero había visto cómo su madre, la marquesa de Estrellen, fue ofrecida como “tributo voluntario” para proteger a su linaje. Ella aceptó… con lágrimas. Zev no volvió a verla. Desde entonces, cada broma era un escudo. Pero el cuchillo en su bota hablaba por él.
Nikolai, el más silencioso, se giró para que nadie lo viera cerrar los puños. Su esposa era una sanadora. Curaba sin permisos. La Reina la mandó quemar viva en la plaza, como advertencia. Nikolai no gritó. Solo la sostuvo mientras ardía, y luego desapareció. Él fue quien construyó la cabaña donde ahora vivían. Tronco por tronco. Dolor por dolor. Su fuerza era la de quien ya lo ha perdido todo.
Tobías, el más joven, tragó saliva. Había huido con su hermana cuando su madre fue ejecutada por no entregar a las niñas de la familia real. Cruzaron el río, pero una corriente arrastró a su hermana. Él nunca dejó de buscarla. Pero en Rosana… vio algo familiar. Algo perdido.
***
Los observé en silencio. Todos ellos.
No eran bandidos. No eran campesinos cualquiera. Eran hombres rotos. Como yo. Y aún así… estaban de pie.
—Quiero unirme a ustedes —dije, bajando la cuchara de avena.
—¿A la Orden del Alba? —preguntó Zev con media ceja levantada.
—O a lo que sea esto —respondí—. Si implica vengarme, pelear y hacerle la vida imposible a esa bruja, entonces cuenten conmigo.
Elias soltó una risa. Luciel sonrió sin querer. Gael solo asintió.
—No soy una princesa perfecta. Ni una damita dulce. Pero tengo una causa. Y eso… es más de lo que muchos tienen.
Me puse en pie. Tambaleé un poco, sí, pero me mantuve erguida.
—No voy a esperar un beso que me salve. Voy a fabricar mi propio final feliz. A los puñetazos si hace falta.
Silencio.
Y luego Gael, seco como siempre, dijo:
—Bien. Pero tendrás que entrenar. Esto no es un juego.
—No —repliqué con una sonrisa torcida—. Es mucho mejor.–y para sus adentros pensó— "Porque esta vez, Blancanieves no va a dormir. Va a pelear."
Luciel se levantó.
—Entonces es hora de despertar a todos. El reino… nos necesita.
Y mientras la chimenea crepitaba, entre pan caliente y corazones aún dolidos, algo cambió en aquella cabaña.
La llama de la rebelión no nacía de un príncipe montado en su caballo blanco.
Sino de una princesa rota, cansada…
Y furiosa.
Porque el cuento había cambiado.
Y esta vez, sería sangriento.
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