El aire olía a ceniza.
Y a carne. A miedo… y a algo más antiguo.
Nyra jadeaba mientras se abría paso entre los restos humeantes del jardín real. Su cuerpo estaba cubierto de barro seco, sangre y humo, pero seguía viva. Contra toda lógica. Contra los dioses.
La ciudadela ardía a sus espaldas, las torres caídas como cadáveres y el estandarte de su casa —el ciervo negro sobre oro— devorado por las llamas. Había oído las historias de los clanes salvajes. De los lobos. De lo que hacían cuando conquistaban un reino. No dejaban nada. Solo gemidos… y huesos.
Pero ella no se iba a dejar atrapar
Se ocultó tras un muro derrumbado, con las manos temblorosas y las piernas entumecidas por la carrera. El vestido ceremonial colgaba hecho jirones. El corpiño abierto. Las enaguas empapadas. Le ardía la garganta de tanto correr. Las rodillas le sangraban. Pero apretó los dientes.
El silencio la envolvió. Hasta que no fue silencio.
—Vaya, vaya… —ronroneó una voz detrás de ella.
No llegó a girarse.
Un brazo fuerte la atrapó por la cintura y la levantó como a una muñeca. Gritó, pataleó, pero no sirvió de nada. El lobo que la había encontrado era joven, fuerte, y olía a tierra húmeda y deseo.
—La bastarda real —dijo con una sonrisa ladina, arrastrándola como un trofeo—. Mírate, preciosa. Aún caliente.
Él se llamaba Khael. Nyra lo sabría después, cuando la manada murmurara su nombre con asco. Pero en ese momento, solo era el lobo que la llevó a su humillación.
El claro del campamento se abrió frente a ellos. Decenas de guerreros desnudos o semidesnudos comían, reían, afilaban cuchillos. El aire estaba cargado de sexo, sangre y humo. Las hogueras crepitaban como bocas hambrientas. Las pieles colgaban de las ramas. El suelo era barro y ceniza.
Khael la arrojó al suelo de tierra.
—¡Mirad lo que encontré! —gritó—. La flor de la Casa Veyra. Entera. Tierna. Lista para sangrar.
Nyra intentó levantarse, pero él ya estaba sobre ella. La inmovilizó con una rodilla, sonriendo con todos los dientes. Y entonces, rasgó el vestido con ambas manos, dejando al descubierto sus pechos, su vientre, el inicio de su entrepierna.
La tela cayó como una piel muerta. El aire la acarició. Su cuerpo reaccionó con una mezcla de terror y vergüenza… y algo más.
Un calor que no quería reconocer. Su pezón se endureció. El muslo vibró. Y la humedad entre sus piernas no era del todo sangre.
—Mira cómo tiembla —se burló Khael, pasándole los dedos por el vientre—. ¿Tienes miedo, princesa? ¿O te gusta que te miren?
Los hombres empezaron a acercarse. Uno silbó. Otro murmuró “luna nueva”.
Alguien dijo: “Déjanos probarla antes de que la reclamen”.
Nyra apretó los labios, intentando no llorar. Quería gritar, pero no lo haría. No les daría ese placer.
Y entonces, el círculo se abrió. Como si el aire se partiera en dos.
Varkhan.
Llegó sin anunciarse. No llevaba armadura. Solo unos pantalones de cuero abiertos por los lados. Su torso era un mapa de cicatrices y fuerza. Su rostro, una máscara de piedra. Pero sus ojos… eran fuego líquido. Un dorado quemante, animal, hipnótico.
Khael se levantó de inmediato, aún con la mano en el muslo de Nyra.
—Alfa. La encontré. Estaba escondida entre las ruinas. Es la bastarda. Nadie más tiene esa marca —señaló el hombro de ella, donde el escudo de la casa Veyra aún brillaba tatuado en la piel blanca.
Varkhan no respondió. Se detuvo frente a ellos. Sus ojos bajaron.
Y la vio.
