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Lucía La Princesa De Rubí

“El Corazón del Laberinto”

En el resplandeciente Reino de Rubí, los rayos del sol pintaban destellos dorados sobre los prados donde la familia real disfrutaba de un encantador picnic. Los reyes, sentados sobre un mantel bordado con hilos de plata, observaban con sonrisas cómplices cómo sus hijos, el príncipe Lucas y la princesa Lucía, jugaban entre risas y carreras.

—¡Te toca contar, Lucas! —exclamó Lucía, con sus rizos rebotando al viento, antes de salir corriendo detrás de un gran roble. Pero su vestido, de un brillante tono esmeralda, sobresalía juguetón entre las hojas.

El príncipe terminó de contar con ojos cerrados y una sonrisa de complicidad. Al abrirlos, miró alrededor y enseguida soltó una carcajada al ver el dobladillo verde asomarse.

—¡Te encontré! —dijo triunfante, señalando con su espada de madera.

—¡No es justo! —refunfuñó la princesa, cruzándose de brazos—. Siempre ganas tú…

Justo en ese momento, una dulce voz resonó desde la colina donde descansaba la reina:

—¡Lucas, Lucía! —llamó con una sonrisa cálida—. Es hora del pastel.

Los ojos de ambos niños se iluminaron, olvidando al instante la competencia. Lucía dejó caer los brazos y echó a correr colina arriba con su hermano pisándole los talones, las risas flotando en el aire como mariposas.

En el centro del mantel bordado los esperaba un magnífico pastel de frutas coronado con pétalos de rosa cristalizados. La familia real se reunió alrededor.

Lucas probaba el pastel con una elegancia involuntaria que parecía heredada de generaciones de reyes refinados. Usaba el tenedor con cuidado, sin derramar una sola migaja, mientras que Lucía lo observaba con una mezcla de asombro y resignación.

—Madre, —dijo con un suspiro, girándose hacia la reina—, mi hermano siempre gana a las escondidas. Pero cuando me toca buscarlo, nunca puedo encontrarlo…

La reina sonrió, acariciándole con dulzura la mejilla.

—Tal vez porque te distraes admirando las flores o imaginando historias. Y eso también es una forma hermosa de ver el mundo.

Lucía bajó la mirada, jugueteando con una mora que rodaba por su plato.

—Pero quiero ganar alguna vez, murmuró, no sin un dejo de ternura.

—Entonces mañana, cuando juguemos de nuevo, te daré una pista secreta. ¿Qué opinas?

Los ojos de Lucía se iluminaron. Gracias hermano eres el mejor dijo la niña y lo abrazo

El rey, atento, intervino con voz amable —Es hora de regresar al palacio.

Se acercó a Lucía, su pequeña de ocho años, y alzándola con cariño en sus brazos, le susurró al oído mientras caminaban hacia el carruaje:

—Tengo un obsequio para ti en palacio.

Los ojos de la niña se iluminaron de emoción, pero antes de que pudiera preguntar, su padre agregó:

—Es un secreto.

Cuando la familia real llegó al palacio, la reina Olivia y el príncipe Lucas se dirigieron a sus aposentos para descansar. Mientras tanto, el rey tomó la mano de Lucía y la condujo al jardín, donde se alzaba el antiguo laberinto de arbustos altos y perfumados.

—Lucía, quiero que estés muy atenta al camino —le indicó con tono serio pero afectuoso.

—Sí, padre —respondió ella, con un leve asentimiento.

Juntos se adentraron en el laberinto. Lucía observaba con atención cada giro, cada flor, cada sendero. Al llegar al centro, el rey se detuvo y le preguntó:

—¿Aprendiste cómo llegar hasta aquí?

—Sí, padre. No fue difícil.

El rey sonrió, satisfecho.

—Bien, Lucía. Este es el corazón del laberinto. Nadie, aparte de tú y yo, sabe cómo llegar hasta aquí.

—¿De verdad? ¿Entonces Lucas no lo sabe?

—Así es —respondió el rey—. Y tu obsequio está aquí.

Con un movimiento cuidadoso, el rey Arturo abrió una pequeña puerta escondida entre la hiedra. Lucía quedó maravillada.

—¡Padre, esto es increíble!

