Capítulo 1 – Recomienzos Que No Comienzan
El silencio en el coche era tan denso como las nubes en el cielo de la tarde. Elisa apretaba el volante con más fuerza de la necesaria, como si aquello pudiera evitar que sus certezas se le escurrieran entre los dedos. A su lado, el marido jugueteaba con el móvil, indiferente. En el asiento trasero, las dos hijas dormitaban, cansadas del viaje, ajenas a la vida que dejaban atrás.
Era una mudanza planeada, al menos sobre el papel. Nueva ciudad, nueva casa, nueva escuela para las niñas. Para los demás, parecía la oportunidad de recomenzar. Pero, para Elisa, sonaba más como una huida silenciosa. Un intento desesperado de mantener intacto el castillo de apariencias que ella misma ayudó a erigir —aunque ya estuviera lleno de grietas.
La casa nueva era bonita. Jardín florido, ventanas grandes, una cocina que ella podía fingir amar. Y, allí, en aquella ilusión bien montada, se obligaría a seguir siendo la mujer perfecta, la esposa dedicada, la madre presente. Y la profesora respetada, claro. Una nueva facultad ya la aguardaba, currículum impecable en mano.
Pero todo era fachada.
Por la noche, después de ayudar a las niñas a arreglar su cuarto, Elisa se encerró en el baño. Se enfrentó a su reflejo en el espejo. Había cansancio en sus ojos, marcas que ni las cremas caras conseguían disimular. Pero lo que más dolía era el vacío. El agujero profundo de quien pasó la vida entera encajando donde no cabía.
Ella todavía recordaba la primera vez que deseó huir. Tenía diecisiete años. El corazón le latía por una persona de su clase, y el pavor a aquello la hizo callar durante años. Después vinieron la universidad, el matrimonio, los hijos. La vida como debía ser. Como esperaban que fuera.
Pero, en el fondo, una parte de Elisa nunca vivió de verdad.
Al día siguiente, se puso su mejor blusa, se ató el pelo en un moño impecable y fue a conocer el edificio (la facultad). Saludó a la directora con una sonrisa pulida, circuló por los pasillos, elogió las aulas, conoció a las clases. Y entonces, al final del día, una nueva clase.
Observó a una chica (algo en ella parecía familiar) como si Elisa se viera a sí misma con 19 años nuevamente en una facultad.
Entró riendo, diciendo algo a otra alumna. Los ojos castaños brillaron al ver a una amiga al otro lado de la sala.
—¡Leticia! —llamó, y su voz cortó el aire como música.
Elisa pronto volvió a la realidad con la directora presentándole a su nueva clase.
Al final del día, Elisa volvió a casa para su rutina de madre y esposa dedicada.
La mañana siguiente comenzó con Elisa intentando fingir normalidad. Preparó el desayuno de las hijas, revisó el uniforme nuevo de la más pequeña que estaba en 5º y arregló el pelo de Sofía para su primer día en una facultad de verdad, porque Sofía acababa de salir del instituto, besó la mejilla del marido con la misma levedad de siempre —aquella que no decía nada, ni prometía cosa alguna— y salió para su primer día real de clase en la nueva facultad.
Era una estructura bonita. Moderna, con amplias ventanas y pasillos iluminados. Jóvenes andando apresurados, riendo alto, compartiendo planes y dudas sobre el futuro. Elisa se sentía un pez fuera del agua, a pesar de la tarjeta de identificación de profesora colgada al cuello y la carpeta de apuntes firmemente sujeta en sus manos.
La coordinadora la esperaba para presentarla a la nueva clase. Y fue solo cuando entró en el aula y vio a la chica del día anterior que el suelo pareció vacilar por un breve instante.
Allí estaba ella, la chica que me recuerda a mí misma en el pasado...
Sentada en la segunda fila, inclinada sobre el cuaderno, riendo de algo que la compañera de al lado decía. Elisa no sabía decir si era la forma ligera con que se movía, la manera como hablaba con el mundo a su alrededor, o la mirada llena de algo que ella no conseguía nombrar… Pero había una inquietud dentro de ella.
