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Las Sombras Del Rey

Ezran: Esto no es un maldito prólogo

Me llamo Ezran. Tengo un taller, cobro caro, y trabajo con cuchillas y cristales.

Algunos me llaman asesino. Otros, artesano. A mí me da igual cómo me digan, mientras me paguen y me dejen en paz.

Mato cuando hace falta, y hago broches encantados cuando no. No por amor al arte, sino porque alguien tiene que hacerlo bien. ¿Por qué yo? Porque soy mejor que la mayoría y no tengo tiempo para las tonterías morales que frenan a otros.

Me gustan los dulces. No los comparto.

¿Familia? Muerta.

¿Mentores? Uno. También muerto.

¿Compañía? Solo si no habla mucho.

¿Soy el asesino que desaparece en la noche o el tipo que construye bombas explosivas con forma de flor?

Buena suerte averiguándolo.

Lo único seguro es que trabajo solo. Siempre lo hice. Así es más fácil.

¿Un aprendiz? No, gracias. ¿Una amistad? Menos. ¿Un beso? Bueno… eso fue un accidente.

◈ Mes sexto, Año 5 del Rey Marcel Darios | Halvanor ◈

(Ezran, 26 años)

Cazar nobles no es tan difícil

◈ Mes sexto, Año 5 del Rey Marcel Darios | Halvanor ◈

(Ezran, 26 años)

Cazar nobles no es difícil. Todos creen que son intocables solo porque llevan ropa cara y huelen a perfumes demasiado fuertes. Pero bajo todo ese disfraz, siguen siendo solo humanos, igual de frágiles. Y hoy, uno de esos “intocables” estaba a un paso de dejar este mundo.

Lo seguí por callejones oscuros de Halvanor, manteniéndome a su sombra, invisible. Pobre hombre, ni siquiera se daba cuenta de que su destino estaba justo detrás de él. Otro de esos trabajos “limpios”, que no deja rastros ni preguntas. Al menos, no preguntas que me afecten a mí.

—¡Por favor! —fue lo único que alcanzó a decir antes de que mi daga encontrara su cuello. Fue rápido. Demasiado rápido para mi gusto. Siempre lo es.

Con el trabajo terminado, desaparecí entre las sombras como un fantasma. La parte fácil.

Regresé al taller, soltando las armas sobre la mesa de trabajo. La mayoría de la gente ve esas herramientas de muerte y piensa que ahí termina mi vida. Lo que no saben es que eso es solo la mitad de mi día. La otra mitad, la más tediosa, la paso como artesano de artefactos mágicos.

Me quité la capa, las botas, y fui directo a por lo más importante de la noche: ese pastel de frutas que había comprado esta tarde. Cuando uno se gana la vida como yo, los pequeños placeres se vuelven grandes victorias.

Mientras mordía el dulce, observé el broche que tenía que terminar. Algo pequeño, delicado. Bah, esas cosas no me gustan, pero trabajo es trabajo. El noble que lo había pedido pagaba bien, y su hija tendría un juguete bonito… aunque no sabría que también era un artefacto mágico.

Le di forma a la mariposa. Mientras el dulce se deshacía en mi boca, tallé las runas con precisión. El trabajo repetitivo tenía su encanto, aunque prefería un buen combate a martillar metal.

—Bueno, preciosa, ya casi estamos —le dije al broche, mientras colocaba los cristales en su lugar. La combinación de tres pequeños cristales haría que el broche fuera un artefacto para rastreo , para un noble paranoico.

Terminé el pastel antes de terminar el trabajo. Fruncí el ceño. Maldito pastel, ¿no podías durar un poco más?

Con un bufido, dejé el broche sobre la mesa y fui hacia la estantería donde descansaba mi artefacto de ave. Mire la hora, ya debería estar despierto así que envié un mensaje avisándole que el trabajo ya estaba hecho.

El día había sido tranquilo. Demasiado tranquilo. Miré al artefacto, una pequeña figura de metal que debería encenderse cuando hubiera trabajo.

—Vamos, pajarraco, dame algo. No puedes dejarme sin nada que hacer —le dije, sabiendo que no me respondería. Si hablara, quizá me preocuparía más de lo habitual.

Salí al mercado por la tarde, a entregar el broche. Cuando llegué, el cliente, un noble de mediana edad con el típico aire de superioridad, me recibió sin mucha emoción.

