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Tuve Un Hijo Con Un Villano

Capitulo 1

Era un día habitual en la vida de Elisabeth, buscar leña, mantener el fuego, acarrear agua, cocinar algo caliente y, cuando el tiempo lo permitía, preparar sus hierbas medicinales para venderlas en el pueblo. Falko, su perro lobo, la seguía a todas partes, incluso dentro de la cabaña; si ella se movía, él hacía lo mismo. Falko era su única compañía, junto a un viejo libro de poemas.

Pero ese día, la rutina se quebró. Mientras calentaba agua para un té, Elisabeth alzó distraídamente la mirada hacia el exterior. Al principio, solo distinguió una silueta oscura y tambaleante que emergía del bosque. Luego, la figura se hizo más clara, un hombre, vestido completamente de negro, se desplomó frente a su cabaña, dejando un rastro escarlata sobre la nieve.

Elisabeth dejó caer la taza que sostenía y salió corriendo, con Falko pisándole los talones. El viento invernal le azotó el rostro con crudeza, pero no le importó.

—¿Está bien? —gritó, aunque era evidente que el hombre había perdido el conocimiento.

Su cabello negro y sus ropas oscuras contrastaban violentamente con la blancura del suelo. Elisabeth se arrodilló a su lado y acercó sus dedos temblorosos a sus fosas nasales: aún respiraba. Falko, inquieto, rodeaba al desconocido gruñendo, como si intuyera una amenaza. Pero ella no lo notó; su mente solo gritaba una cosa: — Si sigue aquí, morirá.

Con un esfuerzo sobrehumano, logró arrastrarlo hasta la cabaña.

—Eres demasiado pesado —murmuró entre dientes, resoplando mientras lo acomodaba sobre su cama.

El olor a sangre la envolvió entonces. Miró sus manos, estaban manchadas de rojo. Corrió hacia la cocina, agarró agua tibia, paños limpios y un puñado de hierbas antisépticas. Al regresar, por primera vez, reparó en la apariencia del hombre. Tenía un rostro esculpido a la perfección, con pómulos altos y una mandíbula fuerte, y un torso musculoso que delataba años de entrenamiento.

—No es momento para esto —se reprendió, concentrándose en la herida que sangraba en su costado. Parecía hecha con un arma afilada, quizá una daga o un cuchillo. Limpió la sangre con cuidado, aplicó las hierbas, suturo y vendó la lesión con tiras de tela.

Falko, aún receloso, se sentó junto a la puerta, vigilante.

Elisabeth observó al desconocido retorcerse en la cama, su rostro contraído por el dolor y la fiebre. —¿Quién eres?— se preguntó, pasando un dedo por su propia muñeca, como si buscara calmar una inquietud que no terminaba de entender. —¿Cómo terminaste así, sangrando y solo en medio de la nada?

Falko se acercó y apoyó su cabeza pesada sobre su regazo, emitiendo un gruñido bajo y continuo, casi como un lamento.

—¿Qué sucede, Falko? —murmuró Elisabeth, acariciando el pelaje áspero del animal—. Estás ansioso… ¿No te agrada el intruso? —El perro lobo clavó sus ojos amarillos en el hombre, las orejas tensas hacia adelante—. Lo sé, pero no podemos echarlo ahora. Moriría. —Sus propias palabras sonaron más frías de lo que esperaba—. Cuando se recupere, esto volverá a ser solo nuestro refugio.

Un repentino espasmo del hombre la sobresaltó. Se estremecía bajo las mantas, los músculos tensos, el ceño fruncido incluso en la inconsciencia. Elisabeth se inclinó sobre él y posó el dorso de la mano en su frente.

—Fiebre… —susurró.

Al bajar la mirada, notó que sus pantalones estaban empapados, ya fuera por la nieve derretida o el sudor. — Si no se los quito, empeorará—. Tragó saliva, sintiendo un calor incómodo subirle por el cuello. —¿Cómo voy a hacer esto? Quitarle los pantalones a un hombre… Ni en mis pensamientos más absurdos…

Cerró los ojos un instante, respiró hondo.

—No seas tonta —se reprendió en voz baja—. Es por necesidad, no por… otra cosa.

