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LIBERAME. Saga Destruyeme Parte II

PRÓLOGO

⚠️⚠️⚠️ ADVERTENCIA DE CONTENIDO ⚠️⚠️⚠️

Esta obra contiene violencia, contenido sexual explícito, y aborda temas polémicos y sensibles que pueden resultar perturbadores para algunos lectores.

🔸 Incluye lenguaje fuerte y situaciones de alto impacto emocional.

🔸 Toca aspectos relacionados con el crimen, la muerte, el deseo, la moralidad ambigua y relaciones complejas.

🔸 Su contenido es exclusivamente de ficción y NO representa las creencias, opiniones ni experiencias personales de la autora.

🔸 Se recomienda discreción.

🔸 Lectura bajo su propia responsabilidad.

...****************...

EROS.

Soy Eros Montalbán.

A simple vista, quizás parezco un chico común. Uno más. De esos que caminan por los pasillos del campus con la mochila a cuestas y los audífonos puestos. Pero la realidad es otra. Dentro de mí habita una bestia. Una criatura primitiva que se agita, se arrastra bajo mi piel, que susurra en mi oído cada vez que algo no está bien.

Hay un cosquilleo en mis dedos que aparece cuando alguien me mira mal, cuando escucho una risa burlona o cuando siento que estoy perdiendo el control. Es una sensación cálida, adictiva. Como una corriente eléctrica que sube desde las entrañas y me exige hacer algo... algo violento. Algo final.

A medida que pasan los años, se vuelve más difícil de ignorar. La sed de sangre no se apaga con el tiempo. Solo se afila.

Yo no nací así. O tal vez sí. Tal vez esto siempre estuvo dentro de mí, esperando la chispa correcta.

Cuando era un niño, vi a mi madre dejar morir a la única figura paterna que conocía. Lo vi con mis propios ojos. Su rostro agonizante, desesperado por obtener asi fuera un gota de oxígeno, su cuerpo sin vida después de tanto luchar. Vi la forma en que ella lo miró. No con miedo. No con arrepentimiento. Sino con algo mucho más frío: determinación.

Durante años la odié por eso. La culpé en silencio. Me preguntaba por qué no lo había salvado. Por qué no luchó por él.

Pero entonces ella me lo explicó todo.

Y entendí.

Lo que hizo fue justo. Fue una vida por otra. Fue venganza.

Y la venganza, aunque amarga, tiene sentido cuando el dolor es más fuerte que el amor.

Mi padre dejó un legado. Uno oscuro, uno que pocos serían capaces de soportar. Y aunque nunca lo conocí, aunque solo tengo sus historias dibujadas en palabras, en lienzos y en sangre...

En el fondo de mi corazón siempre desee haberlo visto, aunque fuera una sola vez.

Dicen que me parezco a él. Que hablo como él. Que mi mirada tiene el mismo vacío frío que la suya. Que mi forma de ver el mundo es igual de distorsionada.

No me molesta. Al contrario. Me enorgullece.

Porque quizás, después de todo, yo no soy solo su hijo.

Soy su continuación.

Y aún no me he desatado del todo.

Hay días en los que me pregunto si nacer con esta mente fue un regalo… o una condena.

Tengo diecisiete años y ya estoy en la universidad. Medicina. El cuerpo humano me fascina. No por razones nobles como salvar vidas o aliviar sufrimientos. No. A mí me interesa por su fragilidad. Por cómo algo tan complejo puede romperse con tanta facilidad. Una arteria cortada, un pulmón colapsado, un fémur astillado. Todo tiene un límite, incluso la vida.

Y me molesta —no, me aburre— lo fácil que me resulta todo.

Memorizar, analizar, calcular, entender… es como si el mundo se desnudara ante mí con cada página de un libro, como si los sistemas, las fórmulas y los mecanismos me hablaran en un idioma que ya conozco desde siempre. Mis profesores creen que soy brillante. Mis compañeros… ni siquiera se atreven a acercarse demasiado. Me temen o me envidian. A veces ambas cosas.