Como si aquella chica tuviera algo que pertenecía a su pasado —o, tal vez, a lo que ella nunca tuvo el coraje de vivir.
—Buenos días, clase —dijo Elisa, con la voz ligeramente temblorosa, oculta por una sonrisa ensayada—. Soy la profesora Elisa, y estaré con ustedes este semestre.
Júlia levantó los ojos. Un segundo. Una mirada directa. Demasiado intensa para ser solo educación.
Y, en aquel instante, Elisa tuvo la certeza de que Júlia la reconocía. No como profesora. Sino como mujer. Como alguien que carga secretos bien guardados.
La clase comenzó. Elisa habló sobre el cronograma, presentó autores, propuso discusiones, pero una parte de ella estaba constantemente consciente de aquella presencia. Júlia no hacía esfuerzo por llamar la atención, pero su energía era imposible de ignorar. Curiosa, vibrante, presente.
Al final de la clase, los alumnos fueron saliendo poco a poco. Júlia todavía arreglaba sus cosas cuando Elisa comenzó a guardar sus materiales. De repente, la chica se acercó, sonriendo.
—Profesora… Elisa, ¿verdad? —dijo, con un tono calmado—. Me gustó su clase. Se nota que ama lo que hace.
Elisa sonrió, intentando mantener la compostura.
—Me alegra oír eso. Espero que disfrute mucho el semestre.
—Ah, por supuesto. —Júlia hizo una pausa y entonces completó—: Usted tiene una hija, ¿verdad? Sofía, si no me equivoco. Estamos en el mismo campus… Creo que las vi juntas el primer día.
Elisa se congeló por un instante. Entonces era eso. Lo que Júlia tenía de familiar no era solo la apariencia. Conocía a Sofía.
—Sí… ella está en otro curso, pero sí, está aquí también.
—Genial. —La sonrisa de Júlia se mantuvo—. Me gusta ella. Parece… gentil.
Y entonces, sin aviso, Júlia se despidió y salió por la puerta con pasos ligeros, como si no acabara de dejar a Elisa con un huracán en el pecho.
Elisa respiró hondo.
En aquel momento, algo encajó —y se rompió— al mismo tiempo.
A la hora del almuerzo, el comedor de la facultad era un enredo de voces y cubiertos, but Elisa atravesaba el espacio como quien intentaba no ser notada. Encontró una mesa más apartada, abrió su tupper de ensalada y fingió ocuparse con el móvil. La mente, sin embargo, giraba alrededor de un único nombre: Júlia.
No sabía exactamente qué la inquietaba tanto. Júlia era solo una alumna. Pero había algo allí —algo en su mirada, en la forma de decir el nombre de Sofía, como si probara un terreno invisible. Como si supiera más de lo que decía. Elisa intentaba convencerse de que era solo paranoia. Y tal vez lo fuera. Pero no podía negar la extraña ola que recorrió su cuerpo cuando las palabras “Me gusta ella” salieron de la boca de la chica.
Sofía.
La hija mayor. Inteligente, sensible, testaruda. Elisa siempre tuvo una relación cercana con ella, pero también rodeada de silencios. Había cosas que nunca le dijo a su hija. Cosas que ni ella misma osaba pensar con claridad. Y ahora, verla crecer, ingresar en la facultad, seguir un camino propio —eso la ponía frente a frente con todo lo que había enterrado durante años.
Sofía mandó un mensaje a media tarde:
“¡Mamá, me está encantando mi clase! Conocí a una chica súper simpática, Júlia. ¿Puedes creer que es alumna tuya? Pequeño mundo, ¿no?”
Elisa leyó y releyó el mensaje. Demasiado pequeño mundo.
(... más tarde, en casa...)
La cena fue sencilla: arroz, verduras, pollo a la plancha. La rutina funcionaba como una armadura, protegiendo a Elisa de sus propios pensamientos. El marido comentó algo sobre el trabajo, la hija menor habló de la nueva profesora de matemáticas, y Sofía estaba demasiado animada para percibir la inquietud de su madre.
