...Romina:...
Esa mañana desperté sintiéndome extrañamente en paz. Había dormido bien, algo que últimamente no era tan común. Me tomé mi tiempo para alistarme, incluso pude desayunar tranquila. Todo parecía en orden: los papeles listos, la agenda despejada. No tenía ningún mal presentimiento.
Tenía la sensación de que todo iba a salir bien.
Qué ingenua fui.
Estaba en mi oficina cuando escuché un golpe suave en la puerta.
—¿Estás ocupada? —preguntó Elena desde el marco.
—Solo un poco, dime —le respondí, invitándola a pasar.
—¿Puedes acompañarme a ver a unos clientes? Iba a llevar a Rose, pero está ocupada con otra cosa y no está tan familiarizada con el proyecto.
—¿Es sobre el de Reachel? —pregunté, y cuando asintió, no dudé. —Seguro, dame un momento.
Guardé los papeles que tenía sobre el escritorio, tomé mi bolso, una carpeta, y salimos juntas de la oficina.
El trayecto fue tranquilo. Íbamos concentradas, repasando los últimos detalles antes de llegar con los clientes.
—¿Tienes lista la presentación de la casa? —me preguntó Elena mientras el auto avanzaba.
—Sí, aquí la tengo —respondí, revisando la carpeta en mis manos.
—¿Lista de mobiliario?
—También está aquí —dije, señalando otro apartado.
—¿Y el presupuesto desglosado?
Me sobresalté un poco al escucharlo. ¿Eso me tocaba a mí.?
—Lo tengo yo.— Dijó Elena.
Suspiré aliviada.
—Entonces, al parecer, está todo listo —dijo.
No alcanzamos a relajarnos. El chofer frenó de golpe, y el auto se sacudió con fuerza. Me aferré al asiento con una mano mientras mi corazón se aceleraba.
—¡Agáchense! ¡No salgan del auto por ningún motivo! —gritó el chofer desde el asiento delantero.
—¿Qué está pasando? —preguntó Elena, ya con miedo en la voz.
—¡Nos están atacando!
Elena me miró con los ojos tan abiertos como los míos. El miedo nos congeló por un instante.
Los disparos comenzaron a escucharse como truenos.
Nos lanzamos al piso del auto y nos cubrimos los oídos, aunque era inútil. Las balas chocaban contra el blindaje con un estruendo que parecía atravesarnos. Cada impacto me hacía temblar por dentro.
Maldita sea ¡Estoy casi segura de que vienen por ella!
De pronto, el escolta que iba con nosotras abrió la puerta y bajó. Tal vez creyó que podía defendernos. Que podía hacer algo.
El tiempo se volvió una mezcla confusa de miedo, disparos y desesperación… hasta que, de pronto, todo se detuvo.
Solo se oyeron pasos. Lentamente, se acercaban. Cada pisada sobre el pavimento retumbaba en mi cabeza como una cuenta regresiva.
La puerta lateral se abrió bruscamente, y la luz del sol nos encegueció un segundo. Un hombre armado nos miró desde afuera.
—Deben acompañarnos —dijo con voz seca, sin levantarla demasiado.
Nos quedamos inmóviles.
—¿Acaso no fui claro? —insistió, y esta vez levantó el arma.
—Está bien… está bien —dije levantando las manos con lentitud.
—Muévanse —ordenó, señalándonos con el cañón del arma.
Elena y yo nos miramos. No dijimos nada, pero entendimos lo mismo: obedecer era lo único que podíamos hacer.
Yo bajé primero. Luego ella.
Apenas pusimos un pie fuera del auto, sentimos el frío del arma contra la nuca. Un hombre se colocó detrás de cada una.
—Caminen — me empujo.
Intenté mantenerme firme, aunque las piernas apenas me respondían.
Mientras caminaba, observé el horror frente a mí. Los guardias de seguridad estaban tirados en el suelo. Algunos muertos. Otros, tal vez no.
Vi también cuerpos de los atacantes. Pero ellos eran muchos más. Nos superaban por mucho.
—¡No se las lleven! —gritó una voz detrás.
Un guardia. Aún con vida. Una chispa de esperanza.
Pero el hombre que iba detrás de Elena se giró y, sin dudarlo, le disparó. La bala le atravesó la frente.
Cayó sin emitir un solo sonido.
Elena y yo nos sobresaltamos. Quise correr, gritar, hacer algo… pero no podía moverme. Una reacción extraña en mi.
Nos subieron a otra camioneta y el vehículo arrancó.
Nos alejaban.
De todo.
...****************...
Nos empujaron dentro de una habitación. Era extrañamente linda para ser parte de un secuestro. Alfombra gruesa, muros empapelados, una cama impecablemente tendida. Ridículo. Como si eso fuera a suavizar lo que estaban haciendo.
Uno de los hombres me empujó con fuerza y Elena casi cayó al suelo.
—¡Imbécil! ¿No ves que está embarazada? —le solté sin pensarlo. Nunca me he callado ante ningún malnacido, y este no sería la excepción.
El tipo sonrió con desdén, como si le hiciera gracia que lo enfrentara.
—En un momento vendrá el jefe, más les vale que no le den molestias porque él no será tan comprensivo con ustedes —dijo con arrogancia. Luego se acercó y me tomó de la barbilla como si yo fuera una muñeca de trapo—. A ver si con él sigues siendo tan brava.
Me aventó la cara aún lado.
—Debemos encontrar una salida —le dije a Elena, y empezamos a revisar cada rincón. Yo no me dejo encerrar sin luchar. Jamás. Las ventanas estaban selladas. El baño tenía una ventanita ridícula por la que apenas podía colarse el aire, mucho menos un cuerpo.