Los observo. A todos. Riéndose como idiotas en los pasillos, tomándose selfies con batas blancas como si eso los convirtiera en médicos. Fuman marihuana en el estacionamiento como si eso los hiciera rebeldes. Se emborrachan los viernes en un bar lleno de luces y pretensiones, creyendo que la libertad está en perder el control.

Pero para mí, nada de eso tiene sentido.

¿Cómo pueden llamarse humanos completos si son incapaces de controlar siquiera sus impulsos más básicos?

A veces me sorprendo sonriendo. No porque algo sea gracioso, sino porque son tan... comunes.

Tan predecibles.

Tan estúpidamente vacíos.

Y me siento solo. No por falta de compañía, sino porque nadie realmente está a mi nivel. Ni mental ni emocionalmente. Y lo peor es que me da igual.

No vine al mundo a encajar. Vine a entenderlo… y quizá, algún día, a reordenarlo como mejor me parezca.

Mi madre, Valeria, es la única razón por la que no he dejado que todo esto me consuma. Ella me enseñó a ser fuerte. Me enseñó que no hay espacio en este mundo para quienes se quiebran. Pero incluso ella, tan imponente, tan segura… llora cuando cree que no la veo. Algunas noches la escucho sollozar. Otras la oigo susurrar su nombre, como si su alma aún lo buscara entre las sombras.

Lucas Santori. Mi padre.

Nunca lo conocí. Solo sé de él por sus crímenes, por los retazos de historia que mamá me contó… y por los retratos que he pintado de su rostro manchado de sangre. Pero lo que más sé, lo que más me duele, es el vacío que dejó.

Porque aunque mamá lo amó con una devoción que pocos comprenderían, él eligió irse. Eligió dispararse en la cabeza y dejarnos solos. Y por mucho que intente entenderlo, por mucho que mamá intente justificarlo, yo no puedo perdonarlo.

Si de verdad la amaba… ¿por qué no luchó por ella? ¿Por qué prefirió desaparecer? ¿Acaso no sabía cuánto dolor le causaría? Yo lo vi. Vi los años de angustia, los gritos en mitad de la noche, las visitas silenciosas a la tumba. La escuché rogarle que volviera, llorarle como si pudiera oírla. La vi romperse lentamente, deseando una respuesta que nunca llegó.

¿Y ese fue mi padre? ¿Ese fue el gran Lucas Santori?

No, para mí no fue un mártir. Fue un cobarde. Y lo odio por eso.

Aun así… hay una parte de mí que lo busca. Que lo envidia. Que quiere sentir, al menos una vez, la conexión que él tuvo con mi madre. Porque si algún día la encuentro, juro que no la voy a soltar. Haré lo que sea. Mataré si hace falta. Pero no la voy a perder.

Jamás.

Mi madre nunca volvió a enamorarse.

No ha amado a nadie más desde él. Y aunque eso me da un retorcido alivio —porque significa que nadie ha ocupado su lugar, que el vínculo que tuvo con mi padre sigue siendo sagrado—, también me duele. Porque a veces la miro y sé que no es feliz. Que carga con demasiados fantasmas. Que se le fue la luz hace años y no ha vuelto a brillar.

Se refugió en los muertos. En las autopsias. En los informes fríos y las morgues heladas. Es forense, sí, pero a veces siento que lo hace porque ahí no tiene que fingir. Los cadáveres no la juzgan, no la traicionan, no la abandonan. Ella es solitaria. No tiene amigos. No tiene pareja. Solo me tiene a mí. Y yo a ella.

Y por ahora, eso basta. Porque nunca voy a dejarla sola.

Conozco su historia como si fuera mía. Sé del infierno que vivió. De la noche en que masacraron a mi abuela, a mis tías, a su familia entera. Conozco los nombres. Las heridas. El olor a sangre que nunca se le quitó de la piel. Mamá merecía algo mejor. Merecía paz. Y si alguien debía quedarse a protegerla, a cuidar de ella, ese era mi padre.