Con movimientos rápidos pero torpes, le desabrochó el cinturón y tiró de la tela mojada, evitando mirar más de lo estrictamente necesario. No tenía ropa de hombres, así que lo cubrió con dos mantas adicionales y apiló más leña en el fuego. La ropa empapada —ahora enredada en sus manos— olía a hierro, a bosque helado y a algo más, algo que le recordó a las hojas podridas bajo la nieve. La lavó con agua caliente y la colgó cerca de la estufa, donde el calor comenzó a levantar un vapor denso.

Mientras observaba cómo las gotas caían al suelo, Falko se recostó junto a la puerta, vigilante. Elisabeth no supo si era el crepitar del fuego o su propia voz la que susurró:

—Despierta pronto, forastero. No sé cuánto tiempo podré protegerte de lo que te persigue.

Tras el incómodo momento, Elisabeth apretó las manos contra su delantal, como si con ese gesto pudiera ahuyentar el rubor que aún le quemaba las mejillas. Respiró hondo, buscando calma, y se dejó caer en la silla de madera junto a la cama. Las llamas de la chimenea dibujaban sombras inquietas sobre las paredes, mezclándose con el ritmo agitado de su propio corazón.

Falko, siempre atento, se acurrucó a sus pies, apoyando el hocico sobre sus botas. Era su ritual, cada noche, ella le leía un poema. Pero esa vez, la voz no sería solo para él.

—Hoy tenemos compañía, Falko —murmuró, pasando las páginas gastadas del libro con dedos que temblaban levemente—. Aunque no creo que nos escuche.

El poema que eligió hablaba de un amor perdido, de promesas rotas bajo la luna. Las palabras fluyeron en un susurro, como si temiera despertar al desconocido:

— …y en la noche sin estrellas, tu nombre fue la última mentira, que mis labios pronunciaron…

Al terminar, el silencio se hizo más denso. Elisabeth cerró el libro con un golpe seco.

—Eso es horrible —confesó, más a sí misma que a nadie—. ¿Por qué recordar el dolor cuando ya duele tanto vivirlo?

El hombre en la cama no respondió, pero por un instante, Elisabeth imaginó que su expresión se tensaba, como si las palabras hubieran tocado alguna herida oculta en su inconsciencia. Falko lanzó un gemido bajo, frotando su cabeza contra su pierna.

—Lo sé —acarició el pelaje del animal, sin apartar la mirada del desconocido—. Los poemas tristes siempre saben a verdad.

Fuera, el viento aulló entre los árboles, arrastrando nieve contra los cristales. Elisabeth no supo si era el frío o el peso del poema lo que le erizó la piel.

A unos kilómetros de la cabaña de Elisabeth, la tormenta arreciaba con furia. Los jinetes avanzaban con dificultad, sus capas negras ondeando como sombras contra el manto blanco. Al frente, Sir Rolf Breener, con el rostro oculto tras un paño grueso, maldijo entre dientes mientras su caballo pisoteaba la nieve virgen.

—¡Maldición! La nieve ha cubierto los rastros —rugió, apretando los puños alrededor de las riendas. Su aliento formaba nubes densas en el aire helado.

A su lado, Sir Gregor Hass, escudriñó el bosque con mirada escéptica.

—Probablemente lo haya cubierto a él también —señaló con un gesto hacia la espesura.

—Ese bastardo al fin está muerto —masculló Gregor, ajustando el guantelete de su armadura.

Pero Rolf no se convencía. Giró hacia su compañero, y aunque solo sus ojos eran visibles entre los pliegues de la tela, el brillo de sospecha en ellos era inconfundible.

—¿Creés que esa bestia moriría tan fácilmente? —gruñó—. Deberíamos seguir buscándolo.

Gregor señaló el cielo, donde los copos caían en espiral, cada vez más espesos.

—¿No ves esta maldita tormenta? A menos que seas inmortal... —hizo una pausa, escupiendo al suelo—. Herido como quedó, no hay manera de que sobreviva.

Por un momento, solo se oyó el crujido de la nieve bajo las patas de los caballos y el gemido del viento entre los árboles. Finalmente, con un gruñido de frustración, Rolf tiró de las riendas.

—Que los lobos se lo lleven entonces —escupió.

Los hombres dieron media vuelta, sus siluetas desapareciendo gradualmente en el vendaval, mientras la nieve borraba sus huellas como si nunca hubieran estado allí.

Capitulo 2

La noche había pasado y el hombre seguía sin despertar. Elisabeth suspiró, pasándose una mano por el rostro cansado antes de acercarse a la cama. Con movimientos cuidadosos, tomó un paño humedecido en agua tibia y limpió el sudor que perlaba la frente del desconocido. Sus dedos temblaron levemente al cambiar el vendaje, reemplazando las hierbas medicinales por otras frescas.

