...Nota de Contexto...
...Ambientación ficticia con inspiración histórica...
...Esta novela es una obra de ficción. Aunque algunos elementos, costumbres o referencias puedan recordar a contextos reales de la historia humana, todos los lugares, personajes, eventos y culturas aquí presentados son inventados y forman parte de un mundo ficticio creado exclusivamente para fines narrativos....
...La historia se desarrolla en una era antigua, donde los caminos se recorren en carromatos, las ciudades se iluminan con lámparas de querosén y los pactos entre familias nobles pueden marcar el destino de una persona. En este mundo, los compromisos y matrimonios tempranos son parte de las normas sociales impuestas por el contexto histórico-ficticio, como ocurría en muchas civilizaciones del pasado....
...Dicho esto, la obra no promueve ni justifica tales prácticas en la realidad actual. Cualquier referencia a relaciones o vínculos afectivos entre personajes menores de edad se trata con el mayor respeto posible, sin intenciones de romantizar ni sexualizar la juventud. Por esta razón, toda expresión íntima entre los protagonistas se desarrollará únicamente cuando la protagonista haya alcanzado la mayoría de edad. Hasta entonces, cualquier acercamiento será moderado, emocional y coherente con el tono de la historia: basado en el respeto, la protección mutua y el desarrollo de una conexión genuina....
...Adicionalmente, al final de ciertos capítulos, podrá incluirse alguna imagen o ilustración con referencias históricas o elementos del mundo real que hayan servido de inspiración para la ambientación, siempre claramente identificados como parte del material complementario....
...Agradezco a los lectores por adentrarse con apertura y sensibilidad en esta ficción, y recordar amablemente que no se tolerarán interpretaciones ofensivas sobre un contenido cuyo marco histórico y ético ha sido ya debidamente aclarado....
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En medio de la noche, bajo el manto oscuro del Bosque de los Robledales, una joven de cabellos negros recogía leña con la ayuda de su inseparable compañero, Niebla, un majestuoso San Bernardo de pelaje negro brillante. A cada paso, el perro inspeccionaba el entorno con los sentidos alerta, olfateando el aire y gruñendo apenas ante cualquier sonido extraño. Nada escapaba a su vigilancia: su ama era su deber, su todo.
El frío comenzaba a calar en los huesos, y la chica, con el cesto ya medio lleno, murmuró:
—Creo que con esto bastará, Niebla. Es hora de regresar.
Pero justo cuando giraban para volver al carromato, una silbante amenaza surcó el aire. Una flecha cruzó tan cerca que rozó los cabellos sueltos de la joven. Antes de que pudiera reaccionar, Niebla se abalanzó sobre ella, derribándola al suelo y salvándola del impacto.
Unos pasos apagados crujieron entre las hojas secas. De las sombras emergieron varias figuras encapuchadas, vestidas de negro, acercándose con sigilo y violencia contenida. Uno de ellos murmuró:
—Está sola. Será fácil.
Pero no contaban con el guardián. Niebla mostró los colmillos y, con un poderoso ladrido que resonó como un trueno en la espesura, se lanzó sobre los atacantes. Mordía, empujaba, tumbaba cuerpos como un torbellino oscuro. La joven, temblando, se incorporó con dificultad y, armada apenas con una gruesa rama, golpeó a uno de los agresores en la cabeza. Gritó, no de miedo, sino con una furia alimentada por la supervivencia.
Pasaron apenas cinco minutos, pero para ellos fue una eternidad. De pronto, unos disparos retumbaron en la lejanía, haciendo eco en el bosque. Los hombres de negro se detuvieron, alertados. Un segundo disparo, más cercano, los hizo dispersarse entre murmullos de alarma.
Un hombre a caballo emergió entre los árboles, seguido por varios jinetes armados. Su figura imponente, envuelta en una capa oscura, contrastaba con la luz temblorosa de la lámpara de querosén que llevaba en una mano. Niebla se colocó de inmediato frente a la joven, gruñendo con fuerza, el cuerpo tenso como un resorte dispuesto a saltar.
El hombre levantó una ceja, impresionado por la fiereza del animal.
—Tranquilo, amigo. No vengo a hacer daño —dijo, con voz firme pero tranquila.
La joven, temblorosa y con la manga rasgada, presionaba una herida en su brazo izquierdo. Su respiración era rápida, pero su voz fue suave cuando le habló a su perro:
—Niebla… él nos ayudó… déjalo acercarse.