No Zack. No un sustituto funcional. No un hombre que hizo lo mejor que pudo, pero que nunca logró llenar el vacío que mi papá dejó.

Era él.

Y nunca lo hizo.

Por eso le guardo rencor. Porque fue su deber. Porque si de verdad la amaba, entonces ¿por qué la dejó hundirse? ¿Por qué eligió el ruido de un disparo en la cabeza antes que quedarse a reconstruirla?

Ese error, el de huir, el de abandonar, yo nunca lo voy a cometer.

Lo juro por ella. Por mí. Por todo lo que llevamos dentro.

Porque si de verdad hay una bestia en mí… entonces que sepa esperar. Que aguarde el momento exacto. Porque cuando llegue, no voy a contenerla.

Voy a liberarla.

EROS ADOLESCENTE Y ADULTO

CAPITULO 1

EROS.

La universidad huele a rutina. A estupidez disfrazada de intelecto. Camino entre pasillos llenos de voces huecas, carcajadas que no me hacen gracia y pensamientos tan superficiales que me dan náuseas. Todo es tan predecible. Tan.. común.

Entro al aula de Anatomía y me siento en mi lugar habitual: segunda fila, extremo derecho. Desde aquí tengo una vista clara de todos. Me gusta estudiar a la gente. Sus gestos, sus nervios, sus muecas cuando intentan aparentar seguridad. El cuerpo nunca miente.

Abro el libro de texto aunque no lo necesito. Podría dictar la clase sin problema, pero me limito a pasar las páginas como uno más. Fingir es parte del juego.

El murmullo se apaga de golpe cuando el decano entra. Su rostro lo dice todo: algo pasó.

—Buenos días —dice sin rodeos—. El profesor Serrano ha renunciado. No avisó, no se despidió. Simplemente... desapareció. Pero eso ya no importa. Les presento al nuevo docente encargado de Anatomía: el doctor Adrián Marconni.

Levanto la mirada.

Y ahí está.

Un hombre alto, de unos casi cincuenta años, entra al salón con una elegancia sobria que impone sin esfuerzo. Lleva un traje gris perfectamente entallado, el cabello negro peinado hacia atrás con destellos de canas marcando las sienes. Tiene una barba de tres días, cuidada al milímetro, como si incluso el desorden estuviera planeado.

Pero lo que más me llama la atención son sus ojos. Negros. Profundos. Vacíos y a la vez repletos de algo que no logro descifrar.

Nuestros ojos se cruzan.

Y no parpadea.

Yo tampoco.

Hay algo extraño en su forma de mirarme. Como si ya me conociera. Como si estuviera buscando... algo.

—Buenos días —saluda, con voz grave, perfectamente modulada—. Soy el doctor Adrián Marconni. A partir de hoy estaré a cargo de esta clase.

Hace una pausa, dejando que el silencio pese.

—Y detesto la mediocridad.

Nadie se mueve. Nadie respira.

—Si alguno de ustedes cree que esta materia será fácil de aprobar, puede ir saliendo por esa puerta ahora mismo. No estoy aquí para facilitarles el camino. Estoy aquí para enseñarles a respetar el cuerpo humano... y a temerlo.

Trago saliva, sin saber por qué.

Hay algo en él que me inquieta. Algo en su voz, en su energía. Su presencia me resulta... extraña.

No sé que sucede.

Pero lo siento.

Muy dentro de mí, algo despierta.

El decano aún no se ha marchado cuando vuelve a hablar.

—Antes de retirarme, quiero presentar también a una nueva estudiante. Ella se unirá a su grupo a partir de hoy.

La puerta se abre una vez más.

Y entra ella.

Piel blanca, casi translúcida bajo las luces frías del salón. Cabello liso, castaño, que le cae con suavidad hasta los hombros. Ojos azules. Pero no cualquier azul… uno pálido, gélido, como si alguien hubiera dejado un trozo de hielo suspendido en su mirada.

