El sonido de mi respiración es lo único que escucho mientras camino hacia el casillero. No me vean, no me vean, no me vean. La vieja técnica mental nunca funciona, pero sigo intentándolo.
Mis nudillos se ponen blancos de tanto apretar la mochila. Sé lo que viene. Siempre es lo mismo.
—¡Oye, López! ¿Otra vez con esa cara de perrito abandonado?
La voz de Marcos Rojas me corta el aire antes de que pueda girar la combinación de mi casillero. No necesito mirarlo para saber que está sonriendo. Esa sonrisa que no llega a los ojos. Detrás de él, Javi y Rafa ya están riéndose, como si esto fuera el preludio de su show favorito.
—Déjame adivinar —Marcos apoya un brazo sobre mi casillero, demasiado cerca—. ¿Soñaste que alguien en esta escuela te quería?
Javi le arrebata mi cuaderno de bocetos antes de que pueda reaccionar.
—¡Uy, mira esto! —abre las páginas con dramatismo—. ¿Dibujando otra vez a tus "príncipes azules", Danny?
Mis dibujos de figuras mitológicas (sí, a veces con torsos demasiado perfectos) se exhiben como trofeos. Siento el calor subiéndome por el cuello.
—Devuélvemelo —digo, pero suena a súplica.
Marcos arranca una hoja lentamente. El sonido del papel desgarrándose me hace cerrar los ojos un segundo.
—¿Qué pasa? ¿Te duele? —susurra él. Cuando abro los ojos, su mirada me clava. Es extraño: parece... decepcionado. Como si esperara que hiciera algo más que aguantar.
Pero entonces Vale aparece como un huracán con piercings.
—¿En serio no se les ocurre nada mejor, Rojas? —le arrebata el cuaderno a Javi de un manotazo—. Maduren.
Marcos se ríe, pero su mandíbula está tensa.
—Siempre tienes que venir a salvarlo, ¿eh, Mendoza?
—Alguien tiene que hacerlo —responde Vale, arrastrándome lejos.
No miro atrás, pero siento los ojos de Marcos quemándome la espalda.
Me escondo en las gradas del estadio, fingiendo un dolor de estómago. Desde aquí veo a Marcos en la cancha: sudado, imparable, el rey de su propio universo. Javi le choca los cinco después de anotar, y por un segundo, me imagino cómo sería estar en ese círculo.
Patético.
—¿Otro día esquivando balonazos?
Casi me caigo de las gradas. Marcos está frente a mí, con una botella de agua a medio tomar. Su camiseta pegada al torso muestra más de lo que mi cerebro debería notar.
—No... no me gusta el fútbol —tartamudeo.
—Ya sé. Te gustan los libros y los dibujitos —dice, pero hoy no suena burlón. Se sienta a mi lado, dejando medio metro de distancia sagrada—. ¿Por qué nunca te defiendes?
La pregunta me deja sin aire.
—¿Y qué cambiaría? —contesto al fin—. ¿Un golpe? ¿Un grito? Ustedes siempre ganan.
Él mira hacia la cancha. Javi nos está mirando, ceño fruncido.
—No todos queremos ganar —murmura Marcos, tan bajo que casi creo haberlo imaginado.
Luego se levanta y se va, dejando su botella de agua a mi lado.
Tardo tres minutos en darme cuenta de que no la tiró. La dejó para mí.
Me lavo la cara, intentando borrar el día. Cuando levanto la vista al espejo, Javi y Rafa están detrás de mí.
—¿Qué haces, López? ¿Practicando caras de sufrimiento? —Javi empuja mi hombro contra el lavamanos.
—Deja de arrastrar a Marcos a tus mierdas raras —gruñe Rafa.
Entonces lo entiendo: vieron lo de las gradas.
El primer chorro de agua fría me golpea el pecho. El segundo, la cara. Me ahogo, pero lo peor no es el agua. Es escuchar a Marcos entrar y decir:
—¿Qué diablos hacen?
Silencio.
—Era solo un juego —dice Javi, pero su voz suena falsa.
Marcos los mira a ellos, luego a mí, empapado y temblando. Algo se quiebra en su expresión.
—Lárguense.
Cuando nos quedamos solos, Marcos saca su hoodie del mochilón y me lo tira.
—Ponte esto.
—¿Por qué...?
—Porque estás temblando, idiota —resopla, pero no me mira a los ojos.
Mientras me cambio, noto que él se ha parado frente a la puerta, como si... como si estuviera protegiéndome.
El hoodie huele a su colonia barata y a sudor. Huele a él. Y eso debería darme asco.
