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El Hijo Del Narco

La caída

Adrián vivía en un barrio cerrado, lejos de los peligros que acechaban a la mayoría de los habitantes de América Latina. En una casa de estilo neoclásico, rodeada de jardines impecables, compartía techo con sus padres y sus tres hermanos, quienes le brindaban todas las comodidades y lujos que el dinero podía comprar.

La vida parecía sonreírle. Alto, de piel blanca como la leche, ojos azules grandes y expresivos, dientes perfectos y un físico cuidado con esmero, a sus diecinueve años despertaba miradas de admiración… y también de envidia. Su aparente perfección ocultaba, sin embargo, una existencia frágil, sostenida sobre una fachada que cada día se volvía más pesada de sostener.

En la universidad, siempre impecablemente vestido, era el centro de atención. Sus compañeros se agrupaban a su alrededor, atraídos por su carisma natural. Pero tras esa imagen pulida, luchaba en silencio contra su mayor debilidad: las matemáticas. Por eso pasaba horas encerrado en la sala de estudio, un espacio acondicionado especialmente para él, donde podía concentrarse sin distracciones.

En casa, era el hijo favorito de Luz, su madre. Había heredado de ella no solo sus rasgos físicos, sino también su temperamento sensible. Ella lo veía como un reflejo de sí misma, aunque más refinado, más elegante —como si en Adrián se hubiera cumplido la versión de mujer que ella nunca creyó poder ser, a pesar de sus orígenes humildes y de los esfuerzos que hacía por encajar en ese mundo opulento.

Luz, una mujer atrapada en una vida que no elegió, solía usar a su hijo mayor como paño de lágrimas, como refugio en medio del caos de su matrimonio. Adrián, sin saberlo, cargaba con el peso de una tristeza ajena.

Alejado del bullicio, en una mesa de cristal, desplegaba sus libros —siempre del mismo tema, pero de distintos autores—, buscando múltiples perspectivas para dominar lo que estudiaba. Era meticuloso, sistemático. Sus notas, ordenadas y claras, reflejaban no solo su inteligencia, sino también su obsesión por el control.

Los empleados del hogar conocían bien sus hábitos.

—Buenos días, joven, ¿le sirvo más café?

Él negó con una sonrisa, sin levantar la vista. Luego, al mirarla, notó que cojeaba.

—No te preocupes por mí —dijo—. Pídele a mamá permiso para que veas lo de tu pierna, Martha.

Una noche, en una de esas fiestas ostentosas rodeado de aduladores, su padre dio unos golpes suaves a su copa de cristal y anunció con voz de juez:

—Este es mi hijo Chris, mi orgullo. Algún día, como primogénito, llevará este imperio sobre sus hombros. Es el único digno.

Su esposa, elegante y silenciosa, se acercó para darle un beso. Él, en cambio, le dio una palmada en el trasero y soltó, en voz alta:

—Escuchen todos, especialmente mi hijo: un hombre de verdad sabe cómo tratar a su mujer. Con firmeza, con posesión, con regalos. Así se hace feliz a una mujer. Hoy en día, la sociedad está emputeciendo a los chicos.

La mujer enrojeció, pero no dijo nada. Tenía miedo de él. Decidió callar, como siempre.

A Adrián, aquella escena le provocaba una mezcla de vergüenza y rabia. Le dolía ver cómo su padre humillaba a su madre, y aún más, que todos lo aceptaran como algo normal. Pero no podía hacer nada. Aún era joven, dependía económicamente de su padre, y su supervivencia dentro de ese mundo frágil dependía de mantener una máscara.

Y si su padre descubriera que era gay… No quería imaginarlo. Un miedo profundo, oscuro, se había instalado en su pecho, como una sombra que lo seguía sin descanso, robándole el aliento.

Su hermano Héctor lo odiaba con una envidia enfermiza. Segundo hijo, inteligente como él, pero sin la belleza deslumbrante de su madre ni el favor de su padre, quien lo trataba con desdén. En su mente, Héctor maquinaba cómo derribar a su hermano mayor, cómo hacerlo caer.

