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El Director Ejecutivo Y Su Joven Esposa.

El comienzo.

Así me imagino a Alva Beltran.

Hoy cumplo veinte años.

Me llamo Alva Beltrán, soy hija única y, a decir verdad, lo he tenido todo. Mis padres me han consentido a manos llenas desde que tengo memoria. En este momento, estoy en una estética, hojeando una revista mientras me arreglan el cabello.

Suspiro al ver a Santiago Rinaldi en una de las páginas centrales. Según dicen, hoy regresa del extranjero porque su abuela está enferma. Tiene treinta y ocho años, es uno de los solteros más codiciados del país y aún no se ha casado. Solo me gusta observarlo… leer cada nota que sale de él, seguir sus apariciones públicas.

"Qué suerte la de la mujer que logre ser su esposa", pienso mientras rozo la imagen con la yema de mis dedos.

A mi lado están mis dos mejores amigas, también arreglándose para esta noche. Paso la página y, como imaginé, aparece Patricio Linares. Otro soltero deseado por muchas, pero para mí es casi como un hermano. Amigo de la familia de toda la vida. También están René Castro, Mauricio Torres… y, entre ellos, el hermano menor de Santiago: joven, carismático, encantador, según lo que publican.

Mi padre apenas me deja salir, así que la mayoría de los rostros los conozco por revistas.

—Ya está listo tu peinado, Alva —dice la estilista.

Me miro al espejo y sonrío: me veo fabulosa. Pago con la tarjeta mientras mis amigas también se preparan para salir. Abordamos la limusina que me lleva de regreso a casa. En el camino, dejamos primero a Ana y a Lila. Nos despedimos entre risas y bromas.

Al llegar a casa, noto que el patio está decorado con luces colgantes y flores blancas. Gente entra y sale, organizando los últimos detalles.

—Alva, ya está tu vestido —me avisa mi nana, esperándome al pie de la escalera.

La abrazo antes de subir con ella. Al entrar a mi habitación, me detengo en seco: el vestido está colocado sobre un maniquí. Es de ensueño.

Mi nana me ayuda a ponerme las zapatillas mientras me acomoda el vestido.

—Qué hermosa está mi princesa —dice mi padre al entrar. Detrás de él, mi madre me mira emocionada.

—Pero aún te falta algo… —dice él, y me coloca una corona en la cabeza.

—Gracias, papá… es hermosa —le digo, viéndome en el espejo mientras lo abrazo. Luego abrazo a mamá también.

—Gracias por esta fiesta.

Salgo con ellos al jardín. Los invitados me rodean, me felicitan, y como siempre, elogian a mis padres por todo.

—Te dije que mejor nos fuéramos a una discoteca —me dice Ana, acercándose—. No sé por qué te gustan estas fiestas tan aburridas.

—No es que me gusten… lo hago por mis padres —le respondo.

—Lo sé, lo sé… perdóname. Estoy de mal humor porque mis papás me quitaron el carro.

—¿Y cómo están?

—Bien, en lo que cabe. Oye… ¿ya supiste que Santiago regresó hoy de su viaje?

—Algo así vi —digo, fingiendo indiferencia.

—¡Por favor! Si tienes tu cuarto lleno de revistas donde sale él. El fondo de pantalla de tu celular es una foto suya editada con una tuya. Sigues todas sus subastas, sus obras benéficas, ¡todo!

—Baja la voz… la gente va a pensar que estoy obsesionada.

—Es que estás obsesionada. No entiendo cómo te interesa alguien que te dobla la edad. Eres joven, hermosa, con dinero, ¡y muchos chicos te buscan! Ahí está Patricio, apenas diez años mayor que tú, y siempre viene a tu cumpleaños, año tras año.

—Santiago no me dobla la edad, solo son dieciocho años. Y el dinero no es mío, es de mis padres. A Patricio lo quiero… pero solo como un hermano.

—Pues hablando del rey de Roma…

Las puertas se abren y entra Patricio con una serenata. La gente aplaude y los flashes de las cámaras no tardan en dispararse.

—Para la princesa de esta casa —dice él, abrazándome.

—Gracias, Pato —le sonrío.

Después de saludar a mis padres, me toma de la mano.

—Me robo a la festejada un momento —dice entre risas. Caminamos hasta una mesa y comemos algunos bocadillos.

—Alva, sabes que te quiero mucho… y como cada año, te pregunto: ¿me darías una oportunidad?

—Sabes que te aprecio, pero como un hermano, nada más.

—Lo sé, pero… ¿no puedes intentar verme de otra forma?

—Lo siento, Pato… no puedo.

