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Por Ella...

Capítulo 1

El despertador sonó a las 6:00 en punto. Laura Moura tardó unos segundos en reunir fuerzas para abrir los ojos. La cama era estrecha, el colchón ya cansado, pero la hija dormía profundamente a su lado, acurrucada como un pequeño pajarito.

María Eduarda, de apenas tres años, respiraba con tranquilidad, con el pelo oscuro esparcido por la almohada.

Laura se deslizó fuera de la cama con cuidado, evitando despertarla. Se arregló la sencilla camisola de punto sobre su cuerpo esbelto y fue directo a la cocina. Las paredes del pequeño apartamento mostraban las marcas de la humedad, el piso de cerámica estaba desgastado, podía sentirlo bajo sus pies descalzos.

Mientras ponía el agua a hervir, miró por la ventana. El día aún no había aclarado por completo, pero ya sentía el peso de las horas que vendrían.

La rutina comenzaba temprano y terminaba tarde...

Así había sido durante casi tres años, desde que el padre de María Eduarda desapareció con la misma facilidad con que apareció. Dejando promesas y una hija en los brazos de una mujer de 20 años, llena de sueños rotos.

Laura no tuvo tiempo para la revuelta o el lamento. Estaba sola, siempre lo había estado y necesitaba sobrevivir. Y sobrevivir para Laura significaba hacer lo que fuera necesario: vender dulces durante el día, bailar por la noche...

La vergüenza se la tragó en el segundo mes de alquiler atrasado.

El orgullo lo guardó en el fondo de un cajón, al lado de la ropa que ya no le servía.

Preparó el desayuno, separó dos pedazos de bizcocho de maíz que había horneado la noche anterior, uno para ella y otro para María Eduarda. Luego comenzó a montar las tarteras de brigadeiros y besitos, que llevaría a vender al centro de la ciudad.

Cada dulce estaba hecho a mano, enrollado con cariño, como si fueran pequeños tesoros. Y, de alguna manera, lo eran.

Cada uno de ellos pagaba un pedazo del alquiler, un pañal, una consulta, un arroz con frijoles.

A las siete, María Eduarda se despertó. Tenía los ojos castaños grandes, curiosos y la voz aún arrastrada por el sueño. Laura la tomó en brazos y la llevó al baño.

El baño era rápido, pero lleno de afecto. Le puso un vestidito rosa con estampado de corazones y le sujetó el pelo en dos coletas, como le gustaba a la hija.

Después del desayuno, las dos cruzaron el pasillo del edificio y llamaron a la puerta de doña Zuleide. La señora viuda y solitaria vivía sola en el apartamento casi en frente al de Laura. Desde que María Eduarda tenía un año de vida, Zuleide pasó a cuidarla, a cambio de una pequeña cantidad por mes y, más que eso, compañía y cariño.

— Buenos días Laurinha.— dijo la señora, con una sonrisa acogedora— ya está todo listo aquí. Puedes dejar a la pequeña conmigo.

María Eduarda corrió hacia dentro del apartamento, ya familiarizada con el sofá lleno de almohadas y el olor a bizcocho de maíz que salía del horno de Zuleide.

Laura sonrió agradecida, no sabía qué sería de ella sin doña Zuleide en su vida, y sabía en el fondo, que a aquella señora solitaria le gustaba pasar sus días con María Eduarda.

— Vuelvo al final de la tarde, antes de ir al otro trabajo. — mientras entregaba el bolso con las pertenencias de la hija.

— Que te vaya bien, hija mía. Y cuídate mucho.— respondió Zuleide, haciendo la señal de la cruz en la frente de la joven, como siempre hacía.— Hoy será tu día de suerte...

El sol ya brillaba débilmente en el cielo cuando Laura salió con la mochila a la espalda y la caja de dulces en los brazos.

Tomó el autobús lleno hacia el centro y, como de costumbre, se bajó dos manzanas antes de la plaza principal. Allí, entre los bancos de madera y los árboles maltratados por el tiempo, ella encontraba a sus clientes: empleados de oficinas, jóvenes estudiantes, madres con niños...