Y no estaba solo. Convocó a sus otros dos hermanos:

Marisol, que sí había heredado los rasgos de Luz, pero con un corazón frío y calculador. Narcisista, manipuladora, usaba su belleza como arma. Despreciaba a su madre, por sus humildes orígenes, a quien veía como una mancha en su mundo perfecto. Y a Adrián, como un recordatorio constante de todo lo que ella creía merecer, pero que el machismo del entorno le negaba.

Y Lucas, el menor: sensible, temeroso, atormentado. Asustado de quedarse solo, se unió a la conspiración de Héctor. No creía que nadie pudiera ayudarlo. Pensaba que, si no se alineaba con ellos, sería el próximo objetivo. Así que fingió lealtad.

No tuvieron que buscar mucho. Adrián tenía una pareja en secreto —oculta a su familia, pero no a sus compañeros de universidad—. Fue cuestión de tiempo que sus hermanos dieran con fotos comprometedoras en las redes sociales.

Un día, Adrián olvidó cerrar su computadora. Héctor, instigado por los demás, aprovechó para hurgar en sus archivos. Encontró mensajes íntimos, apasionados, entre Adrián y su pareja. Los copió y se los entregó a Lucas. Mientras tanto, Marisol entretenía a Cristóbal en los jardines, preguntándole con fingida inocencia sobre la facultad y sus aficiones.

Lucas mostró los mensajes a sus padres. El padre, ciego de ira, decidió expulsar a su hijo mayor como si fuera un animal repugnante. Olvidó sus logros, su inteligencia, el amor que alguna vez creyó sentir por él. No le importó cómo sobreviviría en la calle un chico que jamás había enfrentado el mundo real.

El día en que todo se desmoronó, el cielo estaba plomizo. Una lluvia fina y fría caía sin piedad. Adrián llegó con una sonrisa, pero al ver a sus padres en el salón, supo que algo andaba mal. Un presentimiento helado le atravesó el pecho. En sus rostros leyó el fin.

Le arrojaron los mensajes sobre la mesa. No podía negarlos.

—Deja de ser puto—le dijeron—, o te echamos de esta casa.

—No puedo —respondió.

—Entonces vete —sentenció su padre.

Desde la planta alta, sus hermanos observaban. Sonrieron. La caída del primogénito era su victoria.

Adrián suplicó. Rogó. Lloró. Pero no hubo piedad. Solo le permitieron salir con la ropa que llevaba, su tablet y su celular. Con una lágrima en el ojo, abandonó el que creía su refugio.

Llamó a su pareja una y otra vez. Nadie respondió. Sus hermanos ya la habían amenazado: si no lo dejaba, revelarían sus secretos a sus padres. Él, temeroso, lo abandonó.

Caminó sin rumbo, hasta que llegó a una plaza solitaria, perdida entre calles olvidadas. Se sentó con la cabeza gacha. Las lágrimas, gruesas y silenciosas, rodaron por sus mejillas. De pronto, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Un presentimiento atroz lo paralizó.

Cuatro hombres se acercaron bajo la cortina de lluvia, envueltos en sombras. Adrián, aferrándose a lo poco que le quedaba, apretó su tablet y su celular con fuerza. Los delincuentes sonrieron ante su resistencia inútil.

—Suelta eso, maricón —gritaron.

Pero él no cedió.

Le sujetaron del cabello, golpearon su rostro con saña, le patearon el estómago. Gritaban burlas, insultos. Hasta que, entre sangre y dolor, tuvo que soltarlo todo.

Cuando se fueron, él quedó allí, tendido en el suelo mojado, bajo una lluvia que no perdonaba. Sentía el sabor metálico de la sangre en los labios. Ya no esperaba nada. Ni siquiera un golpe final. El corazón se le había apagado.

El silencio regresó. Los criminales, satisfechos, se alejaron con pasos apresurados, temiendo ser descubiertos.

Entonces, una figura encorvada se acercó con cautela. Miró al joven herido, sintió compasión… pero dudó.

—¿Y si es un truco? —pensó—. ¿Y si solo finge para quitarme lo poco que tengo?

No supo qué hacer.

Traición y compasión

Una pobre anciana lo vio golpeado, llorando en silencio, y se compadeció de él. Lentamente, se acercó al joven, cuyo cuerpo temblaba bajo la lluvia fría.