—Carajo —murmuré.
—Lo lamento, esto es mi culpa —dijo Elena con voz baja, sentándose en la cama.
—Claro que no. Esos malditos son unos delincuentes, no tú —respondí, aunque por dentro ya sentía que había algo más.
—Lo más seguro es que Franco esté detrás de esto, así que sí, es mi culpa —insistió.
Me detuve y la miré.
—¿Qué tiene que ver Franco en todo esto?
Su expresión se tensó. Sus ojos estaban llenos de peso, como si por fin hubiera decidido abrir la caja de Pandora.
—Siéntate. Te contaré un par de cosas —me pidió.
Me senté. No por sumisa, sino porque si algo iba a ayudarme a salir de allí, era saber qué clase de mier**a estábamos pisando.
Elena me lo contó todo. Lo de Franco, su doble vida, el matrimonio, la traición, el miedo constante. Yo no era sentimental, pero al escucharla, me daban ganas de golpear algo. O a alguien. Ya de por si idiota estuvo haciendo de las suyas en la empresa mucho tiempo.
—Franco sin duda es un maldito psicópata —dije.
—Sí lo es. Necesita ayuda psicológica.
—Necesita morir —repliqué, sin suavizarlo.
—Tal vez con ayuda… —intentó ella.
—No pienso igual. Algunos simplemente no pueden cambiar. Solo llevan consigo destrucción y dolor. Si no muere, alguien más acabará pagando las consecuencias.
Silencio.
—Lo más seguro es que sea él quien llegue en unos momentos. Solo espero que no lastime a mi bebé —dijo, abrazando su vientre.
Me acerqué y la abracé. Estaba asustada, pero no sola. No mientras yo estuviera cerca.
Entonces la puerta se abrió de golpe.
—El jefe no vendrá. Debemos llevarlas con el. —dijo uno de los tipos mientras nos apuntaba con el arma—. Salgan rápido.
Nos empujaron por un pasillo largo. Parecía un hotel antiguo decorado en tonos rojo oscuro, con detalles dorados que no ayudaban a disimular la sensación de encierro. Al entrar en una sala amplia, varios hombres nos miraron con descaro.
—¿Quién es tu jefe? —preguntó Elena.
Uno de los hombres la golpeó con el dorso de la mano. Me encendí.
—¡Ya me tienen harto, quiero que cierren la maldita boca! —gritó.
Le escupí sin pensarlo. ¿Como se le ocurría golpearla por una simple pregunta?
—¿Qué carajos te pasa? —gritó mientras me sujetaba del cuello. Me faltó el aire, pero jamás aparté la mirada. Si iba a caer, iba a hacerlo con dignidad.
—¡Suéltala, por favor! —rogó Elena.
Entonces se escuchó una voz que hizo que todos se congelaran.
—Ya suéltala, Beneck.
El hombre me soltó con torpeza. Tosí con fuerza y sentí a Elena a mi lado. Me tomó de la mano. Me ardía la garganta, pero al menos podía respirar.
—Estas malditas ya me tienen harto —insistió el tal Beneck.
—¿O será que has perdido el toque con las mujeres? —respondió la voz desde la entrada, burlona.
Entonces lo vi. Alto, con una presencia que te hacía girar la cabeza aunque estuvieras en medio del infierno. Cabello rojo intenso, corto, perfectamente peinado. Barba recortada que le enmarcaba una mandíbula marcada como esculpida. Un traje negro entallado, impecable, como si acabara de salir de una pasarela, no de una red criminal. Y fuerte. Se notaba por la forma en que caminaba: firme, como quien está acostumbrado a imponerse.
Aunque estaba furiosa, no pude evitar que mi vista se deslizara por su figura. Lo odié por eso. Odié que me llamara la atención justo en ese momento.
—¿Qué diablos haces aquí? — le preguntó a Elena.
—Vi… Víctor —dijo con un hilo de voz. El shock en su cara era absoluto.
Yo no entendía nada.
—¿Elena, lo conoces? —pregunté.
—Es… mi hermano —respondió ella. Yo casi me atraganto.
—¿No estaba muerto? —pregunté.
—Eso creí —dijo ella, todavía mirándolo como si hubiera visto un fantasma.
—Genial, tal vez nos pueda explicar por qué estamos aquí —espeté, cruzándome de brazos.
— Cuidado con como me hablas.
Víctor me observó de arriba a abajo. No me intimidó. Solo hizo que me dieran más ganas de golpearlo.
—¿Qué? ¿Qué me ves?
—No deberías estar aquí —dijo con voz baja pero afilada.
—¡Oh! ¿En serio? —respondí con sarcasmo—. Qué considerado.
—Es la segunda vez que te lo digo. A la tercera no será así —advirtió.
No le respondí, pero no porque me hubiera ganado. Simplemente decidí medir mis palabras. A veces, el silencio vale más que una pelea perdida.
—¿Dónde está la rubia? —preguntó entonces.
—¿Cuál rubia? —preguntó Elena, confundida.
—La rubia que debía venir contigo —aclaró él.
—¿Tú sabías que iban a traerme aquí? ¿Tú lo planeaste? —preguntó Elena, dolida.
Él asintió con fastidio.
—Me pidieron el trabajo y tenía que cumplir. No sabía que eras tú, aunque describieron tus características y las de la rubia. No sé cómo estos idiotas trajeron a ella en lugar de la otra.
—Genial, tenían que traer a Reachel y ahora estoy aquí atrapada —murmuré.
Entonces si debían ser Franco y Bolat los que estaban detras, esos malditos me han metido en esto.
Elena trató de razonar con él, pero él se encerró en su coraza. Frío. Calculador.
—Olvídalo, Elena. Es un maldito cobarde —le dije.