El perro, aunque aún desconfiado, se hizo a un lado sin dejar de vigilar al extraño. El hombre se acercó con cautela y observó la herida.
—¿Qué hace una dama tan joven y… tan sola en medio del bosque? —preguntó mientras examinaba la herida con la luz de la lámpara.
Ella bajó la mirada, avergonzada, y respondió con una voz apenas audible:
—Necesitaba leña para cocinar… para mí y para Niebla.
—¿Y tus padres?
—Murieron… en la guerra. Hace tres inviernos.
Hubo un silencio denso, cargado de empatía no dicha. El hombre asintió lentamente.
—Lo siento… —murmuró—. Después me contarás más, pero primero debemos atender esa herida. No es profunda, pero puede infectarse.
Al intentar acercarse para ayudarla a incorporarse, Niebla volvió a ladrar con fuerza, interponiéndose.
—Amiguito —dijo el hombre, sin apartar la mirada del perro—, déjame ayudar a tu ama. Muéstrame el camino al campamento.
El perro gruñó una última vez, como si advirtiera que no olvidaría su deber. Luego, se adelantó unos pasos, echando un vistazo atrás cada tanto para asegurarse de que el hombre no intentara nada indebido. El hombre alzó a la joven con cuidado en sus brazos y comenzó a seguir al can, mientras los demás jinetes quedaban atrás en silencio.
Durante el trayecto, nadie habló. Solo se escuchaban los pasos crujientes sobre la hojarasca, el soplo del viento entre los árboles y los latidos acelerados de la noche. Pero no era un silencio incómodo, sino uno cargado de preguntas que el tiempo se encargaría de responder.
Cuando finalmente llegaron al claro, el hombre se detuvo, sorprendido. Ante él se alzaba un elegante carromato cubierto, perfectamente cuidado, con grabados en las maderas y dos caballos de pelaje liso y oscuro, claramente de raza pura.
—Vaya… —musitó el hombre, pensativo—. No todas las personas solas en el bosque tienen un carromato así… Ni caballos como esos.
Miró de reojo a la joven, que lo observaba en silencio desde sus brazos, y supo en ese instante que ella no era una simple viajera en busca de leña.
Era alguien más.
Alguien con una historia mucho más profunda que aún no se había atrevido a contar.
**
El hombre ayudó a la joven a sentarse con cuidado sobre una manta junto al carromato. Niebla, sin perderle de vista, se echó a su lado, resollando con cansancio pero aún atento. La lámpara de querosén iluminaba la escena con un resplandor cálido que bailaba con las sombras del bosque.
—¿Tienes agua? —preguntó el hombre, escudriñando los alrededores con una mirada práctica.
Ella asintió y señaló una cantimplora de cuero junto a una caja de madera. El hombre la tomó, lavó sus manos y comenzó a limpiar la herida de su brazo con movimientos cuidadosos, como si ya lo hubiera hecho muchas veces antes.
Ella se mordió el labio por el escozor, pero no se quejó. Solo observaba en silencio, estudiando al desconocido que había irrumpido en su noche con disparos y caballos, pero también con ayuda.
—Mi nombre es Lioran —dijo al fin el hombre, rompiendo el silencio—. Viajero… escolta a veces, y últimamente, buscador de respuestas.
La joven bajó la mirada, como dudando, y respondió:
—Kaela. Kaela de Norwyn.
Lioran la miró un segundo más de lo necesario. Era un nombre que resonaba con ecos antiguos. La Casa Norwyn, aunque caída, aún era recordada en ciertas tierras por su honor y sabiduría.
—¿Y qué hace una Norwyn sola en un bosque infestado de bandidos?
Ella apretó la mandíbula, como si la pregunta la golpeara más de lo que Lioran pretendía.
—Busco a alguien —dijo finalmente—. Mi abuelo.
Lioran levantó una ceja.
—¿Tu abuelo?
Kaela asintió, sus ojos brillando con una mezcla de tristeza y determinación.
—Su nombre es Eldran de Norwyn. Todos lo daban por muerto después de la guerra, pero encontré una carta… escrita con su puño y letra. Decía que había escapado, que se refugiaría “más allá del Vado Gris, donde los robles se doblan pero no caen”.
