^^^"En su mundo, el amor era una moneda rota que compraba dolor." —Laara^^^
Hay momentos en la vida que no son simples segundos; son eternidades disfrazadas de instantes. Son esos destellos que se deslizan suavemente por el alma y dejan huellas imborrables, como si el universo, por un capricho dulce, decidiera detenerse un poco, solo para verte sonreír.
Lo sabes, lo reconoces, porque hay una dicha que florece sin aviso, una risa que nace del pecho y no conoce límites, un gozo tan puro que ni el cuerpo lo resiste, y, sin embargo, no cansa.
Y lo más hermoso de todo es compartirlo: mirar a quienes amas y ver en sus ojos la misma luz, la misma melodía invisible vibrando en el aire. Es entonces cuando entiendes que estás dentro de algo sagrado, de un instante que no se irá, que vivirá contigo… no como un recuerdo, sino como un suspiro que nunca termina.
Hay momentos que son eternos. Pensó mientras le cantaban cumpleaños feliz, todos y cada uno de ellos compartían con ella la emoción del momento.
–¡Qué la cumpleañera pida un deseo! –gritó su mejor amiga Zoey.
Rio mientras todos aplaudían y gritaban que lo haga, se recogió el cabello con una mano para agacharse y poder soplar las velas. Pero antes cerró los ojos concentrándose en ello, sonrío pidiendo su deseo, ese que anhelaba tanto. Sopló las velas una vez, pero quedó una vela aún prendida, con la intención de apagar la que quedaba sintió que alguien la empujaba hacia delante. Antes de siquiera percatarse terminó estampada contra el pastel.
Soltó un gemido ahogado ante la sorpresa. Se limpió con los dedos el resto que tenía en los ojos, y buscó al culpable de su hazaña.
–¡Oye! –le reclamó a su papá una vez lo vio, mientras todos reían a carcajadas.
–¿Quién quiere pastel? –preguntó entusiasmado.
–El primer trozo para la cumpleañera –dijo su mamá.
–Pues ya se lo comió, ¿o no? –respondió el muy descarado.
–Entonces para ti el segundo, papá –le sonrió–. Déjame cortarlo.
–Claro que sí, mi cielo –le acarició el cabello con una sonrisa genuina, sin saber lo que le esperaba–. ¡Un trozo grande!
Lo cortó con cuidado poniéndolo en un plato, se giró para dárselo. Pero sin darle tiempo de tomarlo, lo elevó más de la cuenta y terminó estrellado en su cara. Rio triunfal al observar su obra maestra, la venganza sienta bien. Su padre terminó acompañándolos acrecentando las risas.
La fiesta de su cumpleaños fue muy especial, terminó bastante tarde. Se despidió de sus amigos, y su familia, la cual se reunía muy pocas veces al año. El mejor regalo que le pudieron hacer es verlos a todos juntos, esa suerte no la tenía siempre. Su amiga Zoey decidió quedarse a dormir con ella.
Salió del baño viendo a Zoey abriendo algunos regalos de los muchos que había en su habitación, la mayoría quedaron abajo.
–Bella, mira –dice emocionada.
–¿Qué es?
–Un peluche de oso –olió el oso para después suspirar–. ¿A que no sabes quién te lo regaló?
–Seguro es mi abuelita –respondió sonriendo. Zoey empezó a carcajearse–. ¿Qué es gracioso?
Se sentó en su cama junto a ella, tomando una nota que parecía abierta.
–¿Y esto?
–Léela, para que veas que siempre tengo la razón –se cruzó de brazos con esa expresión que solo ella tiene.
"No hay palabras que expresen lo que siento por ti. Me gustas, Bella. Me gustas mucho".
Frunció el ceño sin entender quién había escrito esa nota. Y suavizó el gesto al leer el nombre, era Felix. Hizo un mohín con los labios viendo a Zoey.
Rodó los ojos.
–Ok, sí. Tenías razón... –murmuró dejando la nota sobre la cama.
–Tienes loco a Felix desde hace mucho, y no te quieres dar cuenta. ¿No ves cómo te mira?
–Pero yo lo veo como un amigo –respondió con lástima–. No quiero hacerle daño, siempre ha sido un buen chico.
–A todos los ves como un amigo. ¿Por qué no te decides por uno?
–Hablas como si fueran objetos –inquirió arrugando la frente.
–Vamos, Bella. Tienes dieciocho años recién cumplidos, y todavía no has tenido novio.
–¿Y qué tiene? –preguntó inflando las mejillas.
–No digo que sea malo, pero tienes que disfrutar de esta etapa. Ya terminamos la secundaria, y es verano. ¿Y sabes qué significa?
Frunció el ceño.
–¿Qué cosa?
–Un primer amor.
–No me interesa nada de eso –respondió sinceramente.
–Yo también lo decía hasta conocer el amor y... –le guiñó un ojo antes de seguir–. Y el sexo.
–Shhh... –le tapó la boca señalando la pared–. Se oye todo con estas paredes de papel, Zoey. Al lado están mamá y papá.
–No tiene por qué ser un tema tabú. Al contrario, hay que hablarlo y estar informados –susurró.
–Cuando llegue el momento me informaré. Ahora no necesito saberlo.
–Yo si fuera tú me daría una oportunidad con Felix, él es muy guapo.
Pensó en lo que dijo, y se preguntó cómo es querer a alguien de esa manera. Era tan inexperta en el tema del amor para su edad, pero realmente el amor no tiene edad, eso decía su mamá. No conoció a nadie que haga nacer en ella un sentimiento distinto de la simpatía. ¿Será que existe? ¿O terminará como su tía Liliana? Ella siempre dice que el amor no existe, y está muy bien sola, con sus gatos.
Bella tomó su computadora, donde verían una película antes de dormir.
–¿Cuál prefieres, Zoey? –preguntó dudando entre dos–. Una trata sobre una mujer que pierde a sus hijos y debe encontrarlos mediante botones esparcidos.
–¿Botones?
Asintió viendo la confusión en el rostro de su amiga.
–Es muy ilógico.
–¿Por qué? No es imposible.
–Es súper imposible –rio tomando su teléfono al recibir un mensaje.
–Bueno, entonces la otra.
–Mmh... ¿De qué trata?
–De un hombre obsesionado por una mujer, y...
–Bella... –susurró emocionada dándole golpecitos en la pierna. Se levantó de sopetón.
–¿Qué pasó?
–Recibí una invitación del club Lady Night.
–¿Una invitación?
–Es un club recién inaugurado –tiró el teléfono a la cama quitándose el pijama–. Dicen que es espectacular. Tenemos que ir esta noche. ¡No podemos perder esta oportunidad!
–Tranquila, Zoey. ¡Estás eufórica! –exclamó sorprendida por la agitación de su amiga.