—Te lo advertí —sentenció Víctor, clavando sus ojos en mí.
Nos regresaron a la habitación. Enviaron comida, pero no me apetecía nada. Elena comió por el bebé. Me alegré de que al menos tuviera algo de fuerza.
Horas más tarde, volvió. Esta vez con dos hombres.
—Necesitamos hablar —dijo.
—¿A dónde me llevan? —pregunté cuando me señalaron.
—Tranquila, solo necesito hablar con mi hermana —respondió.
Los hombres se acercaron para tomarme del brazo.
—¡Ey! No se les ocurra tocarla —ordenó él.
Me desconcertó. Algo en su voz cambió. No era simple protocolo. Me dejaron ir con un gesto. Caminé por el pasillo sin mirar atrás, sintiendo su mirada ardiéndome la espalda.
Me metieron en otra habitación casi idéntica a la anterior. Cama grande. Cortinas pesadas. Una lámpara que pretendía opulencia.
Como si el cautiverio pudiera perfumarse.
—¿Voy a tener servicio de habitación o solo este tour turístico? —les dije mientras me dejaban encerrada.
No respondieron. Perfecto.
Paso un tiempo cuando la puerta volvió a abrirse. Entró él.
Víctor.
El maldito. El hermano de mi amiga. El traidor.
Y aun así, ese maldito tenía presencia.
Traje negro, ajustado, sin una arruga. El cabello pelirrojo peinado hacia atrás con precisión. Barba recortada con estilo, y ese cuerpo sólido como un muro. Estaba claro que no había pasado hambre. Ni miedo.
Y sin embargo, sus ojos no eran los de un hombre tranquilo.
Eran los de alguien que jugaba con fuego y se quemaba por dentro sin admitirlo.
—Qué sorpresa. ¿Se te cayó la conciencia por el pasillo y viniste a buscarla? —le solté apenas entró.
—No. Vine a verte. Me gusta cuando estás más callada, pero… no se puede tener todo —respondió con una sonrisa apenas torcida.
Ya empezábamos.
—¿Vas a seguir haciéndote el frío mientras tu hermana se desangra emocionalmente en esa habitación?
—No vine a hablar de ella —dijo, cerrando la puerta con suavidad.
—Entonces, ¿a qué? ¿A mostrarme lo macho que eres encerrando mujeres? Mira, ya lo lograste. Estoy encerrada. ¿Feliz?
Él avanzó unos pasos. Me sostuvo la mirada con descaro. Luego ladeó apenas la cabeza.
—No lo entiendes, Romina… Estás a mi merced.
Me congelé un segundo. No por miedo. Por la forma en que lo dijo. Tan tranquilo. Tan consciente del poder que tenía en ese momento.
—¿Perdón? —pregunté, alzando una ceja, desafiante.
—Me hablaste como si fueras intocable. Como si tus palabras no tuvieran consecuencias. Pero mírate ahora… —se acercó un poco más—. Sola. Atrapada. En mi habitación.
—¿Tu habitación? Qué romántico. Me hubieras traído flores.
Sonrió, cínico.
—No hace falta. No vine a seducirte. Aunque… te ves mejor enojada que callada. Deberías odiarme más seguido.
—No necesitas esforzarte. Ya lo hago con cada célula de mi cuerpo.
—Perfecto. El odio es útil. Da energía. Fija prioridades.
—¿Y cuál es tu prioridad, Víctor? ¿Verme quebrarme? ¿Sentirme pequeña? ¿Hacerme creer que vas a tocarme sin permiso?
Él no respondió. Solo dio otro paso. Estaba demasiado cerca. Podía oler su loción: madera, especias, amenaza.
Me mantuve firme. Pero dentro de mí, sabía que si ese hombre quería cruzar una línea, tendría que matarlo antes. Y no tenía armas.
Él lo notó. No sé cómo, pero lo notó. Y entonces bajó la mirada a mi boca solo por un segundo. Lo suficiente para jugar conmigo. Lo suficiente para que mi pulso se agitara.
—¿Te asusta la idea de que te haga algo en contra de tu voluntad? —murmuró.
No parpadeé.
—¿Quieres que me asuste?
—No, Romina. Quiero que sepas que no eres quien manda aquí. Y la próxima vez que levantes la voz para juzgarme, recuerda que hay lugares peores que este. Más oscuros. Más callados.
Tragué saliva. No me moví.
—¿Eso es una amenaza?
Él sonrió, sereno.
—Llámalo un consejo.
Se giró para irse. Y cuando abrió la puerta, sin mirarme, dijo con voz baja:
—Y no creas que tus palabras no me afectan. Solo… no lo hacen de la manera en que tú quisieras.
Y se fue.
Me quedé de pie. Sola.
La habitación seguía igual de lujosa. Igual de vacía.
Pero ahora, el aire pesaba distinto.
Cuando volví una hora después, Elena se acercó preocupada.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí —dije con firmeza, aunque la verdad era más complicada que eso. Me acosté junto a ella.
—Deberíamos dormir.
La abracé, como quien abraza a una hermana menor. Me juré que de allí saldríamos. Con vida, y con respuestas.
Por que Elena ha sido la única que no me a juzgado sólo con verme.
...Victor:...
Me mantuve apartado, observando desde la esquina del pasillo. Quería ver con mis propios ojos lo que traían. Dos mujeres, una de cabello cstaño-rojizo, me recordó a alguien, más delgada, y la otra… la otra no era la rubia que esperaba.
Ambas fueron empujadas al salón principal. El lugar no ayudaba a calmar el ambiente: era como un viejo hotel venido a menos, todo rojo, dorado, sofocante. El ambiente estaba cargado. Y no solo por la tensión.