Con una sonrisa discreta, ofrecía los dulces, uno a uno. Muchos ya la conocían, elogiaban la calidad del producto, otros se detenían y preguntaban por la hija, algunos compraban dos o tres brigadeiros de más para ayudar. Otros fingían no oírla, desviaban la mirada, apresuraban el paso.

Laura ya había aprendido a no tomarlo como algo personal. En la calle cada uno tiene su prisa, sus problemas... sus dolores.

Al mediodía, se sentó en un banco de la plaza para comer el sándwich que trajo de casa. Bebió agua de una botellita, miró el reloj y suspiró. Tenía dos horas más hasta volver a casa.

El sol le daba en su rostro, y ella pensó en lo bien que sería poder quedarse allí, parada, solo sintiendo el calor y el viento.

Pero el pensamiento fue breve. Hora de volver para otra tanda de ventas.

A las 4:00 de la tarde, volvió a casa. Se duchó, lavó la ropa y la colgó en el tendedero cerca de la ventana. Después, preparó la cena de María Eduarda: arroz, frijoles, zanahoria y huevo.

Buscó a María Eduarda, en el apartamento de doña Zuleide, después, se sentaron las dos en la pequeña mesa de la cocina y comieron juntas.

La niña, alegre, hablaba sobre dibujos animados, balanceaba las piernas y se reía de sus propias historias.

Era por ella que Laura resistía.

Era por ella que aún soñaba.

Después de la cena bañó a la hija y la acostó en el sofá de doña Zuleide, con un beso en la frente y una promesa:

— "Mamá vuelve pronto, mi amor."

Salió sin mirar atrás. Si mirase, tal vez lloraría.

Tomó otro autobús aquel día, ahora rumbo al otro lado de la ciudad, donde quedaba el club nocturno. En el camino miró su reflejo en la ventana: el pelo negro y liso hasta los hombros, los ojos castaños siempre atentos, pero cansados.

Tenía 23 años y ya parecía haber vivido el doble. Aun así, había una fuerza en su mirada... una llama que no se apagaba.

Llegando al club nocturno, entró como siempre por la puerta de atrás, fue recibida por Val, rubia del lugar y figurinista, que le entregó un par de tacones altos y la ayudó con las pestañas postizas.

— Otra noche, gata.— dijo Val, aplicando el lápiz labial rojo vivo— Tú sujetas ese escenario como nadie.

Laura esbozó una media sonrisa.

— Otra noche, sí. Hasta cuando dé.

La música alta, las luces parpadeando, las miradas masculinas, todo formaba parte del show. Ella bailaba con precisión, cuerpo firme, movimientos sensuales.

Era otra Laura allí, una peluca roja, maquillaje pesado. La verdadera Laura quedaba encerrada en el camarín, allí en el escenario estaba la "Fiera de la noche", ese era su nombre en clave...

Capítulo 2

Laura subió al escenario tres veces durante la noche, le pagaban por ello, y muy bien pagado.

Los guardias de seguridad no permitían que los clientes se acercaran, ignoraba los mensajes, rechazaba las invitaciones a copas...

Ella no bebía, no interactuaba con los asiduos del club. No tenía tiempo para ese tipo de distracción. Estaba allí para trabajar y nada más.

A las 3:00 de la madrugada, se quitó el maquillaje pesado y recogió sus pertenencias, saliendo por la puerta trasera.

Exactamente a las 3:30 de la madrugada pasaba un autobús "Corujão", que cruzaba la ciudad y la dejaba a cinco cuadras de su apartamento. Así ahorraba el dinero del transporte, sin pedir taxi o conductores por aplicación.

Cubrió su rostro con la capucha de la blusa, tanto para protegerse del frío como para esconder su rostro y salió rápido, por la parte trasera, como hacía todas las noches, en especial las noches de viernes, pues salía de madrugada.

Sus pasos eran apresurados en el suelo sucio del callejón. El aire estaba frío, denso y las primeras gotas de una llovizna comenzaron a tocar su rostro.

Aceleró el paso en dirección a la parada de autobús, no podía perder el transporte, ya eran casi las 3:30 de la madrugada.