–No es para menos. El dueño es un multimillonario que posee todo tipo de clubs en el país. Ese lugar debe ser increíble, y súper lujoso.
Bella se levantó confundida.
–¿Pero cómo es eso de que recibiste una invitación? Yo nunca recibí ninguna.
–¿Cómo quieres que te inviten si no sales de estas cuatro paredes? Supongo que me la enviaron porque voy a varios, sabrán que asisto a ese tipo de lugares –recibió varios mensajes a la vez, y se abalanzó con agilidad para tomar su teléfono–. ¡Van a venir todos!
–¿Todos, quién?
–Petra, Fiona, Charles, Lucy, Edgar y... –la vio con mirada traviesa–. Felix.
–¿Felix también va a estar?
–¡Sí! Vamos, quítate ese pijama y ponte un vestido. ¡Vamos a disfrutar como nunca!
La observó como si estuviera enloqueciendo.
–Zoey, no puedo ir.
–¿Por qué? Ya tienes dieciocho, te van a dejar entrar.
–No es eso, mis papás...
–Ellos te dejarán ir, si les aseguramos que es un sitio seguro y estaremos todos juntos. Si quieres hablo yo con ellos. Ya verás que los convenzo en un santiamén.
Bella se quedó callada al no encontrar argumentos. Su amiga era tan testaruda, no la iba a dejar en paz hasta que consiguiera llevarla ahí.
Resopló cubriéndose con la cobija.
–¡No quiero ir! ¡Punto! ¡Es mi última palabra!
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–Bella... –oyó la dulce voz de su terca amiga.
–Ni me hables.
–Vamos... –la abrazó con entusiasmo haciéndola detenerse–. Hago esto por tu bien. ¿Dónde viste a una cumpleañera de dieciocho pasar su día en pijama y viendo películas? No puedo permitirlo, es una ofensa para mi código juvenil.
Siguió caminando, dejándola atrás.
–Pues tu código juvenil no va conmigo.
–Espera a llegar, y verás. Te darás cuenta de lo fascinante que son esos lugares nocturnos. No tienes idea, cuando bailes al mismo ritmo que todas las personas a tu alrededor vas a cambiar de opinión –le hizo una demostración dando varias vueltas que le sacó una sonrisa.
La reprimió cruzándose de brazos.
–Eso parece más ballet.
–No soy la mejor bailando, pero sí pasándola bien.
–Si tú lo dices.
–Sólo dedícate a relajarte, despejar tu mente y disfrutar. Bella, sólo te pido que te diviertas como una joven de tu edad.
Suspiró analizando su comentario, quizá Zoey tenga toda la razón y no estaba viviendo como debería hacerlo. Privándose de crear más recuerdos hermosos, saliendo de su zona de confort. Pues cómo podía decir que no le gustaba algo, sin haberlo probado antes.
Pero quién dice que una persona está obligada a vivir experimentando cosas nuevas a una edad u otra. Pues, ¿no deberíamos seguir nuestro corazón e instinto? Eso dice su papá siempre. Jamás puedes obligar a nadie a cambiar, cada quien es como quiere ser, y actúa como quiere actuar. Pensó rememorando sus palabras.
Pensó en ello de camino al club nocturno que tenía a su amiga saltando de la emoción. Tal vez, debía relajarse como decía, y disfrutar. Simplemente disfrutar.
Había una cola interminable de personas, prácticamente ocupaban parte de la carretera. Después de una espera tediosa, los dos hombres enormes que estaban parados como estatuas en la puerta las revisaron de arriba abajo. Bella no pudo evitar sentirse incómoda; ¿de verdad hacía falta ver a alguien tan detalladamente? Ni que les hicieran una radiografía.
—Ella no puede entrar —dijo uno, refiriéndose a Bella.
—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó Zoey.
—Es menor de edad.
—Soy mayor de edad, cumplí dieciocho justo hoy —explicó Bella, intranquila.
Después de casi media hora esperando, ¿no la dejarían entrar? Definitivamente se enojaría, y mucho.
—A otro con ese cuento —respondió el guardia.
—Le aseguro que no le miento, señor.
—¿Señor? —se carcajeó el otro sin ninguna privación.
¿Se estaban burlando de ella?
—¿De qué se ríen? —los vio frunciendo el ceño—. Me equivoqué y son señoras, ¿o qué?
Observó el cambio radical en sus expresiones. Vaya que sí se ofendieron.
—Bella... —notó el pellizco en su brazo—. ¡No nos dejarán entrar ahora! —susurró regañándola.
—Circulen, las dos. Están obstruyendo la entrada —les ordenó uno de los guardias.
Bella se aguantó las ganas de decirle a ese tipo cuatro cosas bien dichas. Las estaba tratando como una molestia.
—Podemos mostrarles la identificación —dijo Zoey.
—¿No oíste? Las dos, fuera.
—Vamos —tiró de su brazo, pero no se movió—. Zoey, vámonos de aquí. Por favor, hazme caso.
Intentó persuadirla, pero ella siguió hablando con el hombre sobre enseñar la identificación. El otro guardia atendió el teléfono y se alejó unos pasos hacia la izquierda, mientras su compañero seguía tratándolas con fastidio. Bella quería irse, empezaba a agobiarse por las quejas de los demás clientes pidiendo que fueran rápidos.
El guardia que estaba al teléfono volvió y le dijo algo al que estaba con ellas, que Bella no logró oír bien. De repente, parecían asustados, o al menos eso le pareció. No lo sabía, pero su trato cambió por completo.
—Adelante. Pueden pasar cuando quieran —dijo, mirando a Bella como si fuera una especie de bicho raro.
Antes de que pudiera decir nada, su amiga la tomó de la mano y la llevó a la entrada. Bella seguía confundida y sus ideas se nublaban aún más por la música a todo volumen y la multitud de gente. No estaba acostumbrada a estar rodeada de tanta gente. Caminaron entre las personas, mejor dicho, Bella seguía a Zoey porque estaba completamente perdida.
—Zoey —la llamó, pero no la oía—. ¡Zoey! —terminó presionando su mano con fuerza para que se diera cuenta.
—¿Qué pasa? —preguntó a todo pulmón.
—¿A dónde vamos?
—¡Estoy buscando a los chicos! —Caminaron unos segundos más y parecía que los habían encontrado—. ¡Ahí están!
Los alcanzaron, al menos a Lucy, Fiona y Félix. Estaban situados en la barra, tomando algo mientras bailaban al ritmo de la música.
—¡Miren quiénes vinieron! —exclamó Lucy.
Fiona y Félix las miraron sonriendo. No era difícil notar la emoción en la mirada de Félix. Ahora que Bella había leído su carta, no sabía cómo actuar con él. Por nada del mundo quería hacerlo sentir mal, pero no lo veía de la misma manera. ¿Por qué tenía que ser tan difícil?