Lioran frunció el ceño, murmurando para sí:
—El Vado Gris… eso está en la frontera del viejo reino, cerca de las montañas heladas.
—Exacto. Llevo semanas viajando, siguiendo huellas antiguas, voces de aldeanos, rumores. Mi abuelo no era un simple noble. Él… sabía cosas. Guardaba secretos que muchos querían enterrar con él.
—¿Y crees que esos hombres de negro…?
—No eran simples bandidos. Nos han seguido desde el último pueblo. Estoy segura.
Niebla gruñó bajo, como si respaldara la afirmación.
Lioran observó a Kaela con renovado respeto. Ya no veía solo a una muchacha valiente herida en el bosque, sino a una heredera de un linaje roto, una pieza clave en un tablero más grande de lo que imaginaba.
—¿Y qué harás cuando lo encuentres?
Kaela bajó la mirada por un momento. Luego, con voz firme, respondió:
—Le pediré la verdad. Quiero saber qué fue lo que ocurrió realmente durante la guerra, por qué mi familia fue traicionada… y si aún hay algo por lo que luchar.
El silencio volvió a reinar entre ellos, pero ya no era incómodo. Era el silencio de las decisiones tomadas, del camino que se estrecha pero se vuelve más claro.
—Entonces —dijo Lioran, envolviendo su espada en su capa antes de sentarse junto al fuego—, mañana al amanecer, iremos hacia el Vado Gris. Si tu abuelo está vivo… lo encontraremos.
Kaela lo miró, con un destello de gratitud en los ojos. Por primera vez en muchas lunas, no se sentía completamente sola.
Y en lo profundo del bosque, más allá del alcance de la luz del fuego, algo los observaba en silencio. El destino acababa de entrelazar sus caminos… y el viaje apenas comenzaba.
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Imágenes Ilustración
(Carromato por fuera)
(Carromato por dentro)
El amanecer rasgaba las nubes como dedos pálidos, dejando ver trozos de un cielo aún gris. La niebla se aferraba al suelo, espesa y densa, como si el bosque no quisiera revelar aún sus secretos.
Kaela cabalgaba en silencio, la capa cubriéndole el brazo herido. A su lado, Niebla trotaba alerta, con las orejas erguidas y el hocico al viento. Lioran, unos pasos detrás, no la perdía de vista.
Tenía dieciséis años. Solo eso. Dieciséis años y ya había conocido la pérdida, la persecución, y la sangre. En otras circunstancias, pensó Lioran, estaría en una biblioteca, aprendiendo música o historia, no viajando con la noche sobre los hombros y una daga oculta en el cinturón.
Pero no era una jovencita ordinaria.
“Hay algo más en ella”, pensaba. “Algo que ni ella misma ha descubierto todavía.”
—Lioran —dijo de pronto, rompiendo el silencio sin volverse—. ¿Alguna vez tuviste que fingir ser menos de lo que eras… para sobrevivir?
La pregunta lo descolocó. Tardó un segundo en responder.
—Sí —dijo finalmente, con tono bajo—. Y es el disfraz más difícil de llevar.
Ella no dijo más.
Avanzaron por un sendero cubierto de hojas húmedas. Los árboles se cerraban sobre ellos, como si el bosque supiera que no debía dejar escapar la verdad tan fácilmente. En un claro donde los robles crecían torcidos y la luz apenas se filtraba, Niebla se detuvo en seco.
Gruñó.
Lioran desenvainó al instante. Kaela también.
Y entonces ocurrió.
Un silbido. Una flecha.
Lioran se giró a tiempo para desviar el proyectil, que habría impactado en el cuello de Kaela. Otra flecha se clavó en un tronco, y el bosque, antes en calma, se transformó en una emboscada de sombras y susurros.
—¡Agáchate! —gritó Lioran, tirando de Kaela hacia el suelo mientras los arbustos se agitaban como si respiraran.
Figuras encapuchadas emergieron entre los árboles. Ocho, tal vez diez. Sin emblemas, sin gritos de guerra. Solo silencio. Cazadores sin rostro.
Kaela rodó hacia un costado mientras Niebla saltaba sobre uno de los atacantes, derribándolo con brutalidad. Lioran bloqueó una estocada, giró sobre su eje y devolvió el golpe con precisión letal. La lucha fue rápida, contenida, como si sus enemigos quisieran herir, no matar.
Uno de ellos murmuró algo en una lengua que Kaela no reconoció, pero que hizo que su sangre se helara.