Camina con pasos contenidos, los hombros ligeramente encogidos, la mirada baja. ¿Tímida? Tal vez. ¿Reservada? Seguramente. Pero hay algo más. Algo que no alcanzo a nombrar.

Y lo siento.

Un cosquilleo.

Ese maldito cosquilleo en los dedos.

El mismo que me despierta cuando veo la sangre correr en una incisión perfecta. El que aparece cuando sé que algo vale la pena.

La miro.

Y por un instante, me permito mentirme. Le doy un nombre falso a lo que siento. Lo disfrazo con una máscara que me resulta familiar.

Deseo.

Eso debe ser.

Después de todo, soy joven. Vivo con los sentidos alerta. Y aunque detesto lo huecas que son la mayoría de las chicas de esta universidad, no soy de piedra. Me gusta el sexo. Me gusta tener el control. Me gusta arrancarles gemidos a esas bocas que solo saben decir idioteces durante el día.

La mayoría ya ha pasado por mi cama. Una sola vez.

Nunca repito.

Porque no vale la pena. Porque no hay alma detrás de esos ojos. Solo cuerpos. Y cuerpos vacíos no me interesan más de lo necesario.

Pero ella…

Ella no es como las demás.

Y lo sé antes de que diga una sola palabra.

La voz del decano me saca de mi cavilación.

—Su nombre es Helena Cote. Espero que puedan hacerla sentir bienvenida.

Helena.

La palabra se queda flotando en mi mente, como si tuviera un eco invisible.

Ella levanta la mirada solo un segundo.

Y, joder.

Esos ojos…

Me miran. Solo a mí.Y algo en mi interior se crispa.

El decano por fin se marcha, y el sonido de la puerta cerrándose es como una señal silenciosa. A partir de ahora, todo cambia.

Adrián Marconni da unos pasos al frente. Se planta con firmeza frente al atril, y durante unos segundos solo guarda silencio, escaneando el aula con una calma que inquieta.

—Comencemos.

Su voz es grave, bien modulada, cargada de autoridad. El tipo sabe hacerse escuchar sin necesidad de gritar.

—El cuerpo humano —dice— es una máquina fascinante, sí, pero también… un sistema vulnerable. Frágil. Que se rompe con facilidad. Una incisión en la carótida. Una fractura en la base del cráneo. Un fallo eléctrico en el corazón.

Hace una pausa. Deja que el peso de sus palabras se hunda en la sala.

—Nos creemos invencibles, pero un corte bien hecho puede apagar todo en segundos. Un descuido… y se acabó.

Varios de mis compañeros se remueven en sus sillas. Puedo sentir su incomodidad, como si de repente recordaran que la muerte no es algo lejano ni cinematográfico. Está ahí. Siempre ha estado.

Yo, en cambio, sonrío.

Porque es justo como yo lo veo.

Esa visión cruda, real, sin adornos de lo humano. Sin metáforas románticas ni cursilerías innecesarias. La verdad, desnuda y sin filtro.

Él lo entiende.

No como los otros profesores de bata blanca que hablan del cuerpo como si fuera una obra de arte divina. No. Marconni lo disecciona con las palabras como si estuviera ya con el bisturí en mano.

Y entonces, por un momento, sus ojos se clavan en mí.

¿Lo sabe?

¿Puede verme por dentro?

Y justo entonces, ella… Helena, se sienta frente a mí.

Casi no hace ruido. Se mueve como una sombra.

Puedo ver el contorno de su espalda, el cuello expuesto, una hebra de cabello que resbala por su mejilla. Me esfuerzo por no perderme en eso. Pero algo en ella… irrita mi control.

Adrián sigue hablando.

—Aquí no estamos para memorizar partes del cuerpo como niños recitando el abecedario. Estamos aquí para entender lo que se rompe, cómo se rompe… y por qué se rompe.

Yo asiento. Internamente. Porque por primera vez, siento que alguien está hablando mi idioma.

Y por más extraño que parezca, ese hombre y yo somos iguales.

