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Pecado De Poder

Capítulo 1: La heredera en la sombra

La Harley rugía como un trueno en medio de la madrugada berlinesa, mientras Dakota Adams sentía el viento golpeándole la cara, desordenando su cabello castaño corto. Los jeans rotos le rozaban las piernas y la campera de cuero negra, gastada por años de rebeldía, le ajustaba el torso con ese aroma a cuero y peligro que parecía ser parte de ella. No era la típica heredera de un imperio; nunca quiso serlo.

Antes de ser la única y odiada heredera de la familia Adams, Dakota había sido esa chica libre, la que andaba sin reglas ni cadenas, la que se tatuaba cada pedazo de piel que podía, llenándose de historias y símbolos que solo ella entendía. Su primer tatuaje, un pequeño ancla en la muñeca, fue un grito silencioso de que ella misma sería su propio ancla en un mundo lleno de tormentas. Y los piercings, su forma de desafiar lo establecido, de decir “aquí estoy, soy diferente, no me van a controlar”.

Pero hoy no estaba en su moto ni en las calles. Hoy vestía un vestido negro que abrazaba sus curvas voluptuosas, ocultando sólo lo justo, y su pelo castaño corto brillaba bajo la luz de los focos en la entrada del edificio donde se reuniría con Brendan Thompson.

Entrar ahí no era solo un trámite: era cruzar un umbral a un mundo de poder, donde los nombres importaban, y los secretos pesaban. Dakota sabía que ese hombre, Brendan, era más que un CEO impecable; era el capo de la mafia alemana, un adonis con ojos color olivo que parecían leer hasta el alma más oculta.

Cuando lo vio por primera vez, a lo lejos, su imponente figura le recordó a las esculturas griegas que tanto admiraba: firme, frío y dominante. Algo en su presencia la inquietó, una mezcla peligrosa entre deseo y amenaza. Pero Dakota no se dejaría impresionar. Ella había pasado demasiado tiempo escapando, disfrazándose, ocultándose para rendirse ahora.

Con una última bocanada de aire frío, ajustó su postura, se pasó los dedos por los tatuajes que asomaban bajo la manga del vestido y entró.

Porque aquella noche, más que un encuentro de negocios, sería el comienzo de una batalla donde ni el poder ni la sumisión serían lo que parecían.

La heredera en la sombra II

Había algo cruel en crecer rodeada de lujos y sentirte una extraña en tu propia casa. Dakota lo supo desde que era adolescente. Mientras otras chicas soñaban con vestidos de diseñador y autos de lujo, ella solo pensaba en escapar. No soportaba los eventos sociales, las cenas interminables con gente vacía que hablaba de acciones y propiedades, fingiendo sonrisas mientras apuñalaban por la espalda. Su mundo estaba hecho de apariencias. Y ella, demasiado real para encajar.

El único lugar donde sentía que podía respirar era sobre su Harley, con música a todo volumen y la ciudad desplegándose frente a ella como un mapa sin dueño. Se escapaba en las madrugadas, con los jeans rotos, las botas embarradas y la campera de cuero, sintiéndose más viva entre el ruido del motor que entre los muros de mármol de su casa.

Pero por más libre que quisiera parecer, había algo que nunca pudo soltar del todo: la imagen de sus padres. Esa pareja que discutía a los gritos y luego se abrazaba como si el mundo se fuera a acabar. La amaban, sin duda, aunque a veces la ahogaban con expectativas. Querían una dama perfecta. Ella era puro caos. Pero incluso cuando no la entendían, Dakota sabía que era amor verdadero lo que se tenían entre ellos. Y eso... eso era lo que en el fondo buscaba para ella.

A lo largo de los años, lo intentó. Más veces de las que le gustaba admitir.

Su primer gran error fue Julian, un músico bohemio que le prometía libertad pero no le devolvía ni media verdad. Se escapaban juntos en noches de whisky barato y poesía mal escrita, y durante un tiempo ella creyó que había encontrado a alguien que no la juzgaba por su apellido ni su linaje. Pero cuando él supo quién era realmente —la hija de Margaret y George Adams, los titanes del acero y la energía en América—, cambió. Ya no la besaba igual. Empezó a hablarle con ese tono envidioso, lleno de rencor disfrazado de pasión. Terminó robándole dinero y desapareciendo con otra.

