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Por Mis Hijos Doy Mi Vida.

Capítulo 1

En la morgue de un hospital de Sicilia, una de las mujeres más temidas del mundo criminal italiano permanecía inmóvil frente a una camilla metálica. Sabina Capolá, heredera del antiguo clan Capolá, miraba el cuerpo sin vida de su hermana gemela, Ámbar, con una expresión imperturbable. Pero sus ojos, oscuros y penetrantes, estaban llenos de furia contenida.

—¿Qué sucedió? —preguntó con voz gélida, sin apartar la vista del cadáver.

Uno de sus hombres, Diego, su mano derecha desde hacía más de una década, dio un paso adelante.

—Sabina, aún no lo sabemos con certeza. Pero ya estamos investigando.

Sabina asintió con lentitud.

—Tienen hasta la medianoche —dijo con un tono que no admitía réplicas.

Diego tragó saliva antes de continuar.

—Hay algo más. La señora logró dar a luz antes de... antes de morir. Son dos niños. Están en la unidad neonatal.

Sabina se giró abruptamente, la sombra de una emoción se deslizó brevemente por su rostro.

—Llévame con ellos.

Sin más palabras, avanzó con paso firme por los pasillos del hospital hasta llegar a la unidad neonatal. Tras una breve identificación y con la intervención de sus contactos, le permitieron ingresar. En una pequeña sala, los llantos de dos recién nacidos llenaban el ambiente. Eran pequeños, frágiles, y sin embargo, en ellos había algo que evocaba una fuerza oculta.

—¿Son ellos? —preguntó, cruzando los brazos.

—Sí—confirmó Diego.

Sabina se acercó a las incubadoras. Observó sus diminutos rostros arrugados, sus manitas agitándose en el aire como si buscaran algo o a alguien.

—Bien —dijo—. Realiza todos los trámites necesarios para llevarlos con nosotros. Contrata a una enfermera y una niñera para cada uno. Encuentra una casa adecuada para vivir. Y contacta a Patrick. Lo quiero aquí cuanto antes. Quiero saber qué demonios sucedió con Ámbar.

Diego asintió sin perder tiempo y comenzó a ejecutar cada orden. Mientras tanto, Sabina continuó observando a los bebés, esta vez con una mirada más blanda.

—Lamento no haber llegado a tiempo —susurró, con un nudo en la garganta—, pero les juro que averiguaré quién hizo esto y pagará por meterse con nuestra familia.

Sabina se giró hacia sus hombres apostados en la puerta.

—Cuiden de ellos como si fueran suyos.

—Sí, señora —respondieron al unísono.

Horas más tarde, Sabina llegó a la nueva casa, una villa aislada a las afueras de Palermo. Era moderna, espaciosa, y rodeada por jardines altos que garantizaban privacidad. Justo como ella lo había pedido. Al bajarse del auto, dos mujeres se acercaron con una mezcla de nerviosismo y respeto.

—Buenas tardes, señora. Nosotras somos Linda y Marta, las niñeras que pidió para sus hijos.

Sabina entrecerró los ojos. Antes de responder, giró hacia Diego.

—¿Y bien?

—Ya tengo toda la información que me pidió. Y creo que es mejor que todos crean que los niños son suyos.

Sabina frunció el ceño.

—No vuelvas a tomar decisiones como esta sin consultarme primero.

—Lo lamento, señora.

Sabina se volvió hacia las mujeres.

—Seré clara con ustedes. Los niños son muy importantes para mí. Si algo les llega a pasar, sus vidas estarán en peligro. Así como les advierto esto, también les prometo que a mi lado no les faltará nada. Ni a ustedes ni a sus familias. Serán bien recompensadas, pero su lealtad debe ser absoluta. Cada una se encargará de uno de los niños, día y noche.

—Sí, señora —dijeron ambas al unísono.

Diego hizo una señal y dos hombres entraron con los bebés. Marta, la mayor de las dos niñeras, los miró con ternura mientras tomaba en brazos a uno de ellos.

—¿Cómo se llaman?

Sabina observó a sus sobrinos con una mezcla de dolor y determinación.

—Sebastián y Antonio Capolá.

Diego sonrió al escuchar los nombres. Ambos comenzaban con la misma inicial que el de Sabina y Ámbar. Era un gesto silencioso pero significativo.