Al final, Zoey terminó yéndose con los demás a la pista, donde había mucho más ruido y las luces eran más potentes. La invitaron a ir, pero Bella prefirió quedarse un poco apartada con el jugo de frutas que se pidió. Nunca antes había probado alcohol, y no deseaba hacerlo en ese lugar. Intentaba dejarse llevar por la música, pero estar acompañada de Félix la ponía nerviosa. Él prefirió quedarse también, y parecía querer decirle algo, pero no estaba segura.
Notó que se acercaba más a ella, deslizando su brazo por la barra en la que ella se apoyaba.
—¿Te la estás pasando bien? —arrimó su rostro; era la única forma de oírlo.
—Sí. Es diferente a lo que acostumbro —sonrió, dando un sorbo a su vaso.
—Siempre la primera vez es rara.
Sintió que se acercaba aún más. Carraspeó incómoda, agradeciendo por una vez la música alta, porque no se oyó. En un intento de distraerse, deslizó la mirada por el lugar y terminó fijándose en la segunda planta, donde no había tanta gente.
—¿Ese lugar qué es? —preguntó con curiosidad.
—Es la zona VIP. Sólo se puede entrar con una tarjeta dorada.
Emitió un sonido de sorpresa. Instantes después cerró los ojos al sentir un escalofrío. No era por el frío, que no hacía. Por alguna razón se sentía observada. ¿Estaba alucinando?
—¿No quieres otra cosa para tomar?
—Estoy bien, gracias.
—Bella... —se sobresaltó al oírlo tan cerca de su oído—. ¿Revisaste mi regalo?
Tragó saliva con discreción.
—No me dio tiempo, pero en cuanto llegue a casa lo hago —sonrió, intentando disimular su incomodidad.
—Quiero decirte algo —susurró otra vez en su oído, pero esta vez arrimó su cuerpo.
Sin saber cómo actuar, salió de lo que empezaba a ser un hueco sin salida. Él la vio sorprendido.
—Necesito ir al baño un momento. Ahora vuelvo.
Félix sonrió asintiendo.
—¿Te acompaño? —ella lo vio confundida y él pareció darse cuenta de inmediato—. No conoces el lugar. Te puedes perder.
No sabía cómo interpretar su nuevo comportamiento. Era evidente su entusiasmo por interesarle, y eso la incomodaba mucho. Sentía que su amigo ya no era el mismo, como si la confianza que tenían de años atrás desapareciera de repente, y eso la entristecía.
—Puedo buscarlo —le dedicó una sonrisa forzada, intentando que saliera lo más natural posible.
Realmente quería irse de ese lugar; no encajaba para nada, y se notaba a kilómetros. El lugar era inmensamente grande y exuberante, emanaba estilo, más bien dinero, pues era lujoso por donde mirara. La gente estaba viva, literalmente; bailaban al son de la música, otras tomaban algo sin perder el ritmo. Todos estaban vestidos de forma muy reveladora, gritando sin necesidad de hablar que venían a la inauguración de un gran club. Y definitivamente ella, con su vestido blanco con estampado de flores hasta las rodillas, no decía lo mismo.
Se abrió paso con gran dificultad entre la multitud. Empezaba a pensar que toda la ciudad estaba ahí metida. ¿Nadie tenía otro plan esa noche? Bueno, sí: ella, viendo una película. Resopló como un toro embravecido, claro, sin que nadie lo oyera.
¿Dónde demonios estaba el baño? Cuando divisó el emoticono en la puerta al fondo de la pista, se encaminó con rapidez. Estuvo a punto de entrar cuando el guardia que estaba parado la detuvo.
—Está cerrado.
Le costó oírlo con claridad. Frunció el ceño.
—Necesito entrar un momento.
—Estará abierto en una hora.
—¿Una hora? ¿Por qué no ahora?
Por la expresión impaciente del guardia supo que no contestaría ninguna pregunta más. Resopló de nuevo, pero esta vez sí se logró oír, aunque la música estaba un poco más baja. El hombre le echó una ojeada. Bella frunció el ceño, ¿qué tanto la miraba? Antes de preguntar cualquier cosa, su teléfono vibró. Era Zoey.
—Bella, ¿dónde estás? —A pesar de que gritaba a todo volumen, casi no escuchaba nada. Parecía angustiada, seguramente sofocada por bailar y gritar.
—Estoy en... —La llamada se cortó sin previo aviso.
—¿Se cortó? —se preguntó, volviendo a llamar. Una vez contestó, empezó a gritar para que la oyera—. En los baños, Zoey. Vine un momento.
Otra vez la llamada se descolgó.
Su teléfono volvió a vibrar, esta vez con un mensaje.
—Bella, estoy fuera. Me llamó tu mamá, nos mandó decir que pasó algo en tu casa.
Entreabrió los labios para tomar aire, ¿pasó algo malo con sus papás? Con rapidez revisó el chat de su mamá, pero no encontró ningún mensaje. ¿Por qué no le habló ella misma? A Zoey también enviaba mensajes, pero siempre que quería decir algo lo hacía directamente con ella. Sin esperar tecleó con nerviosismo.
—Mamá, Zoey me dijo que pasó algo. ¿Está todo bien? —Pulsó para mandar, pero un pequeño emoticono de una exclamación le comunicaba que no tenía cobertura.
Se abrió paso con apremio hacia la salida, tratando de avanzar más rápido y mezclarse con la creciente multitud que parecía duplicarse a cada segundo. En medio del caos, un chico derramó accidentalmente su bebida sobre ella. Un grito ahogado escapó de sus labios: el líquido estaba helado. Giró indignada para fulminarlo con la mirada, murmurando insultos entre dientes, pero él ni siquiera pareció notarlo. ¿Estaría tan absorto en esa endemoniada música que no se había dado cuenta de que su vaso ahora estaba vacío?
Sin mucho más que hacer, y aún empapada, retomó su camino. Cada paso se sentía como parte de una misión imposible.
Al fin logró cruzar la puerta y aspirar una bocanada de aire fresco. Lo primero que hizo fue revisar su teléfono. ¿Qué demonios pasaba? Una de las cosas que más adoraba de su dispositivo era su potencia: incluso en medio del bosque encontraba señal. ¿Y ahora, en plena ciudad, no?
Suspiró con frustración mientras recorría el lugar con la mirada. ¿Dónde estaba Zoey? Esperó varios minutos cerca de la entrada del local, pero ella nunca apareció. Desconcertada, se acercó a los dos tipos que había visto al principio. El más alto fue el primero en notar su presencia. Volvía a mirarla como si fuera un espécimen extraño, aunque en ese momento, eso era lo que menos le importaba.
—Disculpa, ¿viste a mi amiga?
—¿Tu amiga?
—Sí, la chica que se encontraba conmigo. Con la que entré —insistió.