Pero no lo hace.
El hoodie de Marcos todavía está en mi mochila. Lo olí ayer siete veces antes de dormirme, como si ese olor a detergente barato y Axe pudiera explicar por qué hizo lo que hizo.
Vale patea mi zapato bajo el escritorio en clase de Literatura.
—¿En qué planeta estás? —susurra.
—En uno donde los bullies tienen crisis existenciales —respondo, garabateando un dragón en mi cuaderno.
Ella sigue mi mirada hacia el fondo del aula. Marcos está inclinado sobre su celular, pero no parece estar viéndolo. Tiene esa arruga entre las cejas que sale cuando está pensando demasiado.
—Ojo, que te vas a quedar bizco —Vale me da un codazo—. ¿En serio te crees lo de ayer?
—No. Quizá. No sé.
El profesor anuncia un trabajo en parejas. Javi inmediatamente gira hacia Marcos, pero él… me mira a mí.
Mi corazón hace una pirueta estúpida.
Me encierro en un cubículo. Respira, Danny. Solo son dos semanas de trabajo. Pero no puedo evitar recordar cómo Marcos dijo "Lárguense" ayer, con esa voz que no admitía discusión.
La puerta del baño se abre. Reconozco los pasos.
—¿Vas a salir o qué? —Es Marcos. Habla como si estuviera haciendo un esfuerzo por no gruñir.
Bajo la puerta del cubículo, veo sus zapatillas manchadas de barro. ¿Por qué sigue buscándome?
—Tengo que entregar el ensayo contigo, López. No es personal.
Abro la puerta. Él está más cerca de lo que esperaba. Lleva el mismo hoodie que me prestó ayer. ¿Lo habrá lavado? ¿Habrá notado que lo olí como un psicópata?
—¿Y tu fan club? —pregunto, señalando hacia afuera.
Marcos se pasa una mano por el pelo corto.
—Javi es un imbécil.
El mundo se detiene. ¿Acaba de insultar a su mejor amigo?
—Entonces… ¿el trabajo? —digo, porque no sé cómo procesar esto.
—Mi casa. Hoy a las cinco. No voy a hacerlo yo solo.
Se va antes de que pueda responder. Cuando salgo, Javi está al final del pasillo, mirándonos con los puños apretados.
**4:50 PM. Frente a la casa de Marcos.**
Es una construcción pequeña con pintura descascarada. Un auto viejo en el jardín. No parece la guarida del rey de la escuela.
Toco el timbre. Una mujer con ojos cansados y el mismo mentón cuadrado que Marcos abre la puerta.
—¿Eres el compañero de clase? Pasa.
El living huele a café y a humedad. Marcos baja las escaleras con una remera blanca que deja ver demasiado su abdomen. Dios odio ser gay a veces.
—Arriba —dice, sin mirarme.
Su cuarto es un caos ordenado: ropa limpia en una silla, posters de fútbol, y en la pared… ¿son boletas por suspensión?
—¿Qué? —se defiende al seguir mi mirada—. Mi viejo cree que los castigos en la pared dan vergüenza.
—¿Funciona?
—No.
Nos sentamos en su cama con los libros entre los dos. Su pierna roza la mía. Él no la mueve.
—¿Por qué me ayudaste ayer? —pregunto de pronto.
Marcos deja el lápiz.
—Porque Javi se pasa.
—Tú te pasas.
Él exhala fuerte.
—¿Quieres el trabajo hecho o no?
Trabajamos en silencio. Cada vez que me inclino para ver su cuaderno, noto que huele a jabón de limón. Nada que ver con el perfume empalagoso que usa en la escuela.
De pronto, su mano tapa la mía para detener mi escritura.
—Esa cita está mal.
Sus dedos son cálidos. Más suaves de lo que imaginaba.
—Ah —es lo único que atino a decir.
Marcos me mira entonces. De verdad me mira. Y hay algo ahí… como si también él estuviera descubriendo algo.
Un portazo abajo nos separa de golpe.
—¡Marcos! —ruge una voz masculina.
Él palidece.
—Es mi viejo. Tienes que irte. ¡Ahora!
Bajo las escaleras corriendo. Al pasar frente a la cocina, veo a un hombre alto derramando whisky en un vaso. Tiene los nudillos llenos de cicatrices.
En la puerta, Marcos me alcanza.
—No vuelvas a venir —dice, pero su voz suena quebrada.
Hoy aprendí tres cosas:
Los monstruos tienen monstruos mayores.Marcos Rojas sabe más de literatura de lo que admite. Nadie me ha tocado así en años… y fue por un maldito ensayo.