Entraron, y la niña se encontró con una habitación amplia y hermosa: paredes revestidas con madera clara, cojines de colores, estantes llenos de libros, y una ventana circular desde la cual se veía el cielo.

—Este será tu lugar secreto, mi pequeña princesa. Un rincón solo para ti.

Lucía lo miró con los ojos llenos de gratitud y se lanzó a sus brazos.

—Gracias, padre. Es el mejor regalo del mundo. Al día siguiente, Lucía estaba observando su nuevo escondite. Después de salir del jardín, se sentía muy contenta. Corrió hacia su habitación, pero al llegar, chocó con su tío, el príncipe Carlos.

—¿Por qué tan contenta, pequeña? —le preguntó su tío.

—Es un secreto… pero te adelanto que podré ganarle a Lucas en nuestro próximo juego de las escondidas.

El tío se rió.

—¿Encontraste un nuevo escondite?

—¿Cómo lo sabes?

—No es difícil adivinar.

—¡No importa! Pero no sabes dónde está —dijo Lucía con picardía.

—Está bien… entonces no me lo dirás.

—No, tío.

—Está bien. Vamos, tengo que hablar con tu padre.

Tomó de la mano a la niña y se dirigieron hacia el interior del palacio.

—¿Tío, me trajiste algo?

—Sí, te traje tus dulces favoritos.

—¡Gracias, tío! —dijo la niña mientras recibía los dulces y luego se dirigía a su habitación.

Por otro lado, Carlos fue a hablar con su hermano.

—Su majestad —dijo haciendo una reverencia.

—Carlos, bienvenido. ¿Qué te trae por aquí?

—He venido a informar, su majestad, que hay movimiento en la frontera. El ejército del rey Rolan está atacando. Es necesario enviar refuerzos para contraatacar. La situación está muy mal, majestad.

—Está bien. Lucas, irás tú. Debes proteger la frontera.

—Sí, majestad. A sus órdenes. Partiré de inmediato.

—Majestad —añadió Carlos—. Es verdaderamente preocupante, pero… ¿por qué mandar al príncipe? Usted sabe que es el encargado de cuidar la seguridad del palacio.

—No te preocupes, hermano. Estas murallas son difíciles de atravesar. Además, no creo que puedan llegar hasta la capital tan rápido.

Al escuchar la respuesta del rey, Carlos sonrió mientras mantenía la cabeza agachada. Eso era exactamente lo que esperaba.

—Como ordene, majestad.

La emboscada

—¿Lucas, es cierto que te vas? —dijo Lucía a su hermano, mientras él preparaba su caballo para partir hacia la frontera.

—Sí, es verdad, Luci. Me ausentaré por un tiempo, pero volveré.

—¿Lo prometes?

—Sí, lo prometo —dijo con una sonrisa—. Volveré pronto. Pero tú cuidarás a mamá mientras no estoy, ¿de acuerdo?

—Sí, hermano. Lo haré. Te voy a extrañar mucho.

—Yo también, pequeña. Te extrañaré —respondió, y la abrazó.

—Querido hijo, el deber llama… pero antes de partir, déjame mirarte una vez más como madre, no como reina —dijo la reina Olivia, su voz temblando suavemente.

El príncipe Lucas se inclinó con respeto.

—Defenderé nuestras tierras con honor.

La reina Olivia asintió, luchando por contener las lágrimas.

—Que los vientos de Rubí te sean favorables… y que el estandarte que portas regrese sin mancha… ni luto. Cuídate mucho, hijo.

—Sí, madre —respondió Lucas, con

Una mezcla de valor y ternura.

El rey Arturo dio un paso al frente, con la mirada firme.

—Eres un gran guerrero. Sé que regresarás con la victoria.

—Serviré con honor, mi señor. Ningún enemigo quebrará la voluntad de nuestro pueblo —afirmó Lucas, antes de montar su caballo y partir entre los clarines del alba. Directo a la frontera, Lucas partió con su ejército, pero a mitad del camino fueron emboscados: una lluvia de flechas apareció en el cielo.

El cielo, qué momentos antes lucía sereno, se tornó repentinamente oscuro con la sombra de cientos de flechas descendiendo en silencio mortal. El silbido agudo y creciente quebró la calma del camino, y el sonido seco de la madera contra metal y carne llenó el aire. Los soldados apenas tuvieron tiempo de alzar sus escudos. Algunos cayeron sin comprender siquiera de dónde provenía el ataque. Desde la espesura, a ambos lados del sendero, figuras ocultas entre los árboles aprovechaban la confusión, Lucas, sorprendido, pero aún firme, gritó órdenes, intentando reagrupar a sus hombres mientras las flechas seguían cayendo como una tormenta implacable.