Sabina giró y empezó a caminar hacia su oficina improvisada.

—Diego, te espero dentro.

Diego se despidió con un gesto y antes de seguirla dio instrucciones rápidas:

—Compren todo lo necesario para los niños. Hagan una lista. Ustedes dos vayan personalmente a buscarlo.

—Sí, señor —dijeron las niñeras.

Diego entró en la oficina. Sabina ya estaba sentada detrás del escritorio, con una copa de vino a medio servir. Le indicó que tomara asiento.

—Antes de que llamara a Patrick, él me llamó a mí —dijo Sabina —. Me dijo que ya tenía información. Y que esto era personal para él.

—Es lógico. Es su mejor amigo —respondió Diego—. Según lo que me contó, esto no fue un accidente. Ámbar tenía una relación con un empresario canadiense. Fue breve pero intensa. De esa relación nacieron los niños.

—Sáltate el melodrama —interrumpió Sabina.

—Lo esencial es esto: se enamoraron. Pero él tuvo que regresar a Canadá por problemas con su empresa. Poco después sufrió un accidente y perdió la memoria. Cuando Ámbar se enteró, viajó a buscarlo. Pero no salió como esperaba. Él no la reconoció. La rechazó. Tiempo después se comprometió nuevamente con su exnovia. Desde entonces, no se supo más de Ámbar, hasta que apareció muerta.

Sabina apretó los dientes.

—¿Él sabe de la existencia de los niños? ¿O siquiera que ella estaba embarazada?

—No. Al parecer, sigue sin recuperar la memoria. Y no se ha casado todavía.

—Perfecto. Viajaremos a Canadá. Quiero saber qué le pasó a mi hermana. Si descubro que él tuvo algo que ver... lo mataré.

Diego hizo una pausa antes de añadir:

—Hay algo más. Antes de desaparecer, Ámbar compró una pequeña empresa en Canadá. Estaba planeando establecerse allá. Pero desapareció antes de ponerla en marcha. Lo extraño es que la empresa sigue operando... como si nada hubiera pasado. El antiguo presidente, quien supuestamente había renunciado por la bancarrota, está nuevamente a cargo.

Sabina se incorporó, furiosa.

—¿No te parece muy conveniente? Nadie informó su desaparición. Nadie reclama nada. Pero la empresa funciona sin problemas. Quiero un informe completo. Investiga a ese tipo. Y también al padre de los niños. Si abandonó a mi hermana por ambición, lo voy a destruir.

—Ámbar ocultó quién era. Fingió ser alguien humilde. No quería que nadie supiera de su familia ni del dinero que tenía.

Sabina apretó los puños.

—Yo no soy Ámbar. Si ese hombre pensó que ella no valía la pena, le mostraré lo que significa enfrentarse a una Capolá. Mi hermana cometió errores, creyó en el amor. Yo no cometeré los mismos fallos. Mis sobrinos crecerán sabiendo quiénes son, y su madre no será olvidada. Diego, confío en ti como a un hermano. Te encargo sus vidas. No me falles.

—Jamás lo haría, Sabina. Lo sabes.

—Bien. Ahora retírate. Vigila a las niñeras. No quiero que los niños lloren sin motivo.

Diego se puso de pie, esbozó una leve sonrisa, y salió de la oficina. Tenía mucho por hacer. Investigar, proteger a los niños, y vigilar a cada persona que se acercara a ellos. Porque para él también, esos pequeños ya formaban parte de su familia.

Sabina, por su parte, observó desde la ventana cómo el sol comenzaba a ocultarse tras los cipreses. Apretó con fuerza el medallón que colgaba de su cuello, uno que compartía con su hermana desde niñas. Y con la voz apenas audible, susurró:

—Te vengaré, Ámbar. Lo juro por lo más sagrado que tengo.

capítulo 2

Mientras Sabina se encontraba atendiendo algunas diligencias en su oficina, un hombre de traje fino y porte elegante entró sin tocar la puerta. Se sentó con soltura frente a su escritorio y dijo:

—Aún aquí... ¿No piensas asistir al funeral que le están haciendo a Ámbar?

—Tan irrespetuoso como siempre. ¿Qué haces aquí, Patrick? No te di órdenes.

—Sobre eso... decidí no participar. No soy uno de tus lacayos, Sabina. Soy tu amigo, y como tu amigo te digo que iremos al funeral de Ámbar.

