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El Alma De Un Herrero

La nieta del herrero.

“Nací de una relación prohibida entre una hechicera y un noble, el cual al verme dejó a mi madre y no me reconoció, mi madre estuvo durante un buen tiempo triste por lo que había ocurrido, así que decidió volver a su aldea natal junto con su padre o sea mi abuelo. Mi abuelo el cual era el herrero de aquel sitio, al ver a mi madre cargando a una indefensa pequeña, nos recibió bien y cuido de ambas.”

En los primeros años de mi vida no me había puesto nombre, así que mi abuelo insistió a mi madre, que me pusiese un nombre, le insistió tanto que al final accedió y me puso el nombre de Daphne, como mi abuelo tenía los apellidos Ferrum, me registraron con aquel apellido.

Pará proteger a su hija y a su nieta de las habladurías, el anciano, le comento a todos que mi padre había muerto de una enfermedad, así los rumores que se estaba formado sobre mi aparición se fueron disipando. Mi abuelo era un tipo genial, era amable, cariñoso, y muy trabajador, desde que empecé a caminar siempre veía en secreto como mi abuelo trabajar en la fragua aunque esta siempre estaba calurosa.

“Cuando tenía seis años, mi madre me contaba cuento de grandes héroes que lucharon por el reinos, guerreros que lograron grandes hazañas, que conquistaron el mal y se impusieron sobre este. Mi madre esperaba con aquellos cuentos que yo me convirtiese en una heroína, tal vez siguiese su línea de trabajo, ella era una hechicera, pero aunque me asombraba las hazañas que realizaban esos grandes personajes, más me asombraba las armas que empuñaban  para lograr sus victorias”

“Le tome un gran gusto a las espadas, a los escudos, también a las armaduras que utilizaban y aquellas armas encantadas que portaban los grande héroes, por eso investigaba mucho sobre estas, y a los siete años tomé una gran decisión, que estaba influenciada por mí gusto y por el trabajo de mi abuelo, yo quería ser una herrera como mi abuelo, y forjar grandes armas y fuertes armaduras, para grandes aventureros, héroes y guerreros.”

—Quiero ser una herrera—Le dije a mi madre y mi abuelo, cuando estábamos almorzando.

—O vaya, eso es genial—Mi abuelo me sonrió, el estaba alegre que su nieta siguiese sus pasos.

—Niña, olvídate de ese sueño—Mi madre se paro de la mesa se acercó a mi y me dio una fuerte cachetada, que me dejó perpleja.

“Mi abuelo se paro de la mesa molesto con mi madre, la observó durante unos minutos" La hechiciera bajo su mano y unas lágrimas cayeron de sus ojos. En aquel momento no sabía de porqué mi madre había reaccionado de aquella forma, tiempo después tuve la teoría de que mi madre estaba frustrada de no poder avanzar con su carrera de hechicera, y quería que yo siguiese sus pasos para lograr lo que ella no logró.

“Mi madre había decido trabajar como consejera hechicera del alcalde, un anciano que tenía un hijo de la misma edad que mi madre, y que aspiraba a ser algún noble en una de las grandes ciudades, mi madre estuvo trabajando un año en aquel sitio, hasta que nunca volvió más, se había marchado xñdel pueblo junto con el hijo del alcalde. Observe como mi abuelo lloraba al leer la carta que había dejado mi madre”

“Desde los siete años, mi abuelo me estuvo criando y para no perderme de vista, el me dejó trabajar en la fragua, pero siempre con su supervisión y con trabajos pequeños, como martillar dagas o avivar los fuego de la fragua. Mi abuelo me explico sobre las armas, y cuales eran los mejores materiales para forjarlas, también cuales eran las temperatura perfecta para cada uno de los metales.

“Crecí ayudando a mi abuelo en la forja, ya a los diez pudo hacer una daga por mi misma, aunque esta era de hierro un material muy pobre y muy poco utilizado ya que era inferior a los otros metales, además de que me quedo media chueca, me alegre mucho puesto que era mi primera arma que hacía, mi abuelo me felicito y me dijo que para recordar el día, era mejor que me quedase con aquella daga**”

Daphne Ferrum, una chica de dieciséis años de piel blanca, cuerpo esbelto, pelo negro y largo que llevaba amarrado con una coleta, ojos claros, y vestida con una camisa roja de manga corta, pantalones azules, zapatos de cuero de color café claro, llevaba una muñequera de cuero, y encima una pulsera de metal que le había regalado su abuelo hace un día atrás, en la celebración de su cumpleaños. La joven había sido enviada por su abuelo para comprar materiales a los mercaderes que había llegado a la aldea, al terminar de comprar volvió a su casa en donde se encontraba su abuelo, el cual estaba forjando un escudo de acero.

