El cielo se cubrió de nubes tan densas que parecía que el sol había sido devorado. Un viento frío, ajeno a la estación, descendió desde las colinas del norte. En el pequeño pueblo de Arven, los ancianos lo notaron primero: el silencio. Ni pájaros, ni insectos, ni risas de niños. Solo un presagio, sordo y aplastante.
A muchos kilómetros, tras los muros de piedra negra del castillo de Belfast, el rey Carlos observaba el mapa desplegado sobre la mesa de guerra. Sus dedos recorrían con lentitud los caminos del reino, como si acariciara la garganta de una presa invisible.
—¿Estás segura? —preguntó, sin mirarla directamente.
Vanessa, de pie junto a la ventana, contemplaba el paisaje con indiferencia. Su vestido escarlata parecía sangrar bajo la luz grisácea. Sus labios se curvaron apenas, como si disfrutara del momento.
—Ese pueblo es insignificante —respondió—. Pero en él vive lo que necesitamos.
Carlos frunció el ceño.
—Necesitamos un heredero, Vanessa. No un niño cualquiera. ¿Y si no sirve?
—Entonces lo desechamos —dijo ella con frialdad—. Como a los demás.
La orden fue dada esa misma noche. Un destacamento reducido, letal y silencioso, abandonó el castillo antes del amanecer. Vestían capas oscuras. Sin estandartes. Sin gloria. Solo acero y un objetivo.
Arven dormía. Las antorchas titilaban en las esquinas del camino. La taberna había cerrado temprano y los granjeros, cansados de un día de cosecha, soñaban sin saber que serían los últimos.
La casa estaba al final del sendero, más allá del puente, junto al río. Una cabaña pequeña, sencilla. De madera vieja, con un jardín cuidado con esmero. Dentro, una familia.
El padre afilaba cuchillos. La madre doblaba mantas. El niño… dormía, con un peluche remendado entre los brazos.
Nadie escuchó los pasos. Nadie vio las sombras que se deslizaban entre los árboles. Solo el perro ladró, pero fue silenciado de inmediato. Y cuando la puerta fue derribada, todo se volvió caos.
—¡Llévense al niño! ¡Solo al niño! —ordenó el capitán, mientras su espada atravesaba el pecho del padre.
La madre gritó. Intentó cubrir a su hijo con el cuerpo. Imploró, lloró, maldijo. No importó. El filo fue tan rápido como impersonal. Y la sangre manchó las sábanas blancas.
Víctor no comprendía. Los ojos desorbitados, los labios temblando, los pies inmóviles. Quiso gritar, pero su voz se ahogó en su garganta. Una mano lo agarró por el brazo. Lo arrastraron fuera, como un saco de grano.
Él miró atrás. Y esa imagen —los cuerpos de sus padres sin vida, la puerta rota, el fuego empezando a consumir su hogar— se grabó en lo más profundo de su ser. Un silencio nuevo lo envolvió. No el del bosque. Uno que venía desde adentro.
El viaje al castillo fue largo, pero nadie habló. Ningún soldado lo miró a los ojos. Ninguno respondió a sus preguntas, cuando finalmente logró articularlas entre sollozos. Solo el sonido de los caballos, y el crujir de las ruedas.
Cuando llegaron, el castillo parecía una bestia dormida, acechando desde la oscuridad. Las torres se alzaban como garras negras contra el cielo. Las antorchas parpadeaban con una luz pálida, casi burlona.
Lo arrojaron en una sala de piedra. Fría. Vacía. Las puertas se cerraron con un eco metálico. Víctor se abrazó a sí mismo. Temblaba. Y fue entonces que lo vio.
Carlos.
De pie frente a él, envuelto en sombras. Alto, imponente, con ojos que no mostraban humanidad.
—Este es el niño —dijo con una voz seca.
Vanessa entró tras él. Caminaba como si flotara. Se acercó a Víctor con una expresión de asco apenas disimulada. Lo rodeó, lo examinó como si fuera ganado.
—No parece gran cosa —comentó con un suspiro de decepción.