—Ni idea.
—¿Seguro? ¿No me estaba esperando fuera?
El otro le dijo algo al oído, y este la miró mucho más fijamente.
—Estuvo aquí.
—¿Se fue? ¿La viste irse? —preguntó preocupada.
Sin prestarle mucha más atención siguió con su trabajo. ¿Aquí las personas no tenían educación? ¿Tan difícil era contestar unas cuantas preguntas? Su teléfono vibró con otro mensaje. Si no tenía cobertura, ¿cómo podía recibir mensajes?
—Bella, estoy en la puerta trasera. Ahí era imposible hablar con tu mamá por el ruido.
¿Puerta trasera? Caminó sin tener muy claro dónde se encontraba, simplemente rodeó todo el lugar intentando ver a Zoey. Cuando llegó al que parecía el sitio, tampoco había nadie, solo una calle completamente desierta. Un escalofrío la recorrió de sopetón haciéndola estremecerse. Ese lugar la asustaba, no quería estar ahí.
—¿Zoey? —preguntó alzando un poco la voz. Su tono era tembloroso.
Volvió a revisar el mensaje en su teléfono, aferrándose a esa pequeña luz como si fuera un ancla en medio de la oscuridad. La pantalla parpadeaba débilmente, apenas iluminando su rostro. El silencio de la noche era tan denso que podía oír su propia respiración.
Entonces, algo más rompió la quietud.
Unos faros se encendieron a lo lejos, cortando la oscuridad como cuchillas. Una furgoneta negra avanzaba hacia ella a paso firme, sin titubeos, como si supiera exactamente a quién buscaba. Se hizo a un lado con rapidez, subiendo a la acera mientras el móvil seguía sin señal.
El vehículo frenó con violencia frente a ella, levantando una ráfaga de polvo y grava.
Antes de que pudiera retroceder, las puertas se abrieron al unísono. Dos hombres bajaron con movimientos precisos, como entrenados para intimidar. Eran altos, corpulentos, vestidos completamente de negro. Sus rostros eran duros, inexpresivos, con una frialdad que helaba la sangre. Ni una palabra, ni un gesto innecesario. Solo sus miradas, fijas en ella, como si fuera una presa.
Uno tenía la mandíbula apretada, y una cicatriz que cruzaba su ceja izquierda. Ninguno necesitaba hablar para dejar claro que no estaban ahí para escoltarla gentilmente.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó aterrada.
Sus piernas se negaban a moverse. El miedo las había convertido en columnas de piedra. Un zumbido sordo le invadía los oídos, como si el mundo entero se alejara de golpe. Pero no podía quedarse ahí. No podía.
Con un chispazo de instinto, giró sobre sus talones y echó a correr sin mirar atrás. O al menos lo intentó. Una mano brutal le atrapó el brazo con una fuerza que no parecía humana. El tirón fue tan brusco que sintió cómo su hombro crujía. Soltó un alarido, más de rabia que de dolor, y con un movimiento desesperado levantó la rodilla y lo golpeó en la ingle.
El hombre gruñó como una bestia herida, retrocediendo con una maldición entre dientes.
Ella aprovechó el instante y forcejeó, pero apenas había dado dos pasos cuando el segundo la interceptó. Le sujetó ambos brazos por detrás, aprisionándola contra su pecho como un grillete humano. Luchó con todo lo que tenía: se debatió, se arqueó, intentó pisarle los pies, arañarle las manos… Pero él la inmovilizaba con una facilidad escalofriante.
De reojo vio al primero reincorporarse, la rabia marcada en su rostro como un tajo. Con una calma siniestra, sacó algo del bolsillo interior de su chaqueta. Un frasco pequeño. Vertió su contenido en un pañuelo blanco que sacó con la otra mano, empapándolo hasta que comenzó a gotear.
Ella lo vio acercarse y gritó. No palabras, solo un chillido agudo y desesperado que desgarró la noche. Nadie respondió. Ninguna ventana se iluminó. Ninguna puerta se abrió.
—¡NO! —bramó, rompiéndose la garganta, pero el grito se ahogó en un sollozo.
Intentó lanzar la cabeza hacia atrás, golpear al que la sujetaba, pero él simplemente la inmovilizó, enroscando un brazo alrededor de su cuello. El otro ya estaba encima. Le tomó el rostro con una violencia mecánica, como si no la viera como una persona.
Ella giró la cara una y otra vez, esquivando el pañuelo que bajaba como una sombra lenta.
—¡Basta, suéltenme! ¡Por favor, no! —lloró, ahogada entre jadeos.
Pero entonces él hizo lo impensable: le tiró del cabello con brutalidad, obligándola a alzar el rostro. Con su otra mano, le presionó el pañuelo contra la nariz y la boca.
El olor la golpeó de inmediato. Químico. Dulzón. Siniestro. Como algo sacado de un laboratorio.
Pataleó. Arañó el aire. Movió la cabeza, tratando de apartarse, pero la presión no cedía. El primer segundo fue resistencia. El segundo, debilidad. Para el tercero, sus extremidades ya no le respondían. Sentía las piernas como si se hubieran disuelto en arena.
Todo se volvió borroso. Luces. Sombras. Siluetas moviéndose como en un sueño roto.
El pulso le retumbaba en la sien, cada latido más lejano que el anterior. Su cuerpo se rindió antes que su mente. Lo último que vio fue el rostro del hombre frente a ella: impasible. Frío. Profesional. Como si simplemente estuviera haciendo su trabajo.
Sus ojos se cerraron, y el mundo cayó con ellos.
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La oscuridad era lo único que le quedaba, un manto denso que le envolvía la mente y el cuerpo, apagando sus sentidos a medias. Bella apretó los ojos, pesados y pegajosos, sintiendo un dolor punzante que se clavaba en un costado de su cabeza. La humedad la empapaba, y el frío se filtraba por la ropa pegada a su piel temblorosa. Con esfuerzo, entrecerró la mirada y reconoció el suelo bajo ella: la tierra húmeda y las hojas secas del jardín de su casa.
Un eco quebrado, una voz interna que se negaba a callar, le susurró con cruel claridad: Te han secuestrado, Bella. Dos hombres te metieron a una furgoneta sin que pudieras evitarlo.
Apoyó el antebrazo en el suelo áspero para incorporarse, soltando un gemido lastimero con cada movimiento. Sentía como si sus huesos estuvieran hechos de cristal, frágiles y astillados. Cada respiración era un intento de domar el ardor que le quemaba en el pecho. ¿Qué le habían hecho? ¿Cómo había terminado ahí? No había memoria clara, solo fragmentos rotos que la confundían y aterraban.
Las preguntas se amontonaban, un torbellino insoportable: ¿Quién me hizo esto? ¿Por qué a mí? ¿Se habrán equivocado de persona? ¿Por qué estoy en casa?