—Es todo lo que puedo hacer por ti —murmuró, mientras observaba cómo el pecho del hombre se elevaba con dificultad.

Una idea repentina la hizo estremecer: —¿Y si muere? ¡Dios mío, qué haré con un cadáver! ¿Acusarán a una pobre herborista de su muerte?— Se sorprendió a sí misma calculando mentalmente cuán profundo tendría que cavar en la tierra helada para deshacerse del cuerpo, y el absurdo de la situación le arrancó un bufido nervioso.

Decidió distraerse con la rutina. Alimentó a Falko, preparó un desayuno frugal para sí misma y salió a recolectar hierbas, aunque su mente no dejaba de volver a la cabaña. Durante todo el día, entre el secado de plantas y el acarreo de leña, sus ojos buscaban inconscientemente algún cambio en el hombre. Pero seguía inmóvil, su respiración apenas perceptible bajo las mantas.

Al caer la noche, mientras cocinaba una sencilla cena, Elisabeth dejó la puerta de la habitación entreabierta para vigilar al extraño. El aroma de la sopa de cebolla llenaba el aire, mezclándose con el humo de la chimenea. De pronto, Falko irrumpió en la cocina, erizando el pelaje y ladrando con ferocidad hacia la habitación, retrocediendo hasta chocar contra las piernas de Elisabeth.

—¡Falko, basta! —lo regañó, sin apartar los ojos de la olla—. Ya casi está tu comida, no hace falta este escándalo.

Olvidando por completo la presencia del extraño que descansaba en su cama, supuso que el perro simplemente estaba impaciente por comer, pero algo en la rigidez de su cuerpo y el tono de sus gruñidos le hizo fruncir el ceño. Justo cuando iba a volverse, un crujido proveniente de la habitación la paralizó.

Dejo suavemente la cuchara de madera reemplazandola por otro utensilio.

Una punzada de dolor en el costado fue lo primero que sintió al emerger de la inconsciencia. Sus párpados pesaban como plomos, y cuando por fin logró abrirlos, la luz del fuego le hizo entrecerrar los ojos. Techos de madera ennegrecida por el humo, paredes de troncos... ¿Dónde demonios estaba?

El aroma a cebolla y hierbas cocinándose se mezclaba con el olor a lana húmeda y leña quemada. Una voz femenina canturreaba algo en la distancia, interrumpida por los graves ladridos de un perro. Intentó incorporarse, pero un dolor agudo en el torso se lo impidió. Al notar que solo vestía su ropa interior, una oleada de frío que nada tenía que ver con la temperatura lo recorrió. Con movimientos torpes, se envolvió en la sábana áspera que cubría el jergón.

—¿Quién se atrevió a tocarme sin mi permiso? —masculló entre dientes, escudriñando la habitación con mirada de halcón.

Sus dedos encontraron unas tijeras de podar sobre una mesa cercana. Las empuñó con determinación, sintiendo el metal frío contra su palma. Al pisar el suelo de madera, esta crujió levemente bajo su peso. Contuvo el aliento, pero los ladridos del perro se intensificaron.

Avanzó sigilosamente hacia el origen de los sonidos. En la cocina, una figura femenina de espaldas removía una olla sobre el fuego. Su cabello rubio, tan largo que rozaba la curva de sus caderas, brillaba con el reflejo de las llamas. El perro -una bestia lobuna de ojos amarillos- gruñía enseñando los colmillos, arrinconándo contra las piernas de la mujer.

Justo cuando alzaba las tijeras, ella giró. El cuchillo de cocina en su mano brilló, amenazador.

—Qué mala educación —dijo con una ironía que contrastaba con el filo de su voz—. ¿Es costumbre en su tierra apuntar con armas a quien le salvó la vida?

Sus ojos verdes, vibrantes como el musgo en primavera, chocaron contra los azules del desconocido, fríos como el hielo de un lago invernal.

—¿Y es costumbre en la suya despojar a un hombre herido y apuntarle con cuchillos? —replicó él, ajustando el agarre de las tijeras. Notó cómo la mujer apretaba la mandíbula, aunque mantenía el arma firme.

—¡Solo le quité la ropa para curarle las heridas! —protestó, con un rubor que le subía por el cuello—. No espere que me arrepienta.