Carlos no apartó la mirada. Algo en él hervía. Ira. Desprecio. Odio sin razón.
—¿Esto es lo mejor que hay? —gruñó—. ¿Este mocoso?
Vanessa sonrió, pero sin alegría.
—No lo sabemos aún. Pero si hay algo en él… lo sabremos.
Carlos se agachó a su altura. Su aliento era helado.
—Escúchame bien, gusano. No eres nuestro hijo. No eres bienvenido aquí. Pero por ahora… te quedas.
Víctor no respondió. No podía. La mirada de ese hombre lo paralizaba. Algo en su interior se quebró esa noche. Algo que nunca volvería a ser igual.
Y en lo alto de la torre, entre pasillos secretos y risas apagadas, una pequeña figura observaba todo desde las sombras. Con una risa suave. Con ojos llenos de malicia infantil.
Lilith.
El frío del suelo de piedra se filtraba por la delgada túnica que los soldados le habían arrojado antes de encerrarlo. Víctor se acurrucó en una esquina de la sala, con la mirada perdida en la oscuridad. El eco de sus propios pensamientos lo perseguía como una sombra hambrienta.
Cada vez que cerraba los ojos, veía la misma imagen: la sangre. Las manos de su madre temblando. El rostro de su padre, rígido. El humo. El fuego. El silencio.
Lloró en silencio, hasta que las lágrimas dejaron de salir.
Horas —o quizá días— pasaron. No había ventanas en la habitación. Solo una puerta de hierro que jamás se abría… hasta que lo hizo.
Un chirrido agudo quebró el mutismo. Dos guardias entraron. No dijeron una palabra. Uno de ellos lo tomó del brazo, el otro lo empujó. Víctor no resistió. No tenía fuerzas.
Lo arrastraron por pasillos sombríos, estrechos, sin antorchas. El castillo olía a humedad, a piedra vieja, a secretos podridos. A medida que avanzaban, pasaron junto a otras puertas cerradas. Algunas dejaban escapar susurros. Otras… sollozos.
Lo llevaron hasta una sala iluminada. Amplia. Con tapices grises colgando de las paredes, todos mostrando escenas de batallas sangrientas y reyes sin rostro. En el centro, un trono de hierro negro.
Carlos estaba sentado en él.
Vanessa se encontraba a su lado, con una copa de vino entre los dedos. Su expresión era de total aburrimiento. Como si todo aquello fuera solo un entretenimiento pasajero.
—Arrodíllenlo —ordenó el rey.
Los guardias obedecieron. Víctor cayó de rodillas.
Carlos se inclinó hacia él. Sus ojos azules brillaban con un desprecio casi divertido.
—A partir de hoy, tú ya no tienes nombre —declaró, con voz firme—. Tu pasado ha sido borrado. Tus padres no existen. Tus recuerdos son basura.
Víctor lo miró, confundido. Asustado.
—¿Por qué…? —susurró, apenas audible.
Carlos le dio una bofetada. No con rabia. Con calma. Como si fuera un acto necesario.
—No tienes derecho a preguntar. Estás aquí porque lo ordené. Porque me pertenece todo en este reino… incluso tú.
Vanessa se acercó con pasos elegantes. Se arrodilló frente a él, y colocó un dedo bajo su barbilla para levantarle el rostro.
—Mírame, niño —le susurró con una voz tan dulce como falsa—. Este lugar es tu hogar ahora. Y nosotros… somos tu familia. ¿No es maravilloso?
Víctor tragó saliva. No supo qué decir. No entendía nada. Su cuerpo temblaba.
—Llora todo lo que quieras —añadió Vanessa, poniéndose de pie—. Pero hazlo en silencio. El castillo odia los gritos de los débiles.
Carlos hizo un gesto con la mano. Los guardias lo arrastraron de nuevo. Esta vez lo llevaron a una celda más pequeña. Oscura. Con una cama de piedra y una cubeta en la esquina.
La puerta se cerró con un golpe metálico.
Víctor se quedó sentado en la oscuridad.
Y entonces la escuchó.
—¿Eres el nuevo? —dijo una voz aguda, infantil, desde algún lugar que no pudo ver.
