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Un Príncipe En Mi Habitación

capítulo 1

Un príncipe en mi habitación

Capítulo 1

En una habitación de la mansión Lauren, Arianna Lauren, hija del magnate petrolero, escribía las últimas páginas de su segundo libro: La lucha por el trono.

Arianna —o Cíclope, como se hacía llamar en el mundo editorial de cómics— tenía una audiencia cada vez más fiel que esperaba con ansias la continuación de su saga. Lo que comenzó como un simple hobby se había convertido en una verdadera pasión, y por primera vez, planeaba tomárselo en serio. Sus lectores no solo amaban su historia, sino que quedaban más intrigados con cada nuevo tomo.

— “Caleb logra huir malherido... pero el daño no solo fue físico, sino también emocional. Nunca creyó que su hermano lo traicionaría de esa manera. No solo le arrebató el trono, sino que también intentó matarlo, y eso... eso era algo que ya no podía perdonar. El príncipe cabalgó hasta llegar a los límites del Bosque Oscuro, un lugar lleno de mitos y leyendas. Decían que quienes entraban allí jamás regresaban. Sin más opciones que la muerte, se adentró en el temible bosque, buscando tiempo... para sanar. Y una vez recuperado, volver. Volver y tomar su legítimo lugar. Esta traición no iba a dejarla pasar.”

Fin.

Eran más de las tres de la madrugada cuando sus dedos dejaron de teclear. En la mansión solo quedaban algunos sirvientes, todos dormidos. Sin ánimos de despertar a nadie, bajó a la cocina, tomó una taza y mientras preparaba café, escuchó pasos en la escalera. Sin pensarlo dos veces, sacó otra taza.

Fue su hermano Víctor quien asomó la cabeza.

—¿Aún despierta? —preguntó con el ceño fruncido.

—No tenía sueño —respondió ella con tranquilidad.

—Si sigues tomando café, tampoco lo tendrás.

—Lo bebo por su sabor —contestó sin mirarlo.

Víctor sonrió. Se sentó en la isla de la cocina y esperó a que le sirviera el café.

—¿Irás mañana a la junta? Padre me pidió que te llevara, incluso si era a la fuerza.

—¿Qué planeas hacer? ¿Atarme y meterme en la cajuela? —bromeó Arianna, sin contener una sonrisa.

Él la miró, sin seguirle el juego.

—Ari, sé que no te importa mucho nuestro negocio, pero debes entender que tu sueño de ser escritora es solo eso… un sueño. Nunca ganarás lo suficiente para vivir como estás acostumbrada. Nuestro padre no invirtió tanto en tus estudios para que terminaras como una simple asalariada. Eres heredera de un imperio petrolero y te necesito a mi lado.

Ella ya estaba harta de escuchar lo mismo una y otra vez. Desde pequeña, su padre y su hermano se habían encargado de recordarle que su futuro ya estaba escrito. Pero Arianna no quería pertenecer a ese mundo de apariencias, donde la cantidad de ceros en una cuenta determinaba cuánto valías.

Ese pensamiento le había costado más de una relación. Todos se acercaban a ella por interés. Incluso había estado a punto de casarse creyendo haber encontrado al hombre perfecto… pero el muy cínico solo quería su dinero.

—Sabes cuál es mi opinión al respecto. Pero iré —dijo al fin—, solo para evitar que padre te culpe por no haberme llevado.

—Gracias... Ahora ve a descansar, te ves terrible.

Arianna frunció el ceño, mientras su hermano sonreía antes de desaparecer por el pasillo.

Sabía que su hermana era un muro cuando se lo proponía, pero todavía podía manipularla... o eso era lo que ella le dejaba creer.

De vuelta en su habitación, Arianna suspiró. Caminó hacia un mueble y abrió el primer cajón. De allí sacó un cristal rojo: su amuleto, el último regalo que le había hecho su madre antes de morir.

—Mamá... no sabes cuánto te necesito. Tú sí entenderías mis sueños.

Se acostó, apoyando el cristal sobre su pecho. Cerró los ojos.

Mientras dormía, su mente volvió al final de su historia. Imaginó al príncipe Caleb atravesando el Bosque Oscuro, ocultándose entre las sombras para evitar a los soldados de su hermano. De pronto, una cueva. Se ocultó allí, solo unos minutos, pero el suelo comenzó a resquebrajarse. Un brillo rojo emergió de las grietas. Y Caleb cayó… en un pozo sin final.

Arianna se despertó sobresaltada. Eran las siete de la mañana. ¿En qué momento pasó el tiempo? Aún con el extraño sueño rondando su mente, se obligó a levantarse, se duchó y se cambió como cualquier otro día.

Lo que no sabía... era que ese sería el primer día del resto de su vida.

Porque apenas salió de su habitación, un destello rojo iluminó el vestidor…

Y justo en medio de su cambiador, el príncipe Caleb apareció. Inconsciente. Malherido. Real.

capítulo 2

Capítulo 2

Un extraño en mi mundo

Arianna se detuvo en seco.

El pasillo estaba en silencio, iluminado por la tenue luz del atardecer que se colaba por los ventanales. Todo parecía en calma, y aun así, algo había cambiado. Un cosquilleo le recorrió la nuca. Su corazón latió con fuerza.

Llevó instintivamente la mano al colgante de cristal rojo que colgaba de su cuello. Estaba tibio. No, más que eso... estaba cálido. Vibrante. Vivo.

Una vibración suave, como un llamado, la hizo girarse. Sus pasos retrocedieron con lentitud hacia la puerta de su habitación. Una sensación extraña, de alerta y asombro, se instaló en su pecho.

Abrió la puerta.

Y entonces lo vio.

En medio del cambiador, sobre la alfombra de terciopelo gris, yacía un hombre.

Arianna se quedó congelada.

Su respiración se detuvo por un instante.

El desconocido estaba inconsciente, su cuerpo tendido de lado, con la ropa hecha jirones. Camisa desgarrada, chaqueta empapada en sangre seca y barro, botas cubiertas de polvo. Su piel tenía cortes y hematomas, y una herida abierta le cruzaba el costado. El cabello, largo y alborotado, le caía sobre el rostro como si fuera un príncipe caído en desgracia.

Y aun así... incluso en ese estado... era hermoso. Irreal.

Arianna retrocedió un paso, llevándose ambas manos a la boca.

—¿Qué demonios…?

Tragó saliva. No era un intruso. No era un ladrón. No había forma de que hubiera entrado sin que ella lo notara.

—Esto no puede ser real… —susurró.

Y entonces lo reconoció.

La cicatriz en su mejilla izquierda.

Exactamente igual a como la había descrito en su novela. Línea por línea. Marca por marca. La misma que le había narrado a Caleb en su historia cuando lo había creado.

Su mundo dio un vuelco.

Se arrodilló lentamente, como si su cuerpo se moviera por instinto, no por razón.

—Tú… tú no puedes existir.

Pero ahí estaba. Caleb.

El personaje que ella había inventado. El príncipe desterrado. El exiliado. El que había jurado venganza.

Estaba frente a ella. Real. Herido.

El colgante brilló con un resplandor tenue, rojo como la sangre. Como si reaccionara a su cercanía.

—Estoy soñando —murmuró Arianna, negando con la cabeza. Pero no era un sueño. Podía oler la sangre, sentir la tibieza de su piel, escuchar el sonido de su respiración entrecortada.

Dejó de pensar. Se puso de pie de golpe, fue al baño y regresó con toallas, gasas y un pequeño botiquín que siempre tenía a mano.

“Llama a emergencias”, pensó una parte racional de su mente. Pero otra voz más fuerte gritaba: “¿Y qué vas a decir? ¿Que un personaje de tu novela apareció herido en tu casa? ¿Te encerrarán o te doparán?”

Se arrodilló de nuevo. Con las manos temblorosas comenzó a limpiar las heridas. Sus dedos parecían saber lo que hacían. Como si, al haber escrito sobre cada batalla de Caleb, supiera exactamente dónde y cómo curarlo.

Cuando tocó su ceja herida, Caleb abrió los ojos.

Arianna dio un respingo.

Eran azules. No como el cielo o el mar. Eran de un azul profundo, hipnótico, inhumano. Casi le parecieron cargados de magia.

—¿Dónde…? —susurró él con voz ronca— ¿Dónde estoy?

Arianna no respondió. Sus labios se movieron, pero no salió sonido alguno.

Caleb intentó incorporarse, pero su cuerpo no respondió. Gruñó de dolor.

—Caleb… —dijo ella sin pensar.

Él alzó la vista, desconcertado.

—¿Cómo… sabes mi nombre?

Arianna retrocedió, confundida y aterrada. Esto era real. No cabía duda.

—Esto tiene que ser un sueño —murmuró, pasándose la mano por el rostro—. Estoy alucinando.

—¿Eres una sanadora? —preguntó él, frunciendo el ceño.

—¿Una qué?

—Pensé… que había muerto.

—No estás muerto —logró decir ella—. Estás en... mi casa. En mi mundo.

—¿Tu castillo?

Arianna lo miró, a punto de reír o de llorar.

—Esto no es un castillo. Es... es una mansión.

Caleb cerró los ojos, exhalando lentamente, como si el dolor le ganara la batalla.

Arianna no sabía qué hacer. Tenía que actuar rápido.

—Espera aquí… no te muevas —dijo con suavidad, sin saber si la oía.

Tomó su celular y marcó el número del médico familiar, un viejo amigo de su padre que solía visitarlos sin hacer demasiadas preguntas.

—Doctor Osorio… es urgente. Venga a la casa. No pregunte. Solo venga. Por favor.

Cortó antes de que él preguntara más.

Luego salió corriendo de la habitación, bajando las escaleras lo más rápido que pudo. En el vestíbulo, su hermano la esperaba impaciente junto al auto.

—¡Arianna! ¡Vamos, ya vamos tarde! —gruñó Víctor, abriendo la puerta del coche.

—Hermano… lo siento, no podré acompañarte… —dijo ella, curvándose con las manos sobre el abdomen.

Víctor la miró con los ojos entrecerrados, dudando.

—¿Ahora qué?

—Tengo cólicos. Me siento fatal. Creo que voy a morir.

—Muy bien. Si te mueres aquí o en la empresa no hará diferencia. Sube al auto.

Arianna, herida por su frialdad, se dejó caer al suelo, exagerando el gesto.

—¡No ves cómo estoy! Desearía que sufrieras esto algún día. ¡Mis caderas se parten! ¡No puedo caminar!

—Perfecto —replicó Víctor, caminando hacia ella—. Entonces yo te cargaré.

Ella se incorporó de inmediato, indignada.

—¡Acaso no te importa que me sienta mal!

—Vaya, ha ocurrido un milagro. Te veo con más energía que hace un minuto.

—¡No quiero ir! Me surgió algo importante. Muy importante.

Víctor cruzó los brazos.

—Me prometiste venir. Y no pienso dejarte aquí inventando excusas. Toma tu bolso y vamos.

—Pero…

—Mientras más rápido lleguemos, más rápido volverás.

Arianna apretó los dientes. No podía dejar solo a Caleb… ¿y si moría? ¿Y si desaparecía? ¿Y si todo era parte de una fantasía rota?

—Solo… déjame ver algo en mi habitación…

—No. Se nos hace tarde.

Sin más, la sujetó por el brazo y la llevó al auto. Arianna forcejeó un poco, pero sabía que resistirse sería inútil. Una vez dentro, se cruzó de brazos, furiosa, y empezó a escribir en su celular con desesperación.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Víctor, mirándola de reojo.

—Te dije que no podía irme. ¡Necesito volver!

—Volverás cuando la reunión termine. Y guarda ese celular, ya sabes cómo es papá con eso.

Arianna reprimió un grito. Su mundo acababa de volverse del revés. Caleb estaba herido, sangrando en su armario. Y ella… atrapada en un auto rumbo a una aburrida reunión familiar.

Mientras el coche avanzaba por la avenida, Arianna apretó el colgante contra su pecho.

Caleb estaba aquí.

Y el destino acababa de empezar a escribir una historia completamente nueva.

capítulo 3

Caleb, aún desorientado y débil, volvió a perder la conciencia apenas unos minutos después de que Arianna saliera de la habitación. Su cuerpo no podía más. La fiebre comenzaba a subir y el dolor punzante en su costado le nublaba los sentidos.

No supo cuánto tiempo había pasado, pero lo siguiente que percibió fue el sonido de una puerta abriéndose. Un hombre de cabello canoso y rostro curtido por los años entró apresuradamente. Vestía ropa moderna —aunque para Caleb todo le resultaba extraño— y llevaba una especie de bolsa de cuero negro que no entendía. El hombre colocó la bolsa sobre la cama, la abrió con un sonido metálico y comenzó a sacar cosas con rapidez: guantes, gasas, frascos, tijeras pequeñas, vendas.

—¿Quién eres...? —murmuró Caleb con voz ronca—. ¿Dónde está la mujer?

—No hables —respondió el hombre con tono firme pero no hostil—. No gastes energías. ¿Cómo te hiciste esto, muchacho?

Se arrodilló a su lado y comenzó a revisarle el abdomen con manos expertas, desinfectando la herida con algo que le ardió como el fuego. Caleb apretó los dientes.

—La señorita Lauren no me dio muchas explicaciones —añadió el hombre, mientras trabajaba—, pero debo saber si no estoy cometiendo ningún delito al ayudarte.

—¿Señorita Lauren...? —repitió Caleb, entre confuso y somnoliento.

El médico lo miró de reojo, frunciendo el ceño. Aquel joven parecía estar más perturbado que cuerdo. Sin embargo, sus heridas eran reales. Y graves.

—Está muy débil —murmuró el doctor para sí, mientras inyectaba un líquido transparente en una jeringa—. Necesita suero, descanso y antibióticos... lo que sea que haya pasado, no puede haber sido reciente. ¿Cuánto tiempo estuvo vagando así?

Caleb apenas escuchaba. Lo que sí sintió fue el ardor de la aguja y el sopor que empezaba a invadirlo. Su cuerpo, agotado, simplemente se rindió. Los párpados se le cerraron a medias mientras el hombre lo ayudaba a sentarse con cuidado.

—Vamos, arriba. Necesito acostarte en la cama. No me hagas romperte más de lo que ya estás —dijo el médico, guiándolo con cuidado.

Con un esfuerzo casi sobrehumano, Caleb logró incorporarse y caminar tambaleante hasta la cama. Cada paso era como caminar sobre cuchillas.

El hombre lo acomodó con cuidado entre las sábanas, colocando almohadas detrás de su espalda para mantenerlo erguido.

—Debes descansar al menos unos días. ¿Puedo preguntar cómo te hiciste esa herida? —preguntó, mientras le revisaba la presión y anotaba algo en su teléfono—. Te atravesaron el abdomen. Un poco más y estaríamos hablando de tu funeral.

—Fue... una espada —respondió Caleb con un hilo de voz, mirando al techo con expresión vacía.

—¿Una espada? —repitió el médico, arqueando una ceja—. ¿Acaso estabas en una fiesta de disfraces?

Caleb frunció el ceño, claramente sin comprender lo que el otro decía. ¿Fiesta? ¿Disfraces? ¿Qué clase de lugar era ese? ¿Dónde estaba? Su entorno no tenía sentido: los objetos, las luces, el mobiliario. Nada.

El médico notó su expresión de desconcierto, y suspiró. Claramente, el joven no estaba bien. O había recibido un fuerte golpe en la cabeza... o algo más profundo estaba ocurriendo.

Al terminar de curarlo, el hombre buscó el número de Arianna en su celular. Pero no hubo respuesta.

—Apagado —murmuró, molesto—. Fantástico.

Se volvió hacia Caleb, quien ya luchaba por mantener los ojos abiertos.

—No puedo contactar con la señorita, pero me quedaré abajo. Le informaré de tu estado apenas regrese. Si necesitas algo, llama. No intentes moverte por tu cuenta. El medicamento hará efecto pronto. Dormirás bien.

Caleb asintió con un leve movimiento de cabeza. No comprendía todo lo que ese hombre le decía, pero sí entendía algo: estaba a salvo… al menos por ahora. Sus ojos se cerraron lentamente mientras la medicina comenzaba a surtir efecto. El dolor se fue desvaneciendo en un mar de calor tibio y somnolencia. En cuestión de minutos, se sumió en un sueño profundo.

El médico, luego de asegurarse de que respiraba con normalidad, apagó la luz principal y cerró la puerta con cuidado.

—¿Qué demonios está pasando aquí...? —musitó para sí mientras bajaba las escaleras.

Afuera, el día avanzaba, indiferente a lo imposible que acababa de ocurrir dentro de aquella casa.

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