Las calles de la ciudad, vacías y sombrías, parecían guardar demasiados secretos a esa hora.

Pero en esa madrugada, el silencio fue roto.

El sonido apagado, casi un gemido, cortó la oscuridad. Laura se detuvo, frunció el ceño, mirando a su alrededor. El sonido venía de la dirección de los contenedores de basura detrás del edificio, al lado del club.

Por instinto, debía haberlo ignorado.

"¿Cuántas veces se había dicho a sí misma que no podía meterse en problemas? ¿Que necesitaba solo trabajar, volver a casa, cuidar de su hija y sobrevivir?"

Pero el sonido se repitió. Más fuerte, humano y dolorido.

Yendo contra el buen sentido, ella se acercó. Al asomarse sobre las bolsas de basura y cajones apilados, vio la silueta.

Un hombre estirado en el suelo, la sangre escurriendo por el pantalón negro rasgado, el rostro parcialmente cubierto por la sombra de la capucha de la blusa que él usaba.

Laura retrocedió un paso, el corazón acelerado.

— Mierd@...— murmuró mirando a su alrededor, indecisa.

El hombre gimió otra vez, intentando levantar la cabeza. La bala había alcanzado su pierna, la sangre no salía a borbotones, pero formaba una mancha oscura que se esparcía con lentitud peligrosa.

— Ei... ayuda. — él dijo, la voz ronca y arrastrada.

Laura vaciló. Sabía que podría ser una trampa. Un riesgo, pero también sabía lo que era estar al borde de un colapso, esperando que alguien extendiera la mano. Maldijo en voz baja, mirando hacia los lados, después hacia aquel hombre caído.

— Voy a llamar a la policía... Ellos saben qué hacer. Voy a pedir ayuda ella. — no tenía un celular, lo vendió hace tiempo para comprar medicinas para su hija.

— No.— la voz de mando la hizo parar.— Sácame de aquí. Sin hospital... sin policía...

Laura pensó por un instante, y acabó por tomar la decisión que cambiaría su vida para siempre.

— Me vas a dar un perjuicio que ni puedo pagar... — Refunfuñó ella, arrodillándose para ayudarlo.— ¿Consigues levantarte?

Él asintió con la cabeza. Aún herido, parecía determinado y fuerte. Laura pasó el brazo bajo el hombro de él y con dificultad, lo ayudó a levantarse. Él cojeaba, pero andaba.

Cada paso era un esfuerzo, y los dos casi cayeron por dos veces hasta llegar a la parada de taxi. Laura sabía que no daba para esperar por el autobús. Sabía quebrar todas las reglas que había impuesto así misma. Pero también sabía que no conseguiría dormir si lo dejaba allí.

En el trayecto hasta el edificio, ninguno de los dos habló. El hombre apretaba los dientes, el rostro sudado de dolor, pero se mantenía lúcido. Laura pagó el taxi con el dinero que había separado para los ingredientes de los dulces de la semana. Subieron las escaleras del edificio en silencio. Era demasiado temprano para que alguien estuviera despierto, ella agradeció por eso.

Ya en el apartamento, apuntó hacia el sofá.

— Tiéndete ahí. Yo voy a buscar el “kit” de primeros auxilios...no tengo mucha cosa.— habló mientras forraba el mueble con una toalla de baño.

Él apenas asintió, mientras ella separaba el alcohol, gasas y más toalla limpia, él rasgó el pantalón a la altura del muslo. La sangre había comenzado a secar, pero aún era grave.

Cuando Laura volvió, él no pidió ayuda, apenas extendió la mano para el frasco de alcohol.

— Puedes dejar que yo mismo resuelvo esto.— dijo con voz firme, como quien está acostumbrado a comandar.

— ¿Estás seguro?— Laura frunció el ceño.

— Absoluta. No llames a la policía.— él la miró con los ojos semicerrados.— Dame el celular.

— ¿Te has vuelto loco?

— Tu celular. No quiero tener sorpresas.— la voz de él era ronca y tenía un acento extraño.

— No tengo celular. Mira a tu alrededor. ¿Crees que iba a dar preferencia a un celular?