Nyra, medio desnuda, con la melena roja cayendo enmarañada, los labios entreabiertos, el pecho subiendo y bajando con dificultad, el barro cubriéndole los muslos…
Y entonces, lo sintió.
Una punzada. En el centro del pecho. Un rugido. Interno. Bestial. Instintivo.
La bestia que llevaba dentro se revolvió, empujando su columna, su sangre, su sexo. “Es ella”.
Varkhan no lo esperaba. No lo entendía. Pero su cuerpo sí.
—Aparta —dijo con voz baja al lobo que seguía sobre Nyra.
Khael no lo hizo. Seguía sonriendo, creyendo tener algún derecho sobre ella.
—Puedo hacerla hablar si quieres. Está caliente. Puedo olerlo.
Y entonces, Varkhan vio la mano aún sobre el muslo de Nyra.
El mundo se congeló.
Y luego, estalló.
Con un solo movimiento, Varkhan agarró a Khael del cuello y lo estampó contra el suelo con tal violencia que sonó el crujido del hueso. No esperó a que respirara: le cruzó la cara con el dorso de la mano, y luego lo pateó en las costillas.
—No se toca lo que no se entiende —gruñó.
—¡Alfa! Yo solo—
Otra patada.
Varkhan se volvió hacia la manada.
—Miradla una vez más —su voz fue un trueno— y os arranco los ojos con las uñas.
Todos bajaron la vista. Nadie se atrevió a respirar.
Entonces, se arrodilló junto a ella. Y por primera vez, la tocó. Le rozó la mejilla con los dedos. Luego el cuello. Luego bajó. Hasta el centro del pecho. La piel ardía. Ambos lo sintieron.
Su mano tembló. La de ella también.
—Serás mi luna
Ella tragó saliva. Los labios resecos.
—No lo seré
—Oh, claro que sí - dijo él con una sonrisa irónica.
La acarició una vez más, esta vez sobre el bajo vientre. Y algo… cambió.
La Marca apareció. Una runa antigua, enroscada en su piel, invisible hasta ese instante, comenzó a latir bajo sus dedos. Como una promesa. Como una maldición.
Varkhan la apartó como si se hubiera quemado. Se puso de pie. Y temblaba.
—Es… —murmuró.
Pero no dijo lo que era. No podía.
—Llevadla al templo —ordenó.
Nadie se atrevió a tocarla.
—Yo lo haré —añadió, y la tomó en brazos.
Nyra no protestó. No podía. Su cuerpo estaba encendido. Entre sus piernas, un calor denso, imposible de negar. Un hambre distinta. Peligrosa.
Ella no entendía lo que era. Solo sabía que, cuando sus ojos se encontraron por última vez esa noche…no estaba viendo a su captor. Estaba viendo a su destino.
Y lo deseaba más que a la libertad.
El techo era de piedra negra. Alta, redonda, húmeda. Parecía más una prisión que un templo.
Nyra abrió los ojos con dificultad. Sentía los párpados pegajosos, la garganta seca, la piel perlada de sudor. El aire estaba cargado de humo y algo más: tierra, sudor y hierro. Bajo su espalda, un lecho de pieles ásperas. Bajo ellas, piedra caliente. Su cuerpo entero ardía. Algo latía entre sus piernas, trepaba por su estómago y le cosquilleaba el pecho desde dentro.
Deseo. Magia. Ambas cosas.
Se incorporó con esfuerzo. El cuerpo le dolía, pero no como después de una batalla. Era como si cada fibra quisiera moverse sola, como si su piel recordara manos que no estaban allí. Garras. Lenguas. Aliento.
Estaba sola. Pero no del todo.
El lugar era circular, sin ventanas, iluminado apenas por antorchas encajadas en la roca. En el centro, un cuenco con agua, una vasija de barro… y su vestido rasgado, cuidadosamente doblado sobre una losa. Demasiado cuidado para alguien que era prisionera.
Recordó los brazos que la habían llevado hasta allí. El olor a bosque profundo. El calor de su pecho.