Se encontraba en el centro del caos, con la capa agitada por el viento y el rostro endurecido por la sorpresa. Sus ojos, abiertos de par en par, escaneaban rápidamente el campo, buscando entre el humo y el estruendo a los suyos. Aunque la emboscada lo tomó desprevenido, no titubeó. Su voz emergió potente, cortando el zumbido de las flechas.

—¡Escudos al frente! ¡Formación tortuga, ahora!

Sus soldados, aunque desorientados, reconocieron de inmediato la voz que tantas veces los había guiado. Guiados por sus gritos, comenzaron a reagruparse, cubriéndose entre ellos, levantando los escudos por encima de sus cabezas como una coraza viviente. Lucas, con sangre en la ceja y barro en las botas, se desplazaba entre ellos, jalando a los rezagados de las capas, empujando a los heridos hacia una pequeña hondonada a la derecha del camino.

—¡Arqueros, a retaguardia! ¡Esperen mi señal! ¡No disparen aún!

La lluvia de flechas comenzaba a menguar, y él sabía que el momento de responder se acercaba. Daba órdenes con autoridad, sin permitir que el pánico le robase la voz. Organizó dos flancos: uno que cubriría la retirada si era necesaria, y otro que avanzaría por el lateral derecho, donde los árboles eran menos densos.—¡Infantería ligera, por la izquierda! ¡Flanquéenlos! ¡No dejen que se retiren sin sentir el filo de nuestras espadas!

El bosque hervía de gritos y acero. Lucas se abrió paso entre la espesura como una fuerza imparable. Cada enemigo que surgía era una sombra en su camino, y a cada uno lo enfrentaba con ferocidad y determinación.

De entre los árboles saltó un guerrero con armadura de cuero, blandiendo dos espadas curvas. Lucas apenas tuvo tiempo de levantar su escudo: el primer golpe lo desvió, el segundo le cortó superficialmente el antebrazo. Con un gruñido, dio un paso lateral y arremetió con una estocada limpia al abdomen del agresor, que cayó sin un sonido. Pero no había respiro. Otro enemigo le lanzó una lanza desde la distancia. Lucas giró su torso y la evitó por centímetros. Sin dudar, recogió la lanza al vuelo y la lanzó de regreso: el proyectil se clavó en el pecho de su oponente con brutal precisión.

Su respiración era pesada, el sudor y la sangre se mezclaban sobre su frente, y aun así, sus ojos ardían con un fuego inquebrantable. En medio del caos, escuchó un alarido familiar: uno de sus capitanes, acorralado por tres adversarios. Sin pensarlo, Lucas se lanzó en su ayuda. Con un grito que rompió el fragor de la batalla, se abalanzó sobre los enemigos, derribando al primero con el golpe de su escudo y partiendo el yelmo del segundo con un tajo descendente y forzando al tercero a huir con un grito ahogado.

—¡¡Vamos!! —rugió al resto de sus hombres—. ¡¡Estamos vivos, y eso basta para vencer!!

Sus palabras electrificaron la línea. Los soldados, inspirados, cargaron con fuerza renovada. El sol comenzaba a ocultarse detrás de las copas de los árboles cuando el estruendo de nuevos tambores retumbó por el valle. Desde la colina al este, una nueva oleada de enemigos descendía como una marea oscura. Eran más numerosos… y más altos, con armaduras negras que brillaban con el último fulgor del día. Superaban en fuerza y tamaño a los exhaustos hombres de Lucas, y la balanza de la batalla se inclinó de golpe.

Lucas apenas tuvo tiempo de reagrupar a los suyos cuando el choque fue inevitable. Espadas chocaban con escudos, lanzas atravesaban corazas, y el aire se llenaba de gritos, polvo y sangre. Lucas luchaba con el furor de un león herido. A cada estocada, a cada corte, derribaba enemigos, pero sabía que por cada uno que caía, dos más tomaban su lugar. Uno tras otro, sus compañeros caían a su lado. Un espadachín enemigo lo atacó por la espalda, y Lucas se giró justo a tiempo para bloquear el golpe con la empuñadura de su espada. Respondió con un tajo horizontal que abrió el pecho del atacante. Otro rival vino desde la izquierda, y Lucas lo hizo trastabillar con una patada antes de clavarle la hoja en el costado.