—¿Qué dijeron? —jadeó ella.
—Eso no era humano —dijo Lioran, su voz apenas un susurro—. No era una lengua de este continente.
Uno de los atacantes alzó una especie de talismán. Estaba cubierto de runas viejas, y al brillar por un instante, los árboles parecieron inclinarse levemente hacia él.
Pero antes de que pudiera usarlo, Niebla lo derribó de un salto. El objeto cayó, rodó por el suelo… y se partió en dos.
En ese instante, los atacantes retrocedieron. No huyeron. Se esfumaron, como si se disolvieran en la niebla. Como si nunca hubieran estado allí.
El silencio volvió, más profundo que antes.
Kaela se puso de pie, temblando. Su rostro, manchado de tierra, reflejaba más desconcierto que miedo.
—¿Qué era eso? ¿Por qué no dijeron nada? ¿Por qué se fueron…?
Lioran recogió los pedazos del talismán roto. El objeto vibraba levemente, aún tibio. En su centro, había una marca: una estrella de ocho puntas, con una lágrima negra en su núcleo.
—Esto no es cosa de simples bandidos —dijo con gravedad—. Esto… es una señal. Alguien ha invocado fuerzas que no deberían caminar entre nosotros.
Kaela lo miró. Sus ojos, grandes, oscuros, ya no eran los de una niña. Eran los de alguien que entendía que su viaje no era solo personal… era algo más antiguo, más profundo.
—Mi abuelo sabía cosas —dijo en voz baja—. Mi madre solía decir que él hablaba con personas que no venían por caminos comunes. Que había sellado algo… antes de desaparecer.
Lioran apretó la empuñadura de su espada.
—Entonces no solo te buscan a ti, Kaela. Buscan lo que llevas dentro. Memoria. Sangre. Herencia. Hay cosas que viven dormidas en los linajes antiguos. Y tú… no eres una simple nieta perdida.
La joven bajó la mirada, con el corazón latiéndole como un tambor en el pecho.
—Tengo que encontrarlo —murmuró—. Antes de que lo que sea que está detrás de esto… lo haga primero.
Lioran asintió.
—Y lo harás. Pero desde hoy, no confíes en nadie. Ni en los que sonrían, ni en los que te llamen por tu nombre verdadero. Los enemigos… no siempre tienen rostro.
El bosque volvió a cerrar su manto de silencio sobre ellos. Niebla caminaba adelante, olfateando las sombras.
Y Kaela, con solo dieciséis años, cabalgó sabiendo que lo que estaba por despertar… podría romper mucho más que su pasado.
**
El bosque cambió.
Ya no era solo un conjunto de árboles y sombras. Había un peso en el aire, un susurro constante que no provenía del viento, sino del mismo suelo. Como si los árboles recordaran. Como si observaran.
Kaela, aún pálida por el enfrentamiento anterior, notó primero el cambio. El sendero se abría hacia una colina cubierta de raíces retorcidas, y en la cima, lo vio.
Un roble blanco, antiguo como el mundo, se alzaba solitario, con la corteza pálida como hueso y ramas torcidas que parecían brazos en oración. A su alrededor, piedras talladas en semicírculo formaban un santuario olvidado por el tiempo.
—Es aquí —susurró Kaela, deteniéndose, con los ojos clavados en el árbol.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Lioran, bajando de su caballo.
—No lo sé. Solo… lo siento. Como si algo dentro de mí reconociera este lugar.
El silencio que rodeaba el roble no era natural. Ni siquiera Niebla ladraba. El gran perro caminó despacio, olfateando las piedras. Cada una de ellas tenía inscripciones talladas, apenas visibles por el musgo.
Kaela se acercó al roble, y sin saber por qué, posó la mano sobre su tronco. Una oleada de imágenes cruzó por su mente: un fuego lejano, gritos, una figura encapuchada entregando un libro sellado a un hombre de cabellos grises… su abuelo.
—Aquí estuvo —murmuró—. Él estuvo aquí…
Lioran se inclinó junto a una de las piedras. Sus dedos retiraron la hiedra hasta descubrir un símbolo: la estrella de ocho puntas con una lágrima negra en su centro. Exactamente el mismo que había en el talismán de sus atacantes.
—Esto no es solo un santuario —dijo con gravedad—. Es un punto de unión. Un nodo antiguo entre el mundo visible y lo que hay debajo.