Víctor se sobresaltó. Miró a su alrededor, pero no había nadie.
—Estoy aquí arriba —rió la voz.
Al alzar la vista, distinguió una pequeña rejilla en el techo. Y detrás de ella… unos ojos brillantes.
—Soy Lilith —dijo la niña—. ¿Cómo te llamas?
Víctor dudó. No sabía si debía hablar.
—Yo… me llamo…
—No importa, igual te lo van a quitar —lo interrumpió ella, soltando una risita—. Todos aquí pierden algo. Algunos pierden la voz. Otros la cordura. ¿Tú qué vas a perder primero?
Víctor no respondió.
—Oye —siguió Lilith—. ¿Sabes guardar secretos?
El niño asintió, con miedo.
—Bien… entonces guarda este: nadie sale del castillo siendo el mismo que entró. Ni tú. Ni yo.
La rejilla se cerró de golpe. El silencio volvió.
Víctor se quedó solo, con la oscuridad y las preguntas. El castillo respiraba alrededor de él, como si estuviera vivo.
Y aunque no lo sabía, ese era solo el primer día de su condena.
El amanecer no existe dentro de las paredes del castillo de Belfast.
No hay canto de aves, ni luz que se cuele entre cortinas. Solo el crujir de la madera vieja, el goteo constante de humedad desde las piedras del techo, y el chirrido agudo de las llaves girando en las cerraduras. Ese fue el sonido que despertó a Víctor, cubierto por una manta áspera, sucia, con el cuerpo encogido por el frío y la mente hecha pedazos por la pesadilla de la noche anterior… aunque él sabía que no fue un sueño.
Un guardia entró. Alto, con armadura oscura y expresión indiferente. Arrojó un mendrugo de pan duro y un cuenco con agua turbia al suelo.
—Come. Y luego sígueme —dijo sin mirarlo.
Víctor lo obedeció. No porque tuviera hambre. No porque tuviera fuerzas. Sino porque no tenía opción. En este lugar, desobedecer significaba dolor. Lo entendía, aunque aún no lo había sentido en carne propia.
Lo llevaron por pasillos distintos a los anteriores. Aquí las paredes estaban decoradas con retratos de antiguos reyes. Todos con la misma expresión vacía. Nadie parecía haber sonreído jamás en ese linaje. A medida que avanzaban, el suelo se volvía más liso, más frío. Llegaron a un enorme portón de madera tallada con figuras de monstruos y ojos que parecían observar.
El guardia golpeó dos veces. El portón se abrió solo.
Dentro, una sala amplia. Circular. Con pisos de mármol oscuro. En el centro, una mujer delgada, de rostro severo y vestimenta gris como la ceniza.
—¿Este es el niño? —preguntó sin emoción.
—El que ordenó el rey.
La mujer asintió.
—Puedes irte.
El guardia cerró la puerta tras él, dejándolo a solas.
—Mi nombre es Maestra Elira —dijo la mujer—. Estoy a cargo de tu “educación”, si es que podemos llamarla así. A partir de hoy, servirás en el castillo. Limpiarás, cargarás, obedecerás. No hablarás a menos que se te hable. No mirarás a nadie a los ojos. Y, sobre todo, no llorarás. Los que lloran, desaparecen.
Víctor no dijo nada.
—¿Tienes nombre? —preguntó ella, cruzándose de brazos.
—V…
—No importa —interrumpió, igual que Lilith la noche anterior—. Ya no lo tienes.
Lo miró como si fuera una herramienta mal fabricada.
—No estás aquí para vivir. Estás aquí para servir. Y si fallas… te reemplazan. Siempre hay más niños allá afuera.
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Los días en el castillo pasaban sin distinguirse unos de otros. A Víctor le asignaron los rincones más oscuros y fríos: las escaleras que nadie usaba, las cocinas subterráneas, los pasillos que conectaban zonas que ni él entendía. Siempre vigilado. Siempre solo.
Le daban una hora para dormir. Dos para comer. O menos. El resto, trabajo. Barrer suelos llenos de sangre seca. Limpiar herramientas oxidadas. Quitar excremento de los establos.
