Mi nombre es Luna, soy la hija menor de la familia Carpio.
Hoy cumplo 19 años.
Y como todos los días, salgo tarde de casa rumbo al trabajo, procurando que nadie me vea. Desde que llegó mi hermanastra, hace un mes, todo se volvió un infierno. Antes bastaba con esquivar a mi madrastra, ahora tengo que evitar a las dos, como si caminar entre víboras se hubiera vuelto rutina.
En la sala están, como siempre, tomando té y hablando de bodas como si fueran transacciones bancarias.
—Madre, tengo muchas propuestas de matrimonio —dice Estrella con aire triunfal.
—Te doy una semana. Si Fernando no te manda la propuesta, te casarás con uno de los que ya lo hicieron —responde mi madrastra, con ese tono frío de quien no conoce el amor, solo el poder.
—No pienso dejarle el camino libre a otra con Fernando. Si me caso con otro, no podré hacerlo con él —dice Estrella, dejando claro que para ella el matrimonio es un trofeo.
—Eso no pasará. Eres la más hermosa entre todas las familias poderosas. Las señoras pelean por tenerte en sus círculos.
—Lo sé. Hoy en las grabaciones las vistas subieron porque anunciaron que seré la protagonista. Apenas estoy de vuelta y ya todos me rodean. No voy a desperdiciar mi belleza en alguien como Limber. Es un amargado que no sale de su casa. Solo me casaría con él para que Luna vea que el amor de su infancia me lo propuso a mí… y no a ella.
—Tú siempre fuiste más hermosa que ella —sentencia mi madrastra con esa sonrisa venenosa que conozco tan bien.
—Gracias, madre. Con Fernando tendré todo: fama, dinero y un hombre que me dé estatus. Quiero que me envidien por tenerlo. Si no se casó antes es porque me estaba esperando.
Me duelen sus palabras. Aunque nunca lo admitiría en voz alta, Limber fue más que un vecino para mí. Fue mi amigo, mi confidente, mi primer amor. Pero ahora es un hombre poderoso, influenciado por sus padres… y muy lejos de la persona que conocí.
Bajo las escaleras con cuidado, pero es inevitable que me vean.
—¿Luna, a dónde vas? —pregunta mi madrastra, como si mi existencia le molestara.
—Solo salgo, madrastra —respondo con voz neutra.
—Mira, madre, la ropa que trae puesta —dice Estrella con sorna, observando mis pantalones, blusa de manga larga y tenis.
—Cámbiate. Así no vas a salir de mi casa —me ordena la madrastra, como si aún tuviera autoridad moral.
—¿Y con cuál de la ropa que me han comprado? —respondo sin miedo.
Ella se levanta furiosa y camina hacia mí. Sus ojos son dagas.
—Te tolero solo por el amor que le tuve a tu padre. Si fuera por mí, te habría echado desde el primer día que pisé esta casa.
—¿Amor? No se engañe. Es eso… o porque aún no cumplo la edad necesaria y el testamento de mi padre no se puede leer hasta que los cumpla.
—¡Qué insolente! Te he dado techo, comida, ropa… ¿y así me pagas?
—¿Qué comida? ¿Qué ropa? Trabajo para mantenerme. Nunca dependí de usted, aunque se gaste el dinero de mi padre en su hija.
Intenta agarrarme del brazo, pero me zafé con rapidez. Me arde la piel solo con el intento de su contacto.
—Déjala ir, madre. Aquí solo estorba —agrega Estrella, como si su opinión valiera algo.
No digo nada. Solo salgo, sin mirar atrás. Camino por la vereda hasta el portón doble de la casa. Lo entreabro para salir, recordando cuando era niña y me encantaba ver cómo se abría automáticamente. Yo elegí ese portón. Y ahora siento que no tengo derecho ni a tocarlo.
Hace exactamente un año que mi padre murió de un infarto. Y aunque trato de no culparlo… lo hago. Me dejó sola con estas dos serpientes. Sé que ahora está en el cielo, junto a mi madre, y me duele admitirlo… pero estoy resentida con él. Por haberme dejado con ellas. Por haber confiado en la persona equivocada.