Varkhan.
Y su cuerpo, de inmediato, reaccionó. Se tensó. Se humedeció.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la roca templada.
Entonces llegaron las imágenes.
No eran sueños.
Eran fragmentos.
Destellos.
Ella, desnuda, tumbada sobre una piedra ritual. Las caderas abiertas, la espalda arqueada. Una sombra —hombre, bestia, algo entre ambos— jadeando entre sus muslos. Sus labios abiertos. Su garganta rota de placer. Tenía las piernas abiertas y las caricias en su intimidad no le permitían pensar. Y cuando explotó de placer, la boca del desconocido subió hasta su cuello y entonces ocurrió, el dolor. El grito. El colmillo que mordía su cuello… como un pacto.
Se tocó los labios. Seguían entreabiertos. No era solo deseo. Era un recuerdo. De algo que nunca había vivido.
Se sentó y bajó la vista. Su piel estaba cubierta de pequeñas líneas blancas, talladas como raíces en carne viva. Marcas que no estaban antes. Marcas que no sangraban… pero latían. Como runas.
Las tocó. Se estremeció.
—¿Qué me estás haciendo…? —murmuró.
Pero la pregunta no era para él. Era para algo. Para ella. Para la parte de sí misma que se despertaba en la oscuridad, húmeda y feroz.
Se arrastró hasta el cuenco de agua y miró su reflejo. Su rostro estaba pálido, pero sus ojos…
Verde esmeralda.
Como los de su madre en los retratos prohibidos.
Como los de las brujas quemadas por la Iglesia de la Espina.
—Esto no es mío… —susurró, retrocediendo.
Pero lo era.
La puerta de piedra crujió. Nyra se cubrió instintivamente con la piel más cercana.
El olor llegó antes que él. Almizcle. Pino. Sangre seca. Varkhan.
Entró en silencio. Sin anunciarse. Descalzo, con una camisa oscura suelta, el cabello despeinado. Sus ojos dorados se clavaron en ella como cuchillos que no sangraban, pero sí desgarraban.
—Has dormido casi un día.
—¿Eso hacen con sus presas? ¿Dejarlas aquí hasta que se ablanden?
Él no respondió. Dio un paso más. Ella no retrocedió. No esta vez.
—¿Qué me has hecho?
—Nada. Lo que pasa en ti no viene de mí.
Se agachó. Las antorchas crepitaron a sus espaldas.
—¿Sabes qué eres?
—Soy Nyra de la casa Veyra.
—Eso no es una respuesta. Eso es… una excusa.
Ella apretó los dientes. Lo odiaba. Y lo deseaba. Porque su cuerpo seguía respondiendo. Las runas vibraban. Sus pezones se endurecieron bajo la manta. Y cuando él estiró la mano sin tocarla, el aire entre ellos se volvió más denso que el humo.
—Cuando te vi… sentí el vínculo. Lo reconozco. Pero no lo quería.
—Yo tampoco.
Y, sin embargo, sus cuerpos se inclinaban el uno hacia el otro.
Como si algo en sus huesos supiera lo que sus bocas negaban.
—¿Lo sientes también, verdad? —murmuró él.
Ella tragó saliva. Bajó la mirada. Pero asintió.
Un silencio cargado de electricidad se extendió entre ambos. Varkhan se acercó un poco más. Rozó su mejilla. Ella no se apartó.
Y cuando su dedo llegó a su clavícula…la antorcha estalló.
Una llamarada se alzó con un rugido.
Ambos se separaron bruscamente. El fuego crepitó. Los ojos de Varkhan se dilataron. Los de Nyra ardían.
—¿Qué…? —jadeó ella.
Pero él no dijo nada. Se volvió y se marchó. No corriendo. Pero casi.
***
Horas después, una mujer entró en el templo. Joven, morena, con el cabello trenzado hasta la cintura y una cicatriz en la mejilla. Llevaba una bandeja de barro con pan duro, carne fría y una copa de agua. No habló hasta dejarlo todo en el suelo.