—Júlia me invitó a estudiar con ella mañana después de clase —dijo Sofía, entusiasmada—. Es muy inteligente. ¡Me ayudó con una asignatura que yo ni sabía por dónde empezar!
Elisa se mordió el labio, cortando el pollo en trozos pequeños.
—Júlia... ¿de pelo castaño, ojos claros?
—¡Esa misma! Es súper buena gente. ¿Sabes cuando sientes una conexión de inmediato con alguien?
Elisa solo asintió.
Sentía. Sabía exactamente cómo era.
(... al día siguiente...)
En el aula, Elisa intentó mantener la postura. Evitar mirar demasiado. Hablar con neutralidad. Pero Júlia parecía saber exactamente dónde apuntar para desestabilizarla. Se sentaba siempre en la misma fila, hacía preguntas pertinentes, sonreía en los momentos adecuados. Había un juego no declarado sucediendo. Elisa no sabía si quería huir de él… o sumergirse de lleno.
A la salida, Júlia esperó a que todos salieran. Se acercó a la mesa de la profesora, esta vez con un brillo en los ojos que Elisa fingió no notar.
—Profesora… quería preguntarle si puedo enviarle un texto que escribí. Nada especial, solo… pensé que podría gustarle.
—Claro, Júlia. Puedes enviarlo —dijo Elisa, sin poder esconder el nerviosismo en su voz.
—Qué bien —sonrió—. Porque hay algo en él que… tal vez diga más de lo que parece.
Elisa sintió que el corazón se le aceleraba.
Y, en aquel instante, tuvo la certeza: Júlia estaba diciendo algo. Algo que todavía no estaba en las palabras.
Capítulo 2 – Palabras Que Dicen Demasiado
El correo electrónico llegó a las 22:17. Elisa ya estaba en la cama, con la lámpara de noche encendida y el libro abierto en su regazo —pero la lectura era solo un pretexto para no tener que encarar al marido a su lado, volteado de espaldas, roncando levemente. Cuando el celular vibró, no esperaba mucho. Tal vez una notificación cualquiera, un anuncio, un recordatorio inútil del calendario. Pero, al ver el nombre de Júlia en la pantalla, el pecho se le oprimió.
Asunto: "Texto – para sus ojos, profesora"
Dudó por un instante. Tocó la pantalla con dedos tensos, como si abrir aquel correo electrónico pudiera abrir también una grieta dentro de sí. Y, de cierto modo, lo hizo.
El texto tenía poco más de una página. Pero Elisa leyó como si cada línea quemara. Palabras suaves, pero cargadas. Había un personaje —una mujer que vivía para agradar. Que sonreía con los labios, pero lloraba por dentro. Que escondía deseos antiguos entre los pliegues del tiempo, entre ollas en el fuego y besos tibios al marido. Y había otra mujer, más joven. Una presencia nueva, como una brisa cortando el aire sofocante de una vida sin color. La joven veía más allá de los disfraces, y la mujer mayor, por primera vez, se sentía vista. Verdaderamente vista.
Elisa necesitó releer el texto para asegurarse de que no estaba imaginando. Pero no era solo interpretación. Aquello era un recado. Una nota escondida bajo la puerta de su rutina.
Apagó la lámpara de noche. Pero no pudo dormir.
Al día siguiente, el mundo parecía el mismo. Desayuno con olor a costumbre, tráfico ligero, cielo cubierto. Pero Elisa sentía todo diferente. Como si caminara con un secreto entre los labios.
En la facultad, fingió normalidad. Habló con colegas, tomó café con la coordinadora, corrigió algunos trabajos. Y entonces, llegó la hora de la clase con el grupo de Júlia.
Júlia estaba allí, como siempre. Segunda fila, cuaderno en mano, ojos atentos. Pero cuando sus miradas se cruzaron, no hubo duda: ella sabía que Elisa había leído. Sabía el efecto. Y, en aquel segundo, había entre ellas algo que ya no se podía desver.