Él la miró con firmeza, tal vez intentando saber hasta dónde ella hablaba la verdad.

— Y hay más, "señor extraño", voy para mi cuarto. Arréglatelas... cuando yo salga, no quiero verte aquí.

— No voy a causarte problemas. Solo necesito de algunas horas.

Laura lo observó en silencio mientras él retiraba del bolsillo un pequeño puñal. Desinfectó la lámina con el alcohol y también la herida. Usó unas de las toallas limpias como mordedor y, sin titubear, se puso a retirar la bala de la propia pierna con la destreza de quien sabía lo que hacía.

No gimió, no tembló. Apenas rechinó los dientes. Usó el alcohol sin titubear y después presionó la gasa sobre la herida, fajando con firmeza. Era evidente que aquella no era la primera vez que él lidiaba con aquello.

Cuando terminó, se recostó en el sofá y cerró los ojos por un instante. Laura se acercó con una cobija fina y dejó sobre el cuerpo, él no abrió los ojos...

Ella se olvidó hasta del hambre.

Fue para su cuarto, cerró la puerta con llave, pero no satisfecha, jaló la cómoda y la colocó como una "barricada" en la puerta.

Aún así no conseguía dormir tranquila. En su cabeza solo venía la duda si actuó bien...

Capítulo 3

Rodrigo López apretaba los ojos ante el sol inclemente que bañaba la Zona Portuaria de Río. El calor parecía escurrirse por las paredes de concreto, mezclándose con el olor a óxido, brisa marina y humo. La ciudad era un espectáculo aparte, llena de contrastes, sonidos, olores y peligros.

Con poco más de dos semanas en Brasil, ya había aprendido a moverse entre las sombras.

No era un turista cualquiera. Su presencia allí tenía un propósito. Un ajuste de cuentas. Algo pendiente que había atravesado las fronteras y el continente.

Nacido en Madrid, Rodrigo traía en la sangre la firmeza castellana y en los ojos, la frialdad de quien aprendió a confiar solo en sí mismo.

Entrenado desde joven en disciplinas que no aparecían en currículos comunes, lidiaba con armas como quien maneja cubiertos y con el silencio como quien sabe que hablar de más puede ser una sentencia de muerte.

Pero incluso los experimentados pueden ser sorprendidos.

Todo comenzó con un mensaje encriptado enviado a un antiguo contacto en Brasil.

Un nombre: Ortega.

Un lugar: Zona Norte de Río.

Y una promesa: el hombre que Rodrigo buscaba estaba allí.

Rodrigo sospechaba de una trampa, claro. Pero a veces los riesgos son parte del juego, el tipo de juego que él conocía muy bien.

Vestía jeans oscuros, pantalón negro y un blusón que ayudaba a camuflarse. El acento cargado hacía que prefiriera el silencio, en un intento de parecer un local.

Llegó al galpón indicado poco antes de la medianoche. El lugar era viejo, oliendo a aceite quemado y abandono. Ninguna señal de Ortega o del hombre que él cazaba.

Y fue ahí que todo se derrumbó...

El primer tiro vino de lo alto. Un silbido, después un estallido. Rodrigo rodó instintivamente hacia un lado, sacando la pistola que mantenía presa a la cintura. El segundo tiro alcanzó su pierna, parte superior del muslo. Un choque caliente, inmediato, como un mazazo.

Cayó, pero no perdió el foco.

Tres hombres descendieron por una escalera lateral. Máscaras, guantes... pistolas con silenciadores. Eran profesionales o al menos se vestían como tal.

Rodrigo, aun herido, disparó. Dos disparos precisos, estaba entrenado para eso. Un grito y uno de ellos cayó. Los otros retrocedieron.

Usando lo que le restaba de fuerza, se arrastró hasta los cajones metálicos en el fondo del galpón, derribándolos en el camino. El dolor pulsaba, cada movimiento parecía rasgar los músculos. Pero Rodrigo fue preparado para soportar mucho más que eso, no era la primera vez que sangraba, ni sería la última.

Sabía que no vencería aquel enfrentamiento solo. Necesitaba desaparecer, desaparecer... crear tiempo. Y había aprendido que el caos urbano en Río podía ser su mejor camuflaje.