El perro avanzó un paso, gruñendo con cada sílaba que pronunciaba su dueña:

—Baje esas tijeras o Falko le mostrará cómo tratamos a los ingratos aquí.

El hombre dudó ante las palabras de Elisabeth. Las tijeras cayeron de sus manos no por voluntad, sino porque el dolor lo traicionó. Sus rodillas flaquearon y comenzó a tambalearse como un árbol a punto de ser derribado por el hacha.

Ella soltó el cuchillo al instante.

—¡Maldita sea! —corrió hacia él y lo sostuvo justo cuando iba a desplomarse—.

Pero en lugar de agradecimiento, recibió un gruñido lleno de veneno:

—¿Quién te dio permiso para tocarme? —escupió el hombre, con la voz cargada de arrogancia aunque su rostro estuviera contraído por el sufrimiento.

Elisabeth frunció el ceño, mirándolo como si acabara de crecerle otra cabeza.

—Prefiero pensar que esta delirando por la fiebre —dijo, girando hacia la habitación.

—Estoy más lúcido de lo que quisieras —replicó él al instante, clavándole unos ojos azules cargados de desconfianza.

Ella apretó los dientes hasta hacer crujir la mandíbula.

—¿Quiere que lo suelte? Pues lo soltaré —amenazó.

Pero no lo hizo. Y sola se respondió. — Si cae, tendré que volver a cargarlo, y he tenido suficiente con una vez.

Sin embargo, cuando finalmente lo depositó sobre la cama, lo hizo con brusquedad deliberada. El hombre se retorció en silencio, pero su mirada... esa mirada de bestia acorralada podría haber hecho retroceder a cualquiera.

—Y todavía tiene el descaro de mirarme así— , pensó Elisabeth, sintiendo cómo el enojo le quemaba las mejillas.

—¿Quién eres? ¿Quién te ordenó esto? —exigió él con tono de mando, como si estuviera acostumbrado a que sus preguntas obtuvieran respuestas inmediatas.

Ella no dignificó la pregunta con una respuesta. Volvió a fruncir el ceño y salió de la habitación sin mirar atrás, ignorando sus exigencias. Falko permaneció en la puerta, erizando el pelaje y gruñendo con cada movimiento del intruso.

—¡Maldita mujer! —escuchó que maldecía el hombre—. ¡Y esa bestia infernal...!

Minutos después, Elisabeth regresó cargando un cuenco de agua humeante, un frasco de vidrio con un contenido verdusco y rollos de vendaje limpio. Los depositó con firmeza en una silla junto al lecho.

—Está sangrando de nuevo —señaló con frialdad, evitando su mirada—. Debo curarlo antes de que se desangre como un cerdo en matanza.

—¿Y te atreves a compararme con un cerdo? —gruñó el hombre, llevándose una mano al costado sangrante. El dolor le nubló la visión por un instante, pero no apartó sus ojos azules de ella.

—¿Y lo es? —replicó Elisabeth con voz desafiante llena de sarcasmo, cruzando los brazos—. No sé quién es usted ni qué hizo para terminar así. Y la verdad, no me importa. Pero si quiere vivir, debería aceptar mi ayuda sin tanta grosería.

El desconocido guardó silencio. Su mirada descendió hacia la herida que manchaba de rojo el vendaje, luego hacia sus propias manos temblorosas. Apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula. —Si quiero regresar pronto, necesito recuperarme... Tendré que tolerar a esta mujer por ahora. Pero descubriré qué pretende.

Mientras pensaba esto, observó con resentimiento cómo Elisabeth, al notar su aquiescencia silenciosa, se acercó con movimientos precisos. Sus manos trabajaron con eficiencia quirúrgica: retiró el vendaje manchado, limpió la herida con agua tibia que ardía como fuego, aplicó un ungüento de hierbas que olía a bosque después de la lluvia, y finalmente lo vendó con tiras de lino limpio. Todo sin pronunciar palabra.

Cuando terminó, salió de la habitación y regresó minutos después con su ropa -ahora limpia y perfectamente doblada- que depositó junto a la cama.

—Puedo ayudarle a vestirse —ofreció con tono neutro, como si hablara del tiempo.

El hombre frunció el ceño como si le hubieran escupido.

—¡Maldición, no! —bufó, apartándose como si su proximidad lo quemara.

Ella se encogió de hombros con indiferencia.

—Como guste —dijo, y salió de nuevo, dejando que la puerta de madera crujiera tras de sí.