Entonces la vi bien.
La mujer que no estaba en los planes. Alta. Morena. De curvas fuertes y andar altivo. Elegante, incluso despeinada. Y un cabello ondulado que caía como si fuera la parte más libre de ella. No bajó la mirada al entrar. Observó a todos como si fuera ella quien decidía quién tenía derecho a vivir.
No sabía quién era, pero algo en mi interior se crispó.
—¿Quién es tu jefe? —preguntó la otra mujer.
Entonces uno de los hombres, Beneck, le cruzó la cara con el dorso de la mano. El golpe me sonó en el estómago. No supe por qué.
Y ella —la morena— no se contuvo. Le escupió en la cara. Beneck estalló.
—¿Qué carajos te pasa? —gritó, tomándola del cuello.
Ella lo miró directamente. Sin pestañear. Como si no tuviera miedo a morir.
—¡Suéltala, por favor! —rogó la otra mujer.
Entonces la reconocí. No por la voz, no por el rostro. Por cómo dijo “por favor”. Solo alguien que había tenido que rogar antes lo decía con ese tono. Mi sangre se congeló.
—Ya suéltala, Beneck —dije. Mi voz salió más dura de lo que pensaba.
El tipo la soltó. Ella cayó tosiendo, la otra mujer se agachó a ayudarla. Beneck aún refunfuñaba.
—Estas malditas ya me tienen harto.
—¿O será que has perdido el toque con las mujeres? —respondí con sorna, acercándome.
Entonces ella me miró. Elena.
Elena. Mi hermana.
El mundo se detuvo. El aire se volvió pesado. Ella estaba aquí. Viva. Y yo… yo había permitido esto.
Pedí a todos que salieran.
—¿Qué diablos haces aquí? —pregunté con voz rota.
—Vi… Víctor —susurró ella. Su rostro era un poema de shock y dolor.
—¿Elena, lo conoces? —preguntó la morena.
—Es… mi hermano —respondió ella. Yo no podía dejar de mirarla.
—¿No estaba muerto? —preguntó la otra.
—Eso creí —dijo Elena, aún paralizada.
El resto de las voces se volvieron un zumbido.
Yo no sabía que la mujer que habían atrapado era ella. Juro por todo que no lo sabía. Me pasaron descripciones vagas: una rubia, una castaña, embarazada, no me dijeron nombres. Solo que debía asegurarme de que no escaparan hasta que el contacto llegara.
El corazón me latía con fuerza. ¿Cómo había permitido esto?
—Genial, tal vez nos pueda explicar por qué estamos aquí —espetó la otra, con sarcasmo.
Me giré hacia ella.
—Cuidado con cómo me hablas —dije, más para recuperar el control que por otra cosa.
Ella me observó de arriba a abajo, sin miedo. Incluso con asco.
—¿Qué? ¿Qué me ves?
—No deberías estar aquí —le advertí.
—¡Oh! ¿En serio? Qué amable —me lanzó, con el veneno más elegante que había oído.
—Es la segunda vez que te lo digo. A la tercera no será así.
Se cruzó de brazos, orgullosa. Y no me contestó. Pero tampoco se rindió. Su silencio era un desafío.
—¿Dónde está la rubia? —pregunté.
—¿Cuál rubia? —dijo Elena.
—La que debía venir contigo —expliqué, tratando de sonar neutral. Mi mente aún intentaba procesar lo que acababa de descubrir.
—¿Tú sabías que iban a traerme aquí? —preguntó Elena, rota.
—Me encargaron retener a dos personas. No sabía que eras tú, lo juro. Me dijeron una rubia y una castaña o rojiza. Nada más. Tú… tú no deberías estar aquí.
La morena bufó.
—Genial. Tenían que traer a Reachel y ahora estoy yo atrapada.
No me gustó el tono con que lo dijo. Como si esto fuera un juego donde se sorteaba el castigo.
—¿Quién eres tú? —pregunté.
—No es tu maldita incumbencia —disparó. Sus ojos verdes brillaban como cuchillos.
Elena me miró, como esperando algo más. Una explicación. Una salida.
Pero yo no la tenía. Llevábamos mucho tiempo trabajando este golpe, mi libertad dependía de ello, cómo iba solo he charlo todo por la borda. Como podría traicionar a Paolo de este modo después de todo lo que hizo por mi.
—Olvídalo, Elena. Es un maldito cobarde —escupió la morena.
—Te lo advertí —dije, con los dientes apretados.
Me odié por eso. Pero no podía dejar que todos supieran cuánto me había afectado verla aquí.
Caminábamos por ese pasillo que parecía no tener fin, con sus paredes cargadas de rojo oscuro y dorados que le daban un aire antiguo y opresivo. Sentía las miradas de ellas clavadas en mí, pero también notaba algo diferente en la mujer morena que caminaba junto a Elena. Algo en ella me perturbaba, aunque no sabía qué.
Intentaba mantener la mente fría, concentrado en el objetivo: hablar con mi hermana, entender qué había pasado y mantener el control de la situación sin que mis hombres sospecharan nada. Pero dentro de mí, una inquietud crecía silenciosa.
Romina, la morena de ojos verdes, no apartaba la mirada, desafiante y tensa. Sentí que me evaluaba, y aunque no entendía por qué, su presencia me descolocaba más de lo que quería admitir.
No podía permitirme flaquear, pero tampoco podía ignorar ese extraño tirón que sentía hacia ella.
Cuando llegamos a la habitación, me aseguré de que no hubiera sorpresas. Tenía que protegerlas, incluso si no confiaban en mí, incluso si yo mismo dudaba de todo.