—Ya llegue, abuelo—Daphne entró a la forja del anciano herrero, y dejó la bolsa de cuero en donde tenía los materiales encargados, en una mesa de la habitación—Los mercaderes estaban fierros este día, tuve muchas discusiones para conseguir estos materiales.

—Gracias, querida Daphne—El abuelo miró a su nieta con una sonrisa en su rostro y agrego mientras colocaba el escudo en el agua, para enfriar el acero de este—Estoy terminando de hacer este escudo, necesito que me ayudes creando nuevos lingotes, con el mineral de acero que compraste en el mercado.

—Claro, abuelo—Le sonrió Daphne al anciano.

Daphne amontono el mineral de acero cerca de un horno especial, y luego empezó el proceso de crear aquellos lingotes. Después de crear una variedad de lingotes que agrupaba en un sitio, cerró la rejilla y luego dejó la papa a un lado del horno, tomó algunos lingotes y lo dejó al lado de la fragua en donde trabajaba su abuelo, el anciano agradeció a su nieta su ayuda y le pasó a su nieta el escudo para dejarlo en una mesa.

Después de dejar el escudo en el lugar indicado, la joven empezó a ayudar a su abuelo con una armadura de acero que el alcalde actual de la aldea le había pedido. Daphne se puso hacer los guante les y la parte de debajo de aquel pedido, mientras que el anciano, se puso hacer el resto, después de algunas horas ya tenía el set casi completo del pedido, solo faltaba la espada el anciano, se estaba encargando de forjar, mientras que la nieta terminaba de hacer el diseño del escudo, el perfil derecho de la cabeza de un león, el cual estaba en modo pensativo.

—Abuelo como vas con la espada—Pregunto a su abuelo, mientras terminaba los últimos retoque del diseño del león.

—Va bien, solo unos golpe más y terminó con esto—Le contesto el anciano y pregunto—¿Y como vas con el diseño?

—Como tu, una línea más y terminamos el escudo—Le contesto la joven mientras utilizaba una brocha especial para pintar el escudo.

Cuando terminaron lo que faltaba ensamblaron el set completo de la armadura, y al verla reluciente, ambos chocaron sus manos en señal de felicitación por el buen trabajo que hicieron. En aquel momento entró a la herrería por la puerta de afuera un tipo de cuerpo ancho, vestido de una armadura de piel y que llevaba un mandoble enfundado sobre su espalda.

—¿Aquí tienen buenas armadura? —pregunto el sujeto que al ver la armadura que estaba ensamblada cambió la pregunta—¿Cuánto vale esa armadura?

—Lo siento pero la armadura no está en venta, fue hecha para un pedido—Le contesto la joven Daphne al hombre y agrego—Si quiere una armadura igual puede hacer un pedido, pero si quieres ser una compra ahora, tenemos buenas armas y parte de armadura a un excelente precio.

—Quiero esa armadura—El sujeto le volvió  pedir a los herreros.

Tanto la joven nieta y el anciano herrero, negaron al recién aparecido la posibilidad de adquirir la armadura, esto enfureció al hombre que empezó a causar estrago en la tienda, rompiendo un escaparate en donde tenía exhibida las armas y luego hizo trozo la puerta y las ventanas de la herrería luego en fundó su mandoble y amenazó a los presentes. Los destrozos del local llamaron la atención de varios vecinos que salieron a defender a los propietario de la herrería.

—Oye tu, maldito—Los vecino se reunieron alrededor de la tienda.

—Maldición, estoy en inferioridad numérica—El sujeto observó a los presentes y agregó fastidiado—Ganaron ahora, pero volveré con fuerza, ya lo verán.

El sujeto salió de la herrería molesto, con lo que había pasado y se perdió de la vista d ellos vecinos. La joven nieta que había estado tensa por lo que estaba sucediendo se relajo al ver que el problemático tipo se había ido, aunque por un momento la últimas palabras del sujeto resonaron en su mente, “volveré con fuerza”, esas palabras eran la que inquietaba a la chica, y un nuevo temor surco por su mente.

La venganza del bandido (parte 1): El ataque.