Después vino Camille, una fotógrafa francesa que conoció en un viaje a Marruecos. Fue su único vínculo con una mujer, y aunque no duró mucho, la marcó. Camille era fuego, arte, piel. Le enseñó cosas que ningún hombre le había enseñado jamás, pero también la rompió de una forma más silenciosa. Nunca quiso comprometerse. Nunca la eligió de verdad. Dakota terminó regresando sola, una vez más, con el corazón a cuestas.

Y entonces se cerró.

No completamente, claro. Todavía creía en el amor. Pero se volvió más selectiva, más dura, más escéptica. Se refugiaba en sus tatuajes, como si la tinta pudiera protegerla. Uno en la espalda, enorme, con alas abiertas, le recordaba que tenía derecho a volar. Otro, bajo el pecho izquierdo, decía "burn me gently" —quémame suavemente—, como un pedido al universo: que si el amor volvía, al menos no la destruyera del todo.

Por eso ahora, sentada frente al espejo del baño del hotel, antes de entrar a la sala de reuniones donde lo vería a él por primera vez, se sentía en guerra con ella misma. ¿Qué hacía ahí, vestida como una dama de negocios, ocultando sus tatuajes, fingiendo ser la heredera correcta?

No era su mundo, pero esa reunión podría abrirle puertas. Había vuelto a Berlín con un objetivo: cerrar un trato propio, sin ayuda de su apellido. Uno que la ubicara como empresaria por mérito propio. Y si para eso tenía que mirar a los ojos al mismísimo Brendan Thompson, lo haría.

Se había informado sobre él. Sabía todo lo que los medios no decían: sus negocios turbios, sus alianzas peligrosas, su fama de dominante, controlador, magnético. Un hombre que adoraba tener el poder entre las manos. Un hombre que, según algunos rumores, se excitaba más con la rendición que con el placer.

Y sin embargo, eso no fue lo que más la inquietó cuando lo vio por primera vez en una foto. Fue su mirada. Esos ojos color olivo que parecían capaces de encontrar grietas incluso en las armaduras mejor construidas. No le gustaban los hombres como él. Justamente por eso, le temía.

Pero Dakota no era de las que retrocedían ante el miedo. Si algo había aprendido de su madre era que una mujer podía caminar entre lobos si sabía mantener la espalda recta y la mirada firme.

Y eso haría.

Respiró hondo, se acomodó el escote del vestido y sonrió, aunque fuera para sí misma. Lo que Brendan no sabía era que, aunque pareciera la perfecta heredera Adams, ella seguía siendo esa chica que andaba en Harley, la que había amado mal, la que se tatuaba las cicatrices y bailaba con los demonios. La que podía ser tan dulce como peligrosa.

Y esta vez, si alguien iba a jugar, sería bajo sus reglas.

capitulo 3 : La hija del enemigo

Brendan Thompson no era un hombre que se dejara sorprender. A sus cuarenta y dos años, había visto más de lo que la mayoría se atrevería a imaginar. Había hecho negocios con asesinos, corrompido políticos, comprado silencios, vendido destinos. Había aprendido que en su mundo todo tenía un precio: la lealtad, la vida, el amor.

Por eso, cuando su asistente le dijo que la reunión de esa noche sería con Dakota Adams, lo único que hizo fue entrecerrar los ojos y asentir. No dijo nada. Pero por dentro, algo se activó. Un clic. Un eco.

Sabía quién era. Todos sabían quién era.

La hija única de Margaret y George Adams. Una familia americana con más poder que algunos gobiernos, y enemigos de viejas alianzas europeas, incluidas las suyas. Durante años, los Adams habían intentado expandirse en Europa, pero Brendan se encargó personalmente de cerrarles el paso. Lo hizo con elegancia, claro. Con contratos, alianzas estratégicas, y si hacía falta, con amenazas disfrazadas de diplomacia.

Lo último que esperaba era que la heredera perdida —esa mujer que se había mantenido fuera del foco público durante años— reapareciera justo en Berlín. Y menos aún, que viniera a sentarse frente a él a negociar.

