A veces, la vida tiene una forma curiosa de cambiar nuestros planes. Lo que empieza con una visión clara y un propósito definido puede, de repente, transformarse en algo completamente diferente. Y esos giros inesperados, esos cambios, pueden ser para bien... o para mal. Esta es mi historia. Soy Andrew Wang, tengo 25 años, y como chico rico, nunca me ha faltado nada. O al menos eso es lo que todos piensan. Pero la realidad es que, incluso con todo lo material a mi alcance, hay cosas que ni el dinero puede solucionar.
Mi vida, vista desde afuera, podría parecer perfecta. Con casi 1.90 de estatura y un físico bien trabajado, paso horas en el gimnasio, aunque, en mi caso, es más fácil decirlo, ya que tengo uno en mi propia casa. Mis ojos, de un color verde intenso con destellos dorados, siempre llaman la atención, algo que en más de una ocasión ha sido tema de conversación. A decir verdad, creo que Dios se esmeró conmigo. Mis facciones están perfectamente marcadas, y, aunque suene arrogante, la genética me ha favorecido. Lo curioso es que ni mi padre ni mis abuelos tienen este color de ojos. Y de la parte de mi madre... bueno, ese es un tema del que ella nunca quiere hablar.
Antonela, mi madre, es una mujer reservada, especialmente cuando se trata de su pasado. He preguntado varias veces, pero siempre encuentra la manera de cambiar de tema o simplemente se queda en silencio, como si hubiera algo que preferiría olvidar para siempre. A veces, he pensado que tal vez lo que esconde es demasiado doloroso para compartir. Mi padre, Gabriel, por otro lado, es un hombre pragmático y cariñoso. Junto a él y mi pequeña hermana, Ana, hemos vivido en Singapur desde que tengo memoria.
La razón por la que mi familia se estableció aquí es algo que siempre me ha intrigado. Todo comenzó antes de que yo naciera. Mi madre estaba embarazada de mí cuando sufrió un accidente. Me han contado que mi padre la encontró inconsciente en una calle a las afuera de la ciudad de Pekín, estaba en un viaje de negocios en esa época, la encontró con un golpe tan severo en la cabeza que le provocó la pérdida total de sus recuerdos. Durante casi diez años, mi madre no recordaba nada de su vida anterior. Nada sobre su infancia, su familia, ni siquiera cómo había llegado a esa ciudad. La mujer que me crio era una versión de sí misma construida a partir de ese accidente, y mi padre fue quien estuvo a su lado en todo momento, ayudándola a reconstruir su vida desde cero.
Pero lo que realmente marcó el inicio de los cambios en mi vida sucedió hace unos 15 años atrás yo tan solo tenía 10 años en aquel momento. Todo comenzó como un día cualquiera, habíamos decidido acompañar a papá a un evento importante en Pekín, mientras yo acompañaba a mi padre a la reunión mi madre había salido de compras, pero la llamada de un centro médico nos alertó, mi madre había sido llevada al hospital por un fuerte dolor de cabeza que la hizo desmayar, el conductor la había llevado de emergencias. Al principio no le dimos mucha importancia, pero pronto nos dimos cuenta de que algo más estaba ocurriendo. Esa migraña no era solo un malestar físico; estaba acompañada de destellos de imágenes, fragmentos de un pasado que creíamos perdido para siempre. Poco a poco, los recuerdos comenzaron a regresar. Pero con ellos, también llegaron preguntas que, hasta ese momento, nadie se había atrevido a hacer y aun después de eso, de recuperar su memoria ella tampoco quiso hablar.
Esa historia que acabo de mencionar sobre el pasado de mi madre la relataré más adelante, cuando sea el momento adecuado. Por ahora, lo que importa es mi presente y lo que me apasiona: la arquitectura. Actualmente, estoy cursando un doctorado en arquitectura, y debo decir que todo lo relacionado con la construcción me fascina. Es una pasión que me acompaña desde que era un niño. Incluso entonces, me atraían los edificios en obra, las grúas, los planos, y el simple hecho de ver cómo algo aparentemente caótico cobraba forma para convertirse en una estructura imponente y funcional. Siempre fui ese niño curioso que, en lugar de pasar de largo, se detenía frente a una obra en construcción durante horas, observando cómo las piezas encajaban como un rompecabezas. Me maravillaba el proceso: desde los cimientos hasta los detalles más pequeños, todo en una construcción me parecía una obra de arte en evolución.
Recuerdo claramente cómo, de camino a casa desde el colegio, me quedaba mirando a los trabajadores, a las máquinas y a los materiales apilados, imaginando cómo cada elemento tenía un propósito preciso y cómo, al final, todo se uniría en perfecta armonía. Mi madre, Antonela, nunca entendía esa obsesión. Para ella, esos momentos en los que llegaba tarde a casa eran una fuente constante de regaños y castigos. "¿Otra vez en una obra, Andrew?" solía decirme con ese tono de desaprobación que solo las madres saben usar. Y aunque cada reprimenda venía acompañada de alguna consecuencia—privarme de mis videojuegos o de salir los fines de semana con mis amigos—, mi fascinación por las construcciones jamás desapareció. Si algo, solo creció con el tiempo.