—Aquí tienes, lo que pediste —dije secamente, entregándole el broche.

El hombre lo inspeccionó con ojo crítico, mientras yo mantenía mis manos cruzadas, fingiendo paciencia.

—Espero que funcione como prometiste, artesano —me dijo, con ese tono que sugería que ya pensaba en reclamar.

—Funciona. Y si no, el error será suyo, no mío —respondí. Nunca fui bueno en esto de tratar con nobles. Pero bueno, la paga seguía siendo buena.

—Hmph —fue lo único que dijo antes de retirarse, ni una maldita palabra de agradecimiento. Supongo que pedir cortesía a estos tipos es como pedirle a una piedra que cante.

Regresé al taller, de nuevo al silencio, donde solo el suave chasquido del fuego en el forjador me hacía compañía. Me acerqué al ave de metal, esperando algo. Cualquier cosa.

—¿Qué pasa, pájaro? ¿Ese idiota no tiene más problemas que resolver? —me burlé.

Algunos días pasaron en la misma rutina. Forjar, vender, comer dulces… lo único que hacía interesante mi vida era el sonido del ave cuando se encendía. Y cuando por fin lo hizo, su brillo iluminó la pared, sus alas metálicas desplegándose para darme los nombres y los detalles de mi próximo objetivo.

—Vaya, al fin algo emocionante —murmuré, tomando mis dagas y preparándome. Lo primero sería conseguir información. Lo segundo… bueno, lo de siempre.

Había pasado dos noches siguiendo a mi nuevo objetivo. Dos noches observando cada paso que daba, cada gesto, cada oportunidad para acabar el trabajo sin dejar rastros. Hasta ahora, no era diferente a otros encargos. Pero esta noche, todo cambió.

El tipo no era como los otros nobles a los que me había enfrentado. No tenía ese aire de autosuficiencia ni el típico exceso de banquetes marcado en su vientre. No, este corría. Y maldita sea, corría rápido. Para ser sincero, fue un fastidio.

Me mantuve tras él, esquivando callejones oscuros y saltando obstáculos mientras lo acorralaba. Al menos esta vez había tenido que esforzarme un poco más de lo habitual. Sentía el sudor empezar a formarse en mi frente cuando finalmente vi mi oportunidad. Con un movimiento rápido, lancé la daga que cortó el aire y se hundió en su espalda.

El golpe fue limpio. El noble cayó al suelo como un saco de papas, sin dar ni un último aliento. Me acerqué para asegurarme de que estaba hecho, mi respiración aún agitada por la persecución. Me quité la capucha, disfrutando por un segundo el aire frío de la noche. Maldición, este sí me había hecho sudar.

Agachado junto al cuerpo, ya estaba a punto de recoger mi arma cuando algo inesperado me detuvo. Sentí una mirada sobre mí. Al voltear, me encontré con unos ojos verdes, asustados, que me miraban desde las sombras.

"Mierda", murmuré. Un crío, escondido en un rincón, que había visto todo.

El chico, al darse cuenta de que lo había descubierto, se lanzó a correr sin dudarlo. ¿De verdad? Otro que corre. Bufé con frustración mientras lo seguía, consciente de que no podía dejarlo ir.

No tardé en darle alcance. Un golpe certero fue suficiente para dejarlo inconsciente.

—Eso te pasa por meterte donde no te llaman —murmuré, sin esperar respuesta. El chico cayó al suelo de inmediato. Observé su cuerpo inerte, sopesando qué hacer. Podría largarme y olvidarme de él, pero el hecho de que había visto mi cara lo complicaba todo. No podía permitirlo.

Cansado lo cargué sobre mis hombros. Genial, ahora tenía un testigo inconsciente y una noche que se complicaba más de lo necesario. No había otra opción. Mi noche, que debería haber terminado, se volvía mucho más larga.

De vuelta en el taller, lo dejé caer sobre una de las camas vacías. No era un objetivo, no tenía razones para matarlo... pero tampoco podía dejarlo ir libre, no después de lo que había visto.

Intenté dormir, pero las imágenes de esos ojos verdes no me dejaban en paz. Me revolví en la cama, incapaz de sacármelo de la cabeza. La mañana llegó antes de que pudiera resolver qué demonios hacer con él.