Kaela lo miró, los ojos entrecerrados.
—¿Crees en esas cosas?
—No creía. Hasta ahora. Pero esto… esto es anterior a nuestras tierras. A nuestros reinos. Es de una época donde los nombres aún tenían poder.
Kaela se inclinó junto a otra piedra. Allí, tallado en una lengua que apenas recordaba de las lecturas con su madre, encontró un mensaje incompleto:
“Cuando el Guardián caiga y la sangre despierte, el Ojo Oscuro se abrirá desde el este.”
—¿El Ojo Oscuro…? —leyó Lioran en voz baja—. ¿Es eso lo que nos atacó?
—No… —Kaela negó lentamente—. No aún. Pero lo que vimos… eran solo los dedos de algo mucho mayor.
En el centro del círculo de piedras había una pequeña losa de piedra. Al tocarla, Kaela sintió una pulsación bajo su palma. Lioran se apresuró a observar. Un mecanismo oculto se activó con un leve zumbido, y la piedra se deslizó hacia un lado.
Dentro, protegida por un cilindro de vidrio roto y polvo de siglos, había una pluma negra, gruesa como una rama pequeña, cubierta de escamas en su base.
Niebla gruñó. Lioran se tensó.
—Eso no es de un cuervo —dijo el guerrero, tomando la pluma con cuidado—. Ni de ningún ave viva.
—Es de algo que vuela… pero no con alas mortales —susurró Kaela.
En el reverso del cilindro había un símbolo grabado: un lobo de perfil enfrentando a un dragón alado… y bajo ellos, las palabras en un idioma casi muerto:
“De la sangre del Guardián nacerá el último candado.”
Lioran miró a Kaela. Ella se apartó un mechón de cabello del rostro.
—Mi madre me llamaba así, a veces. “Mi pequeña Guardiana”. Pensé que era un apodo cariñoso.
Lioran no respondió de inmediato. Solo la observó, y por primera vez, no vio a una niña ni a una heredera.
Vio una pieza clave en un tablero que llevaba siglos en juego.
—Tu abuelo dejó esto para ti. No tengo dudas. Este lugar fue uno de sus refugios.
Kaela guardó la pluma con reverencia. Al hacerlo, la corteza del roble blanco brilló por un instante. Un viento repentino agitó las hojas.
Y una voz —lejana, casi un susurro— llegó a sus oídos:
“Kaela… el este… no vayas sola…”
Se giró, pero nadie estaba allí.
Lioran también había escuchado algo, aunque no pudo distinguir las palabras. Solo sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—Tenemos que movernos —dijo—. El santuario nos protegió… por ahora. Pero si ellos sabían que vendrías aquí, volverán. Y no vendrán solos.
Kaela asintió, aún con los ojos en el roble. Algo le decía que esto era apenas el inicio. Las piezas se estaban moviendo. La sangre antigua se agitaba.
Y el Ojo Oscuro… empezaba a abrirse.
La lluvia llegó sin anuncio.
Gotas finas comenzaron a caer desde un cielo ceniza, empapando lentamente las capas de los viajeros mientras avanzaban por un camino apenas marcado entre raíces y niebla. No hablaban. No hacía falta. El aire estaba cargado de pensamientos no dichos.
Kaela cabalgaba en silencio, el brazo vendado y la pluma negra bien oculta bajo su capa. Niebla marchaba a su lado, con el pelaje húmedo pero los sentidos en alerta. Lioran cerraba la formación, como una sombra paciente.
Tras un rato, la lluvia cesó, dejando el bosque cubierto de un brillo grisáceo. Encontraron resguardo bajo una formación rocosa saliente, lo suficientemente amplia como para encender una pequeña fogata y secar los abrigos. El fuego crepitó tímido, lanzando reflejos dorados sobre sus rostros.
Kaela observaba a Lioran de reojo. Había algo en él que no encajaba con la figura de un simple escolta. Sus movimientos eran exactos, sus palabras medidas, y había un peso en su mirada que solo cargan quienes han perdido demasiado, demasiado pronto.
—Dijiste que eras viajero —rompió el silencio, sentada con las piernas cruzadas—. Escolta. Buscador de respuestas.
Lioran asintió, sin levantar la mirada del fuego.
—Lo soy.