Aún así, mientras se alejaba, podía sentir el peso de esa mirada gélida clavada en su espalda. Por más arrogante y maleducado que fuera el intruso, una parte de ella lo comprendía: después de rozar la muerte, era natural que desconfiara hasta de su propia sombra

Capitulo 3

Elisabeth llenó su cuenco con la sopa humeante, deteniéndose a mitad del movimiento. La cuchara de madera quedó suspendida sobre la olla mientras sus ojos se dirigían hacia la habitación cerrada.

—El extraño debe tener hambre—, pensó.

Redujo su propia porción y apartó una ración generosa para el desconocido. Falko, que no dejaba de gruñir hacia la puerta, recibió su comida sin apartar los ojos amarillos de aquel umbral amenazante.

—Tranquilo, muchacho —murmuró Elisabeth, acariciando la cabeza huesuda del perro lobo—. Sé que es un ingrato, pero no podemos dejarlo morir. Dejar morir a alguien cuando puedes ayudarlo, es una de las cosas mas detestables que puede hacer una persona.

Un recuerdo doloroso la atravesó como un cuchillo: su madre tosiendo sangre sobre las sábanas grises, su padre intentando alejarla con manos esqueléticas. —No te acerques, hija... No quiero que lo veas— Ella, de apenas doce años, paralizada en el umbral con los ojos llenos de lágrimas. La tuberculosis se los había llevado en cuestión de semanas. Ningún médico acudió sin pago por adelantado.

—Malditos sean todos —susurró, apretando el cuchillo con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

El sonido de Falko lamiendo su plato la devolvió al presente. Respiró hondo, limpiándose las manos en el delantal antes de preparar una bandeja: el cuenco de sopa, un trozo de pan de centeno y un vaso de agua fresca. Al levantarla, notó que temblaba levemente.

—Estúpida —se regañó en voz baja—. No es él quien te hace temblar.

Al empujar la puerta con el hombro, la luz del fuego iluminó la figura del desconocido incorporado en la cama. Sus ojos azules brillaron como el hielo al reflejar las llamas.

—No se mueva —advirtió ella, colocando la bandeja sobre sus piernas con cuidado—. Si abre la herida otra vez, no volveré a coserla.

El hombre observó con desdén el cuenco humeante que reposaba sobre sus piernas. Su nariz se arrugó levemente al percibir el sencillo aroma de cebolla y hierbas, mientras sus dedos largos y callosos se cerraban en torno a la cuchara sin levantarla.

—No está envenenada —se adelantó Elisabeth, cruzando los brazos frente al pecho.

Él alzó la vista, frunciendo el ceño hasta formar un surco profundo entre sus cejas oscuras.

—¿También se lastimó las manos? —preguntó ella, señalando con ironía su inmovilidad frente a la comida.

El desconocido abrió los labios para replicar, pero en ese preciso instante, una cuchara rebosante de sopa caliente se introdujo en su boca sin ceremonia. Sus ojos azules se abrieron como platos, mezclando confusión, indignación y el reflejo involuntario de saborear el caldo.

Frente a él, Elisabeth mantenía una expresión imperturbable, aunque no podía ocultar el brillo de diversión en sus ojos verdes.

—Debe comer para recuperarse —dijo mientras retiraba la cuchara con lentitud deliberada—. Y así podrá irse de mi casa cuanto antes.

El hombre atrapó su muñeca con una rapidez sorprendente para alguien en su estado. Su agarre era firme, aunque no lo suficiente para lastimar.

—¿Qué demonios crees que haces? —su voz era un susurro gélido que erizó el vello de sus brazos.

—Lo ayudo —respondió ella sin pestañear, convencida—. Estaba tardando demasiado. La sopa se enfriaría.

— ¿Ayuda? —pensó él, liberando su muñeca con un gesto de disgusto—. Llama ayuda a casi ahogarme con una cuchara como si fuera un infante.

Sin embargo, el sabor reconfortante del caldo se extendía por su boca, recordándole lo vacío que estaba su estómago. No podía negarlo, ella tenía razón, si quería sanar, necesitaba alimentarse.

—Puedo solo —concedió por fin, tomando la cuchara con aire de superioridad.

Elisabeth resopló, satisfecha al ver que al fin cedía. Al salir de la habitación, no pudo evitar que una sonrisa traviesa asomara por un instante. Detrás de la puerta cerrada, el sonido de la cuchara raspando contra el cuenco le confirmó que, por más orgulloso que fuera alguien, el hambre siempre ganaba.