Él lo sabe.

Y yo también.

—Bien —dice Marconni, caminando frente al tablero sin siquiera mirarlo—, si la irrigación de la arteria mesentérica superior se interrumpe súbitamente, ¿cuál creen que será el efecto más inmediato sobre el intestino delgado?

Un murmullo apenas audible se extiende por el aula. Algunos bajan la mirada. Otros fingen pensar.

Yo no.

Es una pregunta tramposa. Puede responderse de dos maneras, dependiendo de la perspectiva: fisiológica o clínica.

Levanto la mano sin pensarlo dos veces.

—Necrosis isquémica del yeyuno e íleon por hipoxia celular —respondo con seguridad—. Si no se trata de inmediato, lleva a sepsis y muerte.

Siento las miradas clavarse en mí. Como siempre.

Pero entonces, desde el asiento frente al mío, ella habla.

—Eso es correcto —dice con suavidad, sin girarse del todo—, pero incompleto.Una interrupción súbita también causa dolor abdominal intenso, incluso antes de que ocurra la necrosis. El síntoma más inmediato no es la muerte celular… es el dolor. Por la distensión y el espasmo reflejo.

Silencio.

El tipo de silencio que corta como navaja.

La miro.

Helena.

La misma chica de ojos azules que hace solo unos minutos pensé que sería como todas las demás.

Pero no.

No lo es.

Siento algo dentro de mí moverse. No sé si es rabia, sorpresa… o una mezcla venenosa de ambas.

Clavo mis ojos en los suyos. Quiero que me mire. Que sostenga mi mirada.

Pero no lo hace.

Desvía la vista con calma, como si no le importara el peso que intento proyectar sobre ella.

Eso me irrita más de lo que debería.

Marconni asiente levemente, y sus ojos brillan un instante cuando la observa.

—Excelente, señorita —dice con tono aprobatorio—. Preciso, y clínicamente más relevante.

Después se vuelve hacia mí. No hay dureza en su rostro, pero sí decepción.

—Y usted, Montalbán… esperaba algo más. Su reputación lo precede, pero las respuestas seguras suelen ser las más pobres.

Me quedo inmóvil.

No porque no tenga algo que decir. Sino porque nadie jamás me ha dicho algo así en esta universidad. Porque yo soy el mejor. En todo. Siempre.

Y ahora ese hombre, ese profesor nuevo, me reduce frente a todos… por una respuesta que también era correcta.

El ego es un animal que sangra con facilidad. Y el mío acaba de recibir su primer corte.

Pero no olvido esa voz dulce que corrigió mi respuesta.

Ni esos ojos que evitaron los míos.

Ni el nombre de ese maldito profesor que hoy me hace sentir menos.

Adrián Marconni.

CAPITULO 2

EROS.

El aula se vacía con rapidez. Algunos estudiantes aún cuchichean, probablemente hablando de Helena y su respuesta brillante.

Y de mi error.

Nadie lo dice en voz alta, pero lo percibo. Las miradas que evitan encontrarse con la mía. Las sonrisitas discretas. El silencio denso que me rodea.

Yo no olvido.

Espero. Paciente.

Y cuando la última sombra cruza la puerta, avanzo hacia el escritorio con pasos lentos, midiendo cada uno como si pudiera contener el fuego que me arde en las venas.

Él está allí, revisando unos papeles como si nada hubiera pasado. Como si no hubiera enterrado su voz dentro de mi cabeza con esa maldita frase.

—¿Cree que puede pisotearme así frente a todos? —le espeto, sin suavizar el tono.—Se equivoca si piensa que voy a quedarme callado como un perrito humillado. Si lo deseara… sería yo quien dictaría esta clase.

Adrián Marconni levanta la vista. No se inmuta. No sonríe. Ni siquiera frunce el ceño. Pero en esa fracción de segundo, mientras nuestras miradas se cruzan y el mundo parece en pausa, puedo detallar mucho más su rostro.