Pero la presión no cesaba. Los enemigos lo empujaban sin piedad, y pronto Lucas se vio obligado a retroceder paso a paso, hasta sentir cómo la tierra se desmoronaba bajo sus talones: estaba al borde de un acantilado, la bruma del abismo lamiendo sus pies.

Respirando con dificultad, la espada temblando en su mano ensangrentada, Lucas miró al frente. Los enemigos se acercaban, seguros de su victoria, rodeándolo con lentitud, como lobos tras una presa solitaria.

Y aun así… no bajó la guardia. —Si he de caer —murmuró entre dientes—, lo haré luchando.

Y con un rugido, se lanzó hacia ellos una vez más. Los enemigos rodeaban a Lucas como una tormenta implacable. Él, con la última chispa de fuerza ardiendo en su pecho, se abalanzó contra ellos con un rugido que pareció sacudir la misma tierra. Su espada giraba como un relámpago, cortando el aire, hiriendo, resistiendo. Pero eran demasiados. Uno lo golpeó en el hombro, otro en la pierna, y un tercero lo empujó con el escudo.

Lucas trastabilló.

Sus botas buscaron apoyo, pero solo hallaron vacío. El borde del acantilado cedió bajo su peso, y el guerrero cayó. Primero hubo silencio. Luego, el silbido del viento.

Su capa ondeaba como una bandera desgarrada mientras descendía, su cuerpo cruzando la niebla del abismo. El cielo sobre él se desdibujaba, como si lo estuviera dejando atrás. Y, en ese instante suspendido en el tiempo, sus pensamientos fueron relámpagos: los rostros de sus hombres, los días de gloria, la promesa de volver a casa.

Y entonces, la negrura lo envolvió.

La traición en las murallas

La cima del acantilado todavía estaba impregnada del eco lejano de la caída. El viento arrastraba consigo jirones de niebla, y con ella, el rumor de una traición consumada.

—Ya está muerto, jefe. Cayó por el acantilado —dijo uno de los soldados, con una carcajada ahogada saliendo de su pecho—. ¡Jajajaja! El Príncipe Lucas, el mejor guerrero de Rubí, no pudo resistir una simple emboscada… ¡Eso sí que es gracioso!

Saúl no se rió. Solo clavó su mirada en el horizonte, donde las torres de la capital se dibujaban en la distancia como promesa y desafío. Luego, volvió su atención al grupo, su voz cargada de firmeza:

—Bien. Daremos el siguiente paso. Iremos al palacio de la capital. Muchos de los nuestros ya están listos para atacar. Solo necesitamos atravesar las murallas.

Abrió su zurrón con calma peligrosa y sacó un uniforme manchado de barro seco, con el emblema del príncipe aún brillante bajo la luz grisácea del amanecer.

—Ponte esto —le ordenó al más ágil del grupo, lanzándole la prenda—. Entrarás tú. Irás gritando que el príncipe ha muerto. Llora si puedes... grita con rabia, con dolor fingido. Las puertas se abrirán para ti.

El soldado asintió, esbozando una sonrisa torcida.

—A sus órdenes.

Las botas comenzaron a marchar cuesta abajo, hacia la ciudad adormecida. En las sombras de sus pasos, el destino de Rubí comenzaba a reescribirse.

El sol de la mañana acariciaba las copas de los árboles mientras una brisa ligera hacía bailar las flores del jardín. Cerca del antiguo laberinto, donde el tiempo parecía detenerse, la princesa Lucía reía con su madre, rodando por la hierba en un juego improvisado de escondidas.

—¡No me atrapas, mamá! —gritaba Lucía, con su vestido claro ondeando tras de sí como una estela de luz.

Su madre la seguía fingiendo lentitud, con una sonrisa cálida y el cabello suelto que el viento mecía suavemente.

por otro lado fuera del palacio

A lo lejos, el retumbar de los cascos sobre el empedrado anunció la llegada del jinete. El sol, filtrado por nubes proyectaba sombras alargadas sobre los muros de Rubí. El soldado montado tiró de las riendas bruscamente frente a la puerta principal del palacio, su voz rasgada por la urgencia:

—¡El príncipe ha muerto! ¡Abran las puertas! ¡Llevo un mensaje para Su Majestad!