—Buen día, muchacho —dijo con amabilidad—. No conviene que estés afuera. Veo que estás muy herido.

—Buen día —respondió él, con la voz quebrada por una melancolía profunda—. Le agradezco con todo el corazón, señora. Realmente no tengo a dónde ir.

—Ven conmigo —insistió la anciana—. Te daré aunque sea un cocido con leche. Es como un té hecho de una planta. Soy pobre y no tengo mucho que ofrecer, pero lo poco que tengo es tuyo.

Adrián se incorporó con dificultad, dejando escapar un quejido de dolor. Ella, encorvada por los años, avanzó con pasos lentos pero firmes hacia la casa donde vivía. Juntos, recorrieron el breve camino entre el camino de tierra y aquella vivienda humilde.

Llegaron a una casa sencilla, de techo cubierto por tejas enmohecidas, algunas rotas por el paso del tiempo. La anciana giró a su derecha, movió una roca y sacó la llave que guardaba debajo. La introdujo en la cerradura y abrió la puerta, que emitió un chirrido agudo y prolongado. Al entrar, Adrián notó recipientes de plástico y aluminio colocados estratégicamente: recogían el agua de lluvia que se filtraba por el techo viejo.

—Siéntate como si fuera tu casa —dijo la anciana, con esa voz dulce y arrulladora que suelen tener las mujeres solitarias y bondadosas.

—Gracias —respondió él—. Usted es muy amable. A pesar de que soy un desconocido, es la única que me ha tendido la mano.

Lo dijo más para sí que para ella, absorto en un dolor que iba mucho más allá del físico: el desgarro emocional de haber perdido todos sus vínculos familiares.

La anciana, encorvada como si el peso del tiempo mismo le doblara la espalda, se movía con lentitud, pero con una seguridad nacida de la costumbre. Reunió los ingredientes para preparar un desayuno sencillo. Cuando terminó, pidió al joven que le alcanzara una taza de lata, cuyo esmalte se había desgastado con los años. Las flores que antes adornaban su superficie ahora parecían manchas abstractas, como si fueran restos de una obra vanguardista olvidada.

Le sirvió el cocido. Él lo tomó con ambas manos, buscando el calor que emanaba del líquido. Tiritaba de frío y tenía hambre: había pasado la noche sin dormir, expuesto a la intemperie, con el cuerpo magullado por la paliza que recibió.

Ya no lloraba. Se había cansado. No le quedaban fuerzas. Todo su mundo se había derrumbado, y no veía forma de reconstruirlo. Solo sobrevivía. No sentía nada.

La anciana le ofreció ropa que pertenecía a su marido fallecido. Estaba doblada con cuidado, impregnada con el olor suave del jabón de coco.

—Necesitas descansar, hijo mío —le dijo mientras abría la puerta de una pequeña habitación y señalaba la cama—. Te dejé también toallas limpias. No vaya a ser que cojas una pulmonía.

Él la siguió en silencio, como si una parte de su ser ya no estuviera presente. Algo se había quebrado dentro de él. Ahora solo necesitaba sobrevivir, y en este mundo cruel, una anciana frágil era su único sostén.

Se arrojó sobre la cama. La oscuridad nubló su conciencia. Durmió doce horas seguidas. La anciana, inquieta, lo vigilaba. Temía que no despertara, que el agotamiento lo hubiera consumido por completo.

Cuando abrió los ojos, Adrián giró el rostro y la vio: dormitaba en una silla, con los ojos cerrados. Entre sus manos sostenía un papel amarillento, lleno de subrayados. Reconoció el texto: era la parábola del buen samaritano, donde un hombre ayuda a un desconocido herido. Entonces entendió: en esta historia, él era el hombre golpeado. Y la anciana, su samaritana. Una mujer cuyas creencias no se quedaban en la oración, sino que se manifestaban en actos concretos de compasión.

Le tocó suavemente el hombro. Ella se sobresaltó, despertando de golpe.

—Disculpe —dijo él con voz queda—. Ni siquiera le he preguntado su nombre. No suelo ser tan maleducado.

Había un dejo de vergüenza en sus palabras.