—Soy Mairen —dijo, sin mirarla—. Guardiana de los templos de piedra. He cuidado de los cuerpos antes que del tuyo.
Nyra no contestó. La observó, aún envuelta en la piel, los muslos marcados.
—¿Qué me está pasando?
Mairen la miró con una mezcla de temor y respeto.
—Estás despertando. Y no eres solo la luna del Alfa.
Nyra entrecerró los ojos.
—¿Entonces qué soy?
—No lo sabemos. Pero debes de ser heredera de una sangre que se creía extinguida.
***
Esa noche, en otro punto del bosque, un hombre se acercó al santuario abandonado del sur. Iba montado a caballo, con una capa bordada en plata y una daga ceremonial en la bota.
Sus ojos eran azules. Su sonrisa, fina. Su nombre, olvidado por muchos. Pero Nyra sí lo recordaría.
Cassian. Su medio hermano.
—¿Está viva? —preguntó al emisario.
—Sí.
Cassian asintió.
—Entonces aún puedo recuperarla.
Antes de que él la corrompa.
Antes de que me la quite.
Y sus ojos brillaron con una intensidad que no era del todo humana.
El silencio del templo era engañoso.
Parecía contener el mundo entero… o su final.
Nyra se revolvía entre las pieles sin poder dormir. La fiebre no había bajado. Había empeorado. Se le aferraba al cuerpo como un segundo pulso. Cada vez que cerraba los ojos, veía imágenes que no entendía: una lengua, unos dedos, un cuerpo que no era del todo humano hundiéndose en el suyo con hambre ritual. Y lo peor… era que su cuerpo respondía.
No sabía cuándo había empezado a tocarse. Solo sabía que, cuando deslizó la mano bajo la manta, el ardor se hizo más real. Sus dedos bajaron entre sus piernas, al centro palpitante de ese fuego que no la dejaba pensar.
Era húmedo.Tenso. Como si la carne misma hablara en un idioma antiguo. Soltó un suspiro tembloroso al rozarse. No había nadie, pero sentía que algo la miraba. Y, aun así, no paró. Los ojos cerrados. Las piernas separadas.
Los dedos rodeando ese lugar que latía como un corazón aparte.
Gimió. Bajo. Pero sincero.
Y en algún punto del bosque, Varkhan abrió los ojos de golpe. Gruñó. El vínculo se encendía como una llama encajada bajo su piel. La deseaba. Pero más allá de eso: la sentía.
Cuando Nyra terminó —no con un clímax explosivo, sino con un estremecimiento lento, casi doloroso—, sus dedos brillaban. Literalmente. Una luz dorada fluía desde las runas de su bajo vientre hasta la yema de los dedos. Se quedó inmóvil.
Jadeando. Temblando. Viva.
Se cubrió el pecho con la manta, no por pudor, sino por el temblor. Algo en ella había cambiado. Lo notaba en los huesos. En los latidos. La puerta de piedra se abrió un rato después. No entró un guerrero. Ni una amenaza.
Entró una mujer. La mujer alta, con trenzas negras que caían hasta la cintura volvió a entrar.
—Soy Mairen, ¿me recuerdas? —dijo, cerrando la puerta tras de sí—. Guardiana de los templos de piedra. Y de ti.
Nyra se incorporó lentamente, cubriéndose por instinto.
—¿De mí?
—Sí. No todas las lunas nacen preparadas. Algunas… necesitan despertar.
—No soy una luna —espetó ella, con más rabia que convicción.
Mairen se sentó frente a ella sin cambiar el gesto.
—¿Y entonces qué eres, Nyra Veyra?
No respondió. Porque no lo sabía. Porque cada vez que intentaba recordar quién era, el cuerpo le susurraba que estaba mintiendo. La guardiana sacó de su túnica un pequeño cuchillo curvo. No lo empuñó. Lo colocó sobre una piedra junto a un cuenco con una pasta oscura.