El sujeto que había sido expulsado de la herrería abandonó la aldea, dirigiéndose furioso hacia un bosque que coronaba una elevación cercana. La humillación que sintió por parte del herrero y los habitantes del pueblo lo carcomía por dentro. Juró que les haría pagar muy caro aquel desaire. Después de todo, él no era un cualquiera: era el líder de un grupo de bandidos que, recientemente, se habían instalado de forma temporal en aquel bosque cercano.

Al llegar al campamento, convocó a sus hombres. Uno a uno, los bandidos se reunieron alrededor de su líder, prestando atención al plan que les expondría. Atacarían la aldea durante la noche, aprovechando la oscuridad y la tranquilidad de sus desprevenidos habitantes.

Mientras tanto, en la herrería, tras haber expulsado al problemático cliente, el anciano herrero agradeció la ayuda de sus vecinos, quienes pronto se dispersaron para continuar con sus labores. El anciano regresó al interior del local y observó cómo su nieta recogía las armas que el hombre había lanzado al suelo. Con cuidado, las colocaba en otra mesa, agrupándolas según su tipo. Luego, levantó los restos de una estantería rota y los apoyó contra la pared.

—Rayos, ese tipo era un idiota —murmuró Daphne, mientras soltaba un suspiro—. Si no lo hubiéramos detenido, habría destrozado toda la tienda.

—Si sigues enfadándote así, vas a envejecer antes de tiempo —le advirtió su abuelo con una sonrisa.

—Abuelo, esas son cosas de tu época —replicó ella, y añadió—. Es natural que me moleste. No solo rompió los soportes, también destrozó la puerta. Podemos poner una cortina por ahora, pero alguien tendrá que vigilar por las noches.

El anciano la observó mientras enumeraba los problemas y calculaba los gastos que implicarían las reparaciones. Sonrió con orgullo. Le recordaba a sus propios inicios, cuando él también cuidaba cada detalle del negocio y se preocupaba por mantenerlo en pie.

«Esta chica tiene un gran talento», pensó el herrero. «Tal vez estaría mejor en una herrería de la gran ciudad. Aquí, su potencial se desperdicia… Aunque por ahora, debería preocuparme por la puerta.»

Se acercó a su nieta para calmarla y le aseguró que se encargaría de reemplazar la puerta lo antes posible. Una cortina no era una solución ideal, y menos por la noche. Le comentó que iría a ver a un viejo amigo carpintero para conseguir una puerta nueva y unos clavos.

—Estoy de acuerdo con conseguir una puerta, pero no con que tú la instales —protestó Daphne—. Deberías dejar que el carpintero te ayude.

—Querida nieta, relájate. Es solo una puerta —respondió el anciano con una risita—. Sigo siendo fuerte, aunque parezca viejo. Ya sabes que los herreros tenemos fuerza de sobra.

Daphne suspiró. Sabía que no podría convencerlo. Finalmente aceptó, pero con una condición: si su abuelo se cansaba o no podía continuar, dejaría el trabajo y ella lo terminaría. El viejo herrero aceptó.

Un pensamiento inquietante cruzó la mente de la joven.

—Abuelo… la armadura que llevaba ese tipo… ¿no era de un bandido de las montañas?

—Ahora que lo mencionas, tienes razón —respondió el anciano, frunciendo el ceño—. No tenía la postura de un espadachín experto, pero se notaba que usaba seguido ese mandoble… además, su hoja tenía sangre fresca.

Daphne se quedó pensativa. Aquello no le daba buena espina, pero por ahora, debía seguir trabajando. Como medida temporal, colocaron una cortina donde antes estaba la puerta. Justo cuando Daphne estaba terminando de ajustarla desde una silla, una carroza se detuvo frente a la herrería. De ella descendió un hombre con porte noble y rostro de mediana edad.

El noble entró al local justo cuando Daphne bajaba de la silla.

—Disculpe el estado del local —dijo ella, acercándose—. Tuvimos un cliente… complicado.

—Ya veo —respondió el noble, observando el desorden—. Pero, ¿la armadura está en buen estado?

—Por supuesto —aseguró Daphne con una sonrisa—. ¡Abuelo, ha llegado el cliente!

El anciano apareció en la sala con una expresión cordial. Tras intercambiar unas palabras, le mostró al noble la armadura ensamblada. Este la inspeccionó detenidamente y, tras unos segundos, asintió con aprobación. Daphne se sintió inmensamente feliz. Era la primera armadura que forjaba junto a su abuelo.