—Pero también dijiste que sabías de símbolos, de lenguas antiguas… y luchas como alguien que ha estado en más de una guerra. No eres un campesino que tomó una espada por necesidad.
Lioran esbozó una media sonrisa, sin alegría.
—Tienes buen ojo.
Kaela lo miró directamente, sin titubear.
—¿Quién eres realmente?
El hombre tardó en responder. Luego, con un suspiro leve, se incorporó un poco y sacó de su bolsillo interior un anillo viejo, de hierro ennegrecido. Tenía una inscripción desgastada y un escudo tallado: un lobo cruzado por una lanza.
—Lioran de Vanthar —dijo en voz baja—. Último hijo de la Casa de la Lanza Plateada.
Kaela alzó la cabeza con asombro. Ese nombre le sonaba de los cuentos de su madre.
—¿Vanthar? ¿La familia que custodiaba el paso de las Tierras Altas? Los que fueron sacrificados en la traición del Tratado de Lirhal…
Lioran asintió, con una mirada que no estaba del todo en el presente.
—Nos llamaban los Centinelas del Norte. Soldados por deber, no por ambición. Tenía doce cuando estalló la guerra. A los catorce, ya portaba espada. A los dieciséis… la enterré junto a mi padre, en la nieve.
—¿Y tú… sobreviviste?
—Me dieron por muerto. Me salvó un desertor que aún recordaba lo que significaba el honor. Cambié el apellido. Oculté mi escudo. Aprendí a ser invisible… aunque mis principios no murieron con mi casa.
Hubo una pausa. El fuego crepitaba, cálido en medio del frío húmedo.
Kaela bajó un poco la voz.
—¿Y nunca te has… atado a alguien? Una esposa, una promesa, algo que hayas dejado atrás.
Lioran tardó un poco más en responder esta vez. Su voz fue baja, pero clara:
—No. Nunca tuve pareja. En mi familia, tanto hombres como mujeres debemos llegar puros al matrimonio. No por imposición, sino por honor. Si un hombre se da el derecho de llegar marcado por el deseo, entonces no puede exigirle a la mujer otra cosa.
Kaela parpadeó. No por juicio, sino por la honestidad con la que lo dijo. Había algo casi antiguo en esa respuesta. Antiguo… y firme.
—¿Y eso no te ha hecho sentir solo?
Lioran no respondió de inmediato. Sus ojos miraban más allá del fuego, perdidos en recuerdos que no compartió.
—A veces. Pero aprendí que la soledad pesa menos que la vergüenza. Prefiero dormir sabiendo que soy fiel a lo que soy, incluso si eso me condena a dormir solo.
Kaela desvió la mirada, pensativa. Lo comprendía más de lo que habría querido.
—Mi madre decía que las casas verdaderas no se construyen con piedra —murmuró ella—. Se construyen con lo que uno decide proteger… incluso cuando todo se ha perdido.
Lioran asintió, esta vez con una chispa de respeto silencioso en los ojos.
—Entonces los Norwyn aún viven. Aunque solo seas tú.
Niebla, como si entendiera el momento, se acomodó entre ambos. El fuego lanzó una ráfaga de chispas. Afuera, el bosque se mantenía en silencio, pero ya no era un silencio amenazante. Era el silencio que precede a las revelaciones importantes.
—Descansa, Kaela —dijo Lioran, envolviendo su capa para cubrirle los pies—. Mañana seguimos hacia el Vado Gris. Tu abuelo nos espera. Y, con él, las respuestas que ambos merecemos.
Ella asintió, sin palabras. Y mientras el sueño comenzaba a tomarla, supo que, por primera vez, no solo tenía un protector… tenía un igual.
Uno que también cargaba un legado roto, y que había elegido la soledad… por lealtad a algo más grande que él mismo.
**
El sendero se abrió, al fin, hacia un valle entre montañas nevadas.
Allí, encajada como una gema antigua entre las rocas, se alzaba la ciudad de Varondel, con techos de madera oscura, canales de agua clara y casas de piedra tallada que trepaban las laderas como raíces buscando el sol. A la entrada, una torre marcaba el paso vigilado. No había murallas, pero sí ojos atentos.
El carromato cruzó el arco sin problemas. El blasón discreto de los Norwyn seguía siendo una llave que abría puertas antiguas.
—Primero víveres —dijo Lioran al costado del carromato—. Luego ropa seca, quizás un herrero. Y descanso.