—No se preocupe —respondió ella con dulzura—. He visto su estado. No está en condiciones de cumplir con formalidades. Recé por usted. Me preocupó mucho.

Se incorporó lentamente y salió al exterior. El día estaba despejado. Un sol radiante asomaba entre los cerros de tres puntas, justo al este. No se había dado cuenta de lo lejos que había caminado. Absorto en su dolor, solo se había movido, sin medir la distancia.

La casa estaba rodeada de flores de colores vivos. Las colibríes saltaban de flor en flor, bebiendo néctar. La lluvia reciente había hecho brotar la vida: frágiles flores blancas con centros amarillos surgían espontáneamente del suelo. Las gallinas estiraban las alas hacia el sol, y las vacas se movían inquietas en el corral, anhelando pastar en el campo abierto. Aún debían ser ordeñadas, pero la anciana tardaba en cumplir con esa tarea.

Adrián notó que las hojas marchitas cubrían el patio tras la tormenta. Pidió prestada la escoba y comenzó a limpiar. Cuando terminó, ordenó y aseó la casa, con el beneplácito de la anciana. Necesitaba ocupar su mente. No podía enfrentar aún la realidad. Lo había perdido todo. Pensaba, en silencio, que si ese día moría, el mundo ni siquiera lo notaría.

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Mientras tanto, en la mansión, el padre salió a hacer gestiones. Los tres hermanos aprovecharon para organizar una gran fiesta: cervezas, asados, tortas. Celebraban haberse deshecho del hermano. Hasta habían dibujado una escena grotesca: Adrián abandonando la casa bajo la lluvia, empapado y derrotado.

—Brindo por mi hermanito —dijo uno, con tono burlón—. Ahora sabrá lo que significa trabajar para sobrevivir. Por fin libres. Ahora solo nos queda ser felices.

Los tres alzaron sus copas en señal de aprobación. Solo el hermano menor titubeó, una sombra de inquietud en sus ojos. Tal vez, en el futuro, a él le harían lo mismo. Pero por ahora, seguiría el juego.

Los días pasaron. Las fiestas se volvieron monótonas. Los hermanos regresaron a su rutina. Los empleados de la casa parecían más apagados de lo habitual.

El padre creía que su hijo regresaría, humillado, pidiendo perdón. Imaginaba que, al conocer la vida fuera de la comodidad, enderezaría su camino. Tal vez, incluso, podría heredar el imperio familiar.

Pero fue la madre quien primero sintió que algo no estaba bien. No había noticias del joven. Nada en redes sociales. Ninguna llamada, ningún mensaje. Como si hubiera desaparecido del mundo sin dejar rastro.

Esperaba que escribiera, que acusara, que pidiera ayuda. Pero solo hubo silencio. Y, aunque no quería admitirlo, comenzó a buscarlo: en páginas de desaparecidos, en foros, en cualquier lugar donde pudiera hallar una pista.

Ya no le importaba si las noticias eran malas. La incertidumbre la estaba matando.

Comenzó su lento declive. Se preguntaba qué podría haber hecho por su hijo. Cualquier madre conoce las inclinaciones de sus hijos, y ella ya lo sospechaba. Pero tenía miedo. Miedo de su marido. Y, en el fondo, le daba cierta razón: creía en los valores tradicionales que sus padres le inculcaron.

Empezó a beber más. Antes solo tomaba un trago ocasional. Ahora, el alcohol se descontrolaba. El muchacho había sido su apoyo emocional en aquella casa donde todos pensaban solo en sí mismos. Era su pañuelo de lágrimas. Y ahora ya no estaba.

Cuando el padre vio que su "esposa trofeo" ya no podía acompañarlo a fiestas por su evidente alcoholismo, comenzó a resentirla. La golpeó, diciendo que era una lección por su adicción. Ella solo sonrió. Su esperanza había muerto. El miedo ya no tenía poder sobre ella.

Entonces, redirigió su ira hacia sus otros hijos. El blanco directo fue Héctor, el hermano mayor.

—Escúchame, pendejo —le dijo—. Sé que quieres tomar el lugar de tu hermano en esta organización. Pero eres un cobarde, y no lo mereces.

—¿De qué hablas, papá? —respondió Héctor, fingiendo desconocimiento.