Con un impulso desesperado, se incorporó arrastrando los pies pesadamente hacia la puerta de la cocina, que estaba abierta, algo inusual. Su madre siempre la cerraba con llave por la noche. El aire helado la atravesaba, calando hasta los huesos.
—¡Mamá! —llamó con voz quebrada, sintiendo las lágrimas aflorar, ardientes y amargas—. ¡Papá! —su grito rompió el silencio, lleno de miedo y esperanza al mismo tiempo.
Se llevó las manos a la boca, sollozando, y sus piernas cedieron bajo ella, desplomándose contra el frío mármol del suelo.
El silencio respondió. Nadie contestó. Nadie acudió.
—¿Hay alguien? —susurró casi sin voz, el eco de su voz la hizo estremecer—. ¡Necesito ayuda! Por favor… —golpeó la cabeza contra el suelo, sintiendo un vértigo amenazante—. Que alguien me escuche... Que alguien me ayude…
Una pesadez infinita comenzó a envolverla, como un torbellino invisible que la arrastraba hacia la nada, una fuerza que quería silenciarla para siempre.
Bella...
Una voz familiar, cálida y urgente, la mantuvo suspendida entre el sueño y la vigilia.
—¿Mamá, eres tú? —preguntó, apenas un susurro roto, aferrándose a ese hilo de esperanza.
—Bella, hija. Despierta. No te duermas.
—Mamá… No puedo.
—Tienes que hacerlo. Levántate. Ahora.
Bella abrió los ojos de golpe, la adrenalina bombeando furiosa en sus venas, como un tambor inquieto que no la dejaba en paz. Con la visión aún nublada y el pulso acelerado, se incorporó a tientas, aferrándose a lo primero que encontró: unas sábanas suaves que se deslizaron entre sus dedos temblorosos. Estaba en una cama, pero nada más le resultaba familiar.
Parpadeó varias veces, intentando aclarar la niebla que oscurecía su mirada. Cerró los ojos un instante, girando lentamente la cabeza, buscando conectar con sus otros sentidos, sin rumbo fijo, solo con la necesidad urgente de espantar el mareo que le hacía tambalear el equilibrio y la somnolencia que amenazaba con arrastrarla de nuevo.
El silencio era absoluto, pesado como un muro invisible que comprimía el aire a su alrededor. Su respiración, entrecortada y errática, resonaba en esa quietud desconocida, casi demasiado intensa para no quebrar la calma. Cada músculo se tensó, alerta ante cualquier señal, mientras su mente luchaba por descifrar el lugar en el que había caído. ¿Dónde estaba? Nada en esa habitación le era familiar; todo parecía extraño, extraño y ajeno.
—Ya estás despierta —dijo una voz femenina. Un matiz de entusiasmo vibró en su voz.
Bella giró la cabeza a la derecha, viendo una forma uniforme y borrosa. Parpadeó varias veces, su vista se aclaraba, dejando ver a una mujer joven, mayor que ella, pero no sobrepasaba los treinta, con un rostro atractivo y natural. Su cabello castaño caía liso hasta los hombros, y sus ojos marrones eran cálidos y atentos. Unas pecas suaves adornaban sus mejillas, dándole un aire dulce.
La veía expectante desde el umbral de una puerta.
—¿Q-quién eres? —tartamudeó asustada, apretando más las sábanas en sus manos.
—Arianna —dijo con una sonrisa genuina, con una amabilidad que la sorprendió—. Mi nombre es Arianna. Tú eres Bella, ¿verdad?
Se tensó, tragando saliva.
—¿Cómo... lo sabes?
—Aquí todos saben quién eres, cielo.
Su respuesta solo la intranquilizó aún más.
Se incorporó lentamente, recargando la espalda contra el amplio cabecero tapizado en cuero color crema de la cama, que cubría gran parte de la pared. La cama en la que yacía no solo era enorme; sino que también tenía algo hipnótico en su comodidad, el colchón era denso pero envolvente. Entre sus dedos, las sábanas se sentían frescas, con una suavidad casi sedosa y un aroma leve a jazmín recién abierto.
Alzó la mirada y dejó que sus ojos recorrieran el lugar con mayor atención. La habitación era espaciosa, diseñada con una precisión casi clínica, pero sin perder calidez. Las paredes eran de un blanco níveo con un sutil matiz dorado que solo se revelaba con el roce de la luz matinal. En el aire flotaba una fragancia floral suave y costosa, que la llevó a notar el jarrón de cristal tallado sobre la elegante mesilla flotante a su lado. Las flores —frescas, variadas y dispuestas con un gusto impecable— acompañaban un vaso de jugo de naranja sobre una bandeja de mármol blanco.
El suelo era de madera clara, pulida con tanto esmero que reflejaba el brillo natural que se colaba por las cortinas abiertas. A unos metros, un ventanal enorme —compuesto por dos paneles corredizos de vidrio grueso— permitía ver el perfil de lo que parecía ser un interminable jardín. A un costado del ventanal, un par de gruesas cortinas de terciopelo gris estaban recogidas con sujetadores dorados.
Dos puertas blancas, perfectamente integradas en el diseño de la pared, se levantaban a ambos lados de la estancia, con manillas metálicas de acabado mate. Aunque iguales a simple vista, ocultaban destinos distintos.
Frente a la cama, un área de descanso con dos sillones de diseño minimalista y tapicería de lino claro se encontraba ordenada alrededor de una mesita de café con tapa de mármol y patas delgadas de acero. Todo brillaba por su limpieza, por su perfección, como si la habitación misma hubiera sido pensada no para vivir en ella, sino para impresionar.
Cerró los ojos un instante, permitiendo que la luz templada del sol acariciara su rostro, casi como un susurro reconfortante. Luego, los abrió nuevamente y bajó la mirada a su ropa: una blusa blanca de tirantes y unos vaqueros, limpios, perfectamente doblados sobre su cuerpo como si alguien se hubiera encargado con esmero de vestirla.
Y entonces miró, con recelo, a la mujer frente a ella. A pesar de todo ese confort, su pecho aún temblaba con el desconcierto.
—No te asustes. Fui yo quien cambió tu ropa. La tuya estaba manchada. Espero no te moleste.
—¿Por qué me han traído aquí? Yo no hice nada malo, lo juro —dijo suplicante.
—Lo sé, cariño. Tú eres buena.
—Arianna, ¿verdad? —preguntó, soltando las sábanas, levantándose con lentitud. Su cuerpo dolía.
—Sí, así me llamó —respondió con la misma sonrisa cálida.
—¿Por qué me han traído aquí? Dos tipos me obligaron a subir a... —Se sujetó al pie de la cama. Agitó la cabeza con la esperanza de deshacer ese mareo.