—¿Sigues obsesionada con Santiago?

—Eso no es de tu incumbencia.

—Claro que lo es. Estás tan enfocada en una persona que ni siquiera sabe que existes… y rechazas al que siempre ha estado aquí para ti.

—¿Y tú? Rechazas a otras mujeres de buenas familias y sigues con esto cada año. No somos tan diferentes.

La música se detiene. Me alejo en silencio. Patricio se despide de mis padres y se marcha. Lo veo irse con el corazón encogido.

—Alva, ya no me tortures. Vámonos de aquí. Te hace falta divertirte —dice Ana.

Me acerco a mis padres.

—¿No vino la abuela?

—Alva, no es tu abuela —me corrige mi padre con seriedad.

—Lo sé… pero le tomé mucho cariño.

—Si vas a salir, Jorge te acompañará —dice él, y asiento. Ya estoy acostumbrada.

Subo a cambiarme por ropa más casual. Salimos en mi auto, que conduce Ana. Jorge nos sigue en el vehículo de seguridad, como siempre.

Llegamos al club. Ana me señala algo emocionada.

—Ese es mi regalo para ti.

Sigo con la mirada hacia donde apunta… y mi corazón da un vuelco. Es Santiago. Está en el segundo piso, sentado en una mesa rodeado de otros hombres. Fuma con aire serio, elegante, distante. Como siempre.

—Averigüé dónde estaría y supe que te encantaría verlo —dice Ana, guiñándome un ojo.

—Desde esa mesa lo podrás observar perfectamente —agrega Lila.

Nos sentamos y lo observo desde lejos, sin que él se dé cuenta.

Sin duda, este ha sido el mejor regalo de cumpleaños.

El primer encuentro.

así me imagino a Santiago Rinaldi.

...NARRADO POR SANTIAGO...

Estoy con unos socios cerrando un trato. Se firman documentos, se estrechan manos, se ofrecen brindis, pero lo único que me interesa es que las cifras cuadren y que la tinta esté donde debe.

—El señor Beltrán está de fiesta —comenta uno de mis socios, haciendo una pausa para dar una calada a su cigarro.

Asiento sin mucho interés, soltando lentamente el humo del mío.

—Mandó una invitación… pero fue más por compromiso que por otra cosa —agrega.

—¿Y qué haces aquí? Deberías estar ahí —bromea otro.

—¿Soportando a una niña de papi? No me gusta desperdiciar mi tiempo.

—¿Cómo sigue tu abuela?

—No vine a hablar de mi vida privada —respondo con tono seco.

Mi hermano se levanta para pedir algo en la barra. Miro mi celular. Varias llamadas perdidas… todas de mi abuela.

Un grupo de mujeres entra al lugar y se acomodan en las piernas de algunos de los hombres de la mesa. Yo solo dejo que una me sirva una copa. Nada más.

—Tu abuela se hizo muy amiga de los Beltrán mientras estuviste fuera —comenta otro de los socios, mirándome con curiosidad.

—En lo que a mí respecta, es libre de llevarse con quien le dé la gana.

Mi hermano sonríe, como si supiera algo que yo no. Me levanto y estrecho la mano con los presentes. Él me sigue hacia la puerta trasera. Al salir, una jovencita choca conmigo.

—Lo siento —dice ella, bajando la mirada.

—Niña, a este club no se puede entrar siendo menor de edad —le espeta mi hermano.

Ella lo fulmina con la mirada.

—Soy una persona adulta, señor.

Trata de sonar firme, pero cuando me mira, su voz cambia. Hay algo… extraño en esa mirada. No sé qué, ni me importa.

Paso de largo.

—¿Se te hizo conocida? —pregunta mi hermano.

—No. Y siendo sincero, no me interesa.

Subo a mi carro, él apenas alcanza a entrar antes de que arranque. En poco tiempo llegamos a casa de mi abuela. Apenas bajamos, mi hermano resopla al ver a nuestros padres dentro.

—Lo que faltaba.

Subo las escaleras sin decir nada. Entro a la habitación y me congelo al verla. Mi abuela respira con ayuda de un tanque de oxígeno. Se ve débil, pero sus ojos siguen teniendo esa fuerza que siempre me impuso respeto.

—¿Cómo te fue en la fiesta? ¿Conociste a los Beltrán? ¿Verdad que son buenas personas? ¿Y qué tal Alva?

—No fui, abuela. Tenía un negocio que atender.

Ella se agita de inmediato, y yo me paso las manos por el cabello con frustración.

—Solo una cosa te pedí. Ni estando en mi lecho de muerte eres capaz de hacer algo por mí.