Los guardias en lo alto de las murallas intercambiaron miradas breves y tensas. Uno hizo una señal. El portón comenzó a crujir, sus hojas de hierro y madera abriéndose con lentitud, como si la propia ciudad dudara.

En ese instante, antes de que la lógica pudiera alcanzar al presentimiento, una lluvia de flechas silbó desde la espesura cercana. Los guardias de la entrada apenas tuvieron tiempo de girarse: los proyectiles los atravesaron sin piedad, y algunos cayeron sin emitir un sonido.

Desde la polvareda surgieron filas de soldados enemigos, armados y sin escudo, lanzándose a través de la entrada aún abierta. La traición había sido efectiva.

Dentro del palacio de Rubí, el estruendo del combate alcanzó los patios. Los guardias reales desenfundaron sus espadas mientras el eco del acero chocando con acero anunciaba que la batalla había comenzado… y que nadie en la corte estaba a salvo.

Las torres del palacio de Rubí vibraban con los ecos de la batalla. El cielo comenzaba a teñirse de humo cuando un sirviente irrumpió en los jardines, jadeando, con el rostro cubierto de polvo.

—¡Majestad… el palacio está siendo atacado!

La reina detuvo su andar. Por un instante, su rostro mostró el peso de la noticia, pero solo fue un suspiro lo que dejó escapar antes de girarse hacia su hija. Lucía seguía jugando entre las flores, ajena al caos que se cernía.

La reina se arrodilló frente a ella, acariciándole las mejillas con ternura.

—¿Recuerdas el lugar secreto que tu padre te mostró? —preguntó suavemente.

—Sí, madre… me dijo que era nuestro secreto especial.

—Muy bien. ¿Qué te parece si jugamos a las escondidas? Yo cuento, y tú te escondes allí… pero prométeme algo, mi estrella: no salgas, pase lo que pase. No importa lo que escuches, tú no salgas, ¿entendido?

—Está bien, madre… lo prometo.

La reina sonrió con dulzura fingida y se cubrió los ojos.

—Uno… dos… tres…

Lucía corrió sin mirar atrás, sus pasos veloces la guiaron por los setos conocidos del laberinto. Al llegar al corazón oculto, empujó la puerta secreta y entró en la habitación, Cerró la puerta con cuidado. Se sentó en la cama, abrazando sus piernas, y esperó en silencio… creyendo que era solo un juego.

Mientras tanto, la reina dejó de contar. Se puso de pie, su expresión endurecida por la determinación. Siguió al sirviente por los corredores, donde los ecos del combate se acercaban. Al pasar por una sala adornada con tapices ancestrales, arrancó una espada del muro. El metal aún estaba frío… pero no por mucho tiempo.

—Si Rubí debe caer —susurró con firmeza—, lo hará luchando.

Y sin más palabras, se lanzó hacia el estruendo del acero y los gritos, lista para escribir el final de una era con su propia espada.

El salón del trono temblaba con cada impacto. Las columnas de mármol reflejaban el fuego que comenzaba a devorar los tapices reales, y las estatuas parecían testigos mudos del fin de una era. En el centro de todo, el rey Arturo luchaba como si el reino aún dependiera solo de él… y quizá así era.

Su espada —la misma que había blandido en batallas legendarias— trazaba arcos firmes, precisos, como si bailara al ritmo de la guerra. Su capa desgarrada ondeaba con cada giro, manchada de sangre y humo, pero su postura seguía erguida. Un enemigo se abalanzó con lanza en mano, pero el rey giró sobre su talón, desarmándolo con un solo golpe, y lo derribó sin perder el aliento.

—¡Por Rubí! —bramó, su voz resonando en las paredes como un trueno.

Varios enemigos vacilaron, intimidados no por la corona, sino por el fuego que ardía en sus ojos. Arturo no peleaba por gloria ni por venganza. Luchaba por su hija. Por su reina. Por la memoria de lo que ese palacio alguna vez significó.

Cada golpe que daba no era solo un acto de guerra, sino una promesa silenciosa: mientras él respirara, el corazón de Rubí no se rendiría.

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