—¿Te sientes bien? —la mujer se acercó a ella con rapidez, posando la mano en su hombro—. Ven, siéntate. Son los efectos secundarios de esa cosa fea que te hicieron oler. —Bella la miró con desconfianza, ella pareció notarlo—. Lo sé, porque pasé por lo mismo.
Entreabrió los labios en sorpresa.
—¿A ti también te tienen secuestrada aquí?
Rio, llevando con suavidad la mano a su rostro.
—Eres muy inocente, cielo —acarició cálidamente su mejilla, viéndola con estima—. Y tan hermosa. Ahora lo entiendo.
—¿Qué cosa?
—El motivo por el que estás aquí, ahora.
—¿Por qué? ¿Por qué me trajeron aquí? Quiero irme. Ayúdame, te lo suplico.
La mujer parecía insatisfecha por un segundo.
—¿No te gustó cómo decoré la recámara?
—No es eso.
—Es porque te trajeron aquí a la fuerza. Estás confundida, asustada y mareada —estiró sus labios pintados sutilmente de rosa, los cuales hacían contraste con sus ojos marrones.
La mujer era muy bonita. Y así de cerca se veía mucho más joven, no parecía llevarle ni seis años.
—¿Tú eres la dueña de... este lugar?
—No, pero vivo aquí.
—¿Quién me trajo? Esos hombres. ¿Alguien los envió?
Asintió. Acunó su rostro, llevando un mechón de cabello tras su oreja. Suspiró, tranquilizándose. Su mamá la acariciaba así, hasta quedar dormida.
Se sentía protegida.
—Eres muy lista.
—¿Acerté?
—Sí —la vio fijamente—. William Stone.
Oírla la obligó a fruncir el ceño.
—Yo... no lo conozco —dijo confusa—. ¿Por qué mandaría a esos hombres para traerme aquí? ¿Él sí me conoce?
—Conoce todo de ti, Bella.
—¿C-cómo? Yo nunca antes oí ese nombre. ¿Es un psicópata o algo parecido? ¿Me estuvo siguiendo? ¿Por eso me mandó secuestrar? —preguntó alterada.
Arianna rio, esta vez con ganas. Eso solo la confundió mucho más.
—Cielo, tienes una imaginación increíble.
—¿No es así?
—Tampoco puedo decir que no sea así —dijo risueña.
—¿Entonces sí es uno de esos maniáticos, esos que salen en las películas?
—Más bien... es difícil.
—¿Difícil? ¿Por qué?
—Porque no es una persona común.
Bella tragó saliva.
—Quiero irme, Arianna. Ayúdame, por favor —suplicó, sintiendo la humedad en sus ojos—. Dime que sí lo harás. Te lo ruego. Mis papás estarán preocupados.
—No puedo hacer eso —dijo con pesar.
—¿Por qué no? —Hizo un mohín con los labios, reprimiendo el llanto.
—Sé que ahora será difícil, cariño. Ahora no me entenderás. Y querrás irte con tus papás, tu familia. Pero lo más seguro para ti es estar aquí.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Me han secuestrado! —se levantó, alejándose de ella—. Quiero irme. —Corrió hacia la puerta, la cual estaba cerrada—. Abre la puerta, Arianna. ¡He dicho que abras! —exclamó.
—Bella, escúchame. Estás teniendo un ataque de pánico. Yo no te haré daño. Solo quiero tu bien.
Cruzó toda la habitación corriendo hasta el ventanal, abriendo una de las puertas. Se detuvo en seco en el umbral, completamente sorprendida, observando las impresionantes vistas. Parecían estar alejados de la ciudad, muy apartados. Todo estaba rodeado de verde, abajo una enorme y espectacular piscina, alrededor un jardín de una longitud considerable.
Estaba muy alto, era el segundo o tercer piso. Saltar desde ahí era una acción suicida.
Inhaló aire, perdiendo cualquier esperanza posible. Giró sobre sus talones, doblemente alterada.
—Bella.
La interrumpió, armándose de valor.
—Quiero hablar con él.
—¿Con William?
—Sí, con él. ¿Fue él quien me mandó traer, no? Quiero que dé la cara. ¿O solo sabe enviar a gente para secuestrar mujeres?
Arianna sonrió.
—Presiento que me divertiré mucho a partir de ahora —se levantó de la cama, en la cual se había sentado mientras ella corría de un lado a otro—. No te preocupes. Yo le transmito el mensaje.
Bella asintió con ansiedad.
—Por favor, pídele que venga rápido. Él se dará cuenta de que se equivocó de persona. Así me dejará ir —suspiró, convenciéndose de sus palabras.
—Ven, siéntate. Y espera aquí —la tomó de las manos, haciéndola sentar—. Túmbate un poco, ¿vale? Sigues mareada.
Le soltó las manos, caminando hacia la puerta.
—Arianna.
—¿Sí?
—Lo siento... por gritarte. Esta situación me asusta mucho.
Sonrió ampliamente.
—Lo sé, cielo. No pienses en ello.
La vio sacar una llave y abrir la puerta con un giro preciso. Escuchó el clic de la cerradura, y luego, el sonido firme de la puerta cerrándose de nuevo.
Bella se abrazó a sí misma con fuerza, como si sus propios brazos pudieran protegerla de una realidad que aún no lograba comprender. Se recostó lentamente sobre las sábanas suaves, que de pronto le parecieron ajenas, frías, como si pertenecieran a otra vida. Llevó una mano temblorosa a su boca, intentando contener el sollozo que ya se abría paso por su garganta. No lo logró. El llanto brotó de ella en un susurro ahogado, tembloroso, que sacudió sus hombros mientras cerraba los ojos con desesperación.
Quería despertar. Con todas sus fuerzas deseaba que aquello no fuera más que un sueño retorcido, uno de esos que dejan un nudo en el pecho pero desaparecen con la luz del día. Quería levantarse de su cama —de su verdadera cama—, caminar descalza hasta la cocina, calentarse un vaso de chocolate y volver a acurrucarse entre sus cobijas hasta que el miedo se disipara.
Pero no estaba en su casa. No era su cama. Nada tenía sentido.
El silencio a su alrededor era demasiado pulcro, demasiado ajeno. Todo parecía perfecto, pero esa perfección era justo lo que la llenaba de miedo. ¿Dónde estaba? ¿Quién la había llevado allí? ¿Por qué? Las preguntas se amontonaban en su mente como golpes, sin darle espacio a respirar. Apretó los ojos más fuerte, esperando —suplicando— que al abrirlos todo se desvaneciera.
William apagó la pantalla y dejó caer el mando con fuerza sobre la mesa. Había visto todo. Tensó la mandíbula mientras apretaba los puños. ¿Así que su pequeña quería verlo?
Claro que lo vería.
Gruñó, echando la cabeza hacia atrás en su sillón de cuero. Luchaba contra el impulso de levantarse, cruzar esa puerta y tomarla… sin restricciones, sin pausas. Como había deseado hacerlo durante los últimos cuatro años. Día tras día.