—Hay un linaje que duerme en tu sangre. Magia. Carne. Recuerdo. El cuerpo recuerda lo que la mente no alcanza. —La miró con una intensidad extraña—. Y tú has empezado a recordarlo… ¿verdad?
Nyra tragó saliva. Su piel ardía de vergüenza. Y deseo. Y algo nuevo: fuerza.
—No tengo poder.
—Sí lo tienes. Anoche, cuando te tocaste, encendiste una de las runas.
Esa —señaló su vientre—. Es la Marca de las Reinas. Solo reacciona al placer verdadero.
Nyra bajó la vista. La marca estaba allí, como un hilo de fuego dormido, latiendo bajo la piel. Real. Propia.
—¿Qué eres tú?
—La que enseña. La que protege a las que deben gobernar.
La última que vio nacer a una luna con sangre de bruja.
La puerta volvió a abrirse.
Y esta vez… fue él.
Varkhan.
De pie. Enorme. Con la respiración agitada, como si hubiera venido corriendo desde la otra punta del bosque. El pelo alborotado. Las manos cerradas en puños. Sus ojos dorados brillaban con intensidad salvaje.
—Fuera —ordenó a Mairen, sin mirarla.
La mujer no discutió. Se puso en pie, recogió su cuenco y su cuchillo, y salió en silencio.
Pero antes de cerrar la puerta, miró a Nyra con algo parecido a lástima.
—No le creas todo lo que diga. Ni le temas.
Y desapareció.
Nyra se quedó en el lecho, con la manta apretada sobre el pecho. Varkhan se acercó, paso a paso, como si su sola presencia bastara para llenar la estancia de peligro y deseo.
—¿Qué quieres?
Él la miró, y esa mirada era un incendio lento.
—No me provoques, Nyra.
—No lo estoy haciendo.
—Sí. Lo haces. Cuando respiras. Cuando tiemblas. Cuando te tocas.
Ella lo fulminó con la mirada.
—¿Estabas espiándome?
—No hace falta —gruñó, y se detuvo a un palmo de ella—.
Cuando te tocas… lo siento. Todo.
El rubor subió por el cuello de Nyra. Pero no dijo nada.
—Estamos vinculados. Lo sabes. No me mientas.
Siento tu placer en mi columna. En mi lengua. En mi sangre.
Ella tembló. No por miedo. Por la intensidad. Por el deseo que la devoraba.
Varkhan se inclinó sobre ella. Apoyó una rodilla en el borde del lecho.
Su voz bajó. Grave. Innegociable.
—Eres mi luna. Lo quieras o no.
—No soy tuya —susurró Nyra. Pero la manta resbaló de su hombro.
Él la tocó. Le acarició el cuello con dedos calientes. Luego bajó por el brazo. Por la curva de la cintura. Y sus labios, entonces, rozaron los suyos. Fue un beso duro, suave, cargado de siglos.
Ella respondió. Abrió la boca. Lo dejó entrar. Su mano llegó a sus muslos. La acarició como quien traza un mapa sagrado. Y justo cuando estuvo a punto de cruzar ese umbral...
Ella se tensó.
Varkhan se detuvo. Cerró los ojos.
—¿Es la primera vez?
Nyra no habló. Pero su cuerpo lo dijo todo.
Él apretó los dientes.
Se apoyó en su frente, jadeando.
—Te deseo. Como jamás he deseado nada. Pero no te tomaré aún. Quiero que me lo pidas. Quiero que me ardas.
Se separó. Dejó que la piel volviera a enfriarse. Que la manta subiera por su pecho como una barrera débil.
Y entonces lo dijo:
—Serás mi luna. Tanto si te gusta… como si no.
Porque yo no pienso dejarte marchar.
Antes de irse, la miró una última vez.
—Mañana, vendré por ti. Y no te resistirás.
Y se marchó. Nyra se quedó tendida. Temblando. Sabiendo que, tal vez…ya no quería resistirse.
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