—Entonces procederé a desarmarla para embalarla —dijo, acercándose para guardarla en una caja de madera.

Al terminar, el noble llamó a dos sirvientes, quienes cargaron la caja a la carroza. Luego entregó una generosa bolsa de monedas al herrero, quien agradeció la paga con una reverencia. Tras despedirse, el noble subió a la carroza y se marchó.

El anciano llevó la bolsa al interior y la dejó sobre una mesa. Daphne, que estaba limpiando el suelo, la vio y soltó un suspiro. Su abuelo había olvidado guardarla en la caja fuerte. Tomó la bolsa y bajó al sótano, donde se almacenaba el dinero.

—Listo. Ahora, a seguir trabajando —dijo mientras subía las escaleras de vuelta a la herrería. Una sonrisa se dibujó en su rostro. «Aunque el local esté destruido, seguiremos trabajando para levantarlo.»

Durante las siguientes horas, abuelo y nieta atendieron a varios clientes, en su mayoría aventureros de paso que necesitaban reparar o comprar armas. Algunos vendían sus armas viejas, las cuales Daphne restauraba o fundía para crear nuevas. Así transcurrió el día, hasta que, al caer la noche, decidieron cerrar.

El anciano, que ya había conseguido una nueva puerta, finalmente la instaló. Era muy parecida a la anterior.

—Ya está —dijo orgulloso, y miró a su nieta con una sonrisa—. ¿Ves? Todavía tengo fuerzas.

—Se nota —respondió ella, sonriendo también.

Entonces, el repique de la campana de alarma interrumpió la calma. Era la señal que los guardias daban cuando algo amenazante se aproximaba a la aldea. Daphne, preocupada, se acercó a los guardias que corrían hacia los muros y detuvo a uno para preguntar qué ocurría.

—Se ha divisado un grupo de bandidos —respondió el soldado con seriedad—. Cierren sus puertas y pónganles seguro. Son muchos, y no sabemos cuánto resistiremos.

Tras dar su advertencia, el guardia siguió a su pelotón. Daphne regresó apresurada y, junto a su abuelo, aseguró la puerta. Después, se dirigieron a una habitación especialmente preparada para estas situaciones, y la cerraron con llave.

La venganza del bandido (parte 2): Las últimas palabras.

La noche cayó sobre la aldea como un manto de sombras silenciosas. En la distancia, ocultos entre los árboles de una colina cercana, los bandidos aguardaban con paciencia. Llevaban días observando, estudiando la rutina de los aldeanos y la rotación de los guardias. Esta era la noche elegida.

Un silbido cortó el aire. La flecha se incrustó en el cuello de un centinela apostado en lo alto de la empalizada. El hombre apenas tuvo tiempo de gemir antes de desplomarse. Su compañero, al notar el cuerpo caer, corrió hacia la torre de vigilancia y divisó a los enemigos. De inmediato, hizo sonar la campana de alarma... pero fue su último acto. Una segunda flecha silbó por el aire, atravesándole el cráneo y silenciando su voz para siempre.

Desde su caballo, el jefe de los bandidos observó la escena con una sonrisa de conquista, como si se tratase de un general en medio de una campaña militar. Alzó la mano, y sus hombres se acercaron. Con una voz grave y cruel, proclamó:

—¡Matad a todos los aldeanos! ¡Quemad cada casa y tomad cuanto deseéis!

Los bandidos, alborozados, rugieron con júbilo antes de lanzarse en estampida hacia la aldea dormida.

—¡Funcionó! —exclamé con alegría al ver a mi abuelo reparar la puerta de la herrería—. A veces olvido lo fuerte que aún es.

Pero la alegría se esfumó de inmediato. El sonido de la campana de alerta retumbó por toda la aldea.

Era una advertencia temida. Esa campana rara vez se hacía sonar. Las últimas veces fue por pequeñas incursiones que fueron fácilmente repelidas... o por la vez que un ejército fue avistado a lo lejos y decidió ignorarnos por la poca importancia del lugar.

Me asomé por la ventana. Varios guardias corrían hacia la muralla. El número de soldados me inquietó; no era una escaramuza común.

Bajé corriendo y pregunté a uno de los soldados qué estaba ocurriendo.

—Un ejército, o algo similar... quizás bandidos —me respondió con el rostro tenso—. ¡Vuelve a tu casa y refúgiate!

Mi abuelo, que escuchó todo desde el taller, se volvió hacia mí.