Tal vez para el mundo fuera un enfermo. Tal vez lo era. Por desear a una criatura como ella: pura, intacta, tan ajena a la podredumbre de la que él formaba parte. Una perla blanca, brillante… y tentadora.
Un monstruo. Eso era. Uno que no podía dejar de imaginar lo que sería mancharla. De tenerla. De hacerla suya hasta que no quedara rastro de inocencia.
Y aun así… su instinto más primitivo exigía protegerla. Alejarla del peligro. Incluso de sí mismo, si era necesario.
La primera vez que la vio, fue a través de la mira de su rifle. Su maldita perdición. Bastó un pequeño aumento para verla de cerca, aunque estuviera a una distancia segura. Cerca… pero inalcanzable.
Frente a él, estaba una criatura demasiado frágil para ese mundo. Su piel, blanca como leche recién vertida, parecía no haber tocado nunca el sol. El cabello negro, largo y liso, caía sobre sus hombros como una sombra suave, enmarcando un rostro pequeño de líneas delicadas. Y los ojos… un par de gemas verde esmeralda, amplios, incapaces de mentir. Había algo en ella que desentonaba con el escenario: dulzura, inocencia, y una belleza callada que no buscaba llamar la atención, pero lo hacía sin esfuerzo.
Y lo supo. No necesitó más que una fracción de segundo a través del visor para entenderlo. Ella no pertenecía allí. No era solo diferente: era una grieta luminosa en medio del barro. Un error de universo. Demasiado blanca, demasiado limpia, demasiado intacta. Como un ángel que había caído en la zona equivocada del infierno. Y algo en él —algo que odiaba reconocer— se tensó al verla.
No fue deseo. No fue ternura. Fue una obsesión fría, silenciosa, irracional. La clase de obsesión que se mete bajo la piel sin pedir permiso. Esa día debía matarla, pero no apretó el gatillo. Porque ella no tenía idea del lugar en el que estaba. Caminaba como si el mundo aún tuviera salvación.
Era pura. Demasiado pura. Y él… demasiado oscuro. La simple visión de ella lo irritó. Lo descolocó. Porque cada centímetro de su cuerpo parecía gritar que no pertenecía al mundo que él controlaba. Y aun así, no pudo dejar de mirarla.
Y desde entonces, no dejó de hacerlo.
Sólo debía apretar el gatillo dos centímetros. Solo eso. Y la tendría muerta, desangrándose a los pies de su padre. Habría sido el comienzo perfecto para la venganza que tanto tiempo había planeado.
James, su hermano, insistía por el auricular. «Hazlo ya», repetía. El momento era perfecto. La ejecución limpia. Justa.
Y sin embargo… no disparó.
Se quedó ahí. Mirándola. Observando cómo le sonreía al mismo hombre que él más odiaba. Tendría que haberla despreciado también. Debería haber apretado el gatillo.
Pero no lo hizo.
Fue su punto débil.
Su obsesión.
Era suya.
Solo suya.
La puerta del despacho se abrió. James entró, su presencia cargada de rabia. No necesitaba hablar; su ira era evidente.
—¿La has traído? —preguntó William con la mirada fija en él.
—Sí. La he traído.
James se pasó una mano por el cabello, desordenando su peinado impecable. Luego caminó hacia la mesa, se desabrochó el primer botón de la camisa y se sirvió un whisky. Lo bebió de un solo trago, sin decir nada más.
Luego de unos segundos, siguió hablando.
—William, ¿qué dijimos? Quedamos en que la traerías solo cuando todo terminara. Cuando nuestro plan estuviera cerrado, entonces podrías traerla. Sabes que su presencia aquí es un cebo. No tardarán ni tres días en darnos caza. Y si eso pasa, arriesgarás a toda la familia. Solo por tu maldita obsesión con esa niña.
—No es obsesión —respondió, cortante.
James lo miró con incredulidad.
—¿Y qué es entonces? Estuviste cuatro años tras ella, investigando cada movimiento, cada detalle. Por ella hemos estado estancados, atrapados en una pausa absurda.
Se levantó, exhalando con desdén.
—¿Y por qué crees que la he traído?
—Haz los honores —dijo James con ironía, acercándose.
—Alejándola de él, nadie podrá interferir en lo que viene —aseguró William.
—Hermano, es la hija de Frederick Jackson, el bastardo que nos destruyó. ¿De verdad crees que después de lo que harás ella se rendirá ante ti? La sangre no perdona. Ella querrá venganza. Y tú la metes aquí, en nuestra casa. ¿Quieres vivir con esa bomba de tiempo?
William resopló, la ira contenida como un animal enjaulado. Tomó el mando y encendió la pantalla. Los sollozos de Bella llenaron el cuarto. Se veía diminuta, encogida, y su lado más oscuro deseaba hacerla llorar, pero por razones muy distintas.
—¿Crees que ella nos hará daño? —preguntó con voz helada, apagando la pantalla—. No es como su padre.
James suspiró, cansado.
—¿Qué vas a hacer con ella? ¿Encadenarla? ¿Usarla? ¿Cuál es tu maldito plan?
William apretó la mandíbula, sin necesidad de palabras. El amor era un veneno para los débiles, una mentira que él nunca creería. Era un asesino, un frío y calculador depredador que no se arrodillaba ante nada ni nadie.
«Por ella no apreté el gatillo», le recordó su mente, esa maldita verdad que quemaba. Que ella fuera su punto débil era un tormento. Tener algo que perder era la peor de las debilidades.
La tomaría, la poseería, hasta saciar ese deseo enfermizo. Solo entonces podría convencerse de que nada más existe para él.
—Será mía.
—¿Te casarás con ella?
—No.
—Las reglas son claras. Si no te casas con ella, cualquiera puede matarla.
William se pasó la mano por el cabello con impaciencia.
Maldita sea.
—El tío, mamá y Ximena llegan en unos días. No aceptarán esto. Y no dudo que quieran hacerla desaparecer. Ya sabes cómo es mamá. No tendrá piedad. No es como yo.
—Esa mujer no tiene cabida en este entierro —dijo con desprecio, tomando su saco y dirigiéndose a la puerta.
—Hermano —lo llamó James—. ¿La vas a dejar encerrada en esa habitación? Pensé que no tardarías en ir, junto a ella.
—Tengo asuntos que atender. El trabajo no se hace solo. ¿Quieres encargarte tú de todo?
—No, claro que no.
William le dio un golpe leve con el saco, una mueca dura que pretendía ser una sonrisa. James respondió con una sonrisa forzada.
—Relájate. Después de una semana fuera, lo primero que haces es venir a pelear conmigo. Tu mujer y tu hijo te esperan. Déjame con lo mío. Todo estará bajo control.