Cuando terminé la universidad, sabía que no me bastaba con el simple título en arquitectura. Quería saber más, profundizar en el arte y la ciencia detrás de los edificios que definen nuestras ciudades. Mi elección fue clara: me inscribí en un doctorado que no solo me permitiría especializarme, sino también contribuir con nuevas ideas y enfoques innovadores en este campo. Estudiar en la National University of Singapore (NUS) fue una experiencia única. No solo porque me brindó la mejor formación académica, sino porque allí conocí a personas que compartían mí misma pasión. Profesores, compañeros, arquitectos en formación... todos nos inspirábamos mutuamente para pensar más allá de lo tradicional, para diseñar edificios que no solo fueran bellos, sino también sostenibles, funcionales y futuristas. Y en un mundo donde el urbanismo se enfrenta a tantos retos, desde el cambio climático hasta el crecimiento poblacional, mi objetivo siempre ha sido crear estructuras que ayuden a mejorar la vida de las personas, sin olvidar el impacto que estas construcciones tienen en el planeta.
Pero mi camino en este mundo no es algo que haya emprendido solo. Desde que terminé mis estudios de grado, trabajo junto a mis padres en la constructora que ellos mismos fundaron: Wang & Chan. Esta empresa no solo representa su legado, sino también su esfuerzo conjunto. Mis padres, Gabriel y Antonela, no comenzaron con una gran fortuna. Ellos construyeron esta empresa desde cero, paso a paso, ladrillo a ladrillo, en un mundo donde no había espacio para errores. Con el tiempo y su perseverancia, lograron posicionar a Wang & Chan como una de las compañías más respetadas y reconocidas en el competitivo mundo de la construcción en Singapur.
Trabajar con ellos me ha enseñado algo que ningún libro de arquitectura o universidad podría: la importancia de la visión, la perseverancia y la capacidad de superar cualquier obstáculo, por grande que sea. Ellos fueron los que me enseñaron a valorar cada pequeño detalle, desde los cimientos más profundos hasta los acabados más superficiales. Y, aunque su empresa ha crecido enormemente, siempre mantienen esa misma ética de trabajo: crear algo que no solo sea hermoso, sino que también perdure.
Mi hermana menor, Ana, ha decidido seguir el mismo camino. Ella ha comenzado sus estudios en ingeniería civil y, como yo, está decidida a unirse a la empresa familiar. Aunque apenas está iniciando, ya veo en ella el mismo fuego y determinación que nuestros padres siempre nos inculcaron. A veces, me resulta curioso pensar en cómo ambos hemos terminado siguiendo los pasos de nuestros padres, pero con un toque personal. Mientras que yo me inclino más hacia el diseño y la planificación arquitectónica, Ana parece tener un don para la ingeniería y la logística. Juntos, creo que podemos llevar el legado de Wang & Chan aún más lejos.
Algunos pensarían que, siendo parte de una familia con éxito en el mundo de la construcción, el camino ya estaba trazado para mí. Pero lo que pocos saben es que, si bien los recursos estaban a mi alcance, mis padres siempre insistieron en que el trabajo duro y la dedicación eran lo que realmente contaba. No me dieron nada en bandeja de plata. Cada logro, cada proyecto en el que he participado, ha sido fruto de mi propio esfuerzo, aunque con el innegable apoyo de una familia que ha sido mi inspiración desde el principio.
Y ahora, aquí estoy, persiguiendo lo que siempre he soñado: la oportunidad de crear, de innovar, y de dejar mi propia huella en el mundo de la arquitectura. Pero esta no es solo mi historia, es también la de mis padres, quienes con esfuerzo y sacrificio construyeron más que una empresa: construyeron una familia y un legado. Es también la historia de Ana, quien empieza a escribir su propio capítulo en este mundo de acero, vidrio y concreto.
El futuro, como una obra en construcción, es incierto. Pero si hay algo que he aprendido, es que cada ladrillo que se coloca, cada diseño que se traza, es una oportunidad para construir algo mejor.
Mientras estaba en el trabajo me entro una llamada de un numero desconocido.
Si hola, con quien hablo.
Es usted el señor Andrew Wang.
Si con el habla, era raro que alguien que no conociera tuviese mi número personal, porque casi todo se hacía era a través del contacto de la secretaria a no ser que fuera ese pequeño demonio que tengo por hermana.
Si dígame,
Disculpe le hablamos de la universidad National University of Singapore, soy el decano de la facultad de arquitectura, me disculpa, su hermana me ha dado su número, espero no ser inoportuno.
No se preocupe, pero dígame en que le puedo colaborar.
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