NovelToon NovelToon

Deseo Concedido

Cap 1

Deseo Concedido ❣️

Capitulo 1

Dunhar (Inglaterra)

Año 1308 Lady Sofía Philiphs no podía creer lo que estaba oyendo. Escondida tras la arcada de roble macizo escuchaba a su tía Margaret hablar con Bernard Le Cross, el obispo que tan poco le había gustado en vida, a su madre.

—Ilustrísima. Es de extrema importancia que oficiéis las bodas aun sin las amonestaciones pertinentes —dijo Margaret con su atípica voz ronca.

—Lady Margaret —asintió el obispo—, para mí será un placer ocuparme de esa doble boda.

—Tengo que decir, en favor de los caballeros, que ambos conocen a las doncellas desde pequeñas y están satisfechos con la idea de desposarse con ellas y enseñarles los modales y la clase que les falta —rio con malicia—. Además, ya cuentan con veinte y dieciocho años.

—La entiendo, lady Margaret —murmuró el rollizo obispo tomando una nueva torta de semillas de anís.

—Será un acuerdo beneficioso para todos. Además, no se han podido negar —rio sir Albert Lynch, mando de Margaret y tío de las muchachas—. Entre los favores que me deben los caballeros y el pensar en someterlas en sus camas se han animado con rapidez.

—No veo el momento en que esas salvajes desaparezcan de mi vista —escupió sin escrúpulos Margaret, mientras entregaba al sacerdote más pastas.

¡Cuánto odiaba a aquellos tres mestizos! En especial, a las muchachas. Siempre habían sido la vergüenza de la familia. Ella misma había sufrido las consecuencias de que su hermano se casara con una salvaje escocesa. Cuando todo el mundo se enteró de aquella boda, Margaret y Albert dejaron de ser invitados a los bailes y actos sociales de la época. Pero ahora que su hermano George y la salvaje de su cuñada habían muerto, ella se ocuparía del futuro de aquellos mestizos.

Incrédula, Sofía escuchaba los oscuros planes de su tía, apoyada sobre la bonita arcada que su padre mandó construir. Aquella casa, que tantos momentos bonitos había albergado en vida de sus padres, ahora se había transformado en un hogar siniestro a causa de la presencia de sus tíos.

«Esta mujer está loca», pensó Megan, pálida como la cera. Al escuchar aquello, casi se le había paralizado el corazón. Pretendían que su hermana y ella se casaran con dos enemigos de su padre. Los hombres que siempre le repudiaron por el simple hecho de unirse en matrimonio con su madre, Deirdre. Aquellos que siempre las habían mirado con ojos llenos de lascivia.

—Me imagino que ambas desaparecerán de estas tierras —prosiguió el obispo con indiferencia, mientras se limpiaba las comisuras de su arrugada boca con una delicada servilleta de lino—. Con sinceridad, lady Margaret, quitaros de encima a esas dos molestias es lo mejor que podéis hacer.

—Cada día es más difícil la convivencia —reprochó Albert—. Se niegan a ser sumisas y obedientes, y a comportarse como damas. Pero claro, ¡qué se iba a esperar de ellas, teniendo la madre que han tenido y la educación que les ofrecieron!

—Se marcharán y desaparecerán de nuestras vidas —dijo tajante Margaret—.

Sólo permanecerá en esta casa el pequeño Zac, bajo mi tutela. Es el heredero y, como tal, lo criaré. Eso sí, sin la influencia de esas dos salvajes. Le enseñaré a ser un buen inglés para que machaque a esos malditos highlanders.

Sofía no pudo escuchar más. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas dejando surcos a su paso. Necesitaba salir de allí. Con sumo cuidado, desapareció saliendo al patio trasero de la casa, junto a las preciosas flores que su madre plantó años atrás.

Tomó varias bocanadas de aire mientras corría, y se internaba en el bosque.

Necesitaba hablar con John de Lochman, el mejor amigo de sus padres, por lo que se internó bosque a través en busca de aquel que siempre les había dado consuelo, desde que sus progenitores desaparecieran.

Agotada por la carrera, paró unos instantes a descansar. La angustia le hacía maldecir en voz alta convulsivamente.

—¡Bruja! ¡Maldita bruja!

—¿Qué te ocurre, Megan? —dijo una voz junto a ella asustándola.

—¡Oh, Shelma! —exclamó al reconocer a su hermana—. Tenemos que encontrar con urgencia a John.

—Está en las cuadras con Patrick. Pero ¿qué te pasa?

—Shelma, tía Margaret pretende casarnos. A ti con sir Aston Nierter y a mí con sir Marcus Nomberg.

—¡¿Qué?! —gritó incrédula. Odiaba a esos hombres, tanto como ellos a ellas—.

Pero… pero si esos hombres nos desprecian.

—¡Ojalá se pudran en el infierno! —vociferó Megan—. Pretenden quitarnos de en medio, para educar a Zac y quedarse con todas las propiedades de papá. ¡Ven, debemos encontrar a John!

El corazón les latió con fuerza cuando comenzaron a correr por el florido bosque de álamos.

—Pero John ¿qué va a hacer? —preguntó llorosa Shelma—. Él no puede ayudarnos. Le matarán.

—No sé qué hará —respondió sin aire Megan—. Pero al morir papá, me pidió que, si alguna vez me veía en peligro, acudiera a él.

Cogidas de la mano llegaron hasta las majestuosas caballerizas, donde uno de los hombres de John las saludó y les indicó dónde encontrarlo. Sorteando con celeridad a hombres y caballos, llegaron hasta el lateral de las caballerizas. Agotadas, vieron,John con las riendas de un precioso caballo en sus manos.

—¡Cuánta belleza junta! —bramó John acercándose a ellas.

Aquel gigante de casi dos metros adoraba a las muchachas, al igual que había adorado a su dulce madre Deirdre. De pronto se paró en seco y, observando los ojos vidriosos de las jóvenes, rugió:

—¿Qué ocurre aquí?

—Una vez dijiste que si alguna vez nos veíamos en peligro te lo dijera —jadeó Sofía agarrando a su hermana—. Tía Margaret quiere casarnos este fin de semana con sir Aston Nierter y sir Marcus Nomberg.

—¡¿Qué estás diciendo, muchacha?! —gritó mientras el corazón le latía acelerado.

Era imposible. ¿Cómo iban a hacerles aquello a esas dos adorables muchachas?

Sir Marcus y sir Aston eran dos caballeros del rey Eduardo II, duros y despiadados, que nunca aceptaron el matrimonio entre George y Deirdre por el simple hecho de ser ella escocesa. ¿Cómo demonios se iban a casar con ellas?

—Entiendo que tienes que pensar en ti —prosiguió Megan, quien ardía de rabia por lo que querían hacerles—. Nosotras no queremos que tengas problemas ni con ellos ni con nadie. Pero estoy desesperada, John, no sé dónde ir, ni qué hacer para que mis hermanos no sufran la injusticia que mis tíos quieren para ellos.

—Muchacha —dijo John tocándole la barbilla con afecto—. Hace años prometí a tu padre que si algún día él faltaba, yo me ocuparía de vosotras. Después de su muerte, vuestra madre también me lo pidió, y ¡juré ante Dios que así lo haría, y lo haré!

—Pero ¿dónde podemos ir? —lloriqueó una asustada Shelma—. Siempre hemos vivido aquí. Éste es nuestro hogar. Ésta es nuestra casa.

—Os llevaré con vuestro abuelo.

—¡¿Qué?! —exclamó, perpleja, Megan—. ¿Nuestro abuelo?

—Angus de Atholl, del clan McDougall —asintió con firmeza John.

—Pero… pero… —comenzó a balbucear Shelma, pero las palabras se ahogaron en su garganta, horrorizada por tener que acercarse a los terribles highlanders.

—Vive cerca del castillo de Dunstaffnage.

—¿Crees que querrá ocuparse de nosotros? —preguntó Sofía tomando aire.

Salir de las tierras inglesas para meterse en zona escocesa era muy peligroso—.

Nunca hemos tenido contacto con él, y quizá tampoco quiera saber nada de nosotras.

—Vosotras no. Pero vuestra madre siguió en contacto con él a través de mí durante todos estos años. Angus es un buen hombre, adoraba a vuestra madre y sufrió mucho cuando ella decidió abandonarle para correr a los brazos de vuestro padre. Al principio se enfadó muchísimo. No entendía cómo su preciosa hija se podía haber enamorado de un inglés. Pero el amor que sentía por vuestra madre y la amabilidad de vuestro padre le hizo entender y aceptar ese amor.

—¿Será buena idea acudir a él? —volvió a preguntar Sofía mientras intentaba calmar a su hermana, que seguía sollozando.

—Sí, muchacha —asintió John con rabia en la mirada y en sus palabras—. Creo que ésta es la única opción que tenéis para libraros de la crueldad de vuestros tíos y de esos maridos que os quieren imponer.

—Está bien —aceptó Sofía sintiendo cómo un frío extraño le recorría la espalda —. ¿Cuándo salimos? Y, sobre todo, ¿cómo avisaremos a nuestro abuelo?

—Mañana por la noche, cuando todos duerman, será un buen momento.

—Estaremos preparadas con Zac —afirmó Megan, decidida.

—Iremos a caballo, no podemos ayudarnos de ninguna carreta, por lo que coged lo justo. ¡Ah!, y llevad ropa de abrigo, en las Highlands la necesitaréis.

Aquella noche, en el saloncito azul, mientras esperaban a que terminaran de servir la cena junto a sus crueles tíos, ambas hermanas permanecían en silencio.

—Estáis muy calladas hoy, niñas —reprochó su tía mirándolas con ojos de serpiente venenosa, mientras se metía una cucharada de caldo en su arrugada boca.

—Hoy dimos un largo paseo por los alrededores de Dunhar —inventó Megan—.

Creo que eso nos cansó en exceso, tía.

—Y, como es lógico, habréis estado montando a caballo como un par de salvajes, ¿verdad? —preguntó la mujer sabiendo cómo las muchachas montaban sus caballos.

—Hemos montado a caballo como nuestra madre nos enseñó —contestó Shelma mirándola desafiante.

—¡Otra salvaje! —se mofó sir Albert Lynch, su tío.

—No os permito que habléis así de nuestra madre —murmuró Sofía dando un golpe en la mesa con la mano, mientras le miraba a través de sus ojos negros con odio y desprecio.

—Y a mí no me gusta que me hables con ese descaro —respondió secamente Albert.

—¡Tengo hambre! —protestó Shelma intentando tranquilizar a su hermana.

—Tranquilo, Albert —carraspeó Margaret, limpiándose la boca con la servilleta de lino—. Esta situación durará poco tiempo. Relájate y disfruta.

En ese momento apareció William, el criado de la casa. Mirando a las jóvenes con un gesto de complicidad, les guiñó un ojo y curvó su boca a modo de sonrisa. Odiaba a los Lynch. Nunca le gustó la manera en que aquellas personas se comportaban con las niñas.

—Señores, han llegado sir Marcus Nomberg y sir Aston Nierter.

Al escuchar aquellos nombres, a Shelma le dio un vuelco el corazón. Entre tanto, Megan, con una frialdad inusual en ella, contenía su rabia y rogaba tranquilidad a su hermana con la mirada.

—Oh…, qué encantadora visita —rio como una serpiente Margaret, mientras se levantaba junto con su marido para atender a los invitados—. Tomad asiento.

Cenaremos todos juntos.

—Lady Margaret, sir Albert —saludó Marcus—. Pasábamos por aquí, pero no pretendemos molestar.

—Vos nunca molestáis —sonrió la mujer con su falso gesto—. Para nosotros es un honor contar con vuestra agradable compañía.

—Por favor, caballeros —indicó sir Albert—. Estamos encantados con vuestra visita. Compartid nuestra cena.

—Si insistís… —asintió de buen agrado sir Aston—. Yo estaré encantado.

Sir Marcus, un hombre alto, despiadado y estirado, se atusó su ridículo bigote al sentarse junto a Megan. Mientras, sir Aston, entrado en carnes y con su característico olor a rancio, se acomodó al lado de Shelma.

William cruzó una rápida mirada con Sofía y salió del salón mientras ella le dedicaba una fría sonrisa a sir Marcus, a pesar del asco que le daba su cara marcada de viruela y sus ojos de ratón.

—Lady Megan, esta noche estáis especialmente encantadora —dijo Marcus devorándola con la mirada.

«No puedo decir lo mismo de vos», pensó ella mirando a su hermana.

—Gracias, sir Marcus —respondió con una forzada sonrisa.

Sofía era una preciosa y joven muchacha que atraía las miradas de los hombres por su escandaloso pelo oscuro y sus ojos negros como la noche.

—Lady Shelma, vos también estáis preciosa con ese vestido azul —señaló sir Aston rozando con su mano el cabello castaño de la joven, dejándola sin palabras.

—¡Qué galantes sois, caballeros! —afirmó Margaret, mientras William volvía a entrar y con gesto serio indicaba a otro criado que les sirviera caldo.

La cena fue una auténtica humillación. Tanto Sofía como Shelma, en diferentes ocasiones, tuvieron que apartar y sujetar las lascivas manos que bajo la mesa, una y otra vez, se posaban sobre sus faldas con intenciones nada inocentes. Agotada por los disimulados forcejeos y con ganas de chillar, Sofía se levantó. Tomando a su hermana de la mano, se disculpó con intención de marcharse.

—No seáis antipáticas, niñas —las detuvo Margaret, que tenía muy claro su plan —. Seguro que nuestros invitados desearían dar un paseo por los alrededores.

Con desgana y malhumorada, Sofía anduvo hacia la puerta, pero una mano la atrapó por la cintura haciéndola frenar.

—¿Tan cansada estáis? —escuchó la voz pastosa de sir Marcus, mientras notaba cómo los dedos de éste la agarraban con fuerza de la cintura.

—Hoy hemos tenido un día agotador —se disculpó Shelma.

Sujetando con firmeza a las jóvenes, sir Aston y sir Marcus salieron de la luminosa estancia del salón. Sin importarles los gestos contrariados de las doncellas, tras bajar los escalones de la entrada, se desviaron hacia un lateral de la casa. Un lugar oscuro y sombrío. Una vez allí, nada pudieron hacer para continuar juntas. Sir Aston tomó un camino diferente llevándose del brazo a Shelma, mientras Sofía bullía de rabia.

—¿A qué se debe ese gesto tan serio? —preguntó sir Marcus.

—Considero que sería más apropiado que los cuatro permaneciéramos juntos — contestó Sofía intentando corregir la dirección—. No me parece adecuado quedarnos a solas. No está bien visto.

—Escocesa, existen tantas cosas que no están bien… —rio sir Marcus empujándola contra la pared de la casa y comenzando a manosearla.

—¡¿Qué hacéis?! —gritó enfurecida Sofía dándole un fuerte empujón—. ¿Os habéis vuelto loco?

—Loco me tienen tus cabellos, tus ojos —respondió aplastándola contra la pared, mientras intentaba meterle su asquerosa lengua en la boca y sus manos luchaban por subirle el vestido—, tus lozanos pechos, y no veo por qué esperar más tiempo, si finalmente serás para mí.

Asustada y rabiosa, se vio inmovilizada por aquel hombre que le sacaba apenas una cabeza. Notó cómo la mano de él se introducía por su escote para tocar salvajemente sus pechos.

—¡Soltadme, asqueroso patán! —gritó ahogada por la impotencia de verse así y observar en la lejanía que su hermana estaba en la misma tesitura—. O juro que no seré consciente de mis actos.

—Tu fiereza me hace ver que serás ardiente en mi cama, escocesa —no entre dientes al verse manejando la situación—. Una vez que te tenga desnuda en mi lecho, harás todo lo que a mí se me antoje.

—Os lo advertí —bufó levantando una de sus rodillas y dándole con todas sus fuerzas donde sabía que le dolería.

Inmediatamente se vio liberada y a sir Marcus rodando por el suelo aullando de dolor.

—¡No volváis a tocarme en vuestra vida! O no responderé de mis actos —escupió Megan.

En ese momento se escuchó un nuevo aullido. Era sir Aston, quien tras haber recibido un empujón por parte de Shelma había caído al suelo clavándose las espinas de los rosales. Shelma, sin esperar un instante más, se reunió con su hermana. Juntas entraron rápidamente en la casa.

—¿Qué ocurre? —preguntó Margaret, sentada frente a la lujosa chimenea.

—Esos hombres se han propasado con nosotras —gritó Sofía echando fuego por los ojos—. ¿Qué es lo que pretendéis hacer? ¿Qué es eso de que seremos para ellos?

—La verdad —sonrió Albert—. A partir de ahora tendréis que ser cariñosas y complacientes con vuestros prometidos.

—¡Ellos no son nuestros prometidos! —chilló Shelma.

—Lo son —sentenció Margaret viendo entrar a aquellos hombres en la habitación con gesto contrariado—. En pocos días, os desposaréis con ellos y nadie lo podrá impedir.

—Me niego a… —comenzó a decir Megan, pero sir Marcus le soltó una bofetada que la hizo caer al suelo.

Al ver aquello, Shelma se abalanzó sobre él, pero sir Aston, rojo de rabia, la asió por el cuello y la tiró también.

—¡Caballeros! —intervino Margaret sin levantarse de su silla—. Entiendo que estas salvajes os hagan perder la cordura, pero, aunque sólo sea por la memoria de mi queridísimo hermano George, esperad a estar desposados para tratarlas como se merecen.

«Sois lo peor», pensó Sofía mirando a su tía.

—Será un auténtico placer —gruñó sir Marcus, quien tras un saludo salió de la habitación seguido por sir Aston.

—¡¿Unirnos a estos hombres?! ¿Cómo podéis permitir semejante osadía? — vociferó Sofía mientras ayudaba a su hermana a levantarse del suelo.

—He dispuesto con el obispo vuestros enlaces. No se hable más.

—Mis padres no consentirían esta barbaridad —manifestó Megan, tocándose su dolorida mejilla.

—Querida niña —rio con altivez Margaret—, no olvides que ellos ya no están aquí, y la que decide vuestro futuro soy yo. Casar a dos mestizas, en los tiempos que corren, no es nada fácil.

—Vuestra sangre escocesa y salvaje —continuó Albert riendo como una hiena— será derrotada.

—Sois… —balbuceó Sofía a punto de abalanzarse sobre su tío.

—Estamos cansadas —interrumpió Shelma obligando a su hermana a mirarla—.

Ahora, si nos disculpáis, deseamos retirarnos. Buenas noches.

Sin detenerse, corrieron hacia sus habitaciones encontrándose por el camino con Edelmira, la mujer de William, quien sin pensarlo las abrazó, acunándolas como cientos de veces lo había hecho durante aquellos duros años.

—No podemos continuar aquí —sollozó Shelma.

—Ay, niñas mías —susurró Edelmira—. ¿Qué podríamos hacer para ayudaros?

—No te preocupes, Edel —la tranquilizó Sofía abrazándola—. Algo se nos ocurrirá.

Al día siguiente, la mañana amaneció soleada. El cielo era azul cálido, pero el humor de ambas era oscuro y desafiante. Shelma se asustó al ver la mejilla hinchada de Megan. Debían escapar. ¡Sus vidas corrían peligro!

John, que no había dormido la noche anterior preparando el viaje, se horrorizó al verlas en aquella situación. Pero, tras tranquilizarse, les informó que había conseguido la ayuda de dos hombres, y que las esperarían de madrugada en la parte trasera de la casa, junto a la arboleda.

Aquella noche, mientras cenaban con Margaret y Albert, se alegraron de que éstos no tuvieran ganas de charlar, por lo que pronto se retiraron a su habitación.

En la quietud de la noche, Sofía fue hasta el cuarto donde dormía su pequeño hermano Zac: un niño de apenas un año, rubio e inquieto. Lo cogió con delicadeza y, tras envolverlo en una capa de piel, salió con todo el cuidado que pudo para no despertarlo. Shelma esperaba en la puerta, vigilando que nadie les escuchase. Bajaron con cuidado las escaleras. Cuando atravesaban la cocina, de pronto una voz las paralizó.

—Os hemos preparado algo para el camino —dijo William saliendo de las sombras junto a Edelmira—. Quiero que sepáis que nunca me olvidaré ni de vos ni de vuestros padres, y siento en el alma no poder ayudaros en nada más.

—¡William, por Dios, no digas nada! —pidió Sofía hablando en susurros para no despertar a Zac.

—Ay, niñas mías —sollozó Edelmira con tristeza mientras le daba a Shelma un paquete con queso, pan y leche para Zac—. Os echaré mucho de menos.

—Y nosotras a ti —susurró Shelma acercándose para darle un beso—. Ahora, marchaos. Nadie tiene que saber que nos visteis. No queremos ocasionaros problemas.

Alargando la mano, Sofía tomó la de William, quien, con una triste sonrisa, asintió antes de soltarla.

—Que la felicidad sea la dicha de vuestra futura vida —suspiró el anciano mayordomo.

—Gracias, William —le agradeció Sofía con una sonrisa en la boca mientras Edelmira la abrazaba.

—Cuidaos, por favor —murmuró el hombre asiendo a su mujer antes de desaparecer entre las sombras.

—¿Quién anda por ahí? —preguntó Margaret, que llevaba una vela encendida en las manos. Al descubrir a las jóvenes, preguntó—: ¿Qué hacéis, insensatas?

Paralizadas con el pequeño Zac en brazos, no supieron qué hacer hasta que William y Edelmira, saliendo de las sombras sin pensárselo, empujaron a Margaret hacia un lado, con tan mala suerte que la vela que ésta llevaba en la mano cayó sobre el cesto de la ropa sucia, prendiendo todo con la rapidez de la pólvora.

—No es momento de pararse a mirar —indicó William—. Corred. Corred y no miréis atrás.

—Pero William… —gritó Sofía viendo a Edelmira en el suelo junto a su tía.

—Por favor, marchaos y buscad la felicidad —gritó empujándolas.

La intranquilidad se apoderó de ellas desde el momento en que comenzaron a correr. Pero, a mitad de camino, un grito desgarrador procedente de la garganta de William hizo que Sofía se parase en seco y mirase hacia atrás. El fuego se había apoderado de toda la cocina y comenzaba a subir hacia la planta de arriba. Con los ojos encharcados en lágrimas, las hermanas Phillips comprendieron el triste final de aquellos dos ancianos que las habían ayudado. Cuando las manos de John las agarraron y las llevaron hasta la arboleda sin perder tiempo, comenzaron un peligroso y agotador viaje, hasta el hogar de su abuelo, muy lejos de Dunhar.

Cap 2

Deseo Concedido ❣️

Capitulo 2

Castillo de Dunstaffnage (Escocia), Agosto de 1314 Habían pasado unos meses desde que, el 24 de junio, Robert de Bruce, liderando el ejército escocés junto a los jefes de los principales clanes de Escocia, había salido victorioso en la batalla de Bannockburn.

En un principio, Robert de Bruce pensó firmar un tratado de paz con el rey inglés, Eduardo II. Pero, tras ver fallida esta opción, los escoceses, aun siendo menor en número que los ingleses, cargaron contra el ejército enemigo y salieron victoriosos.

Nadie olvidaría aquel día en que el rey Eduardo II llegó acompañado por infinidad de caballeros, arqueros, lanceros y algunos escoceses contrarios a las ideas de Robert de Bruce, la gran mayoría del clan McDougall, que no era muy numeroso, pero sí lo suficiente para dañar y crear la discordia entre las gentes de su propio clan.

Mientras, el ejército de Robert de Bruce sólo se componía de valientes guerreros bien entrenados, unos cuantos a caballo y cientos de voluntarios sin entrenar, pero con ansias y ganas de luchar.

El primer día de batalla, Henry de Bohun, caballero del rey Eduardo II, creyéndose superior a Robert de Bruce, provocó una lucha lanza en mano al estilo de los torneos. Robert, que no se amilanaba ante nadie, aceptó tal reto exponiendo su vida, pero tras un corto combate Henry de Bohun acabó muerto por un hachazo en la cabeza, mientras Bruce sólo se lamentaba por haber roto el mango de su hacha, ante sus amigos y fieles seguidores Duncan y Niall McRae y Lolach McKenna.

El segundo día, el rey Eduardo II, enloquecido de rabia por la anterior victoria, ordenó al conde de Gloucester cargar contra los salvajes escoceses. Pero de nuevo la suerte estuvo del lado escocés. Robert de Bruce volvió a demostrarle que, aunque sus fuerzas militares eran inferiores en número, tenían mucho más talento. Y ayudado por Duncan y Niall McRae y Lolach McKenna, entre otros, emboscada tras emboscada, empalaron a miles de lanceros ingleses junto al conde de Gloucester.

Desesperados, los ingleses huyeron perseguidos por la infantería escocesa liderada por Axel McDougall, que junto a otros luchó sin piedad hasta conseguir lo que buscaban: la independencia de Escocia.

Tras aquel nuevo desastre y sintiendo que no podrían conseguir amilanar a aquellos valientes escoceses, las tropas inglesas —en buena parte integradas por highlanders— ayudaron al rey Eduardo II a huir al galope del campo de batalla.

Llegó hasta Duchar, donde tomó un barco que le llevó de vuelta a su amada Inglaterra.

Los meses pasaron, pero los clamores de la batalla continuaban muy vivos. Por los distintos caminos y montañas de Escocia se podía ver a muchos valerosos escoceses regresando a sus hogares, de los que marcharon sintiéndose hijos oprimidos de Inglaterra y a los que volvían siendo hombres libres de Escocia.

En el castillo de Dunstaffnage, propiedad del clan McDougall, tras el regreso del valeroso laird Axel McDougall, se estaba preparando una boda. Para Axel no había sido fácil aquella guerra. Tuvo que luchar contra gente de su propio clan y, aunque por ocultos antecedentes familiares la sangre inglesa corriese por sus venas, si algo tenía claro es que era escocés.

Nunca olvidaría el dolor en el pecho que sintió cuando vio los cuerpos de sus primos Lelah y Ewan despedazados en el campo de batalla. Pero, tras la amargura del combate, le aguardaban días de gloria y tranquilidad. Por ello, tras volver de Bannockburn, formalizó su boda con Alana McKenna, una jovencita que años atrás le había robado el corazón.

El castillo de Dunstaffnage comenzaba a llenarse de guerreros venidos de otros clanes. Axel, desde las almenas de su castillo, observaba cómo un grupo de unos treinta hombres se acercaba a caballo. Sonrió al reconocer a su buen amigo Duncan McRae, un temible e inigualable guerrero, al que apodaban El Halcón por su intimidatoria mirada verde y su rictus de seriedad. Se decía que cuando El Halcón fijaba su mirada en ti, sólo era por dos razones: o porque ibas a morir, o para sonsacarte información.

A su paso, las mujeres más osadas le miraban con deseo y ardor. Toda Escocia conocía su fama de mujeriego, compartida junto a su hermano Niall y su íntimo amigo Lolach. Duncan era un highlander de casi dos metros, de cabello castaño con reflejos dorados, cutis bronceado y ojos verdes como los prados de su amada Escocia.

A sus treinta y un años poseía una envergadura musculosa e impresionante, gracias al entrenamiento diario y a las luchas vividas.

Con Duncan cabalgaba su hermano Niall, un joven valiente, aunque de carácter distinto. Mientras que el primero era serio y reservado, el segundo frecuentaba la broma y lucía una perpetua sonrisa en la boca.

Lolach McKenna, amigo de la infancia de los hermanos McRae, residía en el castillo de Urquhart, junto al lago Ness. El temperamento de Lolach resultaba agradable y conciliador, y, al igual que el resto, era un hombre de aspecto imponente, poseedor de unos ojos de un azul tan intenso que las mujeres caían rendidas a sus pies.

—¿Quiénes son? —preguntó Gillian, una preciosidad rubia, mientras fruncía los ojos para distinguirles.

—Duncan y Niall McRae, Lolach McKenna y sus guerreros. Les invité a mi boda —respondió Axel mirando con adoración a su hermana.

—Oh… Nial McRae —suspiró mirando hacia los guerreros que entraban en ese momento por la arcada externa del castillo—. Deberías habernos avisado de que El Halcón y su hermano venían.

—Tranquila, hermanita —sonrió al escucharla—. Son tan peligrosos para ti como lo soy yo.

—Si tú lo dices… —sonrió al escuchar a su hermano.

Gillian estaba encantada de volver a tener a Axel a su lado. Atrás quedaron los tiempos en los que temía que cualquiera de su clan quisiera matarlo por no seguir al rey Eduardo II.

—Axel, ¿crees que este vestido es lo suficientemente elegante para tu boda? — preguntó girando ante la mirada divertida de él.

—Tu belleza lo eclipsa, Gillian. Creo que conseguirás que los hombres se desplomen a tu paso; por lo tanto, ten cuidado, no quiero tener que usar mi espada el día de mi boda.

Desde que había cumplido dieciocho años, Gillian era consciente de la reacción que despertaba en los hombres y eso le producía un enorme placer.

En ese instante, los cascos de los caballos retumbaron contra las piedras del suelo a la entrada del castillo. El poderío y la fuerza de esos guerreros hicieron que todos los allí presentes dejaran sus labores para mirarlos con admiración y temor.

—Voy a recibir a mis invitados. Avisa a Alana, le gustará saludarles —dijo Axel besando a su hermana.

En pocos instantes llegó hasta la gran arcada de entrada. Allí pudo ver una vez más cómo la gente bajaba la mirada al paso de Duncan, cosa que le provocó risa.

Al ver a su amigo Axel, Duncan levantó la mano a modo de saludo y, dando un salto, bajó de su semental Dark y estrechó a su amigo en un fuerte y emotivo abrazo.

—¡McDougall! —bramó Lolach McKenna con una amplia sonrisa—. Tus gentes parecen asustadas a nuestro paso.

—En cuanto os tengan aquí un par de días, os perderán el miedo —respondió Axel.

—Aquí nos tienes. Dispuestos a asistir a tu boda —sonrió Duncan al pelirrojo Axel—. ¿Dónde está esa futura señora de tu hogar?

—Aquí —respondió Alana, que desde su ventana había visto llegar a los guerreros polvorientos, y corrió para saludarles.

—¿Vos, milady? —observó Duncan a la extraordinaria mujer de ojos verdes, pelo claro y sonrisa tranquilizadora que se erguía ante él.

—Te lo dije, Alana —murmuró Lolach besándole la mano—. Indiqué hace años que tu belleza sería un peligro para algún incauto.

—Encantada de volver a verte, primo —saludó a Lolach.

—¿Sois la pequeña Alana? —preguntó Niall acercándose al grupo.

—Sí —sonrió la muchacha mirando a Axel, su prometido.

—¿Ahora entiendes por qué quería formalizar rápidamente este enlace? —musitó asiéndola por la cintura.

—¿No tendríais una hermana o una prima para presentarme? —se mofó Niall tras saludarla, mientras las criadas que se arremolinaban en la arcada les miraban con ojos libidinosos y risas atontadas.

—¡Buenas tardes, caballeros! —saludó Gillian situándose junto a su hermano.

Gillian era menuda comparada con Alana y otras mujeres, pero sus ojos azules, su cara de ángel y el vestido marrón que se ajustaba a su cuerpo lozano hicieron que todas las miradas se posaran en ella.

—¿Ella es vuestra hermana? —preguntó Niall al ver aparecer a esa encantadora jovencita.

—No, pero pronto lo será —respondió Alana cogiéndola de la mano, mientras tras ellas se oía un poco de revuelo. Alguien discutía.

—Es mi pequeña hermana Gillian —advirtió Axel—. Recuérdalo.

Mientras Niall continuaba con los ojos fijos en Gillian, Axel se percató de que Duncan observaba algo tras ellos. ¿Qué miraba?

—Encantado de volver a veros. —Niall se acercó a la joven Gillian, quien se sonrojó—. Ahora os recuerdo, aunque habéis cambiado mucho. La última vez que os vi llevabais largas trenzas infantiles.

—Si mal no recuerdo —respondió Gillian reponiéndose del sonrojo—, la última vez que nos vimos, vos os tirasteis al lago a rescatarme.

—¿En serio? —rio Alana al ver los ojos resplandecientes de Gillian. Tendría que hablar con ella.

—Tenía dos opciones —respondió Niall recobrando la compostura—. Salvaros o dejar que os ahogarais. Y, tras echarlo a suertes, no tuve más remedio que tirarme al agua.

—¡¿Echarlo a suertes?! —espetó Gillian cambiando su expresión sonriente por una amenazadora.

—Yo que tú, callaría —masculló Duncan viendo cómo aquella joven le miraba.

—Pienso como tu hermano. ¡Cállate! —advirtió Lolach echándose hacia un lado.

Pero la juventud de Niall hizo que, tras guiñarle el ojo a una de las criadas y ésta sonreír, volviera a dirigirse a la joven hermana de Axel.

—Gillian… Gillian… Os recuerdo como una mocosa pesada. Os daba igual subir a un árbol que embadurnaros de barro junto a los demás chicos. Y lo peor: tuve que soportar vuestro pringoso beso lleno de barro cuando os salvé en el lago. —Al ver la rabia en ella, finalizó—: Aunque ahora tengo que admitir que os habéis convertido en una auténtica belleza, y que cualquier hombre estaría dispuesto a soportar vuestros besos con barro.

—¡Niall! —advirtió Axel—. Aparta tus ojos y tus embaucadoras palabras de mi hermana si no quieres tener problemas.

—Tranquilo, Axel —rugió muy enfadada Gillian demostrando su carácter—. No está hecha la miel para la boca del asno. Ni en mis más oscuros pensamientos consentiría que un imbécil como éste se acercara a mí, y menos aún que me besara.

—¡¿Gillian?! —la regañó Axel, sorprendido por aquella contestación.

Haciendo caso omiso a su hermano, se volvió furiosa y desapareció por la arcada del castillo, dejándoles a todos muertos de risa, incluidos los guerreros que seguían montados en sus caballos a la espera de que sus jefes Duncan y Lolach les indicaran que desmontaran y buscaran un sitio donde descansar.

—¡Niall! —gritó Myles—. Te dejó sin palabras la dama.

—Myles, ¡¿quieres morir?! —bramó Niall, molesto—. Mide tus palabras si no quieres probar el acero de mi espada.

—Será mejor que calles —rio uno de sus hombres de confianza—, a Niall no le gusta que se mofen de él cuando una dama le ha pisado el cuello.

Su hermano Duncan y Lolach se miraron y sonrieron.

—Te dijimos que callaras, muchacho. Sólo tenías que haber mirado sus ojos para saber que lo que estabas diciendo no era de su agrado —murmuró Lolach tocando con su mano el hombro derecho del muchacho.

Mientras en el patio todos los ojos seguían pendientes de la conversación entre Niall, Lolach y Axel, Duncan fijó su mirada en una mujer que acababa de salir y se había situado tras Axel y Alana. En un principio, cuando salió Alana, escuchó voces dentro del castillo, pero tras marcharse Gillian, malhumorada, su corazón se paralizó cuando vio aparecer a la mujer con los ojos negros más espectaculares que había visto nunca.

Axel, con disimulo, miró hacia atrás y sonrió al entender la cara de su amigo Duncan. Mientras, la moza en cuestión no se percataba de nada.

—Duncan —intervino Axel tomándole por sorpresa—. Te presento a Sofía de Atholl McDougall.

Megan, desconcertada, no sabía dónde mirar.

—Perdonad —se disculpó atragantándose con la saliva, mientras situaba a su hermano tras ella y se alisaba la falda—. No estaba atenta a vuestras conversaciones.

—Tranquila, Sofía —dijo Alana tomándole la mano para darle un par de palmaditas—. Entendemos que Zac estaba llamando tu atención; por lo tanto, solucionemos primero una cosa y luego otra.

Duncan, que no había podido apartar la mirada de aquella mujer, deseaba más que nada en el mundo conocer su sonrisa. ¡Debía de ser espectacular!

Con fingida indiferencia, Duncan la miró. Era tan alta y estilizada como Alana.

Su espectacular cabello rizado era tan negro que casi parecía azul. Sus retadores ojos le cautivaron en pocos instantes, pero su boca… «¡Por todos los santos, su boca!», pensó sintiendo un escalofrío. Cómo deseaba tomar aquellos labios y beberlos hasta hacerlos desaparecer. Por su parte, Sofía no se había dado cuenta de cómo aquel guerrero la miraba.

Estaba tan obsesionada con proteger a su hermano que no podía pensar en nada más.

—Veamos —prosiguió Alana haciendo salir a Zac de las faldas de Megan—.

¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué has montado tanto jaleo?

—Quiero ir a ver a los feriantes —respondió el niño—. Pero ella, como siempre, no me deja.

—¿Por qué no le dejas? —preguntó Axel.

Distraídamente, Sofía se retiró el pelo de la cara, un gesto que encantó a Duncan, tanto como saber que aquel pillastre rubio no era hijo de la mujer.

—Mi señor —comenzó a decir Sofía olvidándose del resto de las personas—, le he dicho que no sea impaciente. Más tarde, le llevaré yo.

—¡No es justo! Yo quiero ir con los otros chicos. No con una gruñona —gritó Zac intentando alejarse de su hermana, cosa que ella no le permitió.

El crío le pisó el pie.

«Zac, te voy a machacar», le indicó Sofía con la mirada, aguantando el dolor del pisotón, mientras Duncan les observaba divertido.

—Megan… —sonrió Axel—, algún día deberás empezar a confiar en él.

—Deberías prometer a tu hermana que te portarás bien —señaló Alana mirando al niño.

—Este pillo —respondió Sofía dándole una colleja que hizo sonreír a los hombres— es capaz de meterse en más de un problema a la vez. Recordadlo, lady Alana.

—La verdad, Zac, es que tu hermana tiene razón —dijo Axel, que conocía bien al niño—. Por lo tanto, vas a esperar en tu casa hasta que alguno de tus familiares te pueda acompañar, y esto es una orden —ordenó levantando la voz para intimidarle.

—Ve ahora mismo con Shelma —indicó Megan—, y no te muevas de allí hasta que yo llegue.

El niño, tras sacarle la lengua a su hermana y ver cómo ésta apretaba los puños para no cogerle por el pescuezo, se alejó cabizbajo.

—Está bien —sonrió Alana al ver la reacción del niño—. Pasemos dentro. Estoy convencida de que estos guerreros estarán muertos de sed y hambre. —Luego, volviéndose hacia Sofía que veía alejarse a su hermano, dijo—: Dile a Frida y Marsha que necesitamos asado y cerveza en abundancia.

—Ahora mismo —asintió Sofía desapareciendo tras la arcada, seguida por Alana y Axel.

—¡Halcón! —exclamó Lolach—. Lo que oigo es tu corazón desenfrenado por esa bonita muchacha.

—¿Qué dices? —disimuló volviéndose hacia su amigo con seriedad—. Mi corazón sólo late desenfrenado cuando estoy combatiendo. No lo olvides.

—Disculpa mi equivocación —palmeó reprimiendo una sonrisa, mientras se les unía Niall—. Sólo digo, y esto va por ambos, que veis a una bonita mujer y babeáis como bebés.

—Déjate de tonterías —bufó Duncan sin querer escucharle más.

—¡Eres un bocazas! —se carcajeó Niall dando un empujón a Lolach, al tiempo que todos entraban en el castillo.

Cap 3

Deseo Concedido ❣️

Capitulo 3

Aquella tarde, Duncan, Axel y algunos de los hombres salieron con sus caballos a recorrer la zona. Axel quería enseñarles varias cosas que estaba haciendo. Mientras, las criadas atendían al resto de los guerreros encantadas, soltando risotadas escandalosas cuando alguno de ellos les decía alguna dulzura e intentaba meter sus manos bajo sus faldas.

En las habitaciones superiores del castillo, Alana se probaba su vestido de novia, junto a Gillian y Megan, que se habían hecho grandes amigas.

—Gillian —preguntó Alana—, ¿se puede saber por qué has insultado a Niall?

—Sencillamente, porque se lo merecía —soltó Gillian mirando a Alana con altivez.

—¿Has insultado a uno de los guerreros? —preguntó Megan—. Y yo, ¿me lo he perdido?

Gillian y Sofía se carcajearon.

—Por el bien de tu hermano y de tu clan, deberías tener más cuidado con tus palabras y tus actos —apostilló Alana.

—Tienes razón —asintió Gillian mordiéndose el labio—. Procuraré tener más cuidado.

—El Halcón no podía apartar sus ojos de ti —señaló Alana mirando a Megan—.

¿Acaso no te diste cuenta?

—No, lady Alana. —Sonriendo, se corrigió al recordar cómo la llamaba cuando estaban solas—. No, Alana. Tengo cosas más importantes en que pensar.

—Duncan es un hombre muy guapo —comentó Gillian asomándose a la ventana oval para mirar el paisaje verde de los campos.

—Y las doncellas se pelean por compartir su lecho —siguió Alana—. Es un guerrero muy deseado por las mujeres.

—No seré yo la que me pegue con nadie por un hombre —rio Megan—. Y menos por ese que tiene donde elegir.

—Deberías buscar un marido, Sofía —indicó Gillian mientras observaba a algunos highlanders cepillar a sus caballos—. Toda mujer debe tener a su lado un hombre que la proteja.

—Ya tengo al abuelo, a Mauled y a Zac —bufó percatándose de lo pesadas que se pondrían aquellas dos con ese tema.

—Pero ellos no pueden calentar tu cama y tu cuerpo como lo haría por ejemplo Duncan —sonrió pícaramente Alana.

—¡Alana! —exclamó Gillian al escucharla.

—No necesito que nadie caliente mi cama. Me la caliento yo sólita sin tener que soportar a nadie.

—Oh, oh —suspiró Gillian al ver a Shelma correr hacia el castillo—. Tu hermana viene hacia aquí y no trae muy buena cara.

—¿Shelma? —preguntó Sofía acercándose a la ventana.

Al asomarse vio a su hermana llegar con cara de pocos amigos y pronto supo por qué.

—¿Dónde está Zac? —preguntó Shelma a gritos mientras se retiraba el pelo castaño de la cara. Su hermano las iba a volver locas.

—Le envié contigo hace un buen rato —contestó Sofía resoplando—. No te muevas, bajaré enseguida y te juro que cuando lo encuentre le arrancaré las orejas.

—Ese hermano tuyo… —indicó Gillian—. Es cabezón.

—Pero más lo soy yo —aseguró Sofía mirando a Alana—. Me tengo que ir.

—No te preocupes, Sofía —dijo Alana tomándola de la mano—, seguro que estará jugando por algún lado.

—Te acompaño —señaló Gillian, que conocía bien las fechorías de Zac.

Tras despedirse de Alana, abrieron la pesada arcada de madera y salieron al oscuro pasillo alumbrado por antorchas. Bajaron la escalera de piedra en forma de caracol hasta llegar a la sala principal, donde aún quedaban algunos hombres que las miraron boquiabiertos murmurando palabras en gaélico al verlas pasar.

—Juro que lo mataré en cuanto lo tenga en mis manos —despotricó Sofía sin percatarse de que los hombres las miraban y reían ante ese comentario.

—Veamos en qué clase de fechoría anda metido ese mequetrefe —respondió Gillian agarrándose las faldas.

Cruzaron el patio a toda prisa para llegar hasta Shelma, que al verlas gritó:

—¡Te juro que lo mato, Megan!

—Eso ya lo dijo tu hermana —sonrió Gillian para templar el ánimo de Shelma.

—Dijo que quería ir con otros muchachos a ver a los feriantes —recordó Megan.

—¡Lo sabía! —gritó Shelma.

Las tres muchachas, andando a paso rápido, se dirigieron hacia la explanada donde los feriantes comenzaban a montar sus puestos. Una explanada algo húmeda por las lluvias, y con barro.

—¡Allí está ese rufián! —indicó Megan.

Pero las tres se quedaron sin palabras cuando vieron cómo el niño se acercaba con sigilo, junto a un par de chicos del clan, a uno de los puestos y, mientras el feriante colocaba unas telas, le quitaban cosas escondiéndolas bajo sus camisas.

De pronto, unas vasijas de barro cayeron al suelo atrayendo la mirada del feriante.

¡Los habían pillado! Por lógica, el hombre cogió a Zac. Era el más pequeño.

El niño comenzó a gritar al verse sujeto por unas manos que lo zarandeaban. Al ver aquello, a Sofía se le subió el corazón a la boca y, echando a correr seguida por las otras dos, se detuvo a unos pasos del feriante, quien ya le había propinado un par de azotes a Zac.

—Disculpad, señor. ¡Por favor! —susurró Sofía sin aliento por la carrera—.

¿Seríais tan amable de soltar a mi hermano? Yo os pagaré lo que ha roto.

—¿Este sinvergüenza es tu hermano? —preguntó el hombre cogiéndole por el cuello mientras Zac lloraba.

—Sí, señor —asintió Shelma plantándose junto a Megan—. Es nuestro hermano y os pedimos que le soltéis.

—¡Yo no hice nada! —mintió Zac intentando zafarse del hombre.

—¡Zac, cállate! —reprochó Gillian, enfadada, notando cómo sus pies se hundían en el barro.

—¡¿Qué no hiciste nada?! —bramó el hombre dándole un bofetón que dolió más a las muchachas que al niño—. Me estabas robando y me has roto algunas jarras.

¡¿Eso es no hacer nada?!

En ese momento salió de su carro la mujer del feriante, y Sofía puso los ojos en blanco al reconocer a Fiona, que se llevó las manos a la cabeza al ver los destrozos.

—¡Malditas y apestosas sassenachs! —escupió la mujer al verlas.

—¡Cállate! —gritó enfurecida Gillian.

Aquella maldita palabra había causado mucho dolor a sus amigas y a su propia familia.

—No queremos tener líos, Fiona —advirtió Shelma mirándola con recelo.

Fiona era una antigua vecina del pueblo. Durante los años que vivió allí, primero su madre y luego ella siempre las trataron con tono despectivo. Las odiaba por su sangre inglesa. Incluso en varias ocasiones, Sofía y ella habían llegado a las manos.

—Entiendo vuestro disgusto, señor —prosiguió Sofía mirando al feriante—. Por eso os repito que pagaré lo que mi hermano… —¡Estate quieto, ladronzuelo! —gritó el hombre dando otra bofetada a Zac, lo que hizo que su hermana mayor perdiera la paciencia.

—¡Escuchad, señor! —vociferó Megan, enfurecida—. Si volvéis a darle un bofetón más, os lo voy a tener que devolver yo a vos.

—¡Qué tú me vas a dar un bofetón a mí! —se carcajeó el feriante, indignado.

Gillian y Shelma se miraron. Sofía era capaz de eso y de mucho más.

—Pero ¿quién te has creído tú para hablar así a mi hombre? —ladró Fiona plantándose ante Sofía con los brazos en jarras.

—Soy Megan. ¿Te parece poco? —aclaró mirándola con desprecio. Volviéndose hacia el hombre, escupió—: Soltad a mi hermano. ¡Ya!

—Este sassenach —gritó con desprecio el feriante— es un futuro delincuente, y como tal debería ser tratado.

«Se acabaron las contemplaciones, Fiona», pensó Sofía mientras se retiraba el pelo de la cara. Aquella rolliza muchacha había hecho mucho daño a su abuelo con sus terribles comentarios y estaba harta.

—Yo no soy sassenach —aulló Zac, que a su corta edad aún no llegaba a comprender por qué a veces la gente se empeñaba en insultarle de aquella manera.

—No lo puedes negar, mocoso —escupió Fiona—. Tú y tus hermanas oléis a distancia a la podredumbre de los sassenachs.

«Oh, Dios…, te mataría con mis propias manos», pensó furiosa Sofía al escucharla.

—Y tú hueles a excremento de oso cruzado con una bruja —gritó Shelma muy enfadada, momento en que Fiona se abalanzó sobre ella.

Sofía intentó separarlas, pero la corpulenta mujer de otro feriante se abalanzó sobre ella. La lucha estaba servida.

Al ver aquello, Gillian comenzó a gritarles a todos que era la hermana de Axel McDougall y que éste les echaría de sus tierras. Pero nadie le hizo caso. Las mujeres continuaban tirándose de los pelos y arrastrándose por el barro, por ello Gillian no se lo pensó dos veces y, sin importarle nada, se tiró encima de ellas.

Los gritos y la algarabía que se organizó atrajeron las miradas de todo el mundo.

¡Había pelea!

De pronto, el fuerte ruido de los cascos de varios caballos y un rugido atronador provocaron que todos se parasen en seco. Ante ellos tenían a su señor Axel, a El Halcón y a algunos hombres más.

—¡¿Qué ocurre aquí?! —preguntó Axel con gesto de enfado, montado en su enorme caballo blanco.

Su sorpresa fue tremenda cuando reconoció entre aquel amasijo de cuerpos a su hermana, a Sofía y a la hermana de ésta. Desmontando con rapidez e intentando mantener el control, ayudó a Gillian a ponerse en pie. Tenía el pelo revuelto, estaba empapada y con la ropa pringada de barro.

—Gillian, por todos los santos. ¿Qué haces? ¿Qué ha pasado?

Enfurecida por aquella intromisión, se apartó de su hermano y, ayudando a Sofía y Shelma a ponerse en pie, gritó encolerizada:

—Esas malditas mujeres, Axel. Se abalanzaron sobre nosotras.

Niall, contemplando la escena divertido a lomos de su semental, se acercó al bullicio junto a Lolach.

—Veo que por aquí las cosas no cambian —bromeó Niall. Pero una mirada dura de Axel le indicó que callara.

Los feriantes se quedaron de piedra al ver al señor de los McDougall matándoles con la mirada. Tras él se encontraban El Halcón, Niall y Lolach, quienes les observaban muy serios, conteniendo las ganas de reír ante semejante cuadro.

—El muchacho robó y rompió varias vasijas —se defendió el feriante en un tono diferente, mientras aún sujetaba a Zac—. Es más, si le registráis encontraréis bajo su camisa algo del botín.

—¡Soltad a mi hermano! —bramó Sofía acercándose con la cara enrojecida y arañada—. Soltadle ahora mismo o juro que os mataré.

La rabia en su mirada y el coraje en sus palabras dejaron sin aliento a los guerreros, quienes vieron en Sofía a una mujer con mucho carácter. Aquella fuerza atrajo aún más la curiosidad de Duncan al reconocer a la morena.

—Pero ella… —comenzó a decir Fiona señalándola.

—Cuida tus palabras cuando hables de mi hermana o te las volverás a ver conmigo —advirtió Shelma.

—¡Qué carácter tienen las mujeres de esta tierra! —susurró Niall a Lolach, quien nuevamente tuvo que contener la carcajada.

El feriante soltó a Zac, que corrió a esconderse tras Megan, quien tenía el rostro arrebolado.

—Zac, ¿has robado? —preguntó con su voz ronca Duncan atrayendo las miradas de todos, mientras bajaba de su oscuro y enorme caballo.

—Señor —comenzó a decir Shelma intimidada ante El Halcón—, es un niño y… —Estoy hablando con vuestro hermano —musitó Duncan mirándola.

«Maldita sea, Zac. Ahora, ¿cómo salimos de ésta?», pensó Sofía al ver que aquel enorme guerrero se acercaba a ella.

Zac continuaba escondido tras su hermana mayor, que por primera vez miró a los ojos a aquel highlander sintiendo un extraño ardor en sus entrañas viéndole caminar hacia ella. El de ojos duros e implacables era El Halcón, el terrible guerrero del que tantas historias macabras habían oído y el que, según Alana, la había estado observando. Su figura era imponente e implacable, tanto por altura como por la anchura de sus hombros, sobre los que descansaba un brillante pelo castaño.

—¡Zac! Has desobedecido mis órdenes —reprochó Axel, enfadado—. Y eso conlleva un castigo.

—¡No! —gritaron al unísono Sofía y Shelma.

—¡Axel! —gritó Gillian, horrorizada—. Por el amor de Dios. ¡Es un niño! Y ellos no aceptaron la oferta de Sofía de pagarles lo robado y roto. Sólo se han dedicado a humillarlas e insultarlas, y luego… —Mañana, Zac —prosiguió Axel indicándole a su hermana que callara—, quiero verte en el castillo para hablar sobre tu castigo.

Niall y Lolach, al escuchar aquello, se miraron. Conocían a Axel y sabían que el castigo que impondría al muchacho no iría más allá de ayudar en las cocinas del castillo.

—Zac —lo llamó Duncan agachándose para ponerse a su altura—. Podrías salir de las faldas de tu hermana para que pueda hablar contigo como un hombre.

El niño, pálido y asustado por sus actos y por aquel enorme guerrero, salió con valentía. Duncan lo miró y estuvo a punto de blasfemar cuando contempló aún marcado en su cara el bofetón del feriante.

—Enséñame qué has robado —indicó Duncan.

Sin necesidad de repetir la pregunta, el niño metió sus manitas bajo la camisa sucia y sacó algo que depositó en las grandes y callosas manos de Duncan.

—Quería que mis hermanas fueran guapas a la boda y cogí estos colgantes para ellas.

—Oh, Zac —susurró Sofía agachándose junto a él, incapaz de pronunciar una palabra más.

Al agacharse junto al crío, Sofía quedó muy cerca de Duncan, que admiró su belleza a escasos centímetros y percibió su olor a musgo fresco. Por primera vez en su vida, se dio cuenta de que el color negro tenía más de una tonalidad al perderse en los ojos de la muchacha. Sus labios le invitaban a besarlos, a tomarlos, y la calidez de su rostro, aún embarrado y sucio, le dejó sin palabras.

—Zac, cariño —susurró Megan—. Nosotras te lo agradecemos, pero no queremos que robes nada, ¿no lo entiendes?

—Robar es algo que no está bien —recalcó confuso Duncan, turbado por la presencia de la joven—. Muchos hombres van a las mazmorras, mueren o son azotados por ello. ¿Quieres que te ocurra algo así?

—Señor —saltó rápidamente Shelma—. Si mi hermano tiene que ir a las mazmorras o ser fustigado, ocuparé su lugar.

Al escuchar aquello, a Sofía le hirvió la sangre y se le aceleró el corazón.

¡Nunca lo permitiría!

—¡¿Qué dices?! No consentiré algo así —aclaró Megan. Y mirando de frente a los ojos de Duncan, con más valor que muchos guerreros, añadió—: Ambos son mis hermanos, señor. Soy responsable de ellos. Ante cualquier cosa que ellos hagan, la responsabilidad es mía. Si alguien tiene que ir a algún lado o pagar algo, no dudéis que seré yo.

Aquellas palabras dejaron mudos a todos. Lolach se asombró por la fuerza de aquellas mujeres, en especial por la joven que respondía al nombre de Shelma, quien le miró en un par de ocasiones y le sonrió.

—No estoy diciendo que nadie tenga que ser azotado —aclaró Duncan, confuso por la reacción de las muchachas—. Sólo le estoy haciendo entender a Zac que robar le puede acarrear en el futuro muy serios problemas a él y a su familia.

—En eso tiene razón mi hermano —asintió Niall—. Zac debe aprender desde pequeño que cierto tipo de situaciones le pueden traer problemas.

Duncan, con pesar, retiró su mirada de la muchacha para fijarla en el niño y decir:

—Prométeme que nunca más volverás a robar o serán tus padres, responsables de ti, los que paguen tus problemas.

—No tengo padres —indicó el niño muy serio, sintiendo el dolor en los ojos de Sofía al escuchar aquello.

—Pero tienes hermanas —respondió Duncan—. Ellas desean que algún día seas un valeroso guerrero que las defienda, ¿no crees? Además, estoy seguro de que a tu señor le gustaría poder contar con guerreros como tú.

—Os lo prometo, señor —respondió con timidez el niño. Él quería ser guerrero.

—¡Guerrero, ese rufián! —se mofó Fiona por aquel comentario—. Pero si ellos son… —¡Cállate! —gritó Gillian intuyendo lo que aquella bruja iba a decir—. No vuelvas a insultarlos o te las verás de nuevo conmigo.

—¡Vuelve a decir esa palabra! ¡Vuelve a insultarnos! —vociferó Sofía levantándose para encararse con la mujer—. Y te juro que te arranco los dientes y me hago un collar con ellos.

Al escuchar aquello, Duncan miró a su hermano y a Lolach sorprendido. Nunca había conocido una mujer con ese carácter.

—Fiona —ordenó Axel al intuir lo que ocurría—. Recoge tus mercancías y sal de mis tierras.

—Pero, señor… —susurró el feriante cogiendo a su mujer por el brazo para que callara.

—Sin preguntar intuyo lo que aquí ha ocurrido —prosiguió Axel, serio—. Si alguno más desea marcharse con ellos, ¡adelante! Pero a mi gente nadie la insulta.

Por lo tanto, y entendiendo que la noche se acerca, la única opción que soy capaz de razonar es que paséis la noche aquí. Pero por la mañana no os quiero ver en mis tierras. ¡¿Entendido?!

—Sí, señor —asintieron los feriantes alejándose de Fiona, que echaba chispas al ver cómo aquellas muchachas sonreían.

—¡Zac! Recuerda tu promesa —señaló Duncan muy serio. Con tranquilidad, se dirigió al feriante, que estaba pálido de miedo—. Yo me haré cargo del pago.

—¡No, laird McRae! —exclamó Sofía agarrándole del fornido brazo para llamar su atención—. No os preocupéis, lo pagaré yo.

—No es necesario —susurró Duncan a escasos centímetros de ella.

En ese momento, Sofía fue consciente de su osadía al tocarle y, dando un paso hacia atrás, se alejó de él. Duncan, aún con la mirada puesta en ella, sentía la mano caliente y palpitante de la muchacha sobre su piel. ¡Su suavidad había sido muy agradable!

Como un halcón eligiendo a su presa, clavó sus verdes ojos en ella y, durante unos instantes, ambos se miraron a los ojos, como si no existiera nadie más.

—De momento —tosió Axel interrumpiendo—, lo que vais a hacer es ir a vuestras casas a cambiaros de ropa y quitaros el barro de encima. Más tarde, seguiremos hablando. —Luego, volviéndose hacia los feriantes, dijo—: Mañana por la mañana, al que piense como ellos, no lo quiero ver por aquí.

—No sé aún lo que ha pasado —aseveró Duncan señalándolos—. Pero, por mis tierras, no os quiero ver.

—Ni por las mías —concluyó Lolach.

—Ven aquí, Gillian —llamó Axel a su hermana—. Te llevaré al castillo para que te cambies de ropa y vuelvas a ser una dama.

—¡Soy una dama! —gritó enfadada al verse izada por su hermano ante la cara de guasa de Niall—. Pero las injusticias pueden conmigo.

—Vamos, Zac —apremió Sofía cogiéndole de la mano y comenzando a andar.

—¡Duncan! —gritó Axel mientras volvía su caballo en dirección al castillo—.

¿Podrías ocuparte de que Sofía y sus hermanos lleguen a casa sin que se metan en más líos?

—¡No! —gritó Sofía intentando alejarse lo antes posible de aquellos hombres —. Nosotros iremos andando, mi señor. Está muy cerca. Además, nos encanta pasear.

Pero los guerreros ya habían tomado su decisión.

—Ni lo soñéis —intervino Lolach acercándose a Shelma, a quien izó sin previo aviso para sentarla ante él, dejándola con la boca abierta—. Será un placer acompañaros.

—Os lo agradezco, laird McKenna —sonrió Shelma acomodándose a su lado, dejando a su hermana sin palabras por aquella ligereza, y en especial por su cara de tonta.

—Tenéis un poco de sangre aquí —susurró Lolach tocándole con la punta del dedo en el cuello, quedando atontado al ver aquella vena color verde latir ante sus ojos.

—Oh, no os preocupéis —sonrió Shelma limpiándose como si nada—. Son rasguños sin importancia.

«Shelma, pero ¿qué haces coqueteando?», se preguntó Megan, incrédula, al ver cómo aquélla pestañeaba.

—Cualquier mujer se horrorizaría por marcar su piel de esta forma —rio Niall al ver la cara de bobo de Lolach.

—Nosotras no somos cualquier mujer y menos aún nos asustamos por un poquito de sangre —contestó sonriendo Shelma, dejándoles asombrados por su seguridad.

Tras tenderle al feriante unas monedas, que éste recogió con una falsa sonrisa en los labios, Duncan, en dos zancadas, llegó hasta su caballo y de un ágil salto montó en él.

—¡Niall! Coge al muchacho y agárralo bien, no se te vaya a caer —ordenó con voz alta y clara, como estaría acostumbrado a hacer.

Y, sin decir nada más, se acercó a Sofía tendiéndole la mano para que subiera.

Algo desconcertada y molesta por el giro de los acontecimientos, aceptó su mano y, tras notar cómo él la levantaba como una pluma y la sentaba ante él, dijo más tiesa que un palo:

—Gracias por pagar la deuda, laird McRae, pero mis hermanos y yo podríamos ir andando.

—Ni hablar —respondió rodeando con su brazo izquierdo su cintura para tenerla asida con fuerza—. Yo te llevaré hasta allí y me aseguraré de que no te pase nada.

El camino no era muy largo, y menos a caballo. La humilde cabaña de Angus McDougall estaba próxima a las caballerizas y junto a la herrería. Shelma y Lolach rieron durante el camino por los comentarios de Niall, quien maldecía su mala suerte por tener que llevar a un muchacho y no a una dulce dama.

Duncan, por su parte, no podía pensar en otra cosa que no fuera la mujer que tenía entre sus brazos. Sentada ante él, pudo aspirar mejor aún su aroma, un aroma diferente al que nunca hubiera olido. Cada vez que ella volvía la cabeza para ver si sus hermanos les seguían, Duncan podía admirar la delicadeza de sus rasgos; incluso una de esas veces su mentón chocó con la frente de ella, sintiendo de nuevo la suavidad de su sedosa piel.

Megan, incómoda por estar en aquella absurda situación, intentó mantener la espalda rígida. Echarse hacia atrás suponía sentir la musculatura de aquel guerrero contra ella, y no estaba dispuesta. Ver su imponente figura, cuando él se había bajado del caballo para acercarse a ella y a su hermano, la había dejado desarmada. Aquél era El Halcón, el guerrero más temido por los clanes y más codiciado por las mujeres.

Pero ante ella había demostrado humanidad al hablar a Zac con delicadeza y lógica, y no podía olvidar cómo éste le escuchó y le sonrió.

Download MangaToon APP on App Store and Google Play

novel PDF download
NovelToon
Step Into A Different WORLD!
Download MangaToon APP on App Store and Google Play