—No. No puedo. Necesito saber qué pasó con ella primero. No puedo despedirme sin saber quién le hizo esto.

Patrick era la única persona, además de Diego, que sabía cuán unidas eran las hermanas Capolá. Sin pensarlo dos veces, se levantó de su asiento, se acercó a ella y la abrazó con fuerza.

—Sabina, esto no fue tu culpa...

—Sí lo fue. Debí cuidarla. Soy la hermana mayor y, aunque estábamos disgustadas, no debí dejarla sola.

—Fue su decisión. Ella sabía a lo que se arriesgaba. Tú no tienes la culpa de nada.

—Sabiendo lo orgullosa que era, la abandoné esperando que pidiera mi ayuda... Patrick, si yo hubiera estado en su vida, esto...

—...Hubiera pasado de igual manera. Nadie sabe aún lo que ocurrió, pero te prometo que lo averiguaremos juntos. Ahora vístete, iremos a su ceremonia.

Sabina se separó de su amigo, se limpió el rostro y asintió. Se encaminó hacia la puerta y antes de salir dijo:

—Gracias por estar aquí.

—Tú y ella son mi familia, y eso ni la muerte lo cambiará.

Sabina solo sonrió y salió de la oficina. Una vez lista, bajó las escaleras mientras las niñeras cargaban a los bebés dormidos. Al ver a Patrick esperando junto a la puerta, Sabina se le acercó y dijo:

—Ellos son... mis hijos.

Patrick la miró a los ojos, sonrió levemente y se acercó a los niños.

—¿Y ya sabes cuál es cuál? Son dos gotas de agua.

Una de las mujeres sonrió con dulzura al ver el rostro de la mujer y respondió:

—Él es Sebastián, y él Antonio.

Patrick las observó con frialdad y dijo de manera firme y amenazante:

—Espero que ambas hagan bien su trabajo y cuiden con sus vidas a mis sobrinos.

Sabina, intentando calmar el ambiente, sonrió.

—Deja ya a las niñeras, Patrick. Vamos. Señoras, pueden ir a descansar. Si surge algo, tienen nuestros números. No nos tardaremos.

—Sí, señora,—respondieron ambas con respeto.

Patrick miró a Norma, la mayor de las dos mujeres y la que más confianza le inspiraba. Le extendió una tarjeta.

—Este es mi número. Llámeme ante cualquier urgencia, sin importar la hora o el día. Yo vendré.

Norma lo tomó, y tras ver cómo Sabina asentía, ambas mujeres se marcharon. Aunque solo llevaban un día de trabajo, habían visto suficiente para saber que aquellas personas no jugaban con la seguridad y el bienestar de los niños.

Ya en la entrada, se encontraron con Diego, quien acababa de volver de organizar el funeral de Ámbar.

—Diego, te quedas a cargo de los niños.

—No te preocupes. Tú cuida de ella...

—¡Hola hermano! ¿Cómo estás? Yo muy bien, gracias por preguntar. ¿Cuándo nos juntamos a comer?

Diego ignoró por completo a Patrick y entró a la mansión. Sabina lo miró, luego volvió la vista a Patrick.

—¿Aún no se arreglan?

—Digamos que estamos en eso. Ya sabes que Diego es rencoroso.

—Los necesito a ambos conmigo. Tendrán que arreglar sus diferencias y permanecer cerca de mí y de los niños, porque planeo ir a Canadá.

—Lo sé. Bueno, mejor dicho, lo suponía. No te preocupes, aunque ahora no estemos en los mejores términos, Diego y yo haremos lo que sea por ti y por Ámbar.

Sabina asintió en silencio. Luego, acompañada por Patrick y sus hombres, marchó a la casa fúbre donde se llevaría a cabo la ceremonia.

Al llegar, vio a varias familias importantes que la esperaban. En cuanto la vieron, muchos se acercaron a darle el pésame. Entre ellos, el señor Di Caro se aproximó, la abrazó con afecto y dijo:

—Hija, lamento mucho tu pérdida.

—Gracias por venir, señor.

—¿Qué fue lo que pasó?

—Aún no lo sé, pero ya estoy en eso. Cuando encuentre al o los culpables, pagarán por esto.

—Bien. La familia te apoyará.

—Gracias por su oferta, pero intentaré resolver esto sola. Si necesito ayuda, se lo haré saber.