El ensayo sobre Cien años de soledad está perfectamente doblado en mi mochila. Lo terminé anoche, después de tres tazas de café y un ataque de pánico al releer nuestros mensajes de WhatsApp.
Marcos (21:47):«Pásame tu parte mañana, no lo voy a reescribir entero»
Yo (21:49):«Ya está, solo falta revisar las citas»
Marcos (21:50):«👍»
Un emoji. Un maldito pulgar arriba ¿Era indiferencia? ¿O estaba tan nervioso como yo después de…eso?
Vale me intercepta en el pasillo, con sus uñas pintadas de morado chocando contra mi brazo.
—¿Fuiste a su casa? —susurra, como si Marcos fuera Voldemort.
—Teníamos que hacer el trabajo —murmuro, pero mi voz suena falsa incluso para mí.
—Javi anda diciendo que le robaste algo.
Me detengo en seco.
—¿Qué?
—Algo del cuarto de Marcos. Una pulsera o una estupidez así.
La sangre me hierve. ¿En serio? Ahora no solo soy el raro, sino también el ladrón.
Marcos está rodeado de su manada, como siempre. Javi le habla en voz baja, señalándome con la mirada. Cuando nuestros ojos se chocan, Marcos aparta la vista demasiado rápido*.
Me acerco. Error.
—¿Algo que quieras preguntarme, Rojas? —digo, con más valentía de la que siento.
El círculo de chicos se queda en silencio. Javi sonríe como una hiena.
—¿Te refieres a lo de tu nuevo hábito de robar? —dice Marcos, cruzando los brazos.
El aire me golpea el pecho. ¿Él también lo cree?
—No toqué nada de tu cuarto —respondo, clavándole la mirada.
Algo parpadea en sus ojos. ¿Inseguridad? ¿Arrepentimiento?
—Ya basta —dice Marcos, pero no sé a cuál de los dos nos lo dice.
Javi no se rinde.
—Revisemos su mochila entonces.
Antes de que pueda reaccionar, Javi me arranca la mochila de las manos. Mis libros caen al suelo. Y entonces lo veo: el hoodie de Marcos.
El mismo que olí como un perro faldero anoche. El mismo que olvidé devolverle.
—¡Ja! —Javi lo levanta como un trofeo—. ¿Esto no es robar, maricón?
Marcos palidece.
—Ese es…
—Tuyo. Lo sé —termino por él, sintiendo cómo el patio entero me mira—. Me lo prestaste ayer cuando tus amigos me empaparon. ¿O ya lo olvidaste?
El silencio pesa más que cualquier insulto.
Marcos abre la boca para hablar, pero entonces la profesora Fernández aparece.
—¿¡Qué pasa aquí!?
La directora nos tiene a los tres frente a su escritorio: Marcos, Javi y yo.
—¿Quieren explicarme por qué están revisando mochilas como pandilleros? —pregunta, con sus gafas de lectura en la punta de la nariz.
—Fue un malentendido —dice Marcos antes de que Javi hable—. Danny tenía mi hoodie, pero se lo presté.
Javi lo mira como si lo hubiera apuñalado.
—¿Estás defendiéndolo?
—Estoy diciendo la verdad —gruñe Marcos.
La directora suspira.
—Marcos, tú mismo has tenido quejas por bullying. Si esto es otra…
—No lo es —interrumpe él, con los nudillos blancos sobre las rodillas—. Danny y yo estamos trabajando en un proyecto. Nada más.
Al decir mi nombre, me mira. De verdad me mira. Y por primera vez, no hay burla en sus ojos. Hay… algo frágil.
La directora nos deja ir con una advertencia. Afuera, Javi empuja a Marcos contra los casilleros.
—¿Qué mierda te pasa? ¿Te gusta o qué?
Marcos lo aparta de un empujón.
—Basta, Javi.
Hay tanto veneno en su voz que hasta yo me estremezco. Javi se aleja, escupiendo un «estás acabado» antes de desaparecer.
Nos quedamos solos. El pasillo está vacío, pero el aire entre nosotros vibra.
—No sabía que todavía lo tenías —dice Marcos al fin, refiriéndose al hoodie.
—Iba a devolvértelo hoy.
—Quedatelo.
Nos miramos. ¿En serio?
—No quiero tu…
—Quedatelo, Danny.
Y entonces sucede. Su mano roza la mía, solo por un segundo. Un toque eléctrico, disfrazado de accidente.
Los monstruos también tienen miedo (y se llama Javi). Marcos Rojas miente por mí. Un roce de manos puede ser más íntimo que un beso.
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