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Cuatro Bestias Y Una Reina.

Llegada y partida.

Hola de nuevo a todos mis lectores.

Quiero comenzar agradeciéndoles por el apoyo que siempre le brindan a mis historias; espero que esta también sea de su agrado.

Debo advertirles que esta no es una historia como las demás: aquí no encontrarán una relación típica ni perfecta. Sé que algunas de ustedes no disfrutan de historias con tantos problemas o giros oscuros, y quiero que lo tengan en cuenta desde el inicio.

Esta trama puede considerarse un poco tabú para algunas personas, debido a que es una mujer con cuatro hombres. Si eres alguien devota al sacramento del matrimonio, probablemente esta historia te hará enojar —y mucho—.

Además, habrá escenas de sexo más explícitas de lo habitual, temas delicados y mucho “picante”.

Así que, queridas lectoras, están totalmente advertidas.

Comencemos.

En Italia, el líder de la Cosa Nostra y su esposa yacían en una enorme cama. El hombre no paraba de besarla mientras reían de sus locuras.

—Amor, cuidado con la barriga —advirtió ella, muerta de risa, y él solo fruncía el ceño.

—Me voy a poner celoso, ya no me quieres... —ella lo abrazó y lo besó; eran dos seres que se amaban con locura, a pesar de que habían pasado por mucho para estar juntos.

El teléfono del hombre sonó aquella noche y, de inmediato, ella contrajo el rostro. Odiaba cada vez que él se iba, porque no sabía si volvería. La mujer lo amaba más que a nada.

—Debo irme, mi amor, pero juro que vuelvo rápido —anunció, dándole un beso en la frente y saliendo rápido del lugar.

Tiziano Marconetti salió de la mansión. Su teléfono no dejaba de sonar: era Eleonora Alfieri, quien lo llamaba sin cesar desde que coincidieron en uno de sus antros. Lo que debía ser un desliz se convirtió en chantajes para obligarlo a estar con ella; cada vez que ella quería verlo, él corría por miedo a que destruyera su matrimonio. Conocía muy bien a su esposa, Giuliana: jamás perdonaría una traición.

El auto de Tiziano recorría a toda velocidad las calles de Italia. Necesitaba ir a poner en su lugar a Eleonora: su esposa lo necesitaba más que nunca y no podía estar llamándolo por estupideces. Mientras conducía, sacó su teléfono, pero la mujer no contestó. Volvió a marcarle, pero no hubo respuesta.

El auto no se detuvo; él solo pensaba en arreglar las cosas para regresar con su esposa embarazada, sin saber que haberla dejado sola le costaría muy caro.

La amante de Tiziano lo acosaba a toda hora. Un día incluso llegó a la mansión para reclamarle porque no había ido a verla. El hombre ni siquiera sabía por qué aún no le había metido un balazo; solo por eso, la mujer pensaba que él la amaba. Aquella vez que se metió a la mansión, Giuliana los encontró discutiendo, y él la presentó como una prima que tenía mucho tiempo sin ver. De hecho, se quedó dos días con ellos, y una de esas noches, él se escabulló para estar con ella en la habitación de al lado.

Esto le facilitó a la mujer entrar aquella noche a la casa. Los guardias la dejaron pasar porque ya era costumbre que se apareciera a toda hora, y su esposa ya no sospechaba nada. La mujer subió hasta la habitación y encontró a Giuliana leyendo en su cama. Tenía un cuento en la mano y lo narraba con alegría mientras sobaba su barriga con la otra mano libre.

—Giuliana, querida, ¿cómo estás? —saludó Eleonora al entrar a la recámara, sonriendo muy convencida.

—¿Qué estás haciendo aquí, Eleonora? ¿A esta hora? ¿Sucedió algo? Mi esposo no está —respondió con inocencia, sin conocer las intenciones de la vil mujer.

—Lo sé. Él me pidió que viniera a hacerte compañía porque creía que se iba a tardar. Mira, te traje esto; la muchacha del servicio lo preparó para ti —le entregó un jugo que ya traía en la mano desde afuera y solo sirvió en un vaso de vidrio.