Camino varias cuadras hasta tomar el camión. Llego al trabajo tarde, otra vez por culpa de ellas. Entro por la puerta trasera del club y me cambio rápido: uniforme, mandil, cabello recogido. Toco la puerta de una de las salas privadas.
—Buenas noches, señores. Soy la camarera Lulu y los atenderé esta noche.
Aquí nadie usa su nombre real. Los clientes no tienen por qué saber quiénes somos. "Lulu" fue lo primero que se me ocurrió la primera vez que tartamudeé al intentar decir mi verdadero nombre. Y se quedó.
Los hombres piden botellas, las anoto y salgo. Me cruzo con las chicas que hacen compañía a los clientes. Algunas son amigas, otras son solo compañeras. Las llaman cuando hay fiestas, celebraciones o negociaciones importantes. Voy a la barra, respiro hondo y regreso con las botellas.
Sirvo los vasos, las chicas hacen lo suyo. Luego me retiro y me dirijo al área común, las terrazas de los tres niveles. Ahí trabajo el resto de la noche.
Cuando el club cierra, el jefe nos llama para la reunión de cierre. Los pagos son semanales. Me entrega un sobre más abultado de lo normal.
—¿Por qué hay más dinero? —pregunto, extrañada.
—El mismo cliente de siempre dejó propina para ti. Dijo que lo atendiste bien.
Una compañera me sonríe con picardía.
—Lulu, ¿por qué no te cambias de puesto? Ganarías más. Y si no quieres que te toquen, solo lo dices. No es obligatorio acostarse con los clientes. Solo es compañía. Eres muy bonita, siempre preguntan por ti.
—Gracias... pero así estoy bien —le respondo, como siempre.
Me cambio y salgo con la misma ropa de la mañana. Camino por la banqueta y, como ya es costumbre, me desvío al parque a una cuadra del club. Me siento en la misma banca de siempre.
Empieza a llover. No me muevo. Dejo que las gotas mojen mi ropa, mi cabello, mi alma.
Recuerdo cuando leía "La Cenicienta" y me preguntaba si alguien podría ser tan cruel con la hija de otra mujer. Y sí, sí que pueden. Hace un año no soporté más la casa, salí a buscar trabajo. Estrella se fue a estudiar teatro al extranjero con el dinero de mi padre. Yo encontré este trabajo, pagué mi último año de prepa y ahorro cada peso para cuando cumpla 20 y se lea el testamento. Mientras tanto, no puedo irme. Si me voy… ellas se quedarán con todo.
—Ay, papá… —susurro al cielo—. Casarte fue el peor error que cometiste. Y darle tu apellido a la hija de la hermana de mi madre fue aún peor.
Siempre dijiste que lo hiciste porque eran madre e hija abandonadas, pero al hacerlo solo me complicaste la vida. Dijiste que necesitaba una figura materna… pero hubiera preferido quedarme sin una.
Recuerdo el día en que mi tía llegó pidiendo asilo. Su esposo las había dejado. Mi madre acababa de morir. Yo tenía apenas cuatro años… y todavía la recuerdo. Pensé que mi tía podría ocupar su lugar. Me equivoqué. Jamás será mi madre. Nunca lo fue.
Y ahora, a un año de tu partida, soy yo quien debe soportarlas. Soy yo quien espera cumplir 20 para recuperar lo poco que dejaste. Mientras tanto, me aferro a lo único que nadie puede quitarme: mi dignidad.
Llego a casa empapada. La lluvia sigue cayendo con fuerza mientras subo las escaleras, el agua escurre por mi ropa y deja un rastro en el suelo. Entro a mi habitación… y me detengo de golpe. Sentada en mi cama, con esa sonrisa arrogante y las piernas cruzadas, está Estrella.
—Mírate nada más —dice con desdén, recorriéndome de arriba abajo—. Así jamás vas a conseguir un esposo. En cambio, yo ya tengo varias propuestas... pero hay una que vale más que todas: Limber. Se peleó por mí. ¿Puedes creerlo? Cuando antes solo te miraba a ti… solo te buscaba a ti.
—Qué bien por ti. Ahora, sal de mi habitación. Quiero descansar.