Al amanecer, me levanté con los ojos pesados. Estaba decidido a resolver esto. Me dirigí a la habitación donde lo había dejado, y al abrir la puerta, lo primero que noté fue que el chico no estaba. Fruncí el ceño.

—¿En serio? —gruñí, frotándome el rostro.

Escaneé la habitación, buscando cualquier pista, y entonces lo vi. El muy listo había intentado esconderse debajo de la cama. Un esfuerzo decente, considerando su situación. Punto para él. Pero, claro, yo era más rápido.

Cuando salió disparado, lo intercepté antes de que pudiera dar dos pasos. Lo agarré del brazo, y el chico pataleó, intentando zafarse. Su grito fue sorprendentemente suave para alguien de su edad. Debía ser más joven de lo que parecía.

—No tan rápido, amigo —dije mientras lo arrastraba hacia una silla y lo empujaba hasta que se sentó. Se retorció un poco, pero no iba a ir a ningún lado.

Lo observé un momento, con los brazos cruzados. Aún no sabía qué hacer con él, pero algo estaba claro: no iba a hablar. Al menos, no sin un incentivo.

—Escucha —dije, intentando mantener la calma, aunque la paciencia nunca ha sido mi fuerte. Y menos cuando no he comido algo dulce desde ayer—. Te haré unas preguntas. Respóndelas, y quizás no tenga que hacerte desaparecer.

El chico me miraba con una mezcla de miedo y desafío, los ojos grandes y brillantes. No decía nada, claro.

—Bien. Empecemos fácil. ¿Nombre?

Nada.

—¿Edad?, ...¿padres?

Otra vez, nada. Apreté los dientes. Si no hablaba pronto, la poca paciencia que me quedaba se iba a evaporar.Suspiré, intentando mantener la calma. Con la mayor tranquilidad posible, me acerqué un poco más.

—Mira, tienes dos opciones. O hablas, o puedo asegurarme de que no vuelvas a ver otro amanecer. ¿Qué prefieres?

Eso pareció hacer que reaccionara. Finalmente, abrió la boca.

—Rowen —dijo, su voz temblorosa pero decidida—. Me llamo Rowen. Como mi padre.

—Muy bien, Rowen. ¿Y dónde está tu padre?

—Muerto —respondió, bajando la mirada.

Me quedé en silencio. La situación empezaba a complicarse.

—El murió debiéndoles a unos tipos —añadió rápidamente—Me buscan a mí para cobrarse lo que él no pudo pagar. Pero yo… te prometo que no diré nada. Puedo irme lejos. No haré ruido.

Lo observé. El chico temblaba, aunque intentaba mantener la compostura. No pude evitar sentir una pizca de respeto por él. Poca, pero algo.

—¿Irte lejos, eh? —dije, burlón. —¿Y a dónde piensas ir? ¿A otro agujero debajo de una cama?

Rowen me miró desafiante, aunque su cuerpo no dejaba de temblar. Suspiré. No podía dejarlo ir así como así, pero matarlo tampoco era una opción. No sería práctico ni necesario. Me pasé una mano por el pelo, buscando una solución.

—Bien, Rowen —dije finalmente, tras un largo silencio—. Dime, ¿qué sabes hacer?

Me miró con desconfianza, pero también con algo de confusión.

—¿Hacer? —repitió, como si nunca le hubieran hecho esa pregunta.

—Sí, hacer. Trabajar. ¿Tienes alguna habilidad útil o solo sabes esconderte?

El chico vaciló antes de responder.

—Ayudaba a mi padre en su tienda.

Suspiré. No era exactamente el aprendiz ideal, pero podía ser útil. Ya había tomado una decisión.

—Te propongo un trato —dije, alzando una ceja—. Te quedas aquí y me ayudas en el taller. Odio atender a la gente y alguien tiene que hacerlo. Si demuestras ser útil, podemos hablar de algo más. Tendrás comida, un techo... y te protegeré de los prestamistas, siempre y cuando te mantengas callado sobre lo que viste.

El chico me miraba como si no me creyera. No lo culpaba. Esta situación era rara para ambos.

—No tengo todo el día —añadí mientras sacaba una bolsa de dulces y se la tendía. —Toma.