—Gracias, pero no es necesario, eres muy amable —Giuliana se negó, pero Eleonora insistió tanto que no tuvo otro remedio que aceptar. Lo bebió con tranquilidad y conversaron un rato, hasta que Giuliana empezó a tener sueño y se quedó dormida.

Eleonora salió de la mansión sin ser vista y se dirigió rápidamente de vuelta a su apartamento, aunque Tiziano apenas acababa de llegar para encontrarlo vacío.

Tiziano maldecía y arrojaba cosas al suelo.

—¡Siempre es lo mismo con esta mujer! Cuando la vea, la voy a matar —gritaba, lleno de cólera. Su pecho subía y bajaba, y apretaba los puños con fuerza mientras bufaba con rudeza.

Tomó el teléfono y volvió a llamar. Esta contestó un momento para decirle que había salido por unas pastillas porque se sentía mal y que no tardaría.

Unos minutos más tarde, Tiziano estaba desesperado. Al verla, la tomó por los brazos y la sacudió.

—¿Qué demonios haces? ¿Cómo me haces venir para luego irte? ¡Estás loca! —la empujó, tirándola a un sofá.— ¡Que sea la última vez que me llamas, desgraciada, porque te juro que te voy a matar! —sacó su pistola del pantalón y la apuntó en la frente. La mujer estaba demasiado exaltada, pero incluso si esa bala se le escapaba, estaría feliz, porque por fin lograría lo que quería: deshacerse de dos estorbos.

Mientras todo esto pasaba, Giuliana dormía. Lo que se había tomado tenía una sustancia que la dejaría inconsciente. Dos horas después de haberse quedado dormida, despertó con un fuerte dolor; se agarraba el vientre y gritaba, mientras lágrimas le corrían por el rostro. Era insoportable.

Gritaba llamando a alguien. Llamó a Eleonora, a Tiziano, pero por fin una de las empleadas la oyó y llamó a los hombres del señor para que la llevaran a la clínica.

Los hombres llamaron a Tiziano camino a la clínica. El italiano estaba desesperado; solo escuchar que su esposa se sentía mal y no estar ahí lo llenaba de ira.

El hombre manejaba como un demente, sin esperar a nadie. Solo quería que ella estuviese bien. Gritaba que sería la última vez, que jamás volvería a ver a esa mujer si algo le pasaba a su esposa.

Mientras tanto, en la clínica, una mujer entró con el vientre pesado y el rostro pálido. Las contracciones llegaron como olas violentas, arrancándole el aliento.

Los médicos corrieron, gritaron, empujaron carros metálicos y agujas. Pero nada fue suficiente. La hemorragia se extendió como un río negro y silencioso.

El doctor le decía que pujara, pero ella ya sentía que se desgarraba desde adentro; el dolor era insoportable, y el pecho le dolía al respirar. El esfuerzo fue inmenso y, aun así, nada se pudo hacer. La madre murió antes de escuchar el primer llanto de su hija.

Tiziano llegó poco después, desesperado. Se posó detrás del vidrio y vio cómo el corazón de la mujer que amaba se apagaba, mientras el llanto del bebé llenaba el quirófano como un cruel insulto. Maldijo en voz baja por no haber estado ahí, y maldijo al bebé por haberse salvado y haber matado al amor de su vida.

—Lo sentimos, señor. No sabemos qué pasó; todo estaba bien y, de repente, llegó así —el doctor que controlaba a Giuliana no tenía una explicación médica para lo sucedido; en los exámenes, nada salió.

—¡Eres un maldito inútil! ¡Te voy a matar! ¡Porque salvaste a ella y no a mi mujer! ¡Era a mi mujer, no a ese maldito engendro! —lleno de furia, entró a abrazar el cuerpo de su esposa fallecida. La pegó contra su cuerpo mientras las lágrimas le salían del rostro; la sostuvo con fuerza, pero nada la despertó. Le dio un beso, a pesar de que ella seguía helada e inerte. Ese día murió con ella al menos una parte de él.

Desde aquella fatídica noche, Ginevra no fue una hija: fue el recordatorio cruel de la muerte, la culpable silenciosa de la tragedia que destrozó a su padre. Para él, cada latido de la niña era un eco del último suspiro de su esposa.