Tiene una cicatriz que nace justo en el lóbulo de la oreja y desciende hasta perderse al final de la mandíbula, una línea fina pero marcada que intenta disimular con la barba bien recortada de tres días. También hay irregularidades sutiles en sus mejillas, imperfecciones casi imperceptibles para cualquiera… menos para alguien como yo, que ha aprendido a observar. No son simples detalles; son grietas de una historia que no cuenta.

Me observa con esa calma exasperante, ese aire de superioridad que no se gana, se nace con él.

—Mantén tu lugar, Montalbán —dice con una voz tan serena que me dan ganas de golpear algo—. No olvides quién es el maestro… y quién el alumno.

—No necesito que me lo recuerde —escupo, molesto—. Usted no me conoce.

—Y tú tampoco te conoces a ti mismo —responde con tono mordaz—. Si quieres impresionarme, vas a necesitar algo más que pataletas de crío orgulloso.

Pataletas.

El término me clava una espina en el orgullo.

Aprieto los puños con fuerza, tanto que los nudillos crujen. Siento cómo la rabia me sube como ácido por la garganta. Solo quiero borrar esa expresión impasible de su rostro.

Pero entonces él da un paso hacia mí. Me observa de arriba abajo con ese maldito desdén contenido.

—Sea lo que sea que estás pensando, descártalo —dice, bajando un poco la voz, pero haciéndola más pesada—. No tienes oportunidad contra alguien como yo.

Un silencio mortal se extiende entre nosotros. No hay amenaza directa, pero la tensión se puede cortar con un bisturí. No puedo sostener más esta presión sin hacer una estupidez.

Así que salgo.

Empujo la puerta con tanta fuerza que retumba al cerrarse.

Me niego a ser rebajado.

Si Marconni cree que puede venir a ponerme en mi lugar, está muy equivocado.

Y si Helena piensa que puede humillarme y salirse con la suya, está más equivocada aún.

Mi ego puede herirse… pero nunca se queda quieto.

Y ahora tengo un nuevo objetivo.

Camino con la ira explotándome bajo la piel como una corriente eléctrica. Cada paso que doy es un latido más fuerte en mis sienes. Quiero verla. Quiero recordarle que nadie me deja en ridículo. Ni siquiera ella.

Pero antes de que pueda acercarme lo suficiente, la escena frente a mí me obliga a detenerme.

Helena está sentada sola en una mesa del jardín, con una bandeja de almuerzo aún intacta frente a ella. Su postura es tensa, como si esperara el golpe antes de que llegue. Tres chicas de nuestra misma aula se han acercado como aves carroñeras, sonriendo con veneno.

—¿Así de estúpida eras en tu universidad anterior o es algo nuevo? —escupe una de ellas, tirando la bandeja al suelo. El contenido se esparce por el césped como si nunca hubiera importado.

Helena aprieta con fuerza la falda que lleva puesta. Se le marcan los nudillos blancos, pero su voz no tiembla cuando habla entre dientes:

—Mantente lejos de mí. No me conoces, así que evita molestarme.

Las otras dos se echan a reír como si acabaran de oír el mejor chiste del día.

—¿Nos estás amenazando, princesita? Qué miedo, ¿eh?

Y entonces, sin dar tiempo a que nadie reaccione, una de ellas toma el vaso de agua de su mano y se lo vacía en la cabeza.

El agua cae como un baldazo de desprecio. Helena ni siquiera grita, solo se queda rígida. Siento que algo dentro de mí hace clic.

Y se rompe.

—¡¿Se volvieron locas o qué carajos les pasa?! —rujo, caminando hacia ellas.

Las tres giran hacia mí, sorprendidas.

—¿Y tú qué? ¿Ahora defiendes a las pobrecitas perdidas? —se atreve a decir una, pero la fulmino con la mirada.

—Lárguense. No quiero volver a verlas cerca de ella. Ni una palabra más. ¿Entendieron?