Rowen observó los dulces como si fueran veneno, pero al final los aceptó. Yo ya había sacado un par para mí. Lo dulce siempre me ayudaba a pensar con más claridad. Mientras saboreaba el azúcar, sentí cómo la tensión en mis hombros se disolvía un poco.

—¿No tienes hambre? —pregunté, con la boca llena.

—Sí, pero... eso no es comida, es un dulce —respondió, vacilante.

Me encogí de hombros, divertido. No era lo mismo, claro, pero para mí servía igual. Me comí los suyos también, sin pensarlo dos veces.

—Bueno, Rowen —dije poniéndome de pie—. Si vas a quedarte, más vale que seas útil. La cocina está allá. Haz tu desayuno. Y haz uno para mí también. Después de todo esto, lo mínimo que puedes hacer es demostrar que no eres completamente inútil.

El chico se levantó lentamente, y aunque seguía desconfiando, obedeció. Cuando lo vi dirigirse hacia la cocina, me relajé un poco. Al fin, un poco de normalidad en medio de este caos.

El mocoso no apesta(tanto)

Sorprendentemente, el mocoso sabía cocinar. No es que yo fuera quisquilloso, pero no me había envenenado, y eso ya era suficiente. El desayuno fue mejor de lo esperado: huevos bien hechos, pan tostado, y un buen cafe. Me había preparado para el desastre, pero la cocina quedó impecable cuando terminó.

Además, no solo cocinaba; sabía mantener las cosas limpias. La tienda lucía mejor que nunca. Aunque no tenía idea de cómo manejar los artefactos, al menos era educado, o lo intentaba. Saludaba a los clientes con una sonrisa como si fuera lo más fácil del mundo, y para mi sorpresa, la mayoría terminó comprando más de lo que inicialmente habían planeado.

No estaba mal para un mocoso, pensé mientras lo observaba trabajar su magia con la clientela. No sabía nada de artefactos, pero vender lo que fabricaba no era algo que cualquiera lograra. Al parecer, tener a alguien que no te miraba como si fueras un asesino tenía sus ventajas.

Los días pasaron sin incidentes, y el artefacto de los encargos no se activó ni una vez. Normalmente, eso me habría puesto de mal humor, pero para mi sorpresa, no me molestaba tanto. Tener compañía en el taller no era tan terrible como había creído al principio. Claro, Rowen seguía siendo un crío torpe cuando se trataba del trabajo técnico, pero tenía que admitir que estaba haciendo más por el taller que yo. Cada día, el silencio habitual se llenaba de pequeños gestos que, de alguna manera, hacían que todo fuera más soportable.

Lancé una mirada al artefacto con forma de ave, que seguía inerte en su percha. Hoy tampoco habría trabajo, y aunque una parte de mí se sintió inquieta, otra parte disfrutaba de la tranquilidad inesperada.

Miré a Rowen, que acomodaba algunos artefactos en el mostrador con una precisión casi obsesiva. No pude evitar rodar los ojos.

—Eres un perfeccionista, ¿sabes? —le solté, seco. No era una crítica, solo una observación, pero mi tono siempre sonaba como si estuviera regañando a alguien.

—Solo quiero que todo esté en orden —respondió sin mirarme, ajustando un broche en la vitrina. —Los clientes notan esas cosas.

—No se fijan en eso —repliqué, cruzando los brazos.

—Quizás no lo dicen, pero lo notan —insistió.

No valía la pena discutir. Sabía que no iba a ganar, y tampoco me importaba tanto. Lo dejé con su perfeccionismo silencioso y volví a mi mesa de trabajo, pensando en los artefactos que debía fabricar antes de que llegara algún cliente con un pedido complicado.

Otro día sin encargos… pensé mientras jugaba con un pequeño artefacto en las manos. Pero, por primera vez en mucho tiempo, la falta de acción no me molestaba tanto.

El día terminó y el taller quedó en silencio. Rowen había terminado de organizar todo, y yo me dediqué a trabajar en un nuevo artefacto. Una daga pequeña, pero con magia de rastreo. Perfecta para alguien que podría estar en peligro, como el mocoso que ahora compartía mi espacio.

Terminé de ajustar la última runa en la empuñadura, asegurándome de que los cristales permitieran activarla con un simple toque. Con esa daga, Rowen podría llamarme si lo necesitaba. No importaba lo que intentara aparentar, no iba a dejar que los prestamistas lo encontraran.