Durante la clase, Elisa intentó mantener la concentración. Pero en su mente, las palabras del texto volvían como olas. La forma en que Júlia describió la mirada de la mujer mayor. La sensación de ser notada. Deseada. Era osado. Y, aun así, delicado. No había nada explícito —pero todo estaba allí.
Al final de la clase, Júlia se acercó nuevamente. Traía un libro en las manos.
—Traje uno de mis favoritos… —dijo, como quien no quiere la cosa—. Pensé que podría gustarle.
Elisa tomó el ejemplar. Virginia Woolf. Mrs. Dalloway.
—Uno de mis preferidos también —dijo Elisa, con una sonrisa tenue.
—Me imagino que sí. —Júlia bajó los ojos por un instante, luego volvió a mirarla—. Las mujeres que se visten de rutina, pero sueñan con abismos…
La frase quedó en el aire como un desafío. Elisa sintió la piel erizarse.
—Gracias por el texto —dijo, con calma—. Escribes bien. Tienes… sensibilidad.
—Qué bueno que le gustó. A veces, es todo lo que podemos ofrecer: entrelíneas.
Y, una vez más, Júlia se fue antes de que Elisa pudiera responder.
Por la noche, mientras ordenaba la cocina, Sofía entró hablando alto, animada:
—¡Mamá, Júlia va a venir aquí a estudiar conmigo mañana! Está bien, ¿verdad?
A Elisa se le cayó la cuchara dentro de la olla.
—¿Aquí… en casa?
—Sí. Dijo que conoce el barrio y que le viene bien venir. Me pareció genial. Te cae bien, ¿no?
Elisa disimuló el susto con una sonrisa.
—Sí, me cae bien. Parece una buena chica.
Sofía sonrió. Pero Elisa se volteó de espaldas, fingiendo ocuparse con los platos.
Por dentro, sentía que aquel "simple estudio" era mucho más que eso.
Al día siguiente, Júlia entraría en su casa. Cruzaría la línea que separaba el mundo de la profesora del mundo de la mujer. Y Elisa no sabía si estaba preparada para ello.
Pero una parte de ella… quería que así fuera. Quería ver a dónde podía llevar aquello.
Capítulo 3 Pequeñas Transgresiones
El correo electrónico llegó esa misma noche.
Elisa estaba acostada, fingiendo ver un programa cualquiera en la televisión mientras su marido ya roncaba a su lado. El celular vibró discretamente. Ella deslizó la pantalla, el corazón latiéndole demasiado fuerte para algo tan simple.
De: Júlia Oliveira
Asunto: Para la profesora Elisa
Adjunto: Texto.docx
Sin pensarlo mucho, Elisa se levantó de la cama. Caminó hasta el pasillo silencioso, se sentó en el suelo frío, apoyada contra la pared. Solo entonces abrió el archivo.
Era un cuento. Corto, intenso. La historia de una mujer que, durante años, había vivido para los demás —hasta conocer a alguien que la hacía recordar quién era—. No había nombres, no había descripciones obvias. Pero estaba todo allí: la soledad, el deseo contenido, el miedo... y la chispa de algo imposible de ignorar.
Cada línea parecía escrita para ella. Sobre ella.
Elisa cerró los ojos, presionando el celular contra el pecho. Se sintió vista de una manera que nadie jamás la había visto.
Sin pensar, escribió una respuesta rápida:
> "Su texto es muy sensible. Gracias por confiar en mí para leerlo."
Ella dudó antes de presionar "enviar", pero al final, dejó que el mensaje se fuera.
Pocos minutos después, otra notificación.
Júlia:
> "A veces una escribe para quien entiende sin necesidad de explicar."
Elisa se quedó mirando aquella frase durante mucho tiempo.
A la mañana siguiente, todo parecía igual —pero Elisa sabía que no lo era—. La rutina se desarrollaba como siempre: desayuno apresurado, tráfico, alumnos llegando. Pero había algo diferente en el aire, una tensión leve, eléctrica, difícil de definir.