—¡Las pruebas contra tu hermano las obtuviste tú! Eres una rata traicionera. No es malo en este negocio, pero usaste a tu hermano menor para exponerlas, para evitarte represalias.

Lo dijo con una voz cargada de furia.

—¡Claro que no! —gritó Héctor—. ¡Lucas es un mentiroso!

—Eres un marica peor que tu hermano —escupió el padre—. A él tal vez le gustan los hombres, pero tú eres un cobarde. No tienes dignidad.

Dicho esto, lo empujó con violencia contra la pared, derribando un cuadro donde aparecía la familia reunida, sonriente, intacta.

Luego, llamó a su chofer.

—Consígueme la prostituta más cara de la región —ordenó—. Necesito una puta que sepa hacer su oficio.

El hombre asintió y partió. Contactó a un conocido presentador de televisión local, quien promocionaba a sus chicas a través de programas disfrazados de concursos o juegos triviales.

Como si la tierra lo hubiera tragado

La primera en notar que algo andaba mal fue su madre. No había rastro del joven: ni noticias, ni actividad en redes, ni mensajes, ni llamadas. Como si se lo hubiera tragado la tierra.

Esperaba que escribiera algo, que lanzara acusaciones o pidiera ayuda. Pero no. Solo silencio. Y aunque se negaba a admitirlo, comenzó a asaltarla una posibilidad que le helaba la sangre: que lo hubieran matado. Entonces empezó a buscar. Revisó cada página, cada foro, cada perfil. Cualquier cosa que pudiera decirle dónde estaba.

En ese momento, ya no le importaba si la noticia era buena o mala. La incertidumbre la devoraba.

Fue entonces cuando comenzó su lento derrumbe. Pensaba una y otra vez en lo que podría haber hecho, en las señales que ignoró. Cualquier madre conoce las inclinaciones de su hijo, y ella ya lo sospechaba. Pero tenía miedo. Como todos en esa casa, temía a su marido. Jamás se atrevió a contradecirlo. Además, en el fondo, le daba cierta razón: creía en los valores tradicionales, y su hijo no encajaba en ese molde.

Empezó a beber más. Antes tomaba de vez en cuando, con mesura. Ahora se emborrachaba cada noche. El muchacho había sido su sostén emocional en una casa donde todos pensaban solo en sí mismos. Era su pañuelo de lágrimas. Y ahora ya no estaba.

Cuando el hombre vio que su esposa trofeo ya no servía para exhibirla en las fiestas —con el alcoholismo evidente—, comenzó a resentirla. Empezó a golpearla, como si eso pudiera curar su adicción. Pero ella solo sonreía, desafiante. El miedo ya no lo tenía.

Entonces redirigió su ira hacia los otros hijos. Y el que recibió toda la furia fue Héctor, el hermano mayor.

—Escúchame, pendejo —dijo, con la cara encendida—. Sé que quieres ocupar el lugar de tu hermano en esta organización. Pero eres un cobarde. No lo mereces.

—¿De qué hablas, papá? —respondió, fingiendo desconocimiento.

—¡Tú entregaste las pruebas contra tu hermano! Eres una rata. En este negocio, la traición no es rara… pero la lealtad sí se valora. Nuestros socios no dudarían en hacernos lo mismo si ven cómo actuaste.

Hizo una pausa, observando el rostro de su hijo. Solo lo sospechaba… hasta que vio el miedo en sus ojos. Ya no tuvo dudas.

—Usaste a tu hermano menor para que cargara con todo. Te cubriste las espaldas. Lo dejaste caer —escupió con voz cargada de ira.

—¡Claro que no! Lucas es un mentiroso —gritó el joven.

—Eres peor que él. Él tal vez le gusten los hombres, pero tú eres un cobarde. Ni siquiera tienes dignidad.

Dicho esto, lo lanzó con fuerza contra la pared. Un cuadro cayó al suelo y se hizo añicos. En él, la familia entera sonreía, congelada en una mentira.

Luego, llamó a su chofer.

—Consígueme la prostituta más cara de la región. Necesito una ramera para sacarme esta basura de adentro.