Tose. Me acerco y le tomo la mano.

—Está bien, abuela. Abriré un espacio en mi agenda. Iré a verlos.

—No solo a Leo. También a su esposa. Y a su hija.

—Como quieras. Descansa, ¿sí?

Bajo las escaleras. Mis padres me esperan al pie.

—¿Te vas a quedar? —pregunta mi madre.

—Sí.

No digo más. Me encierro en la habitación que tengo en esta casa. No enciendo las luces. Solo me quito el saco, los zapatos, y me dejo caer en la cama.

Mis padres me dejaron a cargo de mis abuelos cuando era niño. Se fueron de viaje como si tener un hijo les estorbara. Es a ellos, a mis abuelos, a quienes les debo todo. Estoy donde estoy por su educación, su carácter, su disciplina.

Me quedo dormido. La alarma del celular me despierta. Me ducho, me visto. Al salir, ahí están otra vez.

—¿No deberían estar en alguno de sus tantos viajes? —pregunto con frialdad.

—Mi madre está enferma. No pienso irme de aquí —dice mi madre, secándose las lágrimas.

—Si es por la herencia, pueden irse tranquilos. Pienso donarlo todo a gente que realmente lo necesite.

—No le hables así a tu madre —responde mi padre, alzando la voz.

Lo ignoro y me dirijo a la salida.

—Espero no verlos cuando regrese.

Subo a mi carro. Mi hermano vuelve a meterse antes de que cierre la puerta.

—Bájate. Regresa con nuestros padres.

—Ellos saben que trabajo contigo. Además, no quiero estar con ellos.

No discuto más. Manejo hasta la empresa de mi abuela. Al llegar, entrego las llaves para que estacionen mi carro. Camino directo a mi oficina.

—Consígueme el número de la familia Beltrán —le digo a mi secretaria.

Pero apenas unos minutos después, ella entra de nuevo.

—Señor, el señor Beltrán está aquí. Quiere hablar con usted.

—Hágalo pasar.

—Por aquí, señor Beltrán. El señor Santiago lo recibirá.

Entra con una mirada seria, imponente.

—Mandé la invitación. Es una falta de respeto que no pudiera avisar que tu abuela no asistiría.

—No creo que la fiesta se haya cancelado por eso.

—¿Dónde está tu abuela?

—No soy un empleado para que me hables como si tuvieras poder sobre mí.

—No lo eres, porque si lo fueras, hace mucho te hubiera despedido. Te recuerdo que tu abuela es mi socia. Tengo derecho a saber dónde está.

—Su socia es ella. No yo. Pregunte por ella con los empleados.

—Jamás permitiré que te acerques a mi familia. Díselo a tu abuela.

—No se preocupe. Con un padre como usted, ya me imagino cómo es el resto. Creen que todos están por debajo de ustedes. No me interesa tener ningún tipo de lazo.

—Qué bueno que te quede claro: estás muy por debajo de mi familia.

Se da media vuelta y sale.

"Pero qué mierda..."

Así que ese es el misterio que se trae mi abuela. Ella insistiendo en que son buenas personas... ¿y eso es lo que oculta?

El resto del día no logro concentrarme. Ese viejo arrogante me arruinó el ánimo. Recojo mis cosas para irme. Al bajar, algo llama mi atención: una vendedora de galletas está en recepción. Cuando me ve, se paraliza.

—¿Qué hace una vendedora de galletas dentro de la empresa? —le reclamo a la recepcionista.

—Disculpe, señor. No es una vendedora de galletas...

La ignoro. Observo bien a la joven. No tiene pinta de vendedora. Parece más bien una estudiante que se escapó de clases. Me mira con nerviosismo, como si me conociera… o como si temiera algo.

—No dejen entrar a cualquiera —digo con desdén antes de salir.

Subo al auto, pero mi mente no deja de girar. ¿Qué se trae mi abuela?

Al llegar a casa, subo directo a su habitación. Entro sin tocar, con el rostro tenso.

—Ahora sí, abuela. ¿Por qué ese viejo Beltrán me dijo que jamás dejaría que me acercara a su familia? Ni siquiera los conozco.

Ella se ríe. Una risa que me inquieta. Me mira con ternura, pero también con una chispa de verdad que he temido escuchar desde que volví.

—Siéntate, Santi…

Tengo que contarte algo.

El contrato.

***NARRADO POR SANTIAGO***

—Durante el tiempo que estuviste fuera… yo descuidé la empresa —dijo mi abuela, con la mirada baja—. Ya sabes, la depresión, la soledad… Todo se fue viniendo abajo. Beltrán me ofreció ayuda, y con lógica, acepté. Se volvió socio.