Durante la clase, Júlia no dijo nada fuera de lo común. Anotó las indicaciones, participó en la discusión, se rio de algunas bromas del grupo. Pero cada vez que sus ojos se encontraban con los de Elisa —y eso sucedía más de lo que debería—, había una conversación muda ocurriendo. Una corriente silenciosa.
Al final de la clase, cuando todos empezaron a salir, Júlia se quedó atrás nuevamente. Esta vez, se acercó aún más.
— Profesora… —dijo, y el tono era tan diferente que Elisa sintió que se le erizaba la piel.
— ¿Sí, Júlia?
La joven dudó, jugando con el asa del bolso. Después alzó la vista.
— ¿Alguna vez ha pensado en hacer algo solo porque quería... aun sabiendo que tal vez no fuera lo correcto?
La pregunta flotó entre ellas como una llama peligrosa.
Elisa respiró hondo, intentando buscar una respuesta segura. Pero no había seguridad en aquel momento.
— Sí —admitió, en voz baja.
La sonrisa de Júlia fue pequeña, pero cargada de significado.
— Yo también.
Y salió, dejando el perfume leve y la confusión atrás.
(más tarde, en casa)
Durante la cena, Elisa apenas escuchó las conversaciones en la mesa. Su mente repetía aquella pregunta. Hacer algo solo porque quería. ¿Cómo era realmente esa sensación? La había enterrado tan profundamente que apenas podía recordarla.
Sofía percibió el silencio de su madre.
— ¿Todo bien, mamá?
Elisa forzó una sonrisa.
— Claro, hija. Solo cansancio.
Sofía le devolvió la sonrisa, sin sospechar nada. Pero en el fondo, Elisa sabía que estaba cruzando una frontera. Una de la que no sabía si quería —o si podía— regresar.
al día siguiente
Elisa intentaba concentrarse en el trabajo, en los alumnos, en las correcciones interminables de exámenes e informes, mas era inútil. Siempre que se permitía respirar, allí estaba el recuerdo: el correo electrónico de Júlia, el cruce de miradas en el aula, la pregunta que aún resonaba en ella como una provocación.
El sábado, Elisa decidió dar un paseo por el parque cercano a su casa. Necesitaba aire. Distancia. Claridad.
Pero la vida, a veces, tiene otros planes.
Apenas había dado la primera vuelta al lago cuando vio a Júlia, sentada en uno de los bancos de madera, los auriculares colgando del cuello, un cuaderno abierto sobre el regazo. Vestía vaqueros rasgados y una blusa holgada que dejaba parte del hombro al descubierto.
Elisa se detuvo un instante, el corazón tropezándole en el pecho. Podría simplemente ignorarla. Podría seguir su camino, fingir que no la había visto. Pero sus pies decidieron antes que su cabeza.
Se acercó.
— Hola.
Júlia alzó la mirada y sonrió. Una sonrisa suave, sin sorpresa, como si ya la esperara.
— Hola, profesora.
Elisa dudó.
— ¿Puedo sentarme?
— Claro.
El banco era estrecho, y la proximidad entre ellas, inevitable. Un silencio cómodo se instaló, como si el ruido del parque —los niños corriendo, el ladrido distante de un perro— hubiera quedado en segundo plano.
— ¿Escribiendo? —preguntó Elisa, intentando sonar casual.
— Intentándolo —respondió Júlia, cerrando el cuaderno—. Pero hoy... mi cabeza es un desastre.
Elisa sonrió levemente.
— Entiendo. A veces parece que cuanto más una intenta organizar las ideas, más se dispersan.
— Exacto.
Júlia la miró de una manera que hacía que Elisa olvidara el resto del mundo. Como si solo existiera aquel momento.
— Profesora... —comenzó, con voz baja, casi temerosa—, quería preguntarle una cosa... fuera del aula.
Elisa sintió todo su cuerpo ponerse en alerta.
— Puede preguntar.
— ¿Es usted feliz? —preguntó Júlia, mirándola con una franqueza desarmante.