Mientras Elena se sentaba, mirándome con una mezcla de miedo y esperanza, mis ojos volvieron a buscar a Romina, intentando descifrar qué significaba ese choque inexplicable.
No sabía qué nos esperaba, pero algo me decía que esto apenas comenzaba.
Las regresaron a la habitación. Vi por las cámaras que no comieron. La morena no dejó de caminar de un lado a otro. Parecía una fiera enjaulada.
...****************...
El tipo estaba tirado en el suelo, jadeando y con el rostro desencajado por el miedo. Beneck no sabía quién era yo ni qué vínculo real tenía con esas mujeres, y eso le jugaría en contra.
—No sabía quién era —balbuceó, intentando justificarse—. Solo seguía órdenes.
Le agarré la mano con fuerza, levantándola frente a sus ojos.
—No importa a quién creas que golpeas —sentencié—. Nadie aquí debe tocar a esas mujeres.
Miré a los hombres que me acompañaban.
—Córtenle la mano. Quiero que aprenda lo que pasa cuando alguien levanta la mano contra ellas.
Beneck intentó suplicar, pero sus palabras se ahogaron en un grito cuando la mano fue cortada.
—Que esto sirva de advertencia —añadí, con frialdad—. Nadie vuelve a tocarlas sin pagar un precio muy alto.
Di un paso atrás, dejando que el silencio y el miedo llenaran la habitación, consciente de que ese era solo el comienzo.
...****************...
Más tarde, decidí intervenir.
Entré con dos hombres.
—Necesitamos hablar —dije.
—¿A dónde me llevan? — se resistió.
—Tranquila. Solo necesito hablar con mi hermana.
Uno de ellos quiso tocarla del brazo.
—¡Ey! No se les ocurra tocarla —ordené. Mi voz fue seca, fría.
No era por ella. ¿O sí?
La morena me miró confundida, pero no dijo nada. Se adelantó por el pasillo. Altiva. Imposible de ignorar.
Algo en mí sabía que esa mujer iba a ser un problema.
Y que ya lo estaba siendo.
—¿Y el otro sujeto? — sabía que mi hermana se refería a Beneck.
—Le están curando la mano que acabo de cortarle —dije.
—¿Qué? ¿Por qué? —me sorprendí.
—Fue el que te golpeó en el rostro, ¿no es así? —me señaló con la mano—. No alcancé a ver con qué mano te golpeó, por eso corté la mano con la que estaba ahorcando a tu amiga.
Me observo incrédula. Había algo en su mirada, como si el peso de lo que estábamos viviendo le estuviera consumiendo el alma. Aquel brillo en ella, aún estaba, pero no con la misma fuerza.
Me senté en una de las sillas de la habitación y tomé un trago del licor que había sobre la mesa, intentando calmar la tensión que me quemaba por dentro.
—Cuéntame, ¿cómo sabes que tu “querido” esposo Elliot en realidad se llama Franco? —dije con sarcasmo, cruzando una pierna.
—Lo supe al siguiente día de la boda —respondió.
Mientras ella me contaba la historia, mis ojos se oscurecieron con odio.
—¿Eso quiere decir que el hijo que esperas no es de él, sino de este otro sujeto que es Elliot en realidad?
—Sí, me enamoré de él y él me perdonó. Nunca sacó a la luz el falso matrimonio porque también se enamoró —confesó con voz temblorosa.
Resoplé con frustración. —Lo más seguro es que mi jefe me haya pedido raptarlas a petición de ese infeliz —dije, refiriéndome a Franco.
Maldita sea, cuando será el día que tenga de frente a ese par para matarlos.
—Temo por la vida de mi hijo —me dijo, apretando mis manos con fuerza.
Sentí el dolor en sus palabras. —El día que te casaste fue el día que todo cambió para mí —confesé, con la garganta seca.
Me dolía si quiera hacer alusión al infierno que pase.
—Lo lamento tanto, Víctor —dijo—, aunque traté de imaginar por lo que podías estar pasando, la verdad es que nunca sabré lo que realmente te pasó.
Quise desahogarme con ella, pero no pude, no podia simplemente aventarle esta carga.
—En verdad lamento no poder hacer nada por ti —le dije con frialdad—. Tú seguiste con tu vida sin importarte la mía. Ahora me toca a mí hacer lo que más me convenga.
No se si estaba dispuesto a renunciar a mi libertad, solo por ella. Por su hijo, por su familia, no lo sabía.
Vi cómo las lágrimas caían de sus ojos.
Yo, el hombre que la había protegido siempre ahora la estaba abandonando.
—Entiendo, no volveré a pedirte algo así —me dijo.
Me levanté y salí de la habitación.
...****************...
El amanecer apenas se asomaba cuando salí del pasillo con la mandíbula tensa. No había dormido. No después de saber que mi hermana estaba ahí… y que esa maldita mujer, Romina, también. Me había sacado de mis casillas con solo tres palabras. Jodida morena desafiante.
Y ahí venían. Caminando con ese andar de costumbre violenta. Franco. Bolat. Y detrás de ellos, como sombra sin voluntad, Elías Ferrara, “el arquitecto”. Pero no eran ellos los que me pusieron el estómago en un nudo. Era su destino.
No deje que me vieran o todo se iría por el caño.
La recámara donde estaban Elena y Romina.
Apreté los puños. Sentí cómo me ardía la garganta, como si cada paso de esos tres hacia la puerta fuera un puñetazo a la promesa que le hice a mi madre: cuidar a mi hermana. A mi familia.
Tragué el último sorbo de café. Frío. Amargo. Como esto. Como yo.
Me giré con brusquedad y tomé el camino contrario. Fui directo a la única puerta que podía cruzar sin romperle la cara a nadie. Toqué dos veces. Entré sin esperar respuesta.