James se calmó, sus rasgos suavizándose un poco. Estar con los suyos era lo único que le daba algo de paz. Vivir en la mira, en la sombra, acechados por la muerte... solo sobrevivían por astucia. Nada más.
Caminando por el pasillo, se cruzó con Arianna.
—Cuñado, necesito decirte algo...
Lo interrumpió sin mirarla.
—Lo sé. Quiere verme.
Ella frunció el ceño, sorprendida un instante, luego negó.
—¿Nos vigilabas? ¿Y ahora qué harás?
—Trabajo primero. Tendrá que esperar.
—¿La dejarás ahí todo el día? Se romperá. No entiendes lo que es estar atrapada tanto tiempo.
—No está en un sótano ni en una celda. Está en una habitación con lo mínimo que necesita, puede descansar —respondió, seco.
—Es una niña, William. Asustada. Tienes que ser menos rígido. Creí que cambiarías al tenerla aquí.
—¿Cambiar? ¿Por ella? —entrecerró los ojos, la voz gélida—. No.
—Sí, enamorarte, sentir algo real. Estuve con ella un rato. Es pura, no conoce la maldad. Tú necesitas eso, alguien que te recuerde que existe la bondad.
—No la traje para que me dé lecciones de humanidad, Arianna. No necesito ni psicólogos ni salvadores.
—No dije eso —dijo ella, exasperada—. Sabes lo que quiero decir.
—Y yo sé que no funciona conmigo.
—¿Ni siquiera vas a verla?
—Déjalo, cariño —intervino James desde detrás—. Está ocupado.
Arianna miró por encima del hombro y vio a James. Corrió hacia él, lo abrazó con urgencia.
—¿Cuándo llegaste? —besó su mejilla, aferrándose a él como si fuera su ancla.
—Ahora. Estaba con...
—Conmigo —completó William, suspirando con desdén—. Y me voy antes de que me dé un infarto con tanta cursilería.
—Claro... —respondió Arianna con ironía—. Te veré dentro de poco.
Al entrar al parking subterráneo, William se detuvo. A unos metros, las voces rompían la quietud como un zumbido molesto. Ryan; su primo, discutía. Por otra parte, su socio Sebastian lo escuchaba con esa sonrisa burlona que solo él podía mantener intacta mientras alguien estallaba delante de su cara.
William no aceleró el paso. Avanzó con calma, con ese andar que nunca hacía ruido, pero lo llenaba todo. Frío. Letal. Como la presencia de un depredador que no necesita mostrarse para que el resto sienta la amenaza colgando sobre el cuello.
Ryan lo vio aproximarse, pero no calló. La ira le hervía en los ojos. Sebastián, recostado sobre el capó de un coche negro, seguía con los brazos cruzados y una expresión de diversión maliciosa.
–No esperaba encontrarte aquí, Ryan –dijo William, sin emociones, sin prisa.
–Vine a dar el parte. Hice el trabajo –respondió Ryan, alzando la barbilla.
William detuvo su paso. Su expresión no cambió. Ni una ceja se movió. La mirada, sin luz, se fijó en él.
–¿Qué trabajo?
Ryan tragó saliva. Dudó un segundo, pero se irguió como si de verdad creyera que estaba a su altura.
–El contacto de Praga. Me encargué de él.
Sebastián soltó un pequeño silbido, divertido.
–Uy... eso no estaba en el menú del día –murmuró como si hablara de un plato de restaurante–. ¿Te lo mandó el chef o improvisaste el platillo?
William no dijo nada. Ni se giró hacia él. Ni hacia Ryan. Solo respiró, una vez, lento.
Luego... cambió. No fue un movimiento visible. Fue una tensión en el aire. Como si el frío se condensara en torno a él. Como si la sombra en su rostro se volviera más densa.
Cuando habló, lo hizo con una voz que parecía surgir del fondo de una cripta.
–¿Lo mataste?
–Sí. Se acabó el juego. Era una pieza de riesgo. Lo neutralicé.
Silencio.
William dio un paso. Solo uno.
Pero fue como si toda la estructura del estacionamiento se inclinara hacia él.
–Ese contacto nos conectaba con el cierre de la operación más larga de esta década. Solo tú, en tu estupidez infinita, podrías pensar que eliminarlo sin contexto nos haría ganar terreno. Lo vigilábamos. No lo tocábamos.
–Quería demostrar que estoy a la altura –espetó Ryan–. Siempre fui tu sombra. Hasta para mi padre. Siempre tú. Tú, tú, tú…
–Y por eso hiciste algo que nadie te pidió. –William ladeó ligeramente el rostro, como si contemplara a un insecto que consideraba aplastar. Ni odio, ni desprecio. Solo desdén absoluto–. Tu ambición huele a desesperación. Y eso, en nuestro mundo, te convierte en un muerto andante.
Sebastián se estiró como un gato, relajado.
–A mí me pasa cuando mezclo whisky con ego –intervino con un gesto pensativo–. Acaba mal para el hígado, y para la dignidad.
Ryan giró hacia él, irritado.
–¿Tú te callas algún día?
–Cuando me disparan, sí. Pero aún no me das motivos. Aunque vas en buen camino.
–¿Sabes qué? –Ryan volvió a mirar a William, el rostro rojo, la voz rota por la furia contenida–. Si me sacas de esto… te vas a arrepentir.
Silencio.
El ambiente se volvió más pesado que el cemento.
William se acercó. Ya no caminaba. Cazaba.
Cuando estuvo a apenas un palmo de Ryan, inclinó la cabeza muy levemente, observando su rostro como si buscara la línea exacta donde hundir una hoja.
–¿Eso fue una amenaza?
Ryan palideció. Retrocedió un poco.
–No. Yo solo...
–Cállate.
La palabra cayó como una losa. William no gritaba. Nunca lo hacía. No necesitaba volumen. Tenía algo mucho más letal: presencia.
—Si respiras cerca de mi red… si susurras un nombre que no deberías… si tan solo piensas en mover un dedo hacia algo que me pertenece…
Se inclinó apenas, como si compartiera un secreto oscuro.
—No solo desaparecerás. Te voy a arrancar de la faz de esta tierra de forma tan brutal que ni el infierno sabrá dónde poner tus restos. No quedarán cenizas. No habrá trozos reconocibles. Solo sangre empapando el suelo, y el recuerdo eterno del error que fue provocarme.
Sebastián silbó otra vez, bajito, como quien admira una obra de arte.
–Poético, como siempre.
William se fue. Sin mirar atrás. Como una sentencia dictada.
–Vámonos –ordenó.
Sebastián se encogió de hombros, lanzándole una última mirada a Ryan antes de seguir a su socio. Ryan se quedó allí. Quieto. Como si cualquier movimiento pudiera hacerlo estallar en pedazos.
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