Y si se equivocaba… si rompía algo, si tardaba, si respiraba más fuerte de lo necesario… llegaba el castigo.
La primera vez fue simple. Un azote en la espalda, sin aviso, por dejar caer una cubeta. La segunda fue peor. Tres días sin comer. La tercera… lo encerraron en una habitación sin luz, sin agua, con ratas que lo olfateaban por las noches.
Víctor empezó a cambiar. No hablaba. No lloraba. Solo observaba. Memorizaba rutas. Recordaba rostros. Escuchaba todo, incluso lo que no estaba destinado para él.
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Una tarde, mientras cargaba leña hacia la parte alta del castillo, volvió a verla.
Lilith.
Sentada en el alféizar de una de las ventanas interiores, balanceando las piernas como si flotara sobre el abismo.
—Mira, el perrito sigue vivo —dijo en tono burlón—. Pensé que ya te habrías roto.
Víctor no respondió. Siguió caminando.
—No hablas, no lloras, no gritas… Eres aburrido.
Ella saltó desde la ventana, aterrizando con una ligereza casi sobrenatural frente a él. Llevaba un vestido blanco impecable, contrastando con la suciedad que cubría a Víctor.
—¿Sabes qué hacen con los niños que se portan bien? —preguntó, sonriendo—. Los usan. Hasta que se rompen.
Lo rodeó como una serpiente curiosa.
—Pero tú eres distinto… Ellos no lo saben aún. Ni tú. Pero yo sí.
Víctor alzó la vista, por primera vez. Sus ojos, oscuros y hundidos por las ojeras, chocaron con los de ella.
—¿Qué soy? —preguntó en un susurro.
Lilith sonrió, pero esta vez su sonrisa no era alegre. Era peligrosa.
—Un error.
Y luego se fue, dejando el aire más frío de lo que estaba antes.
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Esa noche, al regresar a su celda, Víctor encontró algo diferente.
Sobre la piedra donde dormía… había una pequeña marca. Un símbolo tallado, nuevo, que no estaba antes. Como si alguien lo hubiera grabado con una uña, o una hoja afilada.
Un círculo cruzado por una línea vertical.
No sabía qué significaba.
Pero desde esa noche… no volvió a dormir tranquilo.
Las horas pasaban como si el tiempo se hubiese congelado. El castillo parecía devorarlo todo: las emociones, la esperanza, incluso el sentido de los días. Víctor vivía en un ciclo de silencios, miradas esquivas y órdenes cortantes. Nadie lo llamaba por su nombre. Para todos, era solo "niño", "sirviente" o, con suerte, "eso".
Pero el símbolo en la piedra no desaparecía.
Víctor lo observaba cada noche, con creciente inquietud. Cada línea grabada en la roca parecía vibrar con algo que no lograba entender. Intentó ignorarlo. Pero a los pocos días… comenzaron las pesadillas.
La primera fue confusa. Se veía a sí mismo caminando por pasillos interminables del castillo, pero estaban vacíos, cubiertos de sangre seca. Las paredes respiraban. Y al fondo, una figura con una corona oxidada lo observaba… sin rostro.
La segunda fue peor.
El castillo estaba en llamas. Él gritaba, pero no salía sonido. Y en medio del fuego, una niña de ojos oscuros reía mientras apuntaba a su pecho, donde el mismo símbolo del círculo y la línea brillaba como hierro candente.
Despertó jadeando. El sudor le recorría el cuerpo. Afuera, los pasillos seguían en silencio.
Solo entonces se dio cuenta de que, entre las sombras, alguien lo observaba desde la rendija de su puerta.
No era un guardia.
Era Vanessa.
Estaba sola. De pie. Silenciosa. Como una estatua en la oscuridad. Sus ojos, fríos y calculadores, no parpadeaban. Al darse cuenta de que Víctor la miraba, esbozó una pequeña sonrisa torcida. Luego, sin decir nada, se dio la vuelta y desapareció.
Esa misma mañana, lo llevaron a una nueva sala.