El anciano asintió con respeto. Luego de acompañarla unos minutos más, partió. Uno a uno, los capos de las grandes casas fueron retirándose. Sabina se quedó junto al ataúd de su hermana, con Patrick a su lado.

—Hermana... juro por la memoria de nuestros padres que hallaré al culpable de esto y lo mataré yo misma. También prometo cuidar bien de tus hijos. Lamento no haber estado cuando más me necesitaste.

Patrick, viendo cómo ella luchaba por no romperse frente a todos, habló con voz suave:

—Vamos. Ya vienen por sus restos.

Sabina asintió en silencio. Se alejó del lugar con un amargo sabor en la boca. Nunca había sido de mostrar sus sentimientos, pero esto era algo que la carcomía por dentro.

Cuando regresaron a la mansión, ya era pasada la medianoche. Como el cuarto de los bebés quedaba cerca del suyo, pasó a ver cómo estaban. Al ingresar, vio que uno de ellos estaba despierto, jugando con sus manitas. Sintiendo una punzada en el pecho, se acercó.

—Hola, pequeñín. ¿No puedes dormir?

Tomó al bebé en brazos y lo apoyó contra su pecho, meciéndolo por la habitación. Pronto, el otro comenzó a inquietarse. Antes de que llorara y despertara a su hermano, Sabina también lo alzó, acunándolos a ambos con ternura. Así estuvo largo rato, meciéndolos suavemente hasta que intentó colocarlos en sus cunas. Al ver que no querían soltar sus caballitos de peluche, no le quedó más remedio que llevarlos con ella a su habitación.

Con cuidado, se acomodó en medio de su cama. Puso almohadas alrededor para evitar que se cayeran. Observó sus pequeños rostros dormidos, besó sus frentes y, finalmente, cayó rendida entre ellos.

Por primera vez en mucho tiempo, el silencio no la oprimía, sino que le ofrecía un poco de paz.

Capítulo 3

La mañana siguiente llegó con una tensión inesperada. Las niñeras entraron en pánico al descubrir que los bebés no estaban en sus cunas. Alarmadas, llamaron de inmediato a Diego. Sin perder tiempo, él bajó al centro de vigilancia y revisó las cámaras de seguridad. Su corazón latió con fuerza hasta que vio las imágenes: Sabina había llevado a los pequeños a su habitación durante la noche. Al verlo, sintió como su alma regresaba de golpe a su cuerpo.

Con un suspiro de alivio, regresó junto a las niñeras y les indicó que esperaran fuera de la habitación de su jefa. Ingresó con cuidado, y lo que vio lo enterneció. Ambos niños dormían plácidamente junto a Sabina. Sin pensarlo, tomó una fotografía del momento. Apenas lo hizo, escuchó una voz ronca pero firme:

—Sal. Tuvimos una noche difícil y aún no vamos a levantarnos.

Diego sonrió y asintió. Pero antes de salir, Sabina agregó sin abrir los ojos:

—Quiero esa foto.

Sin decir nada más, Diego salió de la habitación y se dirigió a las niñeras. Con una sonrisa en los labios, les dijo:

—Pueden ir a desayunar. La señora está durmiendo con los niños.

Ambas asintieron con alivio y bajaron a la cocina. El temor que habían sentido el día anterior se disipó al ver que su jefa realmente se preocupaba por los pequeños. La frialdad inicial de Sabina había dado paso a un instinto maternal que no esperaban ver tan pronto.

Eran ya las diez de la mañana cuando Sabina bajó con los niños en brazos. Al entregárselos a las niñeras, les habló con firmeza:

—Desde hoy, en las noches dormirán conmigo. Necesito que preparen todo lo necesario para poder atenderlos sola. Anoche estaban inquietos y tuve que molestar a la cocinera para que me preparara sus biberones.

—De acuerdo, señora —respondieron ambas al unísono.

Diego se acercó con una sonrisa burlona y, al ver el rostro agotado pero sereno de su amiga, comentó:

—Quién te viera.

—Cállate. Creo que ellos sienten que su madre ya no está, y por eso no pudieron dormir bien. No los dejaré solos.

—¿Quién eres y qué hiciste con mi...?

Antes de que terminara la frase, Sabina sacó una pequeña daga escondida en su pierna y se la apoyó en el cuello con una sonrisa desafiante.