Kaela asintió. El cansancio le pesaba en los hombros, pero sus ojos brillaban al ver la vida de la ciudad: niños corriendo con espadas de madera, comerciantes saludando, ancianas hilando en las puertas… y parejas. Muchas parejas.
Matrimonios jóvenes caminaban del brazo, algunas chicas no mayores que Kaela con anillos visibles y pañuelos bordados en la cabeza: símbolo local de unión formal. Lioran notó cómo las miradas se volvían hacia ellos, algunas curiosas, otras suspicaces. No tardaron en llegar los susurros.
—¿Viste esa pareja? Qué joven ella…
—Parece noble. Quizá vienen de las tierras del sur…
—¿Casados? ¿Comprometidos, tal vez?
Kaela bajó la vista con una pequeña sonrisa irónica. Lioran no decía nada, pero los veía. Y ellos lo veían a él.
En el mercado central, mientras compraban pan, queso, frutos secos y sal, una mujer regordeta y sonriente detrás del puesto de telas los miró con picardía.
—¿Y qué trae por aquí a una pareja tan joven y bonita? —preguntó, mientras doblaba una manta de lana—. ¿Luna de ruta en lugar de luna de miel?
Kaela se sonrojó levemente y desvió la mirada, pero Lioran respondió con calma, sin titubear:
—Sí. Viajamos juntos.
La mujer rió entre dientes.
—¡Oh, claro que sí! Se nota en la manera en que la mira, joven señor.
Otra anciana, detrás del puesto de mieles, intervino con tono amable:
—¿Primera parada tras la ceremonia, verdad? Aquí vienen muchos a comenzar la vida nueva.
Lioran sonrió apenas, inclinando la cabeza.
—Es nuestra primera ciudad en las montañas. Estamos reuniendo fuerzas antes de seguir hacia el norte.
Nadie preguntó más. Para ellos, era suficiente. Una joven noble, un hombre de firmeza en la mirada, un perro fiel, un carromato bien cuidado. Todo encajaba en la imagen que querían ver.
Kaela, en cambio, alzó la mirada hacia Lioran mientras él pagaba en el siguiente puesto. Su voz fue apenas un susurro, solo para él:
—¿Eso fue mentira?
Lioran la miró, con seriedad tranquila.
—No. Dije que viajamos juntos. No mentí.
Ella lo sostuvo con la mirada, pero no replicó. La respuesta le bastó… aunque algo en su pecho latía más fuerte.
Esa noche acamparon en una pradera fuera de la ciudad. El fuego crepitaba bajo una olla simple, y Niebla dormía junto al carromato. Las estrellas, más claras que en los valles, salpicaban el cielo como polvo antiguo.
Kaela estaba sentada sobre una manta, con las piernas cruzadas, bebiendo de una taza de madera. Lioran afilaba su espada, como siempre hacía antes de dormir.
—¿Te incomodó lo de hoy? —preguntó ella, sin girarse—. Que la gente pensara que éramos una pareja.
—¿A ti te incomodó? —respondió él, devolviendo la pregunta.
Kaela pensó un momento.
—No lo sé. Fue raro. No desagradable… solo distinto. Nunca nadie me miró así. Como si ya perteneciera a alguien.
—Tú no perteneces a nadie, Kaela —dijo él, con calma—. Pero eso no significa que no puedas caminar junto a alguien.
Ella lo miró.
—¿Y tú querrías eso? ¿Caminar junto a alguien?
Lioran no respondió enseguida. Terminó de pasar la piedra sobre el acero, sopló el filo y lo guardó en su vaina.
Luego, la miró.
—Si esa persona caminara por decisión propia… sí.
Kaela bajó la vista, ocultando una sonrisa débil tras su taza.
—Hoy dijeron que parecíamos esposos.
—Lo dijeron muchas veces —confirmó él.
—Y tú no lo negaste.
—Porque no me molestó que lo pensaran.
Kaela lo miró una vez más, pero esta vez no habló. Se envolvió en su manta y se recostó en el carromato con Niebla a los pies.
Y mientras el fuego bajaba y el viento nocturno soplaba entre los pastos, quedó flotando entre ambos algo más que palabras.
Una semilla.
Y esa noche, al dormir, ninguno soñó con monstruos.
Solo con caminos. Caminos que quizá, solo quizá, podían recorrerse de a dos.
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