Bienvenidos a una nueva experiencia literaria.
Estimados lectores, es un placer darles la bienvenida a esta nueva narración que he decidido compartir con todos ustedes. Aunque esta novela se distancia un poco de mi estilo habitual, el borrador ha permanecido en mis archivos durante dos años, aguardando el momento propicio para cobrar vida. La idea surgió repentinamente, y aunque la redacté y la guardé, hoy estoy llena de emoción al presentarla en su forma definitiva. Espero que la disfruten tanto como mis obras anteriores.
La novela narra la historia de Ángel.
En esta historia, se encontrarán con Ángel, una niña que fue abandonada al nacer y creció en una abadía, donde un grupo de religiosas le ofreció amor y cuidado. Sin embargo, a medida que Ángel va creciendo, comienza a sentir un vacío en su interior: el anhelo de tener un padre, como los demás niños que la rodean. A pesar de su deseo, no se atreve a manifestar sus sentimientos por miedo a lastimar a quienes la han criado, y su vida tomará un giro inesperado una noche fatídica.
Una enigmática mujer aparece y le revela a Ángel un oscuro secreto: es una heredera y debe buscar venganza por la muerte de su madre. Así inicia su transformación en la Duquesa Sin Corazón, una niña destinada a cumplir con un legado de venganza que no es suyo. ¿Qué elecciones hará Ángel en su camino? ¿Podrá encontrar su verdadera identidad en medio de la oscuridad que la rodea?
La historia se desarrolla en el reino de Manchester con paisajes mágicos, los valles de Manchester lucen ríos de aguas trasparentes que serpentean suavemente, capturando los destellos del sol y la claridad lunar. Durante la primavera, los prados se llenan de tonalidades brillantes, con flores que parecen comunicar sus secretos al viento. Los bosques, densos y enigmáticos, albergan árboles centenarios que narran cuentos de tiempos remotos. En el centro de un amplio y enigmático continente se sitúa el reino de Manchester, un sitio donde la fantasía se fusiona con la realidad con vibrantes he imponentes montañas y tupidos bosques.
En la ciudad capital se levanta la Fortaleza Real, un espléndido castillo erigido con piedras que relucen a la luz diurna. Sus torres alcanzan las nubes, y sus muros exhiben laboriosos relieves que representan leyendas de guerreros que forjaron este reino. En los jardines del castillo, chorros de agua se mueven al compás de suaves melodías, y esculturas de mármol parecen cobrar vida al soplar el viento.
Los ciudadanos de Manchester son tan variados como sus paisajes. Desde intrépidos caballeros y sabias monarcas. Los habitantes de Manchester se destacan por su calidez y su pasión por la narración, congregándose alrededor de fogatas para compartir relatos de hazañas y sueños.
Únete a nosotros en este recorrido por el reino de Manchester, donde cada lugar esconde un enigma y cada personaje posee una historia que relatar. La travesía de Ángel está a punto de comenzar, y tú puedes ser parte de ella. Acompáñenme en esta travesía llena de intriga, emociones y descubrimientos. Estoy convencida de que se encariñarán con Ángel y su lucha por encontrar su lugar en un mundo que intenta definirla.
BIENVENIDOS A ESTA NUEVA HISTORIA, ESPERO SUS COMENTARIOS Y ME GUSTA.
LA DUQUESA SIN CORAZÓN.
CAPÍTULO 1. LA ABADÍA
En el corazón de un vasto bosque, donde la bruma se entrelazaba con los árboles y el canto de las aves al amanecer rompía el silencio, una figura cubierta con una capucha se movía rápidamente. En sus brazos llevaba un objeto envuelto en mantas que emitía leves gemidos. Era una noche gélida, y la luz lunar apenas iluminaba el estrecho camino que conducía a la entrada de una abadía solitaria.
La mujer, temblando de forma que iba más allá del frío, colocó cuidadosamente el objeto sobre el umbral de la robusta puerta de roble. Observó a su alrededor, como si tuviera miedo de ser vista, y sonó la campana de hierro que colgaba cerca de la entrada. Su sonido se desvaneció en la oscuridad. Sin esperar una respuesta, retrocedió rápidamente y se perdió entre los árboles, dejando atrás a la pequeña cuyo rostro prometió no volver a ver.
Cuando las puertas se abrieron, las monjas se encontraron con un bebé que tenía intensos ojos verdes y cabello rojo brillante. Estas características hicieron que intercambiaran miradas significativas. La abadesa, al alzar con cuidado la manta, notó que había dos iniciales bordadas: “A. M.”. Suspiró hondo, entendiendo de inmediato el mensaje que contenían esas letras.
—Es sangre del ducado —murmuró, más para sí misma que para las otras.
El descubrimiento fue recibido con sorpresa y respeto. Decidieron llamarla Ángel, por haber sobrevivido a la tormenta fría y la noche helada. Desde aquel momento, la pequeña quedó bajo el cuidado de la abadía, creciendo en un ambiente de oración, disciplina y trabajo duro. Las monjas, conscientes del riesgo que implicaba si descubrían su origen, mantuvieron su historia en el más estricto secreto. Alejada del mundo exterior, Ángel creció tras los muros de piedra, sin saber que en su sangre corría una herencia noble y prohibida.
La abadía era un lugar sencillo, pero repleto de una tranquila belleza. Durante la primavera, los jardines florecían con rosas blancas, y los vitrales de la capilla reflejaban colores danzantes sobre las piedras grises al amanecer. Aunque su vida estaba llena de estrictas reglas, Ángel encontraba consuelo en los libros de la biblioteca y en los cantos que provenían del coro. Sin embargo, en su interior, había un vacío persistente: una pregunta sin respuesta sobre quién era y de dónde venía.
Las monjas preferían no mencionar su pasado, pero la abadesa, en sus momentos de oración a solas, no podía evitar preguntarse cuánto tiempo más podrían mantenerlo en secreto. Los ojos verdes de Ángel y su cabello brillante eran muy notables, un recordatorio constante de su conexión con el ducado de Manchester. Y aunque la apodaban "Ángel" por su fortaleza y pureza, eran conscientes de que su existencia era un secreto que pronto saldría a la luz, más pronto que tarde.
La abadía de San Elías, un santuario de piedra gris tallada hace siglos, se mantenía oculta entre los espesos bosques del reino de Manchester. Su gran estructura se erguía como un símbolo de fe y tranquilidad, con altos muros cubiertos de musgo y gárgolas desgastadas que observaban en silencio desde lo alto. En su interior, el aire estaba impregnado del olor a cera de vela y hierbas secas. Los vitrales de colores proyectaban imágenes sagradas que se movían suavemente sobre las paredes, iluminadas por la luz del sol de la mañana.
Ángel, la pequeña que había llegado a este lugar como un susurro del destino, se había convertido en la fuente de felicidad para sus residentes. Las monjas, que estaban acostumbradas a la sencillez y el silencio de la vida en el monasterio, se turnaban con dedicación para cuidar de ella. Su cabello rojizo y sus ojos verdes —como el bosque tras la lluvia— escondían un misterio que nadie se atrevía a nombrar, aunque todas lo reconocían en silencio.
La rutina monótona de la abadía fue interrumpida una mañana por la llegada de un carruaje de madera oscura, tirado por cuatro caballos de pelaje negro como la noche. El sonido de las ruedas sobre el camino de tierra rompió la calma, resonando en el valle como una advertencia. Desde las ventanas, las novicias miraban con discreción, murmurando especulaciones. El carruaje, adornado con intrincados grabados y resguardado por un dosel de terciopelo, transmitía un sentido de dignidad y asuntos importantes.
De él salió un hombre alto, de aspecto severo: el arzobispo. Su sotana de lino negro, decorada con bordados dorados en los puños y el cuello, imponía respeto. A su lado, un sacerdote de vestimenta más simple, con una cruz de hierro colgando de su cuello, lo seguía en silencio. Ambos caminaban con firmeza, con rostros serios. La brisa movía sus vestimentas mientras la abadesa, con su hábito blanco impoluto y expresión seria, los esperaba en la entrada.
—Excelencia, es un honor tenerlos aquí —dijo la abadesa, inclinando la cabeza con respeto.
—Abadesa, siento la interrupción —respondió el arzobispo, su voz profunda resonando como un trueno contenido—, pero nuestra visita es extremadamente urgente.
Sin más palabras, los tres se adentraron en la oficina de la abadesa, una habitación sencilla con estantes llenos de libros religiosos y un escritorio de nogal bien cuidado. Bajo la tenue luz de un candelabro de hierro forjado, la conversación tomó un tono más serio.
—Abadesa —comenzó el arzobispo, entrelazando sus manos sobre la mesa—, debo confiarle una tarea delicada y de gran importancia. La niña que usted cuida… no es una niña ordinaria.
La abadesa, que hasta ese momento se había mostrado tranquila, levantó una ceja mostrando un interés sutil.
—¿Me está diciendo algo que ya sospechábamos? —contestó, con un tono que combinaba incredulidad y resignación—. Su aspecto lo confirma sin lugar a dudas.
El arzobispo asintió, su semblante se volvió aún más serio.
—Es la nieta de la duquesa de Manchester. Las letras en el medallón que porta y su cabello lo evidencian. Pero esto debe guardarse en el más estricto secreto. Hay quienes no dudarían en acabar con ella si supieran que sigue viva.
La abadesa cerró su boca con firmeza y dirigió su mirada al crucifijo que colgaba en la pared. El peso de la revelación empezaba a asentarse en su mente.
—¿Qué espera de mí? —preguntó al fin.
—Que la críe aquí, lejos del resto del mundo, hasta que sea seguro hablarle sobre su ascendencia. Nadie más debe saber quién es. Ni siquiera las otras hermanas.
La abadesa respiró hondo, acariciando el borde de la mesa con sus dedos. Era consciente de que aceptar esta tarea pondría en peligro la paz de su comunidad.
—Haré lo que me han pedido. Pero deben saber que no será simple mantener este secreto.
El arzobispo asintió, aliviado.
—Confío en que Dios guiará sus pasos, madre abadesa. Si ocurre algo, envíe un mensajero sin demora.
La visita fue corta. Cuando el carruaje se marchó, dejando atrás un aire tenso y muchas preguntas sin respuesta, Sor Magnolia se acercó a la abadesa, llena de inquietud en el corazón. La halló junto a una ventana, observando cómo la silueta del carruaje se alejaba en el horizonte.
—¿Por qué no se la llevaron? —preguntó con voz trémula—. ¿La niña se queda con nosotras?
La abadesa se dio vuelta lentamente. Sus ojos, normalmente firmes, mostraban una mezcla de cansancio y determinación.
—Ángel es ahora nuestra responsabilidad. Nadie más debe conocer su pasado.
Aunque intentaba aparentar firmeza, sabía que acababa de hacer un pacto con el destino. Esa noche, mientras las demás celebraban la estancia de la niña con cantos y una cena sencilla, la abadesa se quedó sola en su cuarto. A través de la ventana, miró los campos iluminados por la suave luz de la luna, preguntándose si había tomado la decisión correcta… y cuánto tiempo podría protegerla.
CAPÍTULO 2. SIN HEREDERO
Diez años han despues.
—Ángel, ¿dónde estás? ¡Todas están ansiosas por comenzar el rosario!
La voz de Sor Magnolia resonaba por los jardines de la abadía. Rodeada de árboles frondosos y arbustos perfectamente recortados, la monja caminaba por los caminos de grava que crujían bajo sus pasos. El aire matutino tenía un aroma fresco a lavanda y romero que crecían en el huerto de las hermanas.
—Ángel, si no apareces en un instante, le diré a Sor Mari que te quedes sin postre. Hoy hay fresas con crema. . .
—¡No, por favor, eso no! ¡Ya estoy en camino, ya estoy en camino!
Una figura pequeña apareció de detrás de un arbusto. Vestía un sencillo vestido de lino color crema y tenía el cabello rojizo suelto y desordenado por jugar. Ángel sonreía traviesamente mientras se sacudía las hojas de la falda. Sor Magnolia, una mujer mayor con una mirada estricta pero ojos amables, la miró con aparente severidad antes de darle un suave pellizco en las mejillas.
—Ajá, sabía que estabas aquí. Vamos, niña traviesa, todas te están esperando. Sabes cómo se pone la abadesa cuando te ocultas.
La monja tomó su mano y juntas se dirigieron al claustro central. Este lugar, flanqueado por columnas de piedra con capiteles desgastados por el tiempo, tenía un pozo cubierto de musgo en su centro. Allí esperaban las otras monjas en el coro, con los rosarios en los dedos y los labios moviéndose en oración. La pequeña capilla, con vitrales en tonos rojizos y dorados, emanaba una paz sagrada que envolvía todo.
Ángel había crecido rodeada de amor, disciplina y silencios profundos. Aunque la vida en la abadía era sencilla, ella había aprendido a encontrar alegría en los pequeños momentos: las historias que Sor Mari le contaba sobre los santos, las lecciones de escritura con la abadesa y las tardes recolectando flores en el jardín. Su risa resonaba naturalmente entre las paredes de piedra, como si el lugar hubiera esperado su llegada desde siempre.
Mientras tanto, a varios kilómetros de distancia, en el palacio ducal de un feudo cercano, el ambiente era muy diferente. En una habitación adornada con tapices flamencos y muebles tallados, Lady Angela estaba sentada en un sillón de respaldo alto, con las manos apretadas sobre su regazo. Frente a ella, un médico anciano, vestido con una toga oscura y birrete, hablaba con voz grave y tranquila.
—Mi señora, lamento informarle que no podrá tener más hijos. Los abortos recurrentes han dejado su útero en un estado irreversible.
Los ojos de Lady Angela, que solían ser fríos y calculadores, ahora brillaban con lágrimas que contenía. A su lado, su esposo, el duque Douglas, se levantó de repente, empujando la silla con un sonido seco.
—¡Esto es intolerable! —gritó, mirando a su esposa con furia—. ¿Qué utilidad tiene una duquesa incapaz de darme un heredero?
Angela mantuvo su control. Su vestido de brocado azul oscuro, ceñido por el corsé, crujió al erguirse con dignidad. Le echó una mirada suplicante al médico.
—¿No hay nada más que se pueda hacer? ¿Algún tratamiento o alguna esperanza?
El anciano médico movió la cabeza en signo de negación, retrocediendo con tristeza.
—Os recomiendo que descanséis, mi señora. Presionar vuestro cuerpo solo causará más dolor.
Cuando la puerta se cerró detrás de él, Douglas se dirigió a su esposa con un desdén apenas contenido.
—Eres un fracaso. Un título sin heredero carece de valor. Tal vez deba buscar en otro lugar lo que tú no puedes darme.
Angela —herida, pero con dignidad— levantó la barbilla.
—Haz lo que desees, Douglas. Pero no olvides quién soy. Este ducado existe gracias a la riqueza de mi familia. No te atrevas a desafiarme.
Douglas soltó un desprecio y salió de la habitación, dejando a Angela sola con su angustia. La duquesa, aunque destrozada por dentro, prometió no rendirse. Si no podía darle un heredero al ducado, hallaría otra manera de asegurar que el poder se mantuviera en sus manos.
En la abadía, la vida continuaba. Las campanas sonaron marcando la hora nona, y las monjas se retiraron a sus celdas para meditar. Ángel, ahora con diez años, se había convertido en una niña inquisitiva y vivaz. Esa tarde, mientras Sor Magnolia preparaba hierbas para remedios, la pequeña se sentó a su lado, pensativa.
—¿Por qué nunca salimos de aquí, Sor Magnolia? —indagó, con ojos grandes y brillantes fijos en ella.
—Porque este es un lugar seguro, Ángel. El mundo afuera puede ser cruel.
—Pero quiero verlo. Quiero saber qué hay más allá de los árboles.
Sor Magnolia suspiró y acarició suavemente su cabello.
—Quizás algún día. Pero por ahora, este es tu hogar.
Las palabras de la monja no pudieron calmar la inquietud que crecía dentro de la niña. Aunque amaba la abadía y a las personas que la rodeaban, sentía que algo faltaba, como si parte de su historia estuviera oculta tras esos silenciosos muros.
Esa noche, cuando las estrellas comenzaron a aparecer en el cielo, Ángel se quedó despierta. Sentada junto a la ventana, observó la oscura silueta del bosque, soñando con el día en que podría salir de su mundo y descubrir quién era realmente.
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