Se levanta con esa forma teatral tan suya, pasando demasiado cerca de mí.
—Cuando Fernando me lo proponga, te dejaré libre el camino con Limber —susurra—. Así al menos podrás decir que estuviste con el único hombre que te quiso... aunque dudo que te haga caso. No estás a su altura.
Camina hacia la puerta y, como en un mal chiste del destino, resbala con el agua que gotea de mi ropa. Grita como si se hubiera caído de un segundo piso.
En segundos, aparece mi madrastra con el rostro descompuesto de rabia.
—Solo vine a contarle mi buena noticia y me empujó —se queja Estrella con voz melosa—. ¡Mírala! ¿Quién sabe con quién andaba o qué andaba haciendo para llegar así?
—Estrella, me importa poco si te casas con un príncipe o con un mendigo. No me importa tu vida. Por mí, puedes irte de esta casa que mis padres construyeron con tanto sacrificio —le digo con fuerza contenida.
Entonces viene la bofetada. El golpe seco me gira el rostro.
—Esta casa ahora es mía —gruñe mi madrastra, acercándose a mí con esa mirada que tantas veces me ha hecho querer huir.
Pero no esta vez. Me mantengo firme. Estrella se levanta con una sonrisa torcida, disfrutando el espectáculo. Sin pensarlo mucho, la empujo hacia la puerta y la saco.
—No por mucho tiempo —le grito antes de cerrar la puerta de golpe. Le pongo seguro. Sé que intentarán abrir, pero lo olvidan: yo cambié la cerradura cuando ellas no estaban. Esta es mi habitación. Mi única frontera. Mi refugio.
Voy al baño, me cambio la ropa mojada y saco lo poco que me pagaron hoy. Mañana iré al banco a guardarlo. Al acostarme, mis ojos se fijan en la foto en la mesita de noche. Miro a mis padres, sonrientes, jóvenes… y hoy es uno de esos días en los que no soporto ver a mi padre. Tapo su rostro con el borde del portarretratos y me dejo caer en la cama, intentando dormir con el nudo en la garganta.
Despierto con la alarma. Me visto con rapidez, meto mi ropa de trabajo en una mochila, y salgo sin hacer ruido. Desde que Estrella está aquí, no pienso volver por las tardes. Mejor de la escuela me voy directo al trabajo.
Después de las clases, paso por el banco y dejo lo que tengo. El dinero es poco, pero para mí significa mucho. Camino al club, me cambio y entro al salón de servicio. Todo está lleno como de costumbre.
Llevo la orden a una mesa y siento una mirada pesada sobre mí. Cuando dejo las botellas, salgo rápidamente y, sin querer, choco con alguien alto.
—Lo siento, señor —digo alzando la vista.
—Fernando Linares, mucho gusto —dice él, y me congelo. Su nombre lo he escuchado muchas veces... en los labios de Estrella.
—Mucho gusto. Me llamo Lulu.
—Yo te dije mi verdadero nombre. ¿Por qué no me dices el tuyo?
—Ese es mi nombre.
—No te queda. No con ese rostro tan hermoso.
Aprieto la charola con fuerza. No tengo tiempo ni energía para este tipo de juego.
—Que tenga buena noche, señor Linares.
Camino hacia la barra, pero antes de salir, me llaman: debo llevarle otra botella al “señor Linares”. Cuando entro al salón privado, está solo.
—¿Qué botella quiere? —pregunto.
—La que tú me recomiendes. Y quiero tu compañía.
—Aquí hay personal para eso. Yo solo sirvo las mesas.
—Cobra lo que quieras. Solo quiero conversar.
—No es posible —respondo secamente—. Le pediré al barman la mejor botella para usted.
Voy, la traigo, y se la sirvo con rapidez, evitando mirarlo directamente. Que no me reconozca. Que no me recuerde si llega a casarse con Estrella. Si lo hace, ellas nunca se irán de la casa.
—¿Eres muy joven? —pregunta de pronto.
—Cuando hay necesidad, la edad es lo de menos.
—¿Eres menor?
—No.
—¿Te dan las propinas que dejo aquí?
—Sí. Gracias.
—Vengo hace años y recién el año pasado te vi por primera vez. Creí que eras hija de alguna trabajadora.