Una especie de patio de entrenamiento interior, de suelo de piedra y paredes altas. Allí, otros niños. Todos sucios, silenciosos, mirándose entre sí con una mezcla de miedo y resignación. Había unos mayores, otros más pequeños, pero todos tenían la misma mirada vacía.
Un hombre musculoso, con la mitad del rostro quemado, apareció desde el otro extremo.
—Bienvenidos al salón del valor —dijo con voz áspera—. Aquí se separan los útiles de la basura. Aquí, los débiles aprenden a callar. Y los valientes… a sufrir.
Víctor sintió que algo en su estómago se retorcía.
—Hoy, ustedes se probarán —continuó el hombre—. No por gusto. Sino porque el rey lo ha ordenado. Y cuando el rey habla… todos sangran.
Una caja de madera fue abierta, revelando varas, cuerdas, palos. Herramientas de disciplina. Herramientas para destruir sin matar.
El hombre eligió a uno de los niños mayores.
—Tú, golpea al pequeño —ordenó, señalando a Víctor.
El chico dudó. Bajó la mirada.
—¿No me oíste?
El chico tembló.
Víctor se quedó quieto. Sin entender. Sin reaccionar.
El golpe vino sin aviso. Un puñetazo en la cara. Fuerte. Torpe. Más por miedo que por odio. Víctor cayó al suelo, el sabor metálico llenándole la boca.
—¡Otra vez! —gritó el instructor.
El chico lo hizo. Otro golpe. Luego otro. Hasta que Víctor dejó de moverse.
Nadie intervino.
Porque eso era el castillo.
Un lugar donde se premiaba la obediencia y se castigaba la compasión.
---
Más tarde, cuando despertó en su celda, la sangre seca pegada al rostro, lo primero que vio fue el símbolo en la piedra… pero algo había cambiado.
Ya no era solo un círculo con una línea.
Alrededor, habían aparecido otras pequeñas marcas. Rayas, garras, cruces diminutas.
Como si alguien —o algo— lo hubiese estado observando.
Como si el castillo no solo lo quisiera destruir.
Sino también marcarlo.
---
Esa noche, Lilith regresó.
No por la rejilla. No por sorpresa.
Simplemente apareció, sentada dentro de su celda, balanceando las piernas como si el frío y la oscuridad no le afectaran en absoluto.
—Te pegaron fuerte, perrito —murmuró, divertida—. Pero no lloraste. Eso fue inteligente… o estúpido. No estoy segura.
Víctor no respondió.
Lilith se inclinó hacia él, los ojos brillando en la penumbra.
—Hay algo roto dentro de ti, ¿verdad?
Silencio.
—Eso es bueno —dijo, sonriendo—. Los rotos… aprenden más rápido.
Se puso de pie. Caminó hasta el símbolo en la piedra y lo acarició con un dedo.
—¿Sabes qué es esto?
Víctor negó con la cabeza.
—Es una promesa —susurró ella—. O una advertencia. Eso depende de ti.
Y antes de desaparecer entre las sombras, se detuvo en la puerta y dijo algo más, sin mirarlo:
—El castillo quiere romperte… pero yo quiero ver qué queda después.
La puerta se cerró sola. Y Víctor, esta vez, no durmió.
Porque ahora no solo tenía miedo del castillo…
Si no también de sí mismo.
La mañana comenzó con un cambio inusual.
Dos guardias, distintos a los habituales, irrumpieron en la celda de Víctor sin previo aviso. Uno de ellos lo arrastró del suelo como si fuese un saco vacío. El otro lo roció con un cubo de agua helada, sin decir una palabra. Le dieron una prenda raída, vieja, casi transparente, más parecida a un trapo que a ropa. Y lo obligaron a vestirse.
—Hoy conocerás al rey —dijo uno, con una mueca burlona—. Intenta no vomitar de miedo.
No le explicaron nada más.
Solo lo condujeron, por pasillos que nunca había recorrido, hacia una zona brillante del castillo. El mármol blanco y los vitrales de colores le eran ajenos. Víctor nunca había estado allí. Cada paso hacia esa parte del mundo real —ese mundo que había olvidado— se sentía como si estuviera cruzando al otro lado de un sueño.