Elisabeth esperó tras la puerta hasta que cesó el sonido metálico de la cuchara contra el cuenco. Al entrar, encontró la bandeja vacía -ni una gota de sopa ni migaja de pan quedaban-. Una satisfacción cálida, pequeña pero genuina, le recorrió el pecho.

—Si tiene frío, puedo poner más leña —ofreció, acercándose a la chimenea.

El hombre no respondió. Solo la observó con esa mirada glacial que parecía capaz de perforar armaduras. Los ojos azules brillaban en la penumbra como fragmentos de hielo bajo la luna.

—Veo que no... —murmuró para sí, recogiendo la bandeja con movimientos rápidos.

En la cocina, el agua helada del pozo le enrojeció las manos mientras lavaba los platos. Falko se acomodó a sus pies, expectante, reconociendo la rutina nocturna. Elisabeth secó sus dedos entumecidos antes de abrir el libro de poemas al azar. La página cayó en —El deseo indecoroso—.

—Tus manos, más suaves que el terciopelo al amanecer... —comenzó a leer con voz clara, ignorando el título.

Pero al llegar al tercer verso, una oleada de calor le subió por el cuello. Las metáforas se volvían cada vez más... explícitas.

—¡Esto no es apropiado para ti, Falko! —cerró el libro de golpe, sintiendo cómo las orejas le ardían. El perro ladeó la cabeza, confundido por el repentino cambio.

Elisabeth miró hacia la puerta de la habitación, —¿habrá escuchado algo de eso?— se preguntó tensa. —Espero que no...

Desde la habitación, el desconocido había seguido cada palabra. Sus cejas se alzaron casi imperceptiblemente.

—Sabe leer... Curioso. Los campesinos no suelen tener esa habilidad...

Un dolor punzante en su costado lo devolvió a su propia realidad: el recuerdo de la emboscada. Aquella supuesta caza amistosa con nobles sureños que terminó con hombres enmascarados surgiendo entre los árboles. Su propia sangre manchando la nieve. Traición pura.

—Ja —una risa seca, cargada de veneno, escapó de sus labios mientras presionaba la herida—. Arderán hasta las cenizas.

El juramento quedó flotando en el aire, acompañado por el silencio repentino de la cocina. —¿Se habrá dormido?— Recordó lo que vió de la cabaña, no parecía tener otra habitación u otra cama.

—¿A quién le importa? —chasqueó la lengua antes de cerrar los ojos, dejando que el dolor y el cansancio lo arrastraran hacia un sueño inquieto.

La madrugada envolvía la cabaña en un silencio espeso cuando un sonido quebró el sueño del hombre. Al principio, entre la bruma del dolor y la fiebre, no logró reconocerlo. Pero al despertar por completo, lo identificó, un sollozo ahogado que se filtraba desde la habitación contigua.

Con un gemido, se incorporó en la cama, sintiendo cómo el fuego de su herida le recorría el costado. Cada movimiento era una agonía, pero algo lo impulsaba a avanzar. Apoyándose en la pared, llegó hasta el umbral donde se reveló una escena desgarradora.

Elisabeth yacía en una silla reclinada cerca de la chimenea, cubierta apenas por una manta raída. Aunque sus ojos permanecían cerrados, gruesas lágrimas trazaban senderos plateados por sus mejillas. Sus labios temblaban, formando palabras entrecortadas:

—Hermano... no te vayas... —su voz era un hilo de angustia—. Por favor... no lo hagas...

El hombre contuvo el aliento. —Está soñando—, comprendió. Un impulso irracional lo llevó a dar un paso hacia ella, pero inmediatamente un gruñido grave resonó en la penumbra. Falko, que descansaba a los pies de su ama, había alzado la cabeza, mostrando los colmillos bajo el reflejo amarillo de sus ojos. El mensaje era claro, un paso más y atacaría.

—Maldita bestia —murmuró, retrocediendo con las manos en alto.

Sus ojos se encontraron con los del perro lobo en un duelo silencioso. Finalmente, giró sobre sus talones, regresando a la cama con movimientos lentos y doloridos. Al acomodarse entre las sábanas todavía tibias, sus últimas palabras se perdieron en el crepitar del fuego:

—Estará bien... supongo.

Pero mientras cerraba los ojos, la imagen de aquellas lágrimas silenciosas seguía ardiendo en su mente, tan persistente como el dolor de su herida.

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