—Sigue hablando.

Diego soltó una carcajada y apartó su mano con cuidado.

—No está mal que te importen esos niños. Al fin y al cabo, ahora son tus hijos.

Sabina no respondió. Solo asintió levemente y siguió su camino mientras Diego comenzaba a detallar la agenda del día.

***

Por la tarde, Patrick llegó con una carpeta gruesa repleta de documentos. Al entregárselos a Sabina, comentó con gravedad:

—Quien le hizo esto a Ámbar no solo la tuvo secuestrada, sino que administró sus bienes mientras estuvo cautiva. La empresa en Canadá siguó funcionando con normalidad, ya que “Ámbar” dejó a cargo al anterior dueño bajo la condición de recibir reportes y dividendos mensuales. Todo se depositaba en una cuenta extranjera y se enviaba a una dirección fantasma.

—¿Estuvo secuestrada...? —preguntó Sabina, incrédula.

—Sí. Descubrimos que cerca del lugar del accidente había una cabaña donde la mantenían cautiva. Esperó hasta el último momento para escapar y salvar a los niños.

Sabina perdió el control. Con un grito ahogado, arrojó al suelo todos los objetos de su escritorio. Patrick intentó calmarla, pero recibió un par de golpes antes de poder sujetarla con firmeza.

—¡Carajos, Sabina! Poniéndote así no lograrás nada.

—Juro por Dios que mataré al bastardo que le hizo esto. Prepara todo. Partiremos en cuanto los bebés puedan soportar el viaje. Compra una casa en un buen vecindario y encárgate de todo antes de que llegue. Debemos ser cuidadosos por los niños.

—¿Y tú qué harás?

—Seré Ámbar. Cobraré venganza. Quiero toda la información completa en mi escritorio esta noche. ¿Y sobre el padre de los niños? ¿Qué averiguaste?

—Está buscándola. Creo que está recuperando la memoria y por eso no se ha casado.

—Bien. Investiga a fondo ese asunto y prepárate. Mañana mismo partes.

Patrick asintió en silencio y salió de la habitación. Mientras tanto, Sabina fue a hablar con Diego, quien quedaría a cargo de los negocios en su ausencia.

**

Cinco años después...

El frío del aeropuerto canadiense recibió al avión privado de Sabina, ahora conocida como Ámbar. Ni bien descendió, fue rodeada por su equipo de seguridad. A lo lejos, Patrick se acercaba con paso decidido.

—Sabina...

—Ámbar. Recuerda que ese es mi nombre ahora. Tendrás que acostumbrarte, ya que trabajaremos juntos en la empresa y no podemos permitir sospechas.

—Bien. ¿Y cómo están mis campeones?

—Bien. ¿Y aquí, cómo está todo?

—Vamos, te contaré de camino.

Sabina cargó a uno de los niños, mientras Patrick tomaba al otro, ambos dormidos. Durante el trayecto, él la puso al tanto de la situación actual de la empresa y los avances de la investigación.

—¿Cómo que había faltantes en los libros contables?

—Así es. Creo que quien hizo esto a tu hermana colocó gente dentro de la empresa. Estuvieron haciendo movimientos sospechosos. Posiblemente querían asegurarse de que, si ella volvía, fuera directo a prisión por desfalco financiero.

—Tendremos que hacer limpieza. ¿Tienes nombres?

—Todos. Reuní toda la información estos años. Quise asegurarme de que tú no quedaras salpicada por nada.

—Muy bien. ¿Y sabes quién pudo matar a mi hermana?

—Sí y no. Mi principal sospechosa es la prometida de Russo, pero no tengo pruebas concretas.

—¿Quién es Russo?

—El padre de los niños. Te envié su expediente.

—Aún no lo leo. Bien, investiga a fondo a esa mujer. Si fue ella, algo tuvo que haber dejado mal hecho.

—Una cosa más: él ya te encontró.

—¿Qué?

—Sabe que Costa Azul es tu empresa y que vives en Ottawa. Me encargué de que todo apunte a esta nueva dirección.

—Buen trabajo. Veamos cuánto tarda en venir a mí.

Sin decir nada más, ambos guardaron silencio mientras se dirigían a la nueva casa de Sabina y sus sobrinos, conscientes de que la verdadera batalla apenas comenzaba.

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