Elisa se quedó sin respuesta. No era el tipo de pregunta que se respondía rápido. No era el tipo de pregunta que se le hacía a una profesora en medio de un parque. Y aun así, allí estaban ellas.
Ella desvió la mirada hacia el lago, hacia los árboles meciéndose con el viento. Y respondió, sin pensar:
— Creo... que me he acostumbrado.
— ¿A no serlo? —susurró Júlia.
— ¿A no ser feliz?
El silencio que siguió fue diferente a cualquier otro. No era incómodo. Estaba lleno de todo lo que no podía decirse.
Después de un tiempo, Júlia habló, en voz baja:
— Usted se lo merece, profesora.
Las palabras cayeron sobre Elisa como una ola cálida y dolorosa. Quería reír. Quería llorar. Quería... quería cosas que no sabía nombrar.
— A veces, una se olvida de eso —dijo, con la voz quebrada.
Júlia guardó el cuaderno en la mochila y se puso de pie.
— Entonces es bueno que alguien nos lo recuerde.
Por un segundo, se quedó allí, parada frente a ella. Lo suficientemente cerca como para que Elisa sintiera el perfume suave de frutas y viento fresco.
— ¿Puedo mostrarle algo? —preguntó Júlia.
Elisa, incapaz de confiar en su propia voz, solo asintió.
Júlia extendió la mano.
Era tan simple. Un gesto tan pequeño. Pero cargado de tanta promesa.
Elisa dudó. Miró a su alrededor —el parque continuaba su ritmo normal, ajeno a la tormenta dentro de ella—. Entonces, finalmente, puso su mano en la de Júlia.
Sus dedos eran cálidos. Firmes. Condujeron a Elisa fuera del sendero principal, hasta un pequeño claro escondido entre los árboles. Un espacio olvidado, donde el sol se filtraba por las hojas como pinceladas doradas.
Júlia soltó su mano con delicadeza.
— Cuando era niña, venía aquí para pensar —sonrió, mirando a su alrededor—. Es como... un lugar solo mío.
Elisa la miró. Vio el brillo en sus ojos castaños, el coraje disfrazado de sencillez. Y supo que había sido elegida para compartir algo íntimo.
Supo, también, que ya no había vuelta atrás.
— Es hermoso —dijo, en un susurro.
— Usted también.
Elisa se congeló.
Júlia se mordió el labio inferior, como si se arrepintiera de la osadía, mas no desvió la mirada.
— Disculpe... no debí haber dicho eso.
Elisa sintió todo dentro de ella vibrar, como una nota musical que aún flotaba en el aire. Cada instinto le ordenaba retroceder, decir algo protocolario, poner una barrera. Pero había algo más fuerte allí. Algo que ya no era posible fingir que no existía.
— Júlia... —comenzó, sin saber qué vendría después.
La joven dio un paso atrás, respetando el espacio que Elisa no supo pedir.
— Sé que usted es casada. Sé que no debería complicarle la vida... yo solo la veo... yo... Solo... no importa. Quedé con Sofía para estudiar mañana en su casa, ¿le importa?
Las lágrimas quemaron detrás de los ojos de Elisa. El coraje brutal de Júlia la desarmaba completamente.
— Está bien por mí —murmuró.
Por un momento, se quedaron allí. Entre árboles, entre mundos. Dos personas que no deberían encontrarse, pero que, de alguna manera, se habían encontrado.
Entonces el celular de Elisa vibró en su bolsillo —un recordatorio brutal de la vida real—. Sofía preguntando dónde estaba, si tardaría mucho.
La magia del momento se rompió, como cristal agrietado.
— Necesito irme —dijo, con la voz ahogada.
Júlia solo asintió.
Elisa se dio la vuelta, sin mirar atrás. Cada paso dolía más que el anterior.
Y mientras se alejaba caminando, supo que aquella línea tenue que separaba lo permitido de lo prohibido había sido cruzada. Aunque nadie hubiera tocado a nadie. Aunque ninguna palabra explícita se hubiera dicho.
A veces, la mayor transgresión es la que ocurre en silencio.
Download MangaToon APP on App Store and Google Play