Esa noche se fue a casa sin la niña. Los hombres la llevaron al día siguiente. Era atendida por sirvientes; a él no le interesaba si comía o no. Soñaba con que su esposa se hubiera salvado y el “engendro”, como le decía a su hija, hubiera muerto.

Se concentró en sus negocios y en desquitar su dolor acostándose con Eleonora. Esto hizo que la dejara embarazada, y un año después de que su esposa había fallecido, nació su nueva hija. Tuvo que traer a Eleonora a vivir con él y hacerla su esposa. Este solo fue el comienzo del infierno para la pequeña Ginevra; al menos respetó el nombre que quería su madre para ella.

Niñez terrible.

Han pasado ocho años desde aquella fatídica noche, donde un ángel inocente se quedó sin su madre y se ganó el desprecio de su padre.

La mansión Marconetti se ha convertido en un mausoleo silencioso, decorado con fantasmas que nadie ve, salvo Ginevra.

Tiziano apenas la mira; cuando lo hace, es solo para recordarle que no debe existir.

Eleonora la evita durante el día, pero por las noches se asegura de dejarle claro que no es bienvenida.

La niña, con su cabello oscuro y los ojos del mismo color que los de su madre, pasa horas en el jardín, esperando a que alguien se acerque y la mire, esperando un “te quiero” que nunca llega. El único cariño que conoce es el de la señora que la cuida y quien le habla de lo maravillosa que fue su madre.

A veces la pequeña habla con una muñeca rota, la única herencia de su madre. Su nana se la dio y ella ha logrado esconderla de Eleonora; esa mujer no tolera nada que traiga al presente el recuerdo de su madre.

—Mamá, ¿crees que algún día me quiera? —pregunta cada noche antes de dormir, pero nadie responde. La muñeca fría solo la observa como lo que es: un objeto sin vida.

Cada sonrisa, cada gesto amable, cada celebración es para su pequeña hermana Elena, que es como la luz en esa casa.

Ambas pequeñas van a la escuela, pero solo se notan los logros de la pequeña Nora; Ginevra es un cero a la izquierda en esa casa.

El día de hoy es muy importante: en el colegio donde estudian ambas menores se celebra el Día del Padre. Las maestras de cada niña han organizado una actividad para que cada estudiante cree una tarjeta para sus padres; también han sido invitados para ver a sus hijas recitar poemas.

La carta que preparó Elena es muy hermosa; la llenó de brillantina. La niña se levantó sorprendida al ver a su padre entrar con un enorme ramo de flores para ella.

—Papito... Viniste —grita la chiquilla llena de emoción. Su padre es su héroe y tenerlo ese día es muy importante para ella.

Su madre lo acompaña, radiante como siempre, en un traje elegante; son la familia perfecta, al menos ante los ojos curiosos de la sociedad.

—Mi dulce niña, claro que vine, no me lo perdería por nada —la rodea con sus fuertes brazos y besa su cabeza. Ese momento tan especial que toda niña anhela, ella lo disfruta.

Al terminar la actividad decide irse sin mirar atrás; no hay nada más en ese lugar que lo detenga...

Mientras tanto, en el salón de la pequeña Ginevra, ella está apartada en un rincón, con los ojos enrojecidos.

—Otro año que no vino —murmura, mirando su muñeca y secando sus lágrimas traviesas.

Decide observar la ventana y logra verlo salir junto a su esposa, que lleva en brazos a su hermana Elena. Aprieta los ojos mientras en su cabeza le reclama a quien pueda oírla por qué no puede recibir una pequeña parte del afecto que le toca a su hermana.

Más tarde, las burlas no se hacen esperar; todos piensan que es la criada en esa casa o la hija de algún desliz. La chiquilla solo baja la mirada y se aleja de todos para no llorar en público, aunque es difícil.

—¿Tu padre, el chofer, no pudo venir hoy? —se burla uno de los niños.

—De seguro estaba llevando a la familia Marconetti y no le dieron permiso —dice otra niña mimada y odiosa, soltando una carcajada.