El hombre no tardó. Fue a la ciudad y contactó a un conocido presentador de televisión local, que promocionaba a sus chicas en programas disfrazados de concursos o juegos absurdos.

Mientras tanto, Lucas, el hermano menor, era el que cargaba con la peor culpa. O quizás no era culpa, sino temor: el próximo en desaparecer podría ser él.

No dejaba de ver el rostro de su hermano: el miedo, la decepción. Cada vez que cerraba los ojos, revivía aquel día. En sus sueños, su hermano gritaba pidiendo ayuda. Se despertaba en mitad de la noche, empapado en sudor, y ya no podía volver a dormir.

Jugaba videojuegos, en un intento inútil por callar la conciencia. Se acostaba de nuevo, pero el sueño no llegaba.

A la mañana siguiente, decidió hablar con su madre. Ella, entre todos, era la única que podía estar preocupada. Tal vez tenía alguna noticia. Salió al jardín, conociendo su rutina. Y allí estaba, como siempre.

—¿Qué sabes de Adrián? —preguntó, con la esperanza de que su madre estuviera ayudándolo o preparando su regreso.

—No me vengas con eso, Lucas. Fuiste tú quien lo traicionó. Deberías haber pensado en eso antes.

—Tampoco tú hiciste nada por detener a papá. Eres tan culpable como yo —se defendió.

Hizo una pausa, luego bajó la voz.

—Pero necesito saber. No puede haber desaparecido así nomás.

Ella sollozó. Su voz temblaba, cargada de arrepentimiento.

—No quiero pensar lo peor… pero no hay rastro. Ni una sola conexión en redes. Como si nunca hubiera existido.

—Dime qué piensas —insistió el joven.

La mujer respondió sin convicción:

—Estará bien… Tal vez con la lluvia, se le descargaron las baterías… —Pero en el fondo ya creía lo peor. Ella no conocía los peligros que su hijo podía enfrentar ahí afuera.

—Si sabes algo, avísame —dijo Lucas, con la cabeza gacha—. No debimos actuar así. No se merecía esto.

Más tarde, el padre regresó. Había terminado sus negocios y se hundió en su sillón de madera. Estaba inquieto. La falta de noticias era una tortura. No podía haber desaparecido así.

Miró la calle serpenteante, roja de tierra mojada. Gente de todas las edades pasaba, pero ninguna era su hijo.

En su imaginación, era un padre amoroso, esperando a un hijo arrepentido. Soñaba con matar un buey, con una fiesta grande. Con el perdón.

Pero la realidad golpeaba sin piedad: no hubo llamadas, ni mensajes, ni rastros. Nada. Como si la tierra lo hubiera tragado.

Llamó a sus hombres. Los envió por el vecindario a buscar pistas. Pero llovió ese día, y nadie había prestado atención al exterior. No encontraron nada.

Furioso, amenazó con torturarlos a todos. Fue entonces cuando uno, más avispado, dijo:

—El muchacho tiene un iPhone. Podría rastrearse.

Tras varios días, lograron dar con el dispositivo. Lo habían vendido a bajo precio en un lugar conocido por comprar objetos robados.

Con las armas en la mano, interrogaron a los compradores. Subieron hasta los responsables. El jefe llegó personalmente, acompañado por sus secuaces, a una vivienda en ruinas.

Uno de los marginales los enfrentó, sin saber quiénes eran. El jefe sacó su pistola y le disparó en la pierna. Los demás, rodeados por hombres armados con fusiles, se asustaron. Intentaron huir, pero fueron capturados.

Los ataron a sillas. Les dieron golpes. Suplicaron por sus vidas. El jefe escupió al suelo, con el rostro encendido.

Quería saber dónde estaba su hijo. Lo máximo que obtuvieron fue el nombre de una plaza donde lo habían dejado, herido.

No los perdonó.

Les cubrieron la cara con bolsas negras. Los llevaron al sótano de la mansión. De ahí, al helicóptero. Y desde una altura extrema, los arrojaron a un río caudaloso.

Como eran criminales, nadie los buscó. Nadie los extrañó. Simplemente desaparecieron.

Los otros dos hermanos siguieron indiferentes. Aún no medían las consecuencias. Para ellos, solo era un estorbo menos.

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