—Ya terminé mi turno, con su permiso.
—¿Te aburro?
—Mi novio me espera afuera.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde está?
—Gracias por la bebida. Buenas noches.
Salgo. Me cambio, me despido del jefe y salgo a la calle. Llovizna. No pasan taxis. Camino unas cuadras. Un auto baja la velocidad. No necesito mirar para saber quién es. Me quito los audífonos al sentir que alguien me toca el hombro.
—¿Te llevo? Yo te retrasé, al fin y al cabo.
—Gracias, pero no. Vivo cerca.
Se ríe. Su carcajada me dice que no me cree.
—¿Aquí? Aquí solo viven los ricos. ¿Y tu novio? ¿Se esfumó?
Me detengo. Me giro.
—No quería ser grosera, pero veo que insiste. Usted es un extraño. Jamás me subiría al carro de un desconocido. Fui amable, pero ya fue suficiente. Y si quiere quejarse con mi jefe, adelante.
Un taxi se detiene como si la suerte me respondiera. Subo sin mirar atrás.
Cuando llego a casa, algo no cuadra. Un carro demasiado familiar está frente a la entrada. La cerradura fue cambiada. Doy la vuelta hasta el lado oculto donde está una vieja escalera cubierta de enredaderas. Papá la dejó ahí por si alguna vez necesitaba entrar sin hacer ruido. Subo, me meto por la ventana.
Mi cuarto está hecho un desastre.
La puerta está rota. Entraron por la fuerza.
Mi pecho arde.
Bajo hecha una furia, pero las voces en la sala me detienen.
—Señor Linares, lo esperábamos con ansias. Mi hija tiene días hablándole de usted —dice mi madrastra con esa voz fingida que da náuseas.
—Madre, qué vergüenza, no diga eso —dice Estrella, suspirando con falsa modestia.
—Iré por los bocadillos —dice mi madrastra, pero al salir, me encuentra. Nos miramos fijamente. Me agarra del brazo, pero no cedo. Me zafé con fuerza.
—Tenemos que hablar.
—¿De qué? ¿De cómo me sacaron de mi casa? ¿De cómo irrumpieron en mi habitación, rompiendo mi puerta?
Ella me mira, desesperada por primera vez.
—Baja la voz. Te daré la llave nueva. Llamaré al cerrajero… ¿sí, mi niña? No te alteres…
Su voz melosa me deja en shock.
Y entonces lo entiendo.
Estrella y el señor Linares están de pie en la puerta de la sala. Nos miran.
La máscara de mi madrastra se ha resbalado… justo frente al hombre que puede decidir su futuro.
Y en ese momento, Fernando Linares me mira… como si acabara de ver un fantasma.
Evito verlo a la cara. No quiero que me lea los ojos, ni que descubra lo rota que estoy por dentro. Solo suspiro con resignación.
—¿Nos disculpan? Llevaré a mi hija a su habitación —dice mi madrastra con una sonrisa amable que no le llega a los ojos.
—No sabía que tenía dos hijas —comenta el señor Linares, con esa voz suya que siempre suena como si estuviera juzgando todo lo que ve. Y me enoja. Me hierve la sangre que hablen de mí como si no estuviera presente, como si mi vida fuera un dato irrelevante.
—No las tiene —respondo sin mirarlos, con la voz firme—. Yo soy su hijastra.
Sin más, ellos regresan a la sala, riéndose de algún comentario estúpido de Estrella. Subo con mi madrastra a mi habitación. Me siento en la cama, aún mojada, aún temblando. Ella queda de pie, como si le diera asco siquiera acercarse. Me lanza las llaves. Las atrapo y las guardo sin mirarla.
—No le arruines esto a tu hermana. ¿Crees que tu padre lo hubiera permitido?
Al oírlo, me erizo. Siento un vacío, una punzada en el pecho.
—Ni siquiera lo menciones. Si él estuviera vivo… créeme que quien estaría en uno de los mejores colegios sería yo. No Estrella.
Ella se cruza de brazos, fingiendo calma.
—¿Eso es lo que te enoja? No me tienes que reclamar nada. Tu padre fue quien congeló todo hasta la lectura del testamento. Solo tenemos esta casa.
—No me vengas con eso. Trabajando viven como si fueran millonarias. Contrataste a una empleada solo para aparentar.
—Es para que el señor Linares piense que tenemos dinero. Todo eso es con mis ahorros. Pronto no tendremos ni para comer. Por eso quiero que Estrella se case. Y si lo logra… quizás te dejemos esta casa para ti sola.
Me quedo en silencio, procesando esa última frase.
—¿Es en serio?
—Sí. Pero no arruines nada.
Suspira. Y por un momento, en sus ojos hay algo que me perturba. ¿Lastima? ¿Remordimiento?
—Te pareces tanto a ella… a tu madre.
Y entonces lo entiendo todo. Aprieto las llaves entre mis manos.
—Debió ser horrible para ti —le digo— verme todos los días y recordar que mi padre amó a otra. A la mujer que tú nunca fuiste.
Ella se queda inmóvil, con los labios entreabiertos.
—Si alguna vez te preguntaste por qué te odio tanto… ahí está tu respuesta —dice, girando para salir.
Ya lo sabía. Siempre lo supe. Pero escucharla decirlo en voz alta es como recibir una bofetada con una verdad que arde.
Cuando se va, me quedo en silencio. Mis libros están tirados por el suelo. Los recojo con cuidado, pero ya no tiene sentido. Nada tiene sentido. Cierro la puerta y pongo una silla para trabarla. Aun así, no duermo bien. Me siento vulnerable. Expuesta. Vigilada.
A la mañana siguiente, la casa está en silencio. Como siempre.
Camino más de lo normal para tomar un autobús más económico. Quiero ahorrar más. Necesito irme de aquí. Mi mochila pesa, pero lo que más pesa es la incertidumbre de mi futuro.
Llego a la prepa. En el receso saco un plato con verduras al vapor. Los demás comen como si no tuvieran preocupaciones. Algunos juegan como niños, otros se besan en rincones oscuros. Un grupo tiene una mesa llena como buffet. Yo me siento en una esquina, con mi topper barato. Como sin mirar a nadie. Sin hablar. Invisible.
Termino de comer. Guardo todo. Me pongo los audífonos, pero no suena música. Solo necesito silencio. Camino hacia el club nocturno.
Me cambio en los vestidores, como todos los días. Me pongo la ropa que oculta mi verdadero yo y revela el personaje de Lulu. Comienzo a trabajar. Al menos, el señor Linares no me denunció. Si lo hubiera hecho, ya estaría en la calle.
Entonces me llaman a uno de los salones más exclusivos. Un salón privado. Al entrar, algo me dice que este lugar no es como los demás.
La luz es tenue. Hay un silencio denso, incómodo. Tres hombres están en la sala. Uno fuma. Otro revisa su celular. El tercero… no se mueve.
Pregunto qué desean beber. Anoto sus órdenes con rapidez.
—¿Necesitan compañía? —pregunto, como manda el protocolo.
—No —responde uno, con voz autoritaria.
Es él. El que está en la esquina. No lo veo bien, pero su presencia impone. Siento la piel erizarse.
Salgo para preparar las bebidas. Mis manos tiemblan. Algo me dice que debo ser cuidadosa. Es uno de esos clientes que si se enfada, no solo pierdes el trabajo. Puede hacerte desaparecer.
Regreso con la bandeja. Sirvo los tragos con delicadeza. Los dos hombres a los lados toman sus vasos. El de la esquina no. Solo me observa. Sus ojos me siguen como cuchillas.
—Si es todo… me retiro —susurro, girándome.
—Fuera.
La palabra retumba en mi espalda. Acelero el paso. Pero no era para mí. Los otros dos hombres salen rápido, como si lo entendieran sin cuestionar nada. Me dejan sola con él.
Entonces lo escucho.
Una voz conocida. Oscura. Inevitable.
—¿Quién diría que una Carpio trabajaría en un club nocturno?
Y luego, la estocada.
—¿Tu padre lo sabe que su querida hija trabaja en un bar?
El aire se me escapa. Mis piernas flaquean. Me doy la vuelta despacio…
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