Me acerqué a la mesa donde Rowen cenaba, colocando la daga frente a él.

—Para ti.

Rowen levantó la vista, sorprendido, y tomó la daga con cuidado.

—¿Qué…?

—Tiene un encantamiento de rastreo —lo interrumpí, sentándome frente a él. —Si estás en peligro, solo frota la empuñadura aquí —señalé las runas— y se activará. Yo tengo una similar. Con ella, podré ubicarte donde sea que estés.

Me miraba incrédulo, inspeccionando la daga con cuidado. Finalmente, esbozó una sonrisa, diferente a las que solía dirigir a los clientes. Esta era genuina, real.

Y entonces lo noté: los pequeños ojuelos que se le formaban cuando sonreía de verdad. Me di cuenta de que, aunque había sonreído muchas veces durante estos días, era la primera vez que lo hacía así conmigo. Me recordó a algo que no había sentido en años… a mi familia. A cómo solían sonreír mi madre y mi hermano, antes de que todo se derrumbara.

Mi mente vagó hacia recuerdos lejanos. A mi madre, a mi hermano. Ellos también solían sonreír así. Una sonrisa real, cálida. Pero esos recuerdos traían consigo otros, más oscuros. La última vez que los vi… cuando volví a casa con mi padre y encontramos la casa incendiada. Mi madre y mi hermano… atrapados dentro.

Sacudí la cabeza, alejando ese pensamiento antes de que se clavara más profundo. No era el momento de revivir ese pasado. Me levanté de la mesa, intentando dejar atrás la sensación que se había apoderado de mí.

—Úsala bien —le dije a Rowen, señalando la daga antes de girarme hacia mi habitación. —Mañana tenemos trabajo.

Me acosté, pero los recuerdos no me dejaron en paz. Pensar en mi familia siempre me dejaba con una sensación amarga. Sabía que Rowen no era mi hermano, ni nada parecido, pero una extraña sensación de responsabilidad por él empezaba a enraizarse. Tal vez era culpa, o simplemente la necesidad de proteger a alguien en este mundo podrido.

La mañana llegó demasiado rápido. Me levanté antes que el sol, repasando mentalmente la misión que tenía por delante. Era un trabajo más, uno de los tantos que había hecho. Solo debía ser discreto, y sobre todo, mantener a Rowen lejos del peligro.

Me deslicé fuera del taller en silencio, sin que Rowen lo notara. No quería que se enterara de lo que hacía . El trabajo resultó ser lo que esperaba: un noble prepotente, rodeado de guardias para intentar ocultar su debilidad. Nada fuera de lo normal, aunque la seguridad fue más tediosa de lo usual. Tuve que dejar un par de ellos fuera de combate, lo justo para que recordaran mis golpes durante semanas, pero sin necesidad de matar a ninguno. Mi objetivo era otro, y cuando lo encontré, no me llevó mucho tiempo cumplir con el encargo.

Sin embargo, uno de los guardias me alcanzó con una daga en la espalda antes de que pudiera irme. El corte no fue profundo, pero lo suficientemente molesto como para maldecir todo el camino de vuelta al taller.

Cuando llegué, intenté hacer el menor ruido posible. No quería que el mocoso se despertara. Pero al abrir la puerta, lo encontré sentado en la cocina, esperándome con los brazos cruzados. Su mirada sería , pero no dijo nada. En lugar de preguntar, fue directo a buscar vendas y agua.

—Come —fue lo único que dijo al dejar un plato de comida ligera frente a mí. Nada dulce, por supuesto, solo algo para llenarme el estómago. Yo hubiera preferido alguna de mis golosinas, pero Rowen tenía esa mirada que decía “come esto o te lo meto a la fuerza”.

Resignado, suspiré y me quité la camisa manchada de sangre. Sentí el alivio del aire frío en la herida mientras me dejaba caer en el banco. Mientras comía, Rowen se acercó en silencio y comenzó a curarme con la misma destreza que había demostrado en otras tareas. No pregunté cómo sabía hacerlo, pero era obvio que había tenido más experiencia de la que debería para su edad.

—¿Vas a quedarte callado todo el tiempo? —gruñí entre bocados.