—Mi mamá dice que es la hija de una zorra y que, como la señora de la casa no la quiere... —continúa otra pequeña que está al lado de los atacantes.

Ginevra no aguanta las burlas y se aleja de todos. Camina hasta llegar al fondo de las escaleras, su lugar favorito para esconderse.

Allí permanece hasta que deja de escuchar las voces de los pequeños; entonces se permite llorar en silencio. Luego se seca las lágrimas y sale de nuevo. Para ese momento ya es hora de salir, y se dirige a donde la recogen diariamente.

—Buenas tardes, señorita Ginevra. ¿Cómo le fue hoy? —le pregunta el chofer con una sonrisa cuando la puerta se cierra y el carro arranca. Él sabe todo lo que sufre la pequeña y, como conoció a su madre, no le gusta cómo la tratan.

—Lo mismo de siempre... Papá no vino a mi acto —sus ojos se llenan de lágrimas y un nudo le atraviesa la garganta—. ¿Me puedes decir por qué me odia tanto? Yo no pedí nacer —su voz tierna y baja hace que el corazón del hombre se arrugue como papel. Una punzada en el pecho lo obliga a desviar la mirada para no seguir viendo el sufrimiento de ese pequeño ángel.

—¿Sabes una cosa? Conocí a tu madre y ella decía algo muy cierto —comienza el hombre, mirando a través del espejo retrovisor.

—No importa quién nos quiera si nosotros mismos lo hacemos... —la niña levanta la mirada y sonríe.

—¿Cómo era ella? —Sus ojitos brillan de emoción. El chofer se endereza y suspira.

—Ella... Era inteligente, soñadora, pero también tenía un carácter muy fuerte... —suelta una pequeña risa—. Cuando tu madre se molestaba, hasta tu padre corría. Tenía un lema: “Una traición jamás se perdona”.

La pequeña Ginevra asiente, limpia sus lágrimas y ya no se siente tan mal ahora que ha escuchado más de su madre.

Una vez que llegan a la mansión, la niña baja feliz. Aunque no haya ido, ella le dará su regalo. Dirige sus pasos hacia donde escucha voces, en la sala, y corre hacia su padre, abrazándolo por la pierna.

—Papá, feliz Día del Padre. Mira lo que te hice —le estira las manos con el hermoso presente que ella misma elaboró.

Tiziano la retira de su cuerpo con sus fuertes brazos, y una arruga surca su frente. De solo verla, todo se le revuelve y le grita:

—¿Cuál papá? Estoy cansado de decirte que es “señor Tiziano Marconetti” para ti —arruga la carta con expresión de asco. Eso le parte el alma a la pequeña. De inmediato baja el rostro y asiente.

—Lo siento, señor Tiziano —su madrastra y su media hermana se ríen, y ella corre a encerrarse en su habitación, totalmente destrozada.

Amenazas.

La vida de Ginevra solo empeora con el paso de los años; esa pequeña muñeca sigue siendo su única compañía. Su nana fallece cuando cumple catorce años y su vida es cada vez más triste, aunque no todo es malo: tiene el apoyo del chófer, con quien al menos puede hablar.

Hoy era un día importante en la mansión Marconetti, pues su hermana pequeña, la niña de los ojos de su padre, Elena, cumplía dieciséis años. Cada cumpleaños de Ginevra nadie lo recordaba; su nana, antes de morir, le llevaba siempre un pastel a escondidas. Ahora solo el chófer se acuerda, regalándole un brazalete en cada cumpleaños. Primero los hacía él mismo, después empezó a comprarlos, y tiene varios: de oro, de plata… siempre trata de que sea uno diferente al otro.

Ese hombre le ha enseñado mucho; le habla de cómo se comportan las mujeres en la mafia, aunque esa parte a ella no le gusta, porque le cuenta que las mujeres son simplemente un trato para cerrar o unir familias y tener bebés, o “herederos”, como suelen llamarlos. Ella no quiere eso para su vida: quiere ser la líder de la mafia, porque por ley le tocaría al ser la mayor. Aunque no está muy segura de recibirla, porque su padre la detesta y no se imagina que él sea capaz de darle su preciada mafia a ella.