—Vamos al sótano. Prepara un arma, por si acaso.

Vi cómo se ceñía una espada recién forjada al cinturón. Luego, con respeto, tomó el pequeño altar de hierro con forma de yunque, dedicado a Sokar, el santo patrón de los herreros.

Subí apresurada a mi habitación. Tomé la daga que forjé hace meses, aunque aún era una pieza tosca, llena de curvas imperfectas y errores de aprendiz. No importaba. Era funcional. La guardé en mi bolso de cuero y regresé junto a mi abuelo.

Descendimos al sótano, nuestra vieja sala de refugio. Cerré con seguro la pesada puerta, y aguardamos. El caos en el exterior era cada vez más aterrador. Gritos, choques de espadas, el crepitar del fuego... Rogué en silencio a Sokar que no nos encontraran.

La puerta de la herrería fue derribada de un solo golpe. El jefe de los bandidos irrumpió con furia. Recorrió el lugar buscando algo que evidentemente deseaba, pero al no hallar la armadura que tanto codiciaba, frunció el ceño y descendió hacia el sótano.

Los pasos retumbaban cada vez más cerca. Mi abuelo me hizo una seña hacia la pared norte, luego se acercó y presionó una sección oculta. Con un suave crujido, se abrió una puerta trampa.

—Este pasadizo lleva a una antigua mina —susurró—. La construí hace años. Solía trabajar allí cuando el taller necesitaba silencio y materiales especiales.

—Abuelo... eres un genio —le respondí, con una mezcla de asombro y gratitud.

No tuvimos tiempo de más palabras. La puerta del sótano estalló. Un mandoble gigante la había partido en dos. El jefe bandido bajó las escaleras y nos encontró allí. Su rostro se deformó en una sonrisa perversa.

—No hay armadura... pero sus vidas serán suficiente pago.

Alzó su mandoble, y sus ojos se clavaron en mí.

Instintivamente, saqué mi daga. El bandido se rió.

—¿Con eso piensas enfrentarme?

Se lanzó hacia mí, pero mi abuelo se interpuso, su espada chocando con fuerza contra el mandoble.

—¡No la tocarás! —rugió el herrero, y lo empujó hacia atrás.

—Viejo, morirás igual. Solo cambiaré el orden —gruñó el atacante.

—¡Entonces empieza por mí!

La lucha estalló en ese sótano angosto. El mandoble y la espada cruzaban acero en una danza feroz. Mi abuelo, pese a su edad y su falta de entrenamiento como espadachín, se mantenía firme, impidiendo que el enemigo me alcanzara.

Los minutos se volvieron eternos. La batalla duró casi media hora. Pero al final, el enemigo encontró una abertura. El mandoble atravesó el costado del viejo herrero. El bandido sonrió... pero su gesto se desfiguró al notar la espada de mi abuelo hundida en su pecho.

—¿C-cómo...? —balbuceó, incrédulo, antes de desplomarse muerto.

Mi abuelo se sostuvo unos instantes más. Retiró su espada del cuerpo del enemigo y cayó de rodillas.

—¡Abuelo! —corrí hacia él, las lágrimas brotando de mis ojos—. ¡Aguanta, por favor!

—Podré... seguir un poco más —dijo con voz entrecortada—. Ayúdame... al pasadizo...

Lo cargué como pude, apoyándolo sobre mis hombros. Cerramos la puerta secreta tras de nosotros y entramos a la vieja mina.

Dentro, una luz tenue emanaba de las piedras mismas. No era como el fuego de una vela, pero bastaba para ver. Caminamos por un corredor largo hasta llegar a una cámara central. Allí, entre polvo y herramientas oxidadas, había un yunque, un horno, una forja olvidada... y una banca de madera.

—Llévame ahí, hija... —murmuró.

Lo senté con cuidado, y corrí a buscar algo para atender su herida, pero me detuvo con un gesto.

—No lo hagas... déjame descansar.

—¡No, abuelo! ¡Tú eres fuerte, tú puedes seguir! —grité, impotente.

—Ya no, Daphne... —sonrió débilmente—. Cada golpe que daba al metal dolía. Cada espada que levantaba con las tenazas me pesaba como una montaña... Ya no puedo más, pero quiero pasar estos últimos minutos contigo.

Me senté a su lado, tomando su mano. Las lágrimas fluían sin control.

Y así, en el corazón de una mina olvidada, mientras arriba la aldea ardía, un viejo herrero descansó por última vez.

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