Según los informes que tenía en su escritorio, Dakota Adams no era lo que parecía. Había rechazado públicamente formar parte del directorio de su familia, se había alejado de los negocios principales y había intentado hacer carrera sola, por fuera del apellido. Nadie la había visto en eventos sociales. No salía en revistas, no daba entrevistas. Un fantasma.

Pero su expediente le contaba otra historia.

Una moto. Tatuajes. Piercings. Viajes sin destino fijo. Cuentas bancarias personales separadas de las de su familia. Inversiones arriesgadas hechas con fondos propios. Y un pequeño pero ambicioso proyecto empresarial que la traía a Berlín: abrir una red de hoteles boutique de lujo para jóvenes ricos que no quisieran parecer ricos.

A Brendan, eso le causaba gracia. La rebelde millonaria jugando a la empresaria. Pero algo en ella lo intrigaba. No por su apellido. Por su decisión de desaparecer. Por haber escapado de la jaula de oro sin pedir permiso. Eso… eso no era común.

La vio llegar antes de que cruzara la puerta de la sala de reuniones. Estaba al otro lado del salón de mármol blanco del hotel Thalassia, uno de los más exclusivos de su cadena. La observó mientras hablaba con alguien de recepción, sin darse cuenta de que él la estudiaba desde la galería superior. Lo hacía como observaba todo: en silencio, con esa mirada depredadora que no dejaba escapar ni un gesto.

Y entonces la vio de verdad.

Dakota Adams no era lo que esperaba. Era más.

Llevaba un vestido negro ajustado que delineaba su figura voluptuosa como si hubiese sido tallado para ella. No era alta, pero su presencia llenaba el lugar. Sus piernas fuertes, los tatuajes apenas visibles bajo la tela, la forma en que caminaba con seguridad sin sobreactuarla. Como si supiera perfectamente quién era… pero no necesitara demostrarlo.

El pelo corto, rebelde. Los ojos celestes, brillando con desafío. Y la boca… una curva que podía ser sonrisa o amenaza, dependiendo de quién la mirara.

Brendan sintió algo que no sentía desde hacía mucho: curiosidad mezclada con algo más oscuro. Deseo. No uno simple, superficial. No. Era esa atracción que nace cuando se cruzan dos fuerzas que podrían destruirse o elevarse mutuamente.

Y él no era de los que se dejaban elevar.

Se quedó unos segundos más observándola antes de bajar las escaleras. Cada paso medido. Controlado. Ya no era solo una reunión. Era un juego. Uno donde él solía ganar sin ensuciarse.

Cuando entró a la sala, ella ya estaba sentada, revisando unos papeles. Levantó la mirada y, por un instante, sus ojos se cruzaron. Ninguno de los dos sonrió. Ninguno desvió la mirada.

—Señor Thompson —dijo ella primero, con una voz baja, firme. Un acento suave, americano, pero sin la dulzura fingida de la alta sociedad. Era directa. Serena. Peligrosamente sincera.

—Señorita Adams —respondió él, sentándose frente a ella sin ofrecerle la mano. No porque le faltara educación, sino porque no quería contacto aún. No sabía qué podía pasar si la tocaba.

El silencio entre ellos duró apenas unos segundos, pero se sintió como un pulso. Como un respiro contenido. Ambos sabían que eso no era una reunión común. Y aunque aún no se habían dicho nada importante, todo estaba dicho.

Brendan apoyó los codos sobre la mesa, entrelazó los dedos y la miró a los ojos.

—Debo admitir que no imaginaba encontrarla aquí. Pensé que usted no se mezclaba con... este tipo de gente.

Dakota sonrió, apenas.

—Depende. ¿A qué tipo de gente se refiere?

Él se inclinó levemente hacia adelante.

—A los que no creemos en las reglas. A los que preferimos el poder al permiso.

Ella sostuvo la mirada, sin miedo.

—Tal vez por eso estoy aquí.

Y entonces Brendan lo supo: esa mujer no era una heredera jugando a los negocios. Era una jugadora real. Y él quería saber hasta dónde estaba dispuesta a llegar.

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