Salió por una puerta lateral, atravesando una calle desierta hasta alcanzar un corredor estrecho entre los edificios. Las luces parpadeaban y la oscuridad se tornaba su aliada. Los tiros no habían llamado la atención de los moradores de aquella parte de la ciudad.

Rodrigo se mantuvo a la sombra de los muros, la sangre empapando el pantalón. Comenzaba a sentirse mareado. Cada paso era una prueba de resistencia. Y, aun así, la mente seguía afilada. Había perdido la emboscada, pero no perdería la vida tan fácil.

Pasó por un pequeño botiquín cerrado, siguió por un callejón hasta alcanzar la parte trasera de un edificio. Las luces de un "club nocturno" brillaban en lo alto, pulsando el sonido ahogado de la música. Rodrigo se apoyó en la pared para recuperar el aliento. Necesitaba abrigo, algo temporal. Un lugar para tratarse, pensar...

Pero en aquel estado, nadie lo recibiría. ¿Entrar en el hospital? Imposible. Su nombre levantaría alertas. Y él no podía caer en las manos de los enemigos, hubo traición. Nadie en aquel país era confiable.

Fue cuando tropezó con las bolsas de basura. No había elección. La sangre escurría con más fuerza y la visión comenzaba a quedar borrosa. Si no estancaba la sangre luego, se desmayaría. Y entonces sí estaría muerto.

Tambaleó hasta el rincón entre los cajones y se dejó caer entre bolsas rasgadas, olor a podredumbre y cajas mojadas. Rodrigo López, el español que había cruzado un océano para "cerrar una cuenta", estaba reducido a un hombre herido, exhausto y con respiración fallida.

Pero los instintos aun estaban vivos.

Oyó pasos... leves... firmes. Eran pasos femeninos. El sonido resonaba en el callejón. Alguien se aproximaba.

Rodrigo luchó para mantener los ojos abiertos, la mano derecha aun sobre la herida, la izquierda sobre la cintura, donde su pistola descansaba, casi como una extensión del propio cuerpo.

Una silueta femenina surgió. Él reconoció en los ojos castaños y en los cabellos oscuros balanceándose sobre la brisa, los trazos de una mujer común. Joven, pero con postura de quien ya cargaba más dolores de los que debía. Ella paró, vacilante.

— Mier... — ella murmuró.

Rodrigo suelta un gemido. No era teatro, era el cuerpo cediendo.

— Eh... Ayuda — sintió la garganta raspar.

Ella miró alrededor. Después para él. Había duda, recelo... pero también algo más: humanidad, él podía sentir.

Cuando ella se arrodilló a su lado y pasó el brazo bajo sus hombros, Rodrigo supo que, por ahora, estaba a salvo.

Se sintió grato por la locura de su salvadora. Ahora estaba en un taxi, sin saber a dónde ella lo llevaba. Intentaba mantener la respiración estable, pero el dolor latía como un tambor constante en su muslo. La mujer a su lado, de cabellos negros y ojos firmes, mantenía la mirada fija en la calle, como si aun estuviera decidiendo si realmente debía llevarlo para casa.

Él la observó de reojo. Ella tenía los trazos fuertes, la postura de alguien que cargaba el mundo en las espaldas, pero que no desistía. Una mujer común pero con brillo intenso en los ojos.

Ella no era el tipo de persona que esperaría encontrar en una madrugada de esas, mucho menos siendo su única chance de sobrevivir.

"¿Cómo fui a parar en esto?", pensó él. "Madrid parecía tan lejos ahora..."

El taxi paró en una calle estrecha. La mujer pagó al conductor y lo ayudó a descender. Rodrigo apretó los dientes para contener un gemido. Las escaleras del edificio viejo parecían interminables. Cada escalón hacía que la bala dentro de la carne vibrara.

En el apartamento, un olor cítrico lo alcanzó. Allí era todo simple, pequeño, más limpio. Paredes descoloridas, muebles gastados en un sofá raído, él se desplomó.

Intentó no asustarla, sabía que estaría a salvo por ahora...

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