Pero no era un sueño.
Era una pesadilla con luz.
---
El gran salón del trono era inmenso. Las columnas altas tocaban el techo abovedado como si quisieran alcanzar el cielo. La corte estaba reunida: nobles, consejeros, soldados, sirvientes. Todos en silencio. Todos con los ojos fijos hacia el estrado.
En lo alto, sentado con arrogancia, el Rey Carlos.
Y a su lado, con el porte de una estatua de hielo, Vanessa, la reina. Entre ambos, como si fuera su sombra viviente, estaba Lilith. Con un vestido nuevo. Sonriendo como si el mundo fuera su juguete personal.
Los guardias lanzaron a Víctor al centro del salón, frente a todos. Cayó de rodillas. No tenía fuerza para resistirse. La ropa húmeda se pegaba a su piel, dejándolo expuesto. Los murmullos comenzaron.
—¿Ese es…?
—Un niño salvaje.
—Míralo… parece una rata.
—¿Por qué lo traen aquí?
El Rey Carlos se puso de pie.
—Pueblo de Belfast —declaró con voz potente—. Hoy no venimos a celebrar una victoria… ni a conmemorar un héroe. Hoy venimos a reír.
El silencio fue absoluto.
Carlos bajó los escalones con pasos lentos, hasta colocarse frente a Víctor. Lo miró como se mira a un insecto.
—Este… es nuestro pequeño sirviente. Una criatura que llegó a nosotros… con la promesa de ser algo útil. Pero lo único que ha demostrado hasta ahora es ser una molestia.
Se giró hacia la corte, caminando alrededor de Víctor.
—Inútil. Lento. Torpe. Y por si fuera poco… mudo.
Las risas comenzaron. Primero tímidas. Luego más fuertes. Algunas nobles se tapaban la boca para disimular. Otros reían abiertamente. Los soldados sonreían sin vergüenza. A Víctor le ardía la piel. No por el frío… sino por la humillación.
Carlos se acercó otra vez.
—¿No vas a hablar? —preguntó en tono burlón.
Silencio.
—¿No vas a agradecer que te hayamos salvado de la miseria?
Más risas.
Lilith se levantó del trono y descendió las escaleras con gracia infantil. Caminó directamente hacia Víctor, y sin previo aviso… lo escupió en la cara.
—Dinos, mascota —dijo, con falsa dulzura—, ¿te gusta tu jaula?
Víctor no respondió. No movió un solo músculo. Solo cerró los ojos, apretando los puños con fuerza, mientras la rabia ardía en su pecho como un volcán en silencio.
Carlos levantó una mano.
—Parece que no entiende. Tal vez necesita una lección más clara.
Un guardia se acercó con un látigo en la mano.
Víctor sintió que todo el salón contenía la respiración.
La primera marca cruzó su espalda como fuego líquido. La sala estalló en una mezcla de asombro y entretenimiento sádico. Era un espectáculo. Él era el espectáculo.
La segunda, más fuerte, lo derribó al suelo.
La tercera… fue silenciosa. Porque ya no podía gritar. Porque nunca lo hizo.
Pero no fue el dolor lo que lo quebró.
Fue ver las caras. Ver a Lilith reír. A Carlos cruzado de brazos, satisfecho. A Vanessa disfrutando del momento como si fuera un banquete.
No tenía aliados.
No tenía nombre.
No tenía hogar.
Y en ese momento… algo dentro de él cambió.
No fue un grito. No fue un llanto. No fue una promesa.
Fue un odio frío. Puro. Silencioso. Como una semilla oscura hundiéndose en lo más profundo de su ser.
Carlos hizo un gesto, deteniendo el castigo.
—Llévenlo de vuelta a su celda. Que recuerde quién manda aquí.
Y así lo hicieron.
Arrastrándolo, ensangrentado, cubierto de risas que se quedaban flotando en los muros del castillo.
Esa noche, en su celda, Víctor no durmió.
No lloró.