—Tú me dijiste que hablara solo si tenía algo útil que decir —respondió con suavidad, pero con un toque de ironía. Su rostro seguía concentrado en la herida.

Rodé los ojos, pero no discutí. A veces el silencio era mejor, sobre todo mientras comía.

Cuando terminé, él ya había terminado de vendarme. Se levantó, recogió los platos y empezó a limpiarlos con la misma eficiencia de siempre. Mientras lo hacía, me miró de reojo.

—Aquí —dijo, extendiéndome uno de mis dulces favoritos.

Sorprendido, lo tomé sin decir nada. Ese pequeño gesto me descolocó más de lo que habría esperado. ¿Cuándo fue la última vez que alguien me cuidó así? ¿Que alguien se asegurara de que comiera algo decente antes de darme un dulce para terminar el día? La respuesta estaba enterrada en recuerdos que prefería no desenterrar.

—Anda, vete a dormir —dijo Rowen, dándome una palmadita en el hombro. —Yo limpio esto.

Me quedé un momento ahí, observándolo mientras recogía todo. No era común que alguien se preocupara por mí, no desde hacía mucho tiempo. Tal vez por eso me resultaba difícil aceptar que este mocoso estuviera aquí, haciendo precisamente eso. Era raro, incómodo incluso, que alguien se encargara de cuidarme.

Con el dulce en la boca, me levanté y fui a mi cuarto, la herida en la espalda olvidada por un momento. Tal vez tener compañía no era tan terrible después de todo, aunque aún no lo admitiría en voz alta.

Los días comenzaron a adoptar una especie de rutina extraña. Cada mañana me encontraba con la cocina limpia y un desayuno sencillo esperándome. No era gran cosa, pero lo suficiente para empezar el día. Rowen no entendía mucho sobre los artefactos que hacía, pero sabía manejar las gemas y cristales con una precisión sorprendente. Sus manos eran ágiles, y sabía exactamente cómo cortar y pulir cada pieza.

—Esto no parece encajar —dijo un día, mientras examinaba una pequeña esmeralda.

—Claro que encaja, solo que no en ese artefacto —respondí, sin levantar la vista del broche que tallaba.

Él frunció el ceño, claramente ofendido, pero dejó la esmeralda a un lado y siguió trabajando. Tenía buen instinto, y aunque no supiera mucho de magia, hacía bien su parte.

En la tienda, por otro lado, era imbatible. A diferencia de mí, sabía sonreír a los clientes y persuadirlos para que compraran más de lo que necesitaban. Yo prefería mantenerme al margen, evitando el contacto con gente que veía mis artefactos solo como adornos bonitos. Pero Rowen sabía cómo jugar el juego, lo veía cada vez que despachaba a alguien con una sonrisa en los labios. Una vez, una señora vino buscando un broche y salió con un pedido especial para una daga decorada, "por si acaso", como le dijo él. Si su vida hubiera sido diferente, probablemente habría sido un buen mercader.

Con el tiempo, la tienda y el taller empezaron a fluir de manera natural. Yo me encargaba de los encargos más complicados, mientras él atendía a los clientes y pulía las gemas. De algún modo, también se encargaba de mí. Se aseguraba de que comiera, de que no me saltara las comidas, y siempre dejaba algún dulce en mi mesa cuando el día había sido difícil.

Casi nunca salía del taller, y cuando lo hacía, no se alejaba demasiado. A veces me preguntaba si debería investigar más sobre esos prestamistas que lo habían perseguido, pero me recordaba a mí mismo que no era mi problema.

—Vas a romper ese cristal si lo sigues mirando tanto —le dije un día, al verlo examinar una gema roja.

—No lo romperé. Estoy viendo cómo reflejará la luz cuando lo encaje —respondió con una sonrisa confiada.

Suspiré y volví a mis runas. El mocoso trabajaba bien, tenía que admitirlo. A veces exageraba, pero luego me sorprendía con los resultados.

Con el paso de los días, el taller comenzó a sentirse más… cómodo. Una rutina se fue estableciendo, una que hacía el silencio menos pesado. No había acción constante, pero tener compañía no era tan malo como había imaginado. Y aunque no lo admitiría, tener a alguien que te recibiera después de un trabajo duro… era un lujo que no sabía que necesitaba.

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