Asiento, cruzado de brazos, sin mucha paciencia.

—Ahora ambos tenemos el 50%. Firmamos un contrato: la empresa no se divide, no se vende, y debe mantenerse en pie durante 10 años. Ya pasaron ocho… solo faltan dos.

—¿Y qué? —digo, soltando un suspiro, irritado—. Si la situación es tan compleja, simplemente dásela. Regálasela. Te quitas ese problema de encima.

—¡No me faltes al respeto, niño! —responde firme, con esa mirada que me ponía en su sitio cuando tenía diez años—. Esa empresa era de tu abuelo, y jamás dejaré que se pierda así como así.

—Paga una multa, cancela el trato y ya está.

—No hay multa. No hay cláusula de salida. Si una de las partes rompe el contrato, la otra se queda con absolutamente todo.

—Qué brillante idea, abuela. Te vendiste en vida. ¿Cómo firmaste algo tan absurdo?

—Porque pensé que era lo mejor. Y aún lo creo. La empresa creció, se limpió de negocios sucios, se volvió más fuerte.

—Bien. Me haré cargo durante estos dos años que faltan. O díselo a mi hermano, seguro él...

—¡No! —me corta—. Tiene que ser tú. Con tu hermano al mando, la empresa quebraría en dos días. Es tu responsabilidad, Santiago.

—Ya está. No te preocupes, me haré cargo.

Pero sé que no ha terminado. Lo noto en su rostro, en la tensión de sus manos sobre la manta.

—Hay otra cosa que no te he dicho… por eso quería que vinieras —dice, y esta vez, su voz tiembla un poco.

—Abuela, deja de rodeos. Habla claro de una vez.

—¡Santiago! —me reprende con firmeza—. Cuida tu tono.

Suspiro, y más calmado, le digo:

—Está bien… ¿podés explicarte, por favor?

—Cuando firmamos con la aseguradora, nos exigieron que la empresa nunca cayera en manos externas. Querían una garantía absoluta. Nos dieron una opción B… por si algún día todo se volvía inestable.

—No hará falta. La empresa está estable, yo tomaré el control. No veo el problema.

—El problema es que la fecha final se acerca, y para cerrar el ciclo y liberar legalmente todo, nos exigen cumplir la última cláusula del contrato. Si no se cumple, automáticamente todo pasa a nombre de Beltrán.

—¿Cuál es esa cláusula?

—Una formalización de que la alianza entre ambas partes fue auténtica, familiar, de respaldo mutuo. No un fraude o una maniobra evasiva. Para eso… piden un acta de matrimonio.

Me congelo. Parpadeo. Me echo a reír con incredulidad.

—¿Qué dijiste?

—Una boda, Santi. Un matrimonio simbólico entre ambas familias, válido por los dos años que restan. Después de eso, la empresa puede disolverse o dividirse, como tú quieras.

—¿Estás escuchándote? ¿Una boda? ¿Con quién, exactamente? Porque según lo que me gritó el viejo Beltrán esta mañana, no permitiría que me acercara a su familia ni un centímetro.

—Él aceptó el trato. Pero ella se negó.

—Entonces ya está. No cumplieron. Tú ganas, ¿no?

—No, Santiago. Si alguna de las dos partes se rehúsa a cumplir, la otra lo pierde todo. Así está redactado. Como medida de presión.

—Dios mío, abuela… ¿Cómo firmaste algo así sin consultar a un abogado?

—Lo hice por desesperación, por salvar el legado de tu abuelo. No me quiero morir sabiendo que todo lo que él construyó se perdió por una cláusula.

—¿Y qué esperas de mí?

—Que tomes el lugar que te corresponde… y que firmes ese matrimonio de dos años. Solo es un convenio. No necesitas amarla, ni vivir con ella, ni nada más. Solo es legal.

—¿Quién es?

—Alva Beltrán.

Me quedo en silencio.

La niña de la fiesta. La que se me quedó mirando como si me conociera. La misma que chocó conmigo en el club. La vendedora de galletas en mi empresa.

Mis ojos se entrecierran. Ahora todo tiene sentido.

—¿Sabes cuántos años tiene, abuela?

—Veinte. Es adulta. Y está dispuesta.

—¿Y qué gano yo con esto?

—Salvar lo que te pertenece… y cumplir la última voluntad de tu abuelo. Te prometo que después de esos dos años, harás lo que quieras con tu parte.

La miro, su respiración agitada, los ojos brillando. No sé si por fe, culpa o miedo.

Y por primera vez en mucho tiempo… no sé qué responder.

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