La joven Ginevra se da vuelta en su hermoso vestido negro: es sobrio, de manga corta y con un escote redondo. Ella no necesita vestir de manera exagerada para sobresalir; de por sí, su cabello negro azabache y sus ojos de color único hacen que todas las miradas se posen en ella. Su hermana es muy diferente: a pesar de que su piel es clara como la de ella, su cabello no lo es; su cabello es rubio como el trigo y sus ojos son de un verde intenso. No se parece en nada a ella, por suerte. Es un poco más delgada, aunque tiene casi la misma estatura que Ginevra. Suele usar vestidos cortos con grandes escotes y su maquillaje siempre debe destacar. Cada vez que las dos están en un mismo sitio, Elena trata de opacar a su hermana mayor para que no brille, y como Ginevra está acostumbrada al rechazo, no le da importancia.

La joven sale al salón y recorre con sus ojos, buscando a la única persona que le interesa en ese lugar: su nombre es Matteo Caruso. Él es la mano derecha de su padre; a pesar de tener solo veintiséis años, es calculador y uno de los mejores tiradores que tiene su padre. O al menos, ella lo ve como el ser más perfecto que ha pisado la tierra.

Al encontrarse con esos hermosos ojos verde agua, su corazón se acelera, sus manos comienzan a sudar y mira hacia abajo para que nadie note su rubor, que, como es tan blanca, es fácil de reconocer.

El hombre la mira un momento, se pierde en sus ojos y luego quita la mirada. Ella niega con la cabeza sutilmente para que nadie lo note. Él jamás se fijaría en mí. ¿Qué podría ver en una persona como yo?, piensa.

Matteo se aleja de ese lugar hasta que escucha la voz chillona de su hermana, que al verlo se le tira a los brazos. Él le da un beso en la frente y la vuelve a poner en el suelo. Ginevra debe salir rápido de ahí porque es tan incómodo para ella.

Ella sabe que a Elena le gusta Matteo, pero no se dará por vencida: cuando tenga edad para eso, intentará conquistarlo, porque está decidida a que él sea lo único que su hermana no le va a quitar en la vida.

Matteo se acerca de pronto a ella cuando son las once de la noche. Ella comienza a temblar, siente cómo el color se le va del rostro y no sabe hacia dónde mirar.

—¿Cómo estás, pequeñita? —le dice él—. ¿Me podrías regalar una pieza esta noche?

La boca de la joven se entreabre y su pecho se acelera. Trata de pronunciar una palabra, pero lo que sale es un murmullo distorsionado. Sonríe nerviosa y luego respira para poder responder.

—¿Yo? —se regaña mentalmente al escucharse tan patética—. Obvio que yo… cierto… es a mí que me estás hablando… pues… sí.

Él le ofrece la mano y comienzan a bailar. Esto es algo que dos pares de ojos no pueden concebir: Eleonora tiene la mirada entre cerrada hacia la pista, y la pequeña Elena le aprieta el brazo a su madre, enterrándole las uñas.

—Mamá, mira a esa estúpida con quién está bailando —dice Elena.

Su madre sonríe y le da una palmadita en la mano.

—Disimula y no vayas a hacer un drama. No te preocupes: en la semana nos la desquitamos.

La pequeña rubia sonríe de manera maliciosa y, sin aguantar más, rompe una de las tiras que sujetan su vestido. Pasa cerca de la pareja en la pista, tropieza con un mesero a propósito y grita cuando se ve un poco el pecho al descubierto.

—¡¿Qué hiciste, estúpido?! —grita, y se pone a llorar.

Por supuesto, Matteo va tras ella. Ginevra no tiene de otra que alejarse de allí. Sabía que eso iba a suceder; es más, había tardado demasiado.

Cuando todo termina, su hermana menor, junto a su madre, se acercan a ella para advertirle que se aleje de Matteo porque ella “no tiene edad para esas cosas”. La pobre no dice nada; simplemente, como siempre, se va a su cuarto a llorar. Habla con su muñeca, preguntándole cuándo será el momento en que esas mujeres paguen por lo que le hacen.

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