Farid estaba dentro, limpiando una pistola. Alzó la vista y se tensó apenas al verme. Siempre estaba tenso. Desde que Paolo nos metió aquí, no habíamos tenido más que silencios estratégicos y palabras medidas.
—¿Qué carajo pasa? —preguntó sin rodeos al verme con la cara hecha piedra.
Cerré la puerta detrás de mí y solté el aire de golpe.
—Mi hermana está aquí —dije.
Él parpadeó. —¿Qué?
—Elena. La pelirroja. No tenía idea. No hasta que la vi. Y no solo eso. Está con otra mujer. Romina. Esa tampoco debía estar aquí.
Farid se levantó de golpe. —¿Estás diciendo que secuestraron a tu hermana?
Asentí.
—Franco y Bolat lo ordenaron, por eso tuvimos que mandar un maldito ejército hacerlo. Trajeron a Elena y otra chica que no debería estar aquí.
Farid se quedó en silencio unos segundos. Luego pateó la silla con furia.
—¡¡Esos malditos hijos de puta!! ¿Que piensas hacer? ¡¡No estarás pensando en traicionar a Paolo!! — Me reclamó.
Me quede callado.
— Por favor dime que no lo estás pensando ¡¡CARAJO!! — Me gritó.
—¡No se! —le grité, cerrando los ojos un instante—. ¡No puedo hacer nada sin que se venga abajo todo! Lo de Paolo, lo nuestro… ¡tú sabes lo que está en juego!
Farid me señaló con el dedo, temblando.
—Paolo nos salvó la vida, cabrón. Nos perdonó cuando nadie más lo habría hecho. Y tú… tú no puedes traicionarlo.
—¡Lo sé! —respondí con voz rota—. Lo sé mejor que tú. Pero no puedo dejarla. No puedo. Le prometí a mi madre que la cuidaría. Que nunca dejaría que nada le pasara.
Se hizo el silencio. Farid respiró hondo, tragándose su furia.
—Entonces estoy contigo —dijo al fin.
Me giré hacia él, sorprendido.
—¿Qué?
—No voy a dejar que lo hagas solo —añadió—. Pero tienes que pensar con la cabeza, Víctor. No puedes hacer que nos descubran. No puedo esperar a que nos ordenen abrir fuego contra ti. No voy a ser yo quien lo haga.
Lo miré. El nudo en mi pecho se apretó aún más. Pero asentí.
No era momento de fallar. Ni a mi hermana, ni a Paolo, ni a él.
—Entonces nos mantenemos firmes —dije.
—Hasta el final —respondió Farid, con los ojos igual de rotos que los míos.
...Romina:...
Ya había pasado casi media hora sin que la trajeran de vuelta.
La puerta se cerró de golpe detrás de ellos cuando se la llevaron. Dos tipos grandes, sin mediar palabra. Ni siquiera me miraron. Me empujaron para quitarme del medio. No pude hacer nada.
No supe más. No dijeron a dónde. No la trajeron de regreso.
En la mañana, solo entraron con una charola. Un plato. Solo para mí. Ni siquiera lo tocaron. Eso me encendió todas las alarmas.
Y antes de eso, el maldito del Violador de Bolat y malnacido de Franco, entraron. Por las palabras as que Franco le dijó a Elena, puedo imaginar un poco de lo que iban a hacerle.
Y cuando finalmente la puerta volvió a abrirse, sentí que la tensión me subía hasta la garganta.
Víctor entró primero. El mismo andar altivo. La misma cara impenetrable. Pero algo en sus ojos estaba diferente. Atrás de él, otro tipo más joven, moreno, ceño fruncido, los ojos moviéndose como si esperaran un disparo en cualquier momento.
—¿Dónde está Elena? —preguntó Víctor, sin rodeos.
Solté el aire con fuerza.
—No lo sé. Se la llevaron hace horas. Solo vinieron dos tipos, ni siquiera dijeron a dónde. Solo se la llevaron.
El otro sujeto me miró con el ceño aún más fruncido. Víctor se tensó. Caminó por la habitación, de un lado a otro, como un lobo encerrado. No me quitaba los ojos de encima.
—¿Y no viste nada más? ¿Nadie dijo nada? —insistió.
—Nada. Solo sé que esta mañana trajeron comida… para mí. Solo para mí. —Mi voz se quebró un poco sin querer, pero me obligué a mantenerla firme—. No dijeron su nombre. Ni siquiera la mencionaron.
El suejeto dio un paso adelante. Lo miró a él. Después a mí.
—¿Crees que la bajaron al nivel subterráneo? —preguntó, pero no fue a mí. Fue a Víctor.
Él no respondió de inmediato. Cerró los ojos un segundo, luego apretó la mandíbula.
—Si no está aquí, y no se la llevaron arriba… —murmuró, más para sí mismo—. Sí. Es probable.
—¡Ese lugar…! Ese lugar no es una clínica. Sabes perfectamente lo que hacen ahí abajo. ¡No puedes permitirlo!
Víctor lo fulminó con la mirada, pero el sujeto no se achicó. Lo encaró como si se le fuera la vida en ello.
—¿Tú crees que no lo sé Ferid? !Es mi hermana, joder! —escupió Víctor, golpeando la pared con el puño cerrado.
Yo me quedé en silencio. Todo dentro de mí era ruido.
—Entonces debemos hacer algo —le dijo Ferid entre dientes—.
El silencio se hizo más pesado.
Víctor no respondió. Pero su mirada fue suficiente.
Y eso lo cambiaba todo.
Los vi intercambiar miradas. Algo no dicho pasó entre ellos. Víctor no necesitó muchas palabras, pero su compañero —Ferid, creo que lo llamó antes— lo entendió de inmediato. Lo vi tensarse, tragar saliva con rabia, como si estuviera a punto de romper algo. O a alguien.
—Ve por el coche —ordenó Víctor, sin levantar la voz—. El negro. Motor encendido, salida norte. Te explico el resto en cinco.
Ferid soltó una maldición en voz baja y negó con la cabeza. No estaba de acuerdo, pero no lo contradijo. Solo lo miró como si le costara no hacerlo. Finalmente, salió de la habitación dejando la puerta entornada.
Me quedé observando a Víctor. Caminaba de un lado a otro, el ceño fruncido, los labios apretados, como si en su cabeza ya se estuviera ejecutando un plan que aún no había compartido conmigo. Me molestaba no saber, pero más me inquietaba ese gesto en su rostro: mezcla de culpa, furia y urgencia.
—¿Qué planeas? —pregunté sin rodeos.
Se detuvo. Me miró. Por un segundo, parecía dudoso, como si considerara no decírmelo. Pero al final se acercó, lento, y me habló bajo, solo para mí.
—Nos vamos de aquí.
—¿Cómo que “nos vamos”? —dije en automático—. ¿A dónde?
—A donde ya no estén bajo el control de esos malnacidos.
Me tensé. No por miedo. Por lo que sus palabras significaban. Huir. Traicionar. Romper con todo.
—¿Y Elena? ¿Sabes dónde está?
—Lo sospecho. —No me dio detalles, pero no necesitaba más. Había un brillo diferente en sus ojos. Determinación. Furia contenida.
—¿Y si nos descubren? ¿Si nos matan en el intento?
—Entonces será por intentarlo.
Me quedé en silencio un momento. Aquel hombre, que horas antes parecía un maldito sin alma, ahora estaba dispuesto a enfrentar a toda su maldita organización por sacarnos de aquí. Por salvar a su hermana. Por sacarme a mí.
Y algo en mi pecho, muy a mi pesar, se estremeció.
—¿Qué necesitas de mí? —pregunté, alzando la barbilla.
Él sonrió apenas. Una sonrisa de guerra.
—Que no me cuestiones. Y que corras cuando te lo diga.
Asentí.
—Hecho. Pero si muero por tu culpa, voy a venir a jalarte las patas.
—Tendrás que alcanzarme primero —dijo, y se giró hacia la puerta.
Y por primera vez desde que llegué a este infierno… sentí que tal vez, solo tal vez, teníamos una oportunidad.
...****************...
El olor a desinfectante era fuerte, casi irreal. Como si intentaran ocultar algo peor. Lo primero que vi al bajar las escaleras fue un pasillo frío, blanco, clínico… demasiado clínico para un maldito hotel. Como si el infierno tuviera quirófano.
—¿Qué es este lugar? —pregunté en voz baja, observando los armarios con batas, guantes, mascarillas.
Víctor no respondió. Solo me miró de reojo, sacó dos juegos de ropa quirúrgica de un casillero metálico y me lanzó uno.
—Póntelo. Encima de tu ropa. Todo. Bota, bata, cofia, mascarilla. Sin preguntas.
—¿Vamos a disfrazarnos de enfermeros ahora?
—Si quieres salir viva y sacar a mi hermana de aquí, sí.
No discutí. Me moví rápido. Me puse la bata quirúrgica sobre mi ropa, ajusté la cofia como pude y coloqué la mascarilla. Me sentía como en una pesadilla médica.
Mientras tanto, él ya estaba casi listo. Traje cubierto por completo, guantes puestos. Su rostro oculto bajo una mascarilla quirúrgica, pero los ojos igual de filosos.
Sacó un arma de la parte baja de su espalda, la revisó y la aseguró de nuevo contra su cuerpo, bajo la bata.
—¿Siempre te armas para una cirugía? —pregunté con sarcasmo.
—No planeo operar, Romina. Planeo sacar a Elena de aquí. Y si alguien se interpone, planeo hacerlo sangrar.
Tragué saliva. Lo decía en serio. Cada palabra. No era una figura del lenguaje.
—¿Sabes dónde puede estar?
—Hay tres habitaciones al fondo. La del centro está siempre cerrada. Si la tienen ahí, será en esa. —Me miró directo—. Tú vas delante. Camina como si pertenecieras aquí. No hagas contacto visual con nadie. Si alguien pregunta, improvisa. Si suena una alarma… corres.
—¿Y tú?
—Disparo.
Asentí. Ya no había vuelta atrás. Estaba a punto de caminar hacia el mismísimo centro de una pesadilla quirúrgica criminal… disfrazada de enfermera y con el tipo más peligroso que había conocido como escolta.
Una parte de mí temblaba. Pero no retrocedí.
Ni una maldita vez.
...****************...
Corríamos en silencio. Yo sentía el sudor frío bajarme por la espalda. Y entonces, la vimos.
Elena. Sedada. En una camilla. Un doctor a punto de hacerle… no quería imaginarlo.
—¡Dejen de hacer lo que están haciendo! —bramó Víctor, entrando como una tormenta.
Nadie reaccionó.
—¡Que dejen de hacer lo que están haciendo dije! —gritó de nuevo.
Yo fui directa a la camilla. Le arranqué el suero con manos temblorosas, le toqué la cabeza.
El doctor quiso interceptarnos. Víctor le disparó en la frente. Frío. Sin dudar.
—¿Alguien más se va atrever a oponerse? —preguntó, rabioso. Las enfermeras sólo negaron, con ojos desorbitados.
—Vas a estar bien —le susurré a Elena.
—¿Lista? Será un camino largo y difícil hasta la salida —me dijo Víctor.
—Lista —mentí. Porque no lo estaba. Pero igual lo haría.
Elena murmuró, apenas audible:
—No puedes dormirte ahora, te necesitamos despierta —le exigió él.
—Será difícil llevarla en la camilla, llamará más la atención —le dije.
—Trata de ponerla de pie —ordenó.
Lo intenté. Su cuerpo se me resbaló como trapo mojado.
—No puede levantarse.
—Ni modo, así la llevaremos —gruñó.
Los pasillos parecían más largos con cada paso. Cada sombra era una amenaza. Cada sonido, un disparo que aún no se había hecho.
Un enfermero nos interceptó.
—¿Quién es esta paciente?
—Se pospuso su cirugía —respondió Víctor con seguridad tensa.
—Allá atrás se escucharon unos ruidos raros ¿Qué fue?
—No tengo idea —fingió.
—Yo me llevaré al paciente —dijo el tipo, caminando hacia la camilla.
Víctor no dudó. Le golpeó la nuca con la culata del arma. El cuerpo cayó seco. Lo empujamos a un lado.
Y entonces, la alarma.
Lo que faltaba.
Ese maldito chillido que ponía los nervios a mil.
Comenzamos a correr.
Nos siguieron. Víctor disparaba con precisión militar. No erraba un solo tiro. Cambiaba el cargador sin perder ni un segundo.
Cuando las balas se acabaron, peleó. Cuerpo a cuerpo. Rápido. Imparable.
Pero uno lo agarró por la espalda. Lo asfixiaba. Yo no pensé. Tome un arma del suelo, apunte y dispare.
Milagrosamente el tiro dio justo donde quería.
Un disparo certero. El sujeto cayó.
No podía creerlo, había matado a un hombre.
—Estás loca, pudiste matarme —me gritó Víctor, aún jadeando.
—Pero no lo hice —repliqué, respirando con fuerza. Y era cierto.
El elevador se abrió.
—Gracias —susurró Elena, débil.
—¿Cómo saldremos de aquí? —pregunté.
—Tengo alguien afuera que nos está esperando —respondió él.
—Eso si alcanzamos a llegar.
—Cuando las puertas se abran no salgas del elevador hasta que yo te diga —dijo—. Iremos por la izquierda.
Pero apenas se abrieron las puertas y empezó el tiroteo… salí.
Me adelanté. Ya quería estar fuera.
—¿A dónde creen que van? —dijo un sujeto, bloqueando el paso.
Me tensé.
—Te dije que esperaras —me regañó Víctor. Cuando habia disparado y el cuerpo del tipo se desplomó en el suelo.
—Vi el camino libre y decidí adelantarme.
—Y ahora ves las consecuencias —dijo, señalando el cuerpo.
Rodé los ojos. Seguimos.
Salimos. Ferid ya nos esperaba. Afuera, cuerpos tirados. Víctor había previsto todo.
—¡Aj! Creí que no podrían salir de ahí —exclamó Ferid.
Víctor me pasó un arma.
—Ten, dispara a cualquiera que veas salir por esa puerta.
Mientras subían a Elena, me quedé apuntando. Vigilante. Temblando.
Unos tipos se acercaban, y yo disparé.
Esta arma era más potente, dio varios disparos a la vez y aunque le di a uno, me tiro al suelo, dándole a ventanas y de mas.
— Bien hecho. — Me dijó Víctor cuando vio que le di a los que estaban más cerca.
Ambos chicos después de subir a Elena, comenzaron a disparar.
Subí y después subieron ellos.
Elena murmuró:
—Romina, no podemos dejarla.
—Tranquila nena, aquí vengo contigo —le dije y me bajé el cubrebocas.
Ella me reconoció. Y luego lo vio a él.
—Si me ayudaste.
—Siempre serás mi hermanita —respondió con una sonrisa que no ocultaba el dolor.
—¡Ah, no quisiera interrumpir su momento, pero tenemos compañía! —avisó Ferid.
—Nos están siguiendo —dijo Víctor, mirando atrás—. No detengas el auto, no es una opción.
Marcó.
—No me siento bien —murmuró Elena.
—Está bien Elena, solo respira —le guié el ritmo, respirando con ella.
—Paolo, necesitamos ayuda, estamos siendo perseguidos —dijo Víctor al teléfono.
—¿Acaso los descubrieron?
—No, es sólo que tuve que hacer un escape de emergencia.
—Háblame claro Víctor. Nececitaba que estuvieras ahí.
—Estos infelices secuestraron a dos chicas y una de ellas es mi hermana. No podía dejarlas.
Silencio. Y luego:
—¿Las chicas se llaman Elena y Romina?
Nos miró. Respondió:
—Sí.
—Traten de llegar a la cabaña. Hay armas suficientes. Llegaremos pronto.
—Bien, de acuerdo.
—¿Tu hermana está bien?
—Sí. No puedo dar muchos detalles ahora.
Cortó.
Las balas comenzaron a llover.
—Están por alcanzarnos, abre la ventana —ordenó a Ferid. Víctor se asomó y disparó. Dio justo en el auto que venía más cerca. El impacto fue brutal.
—Eres un maldito con la mejor puntería que he visto —dijo Ferid.
Pero aún venían más.
Giramos hacia un camino de tierra. Violento. Polvoso. Difícil.
Cuando llegamos a la cabaña, bajamos a Elena. Entramos. Cerramos. Sellamos.
Víctor y Ferid comenzaron a sacar armas. Armas como si fueran herramientas de cocina. Naturales. Rutinarias.
Yo me quedé junto a Elena, pero sabía que, si volvían por nosotras… no iba a correr.
Iba a disparar.
Y esta vez, no iba a fallar.
Romina Corjan.
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