Mi tono no deja espacio a discusión. Ellas vacilan. Saben de qué soy capaz. No por lo que digo, sino por lo que ya he hecho antes. Finalmente, con insultos apenas susurrados, se van murmurando y lanzando miradas cargadas de veneno.

Me giro hacia Helena.

Ella me observa con rabia. Los mechones de su cabello chorrean agua sobre su rostro y su camisa blanca está completamente pegada a su cuerpo. Sus pezones resaltan duros contra la tela mojada y no puedo evitar notarlo. Es una visión que me golpea directo al pecho, y no precisamente por compasión.

—No necesito que nadie me defienda —dice, con los ojos cargados de orgullo herido.

Levanta la barbilla como si todavía tuviera algo que demostrarme.

—¿Perdón? ¿Así me lo agradeces? —respondo, molesto—. Solo quise evitar que te siguieran humillando.

—No te metas en lo que no te corresponde. Yo puedo sola.

—¿Como cuando me corregiste frente a todos? ¿Así de sola? —le espeto con ironía.

Ella entrecierra los ojos, cansada de mis aires.

—Tú te ridiculizas sin ayuda de nadie, tonto—dice, mientras se pone de pie.

Y al hacerlo… mierda.

La camisa mojada se pega más todavía a su cuerpo. La tela translúcida deja poco a la imaginación. Mis ojos bajan por un segundo, maldiciendo el impulso de mirarla como un objeto, pero no puedo evitarlo. Lo que siento no es solo deseo… es algo más confuso. Más molesto.

Algo que arde.

Ella nota hacia dónde van mis ojos. Cruza los brazos sobre el pecho con brusquedad y me lanza una mirada de hielo.

—¿Ya terminaste de escanearme o vas a seguir babeando?

Levanto una ceja, apenas reprimiendo la sonrisa torcida que se me dibuja en los labios.

—Tú me provocas, Helena. No te hagas la inocente.

Ella se da la vuelta, harta, con el agua escurriéndole por la espalda y la dignidad intacta.

Y yo me quedo ahí, con el ego herido por segunda vez en un mismo día… y algo más difícil de tragar revolviéndose en mi interior.

Ella no es como las demás.

Y eso… me enciende.

...****************...

El día, por fin, termina.

Gracias a lo que sea allá arriba o debajo de esta tierra, porque estoy a punto de explotar. Quiero irme a casa, cerrar la puerta, gritarle a la pared si es necesario, y dejar toda esta mierda atrás. El almuerzo arruinado, la corrección pública, la camisa pegada al cuerpo de Helena, y el muy cabrón de Marconni clavándome la mirada cada tanto como si pudiera leer lo que pienso. Como si supiera lo que soy.

A lo largo de las clases restantes, nuestras miradas se cruzan más de una vez. La suya es dura, imperturbable. Como si yo no le provocara ni la más mínima molestia. Como si ya me hubiera puesto en una casilla con un letrero de decepcionante y lo hubiera archivado sin pestañear.

Y eso me enferma.

Yo no soy cualquier imbécil arrogante con una cara bonita. Yo soy Eros Montalbán. El tipo al que todos admiran o temen, el que resuelve problemas sin ayuda, el que no necesita la validación de nadie… O eso me repito en bucle mientras agarro mis cosas y salgo de la universidad.

Helena no vuelve a mirarme en todo el día. Mejor así. Si lo hace, no sé si voy a besarla o gritarle.

O ambas.

Cuando paso frente al aula vacía donde tuve Anatomía, Marconni está allí, solo, ordenando unos papeles con calma monástica. Me ve. Yo lo veo. No decimos nada.

Pero el fuego entre los dos se enciende con solo ese cruce de ojos.

Un juego de poder sin palabras.

Un desafío latente.

Él inclina ligeramente la cabeza, como si me diera permiso para irme. Como si supiera que yo no puedo vencerlo hoy.

Pero habrá otro día.

Le sostengo la mirada por unos segundos más… y me marcho.

Porque hoy, el fuego se guarda.

Pero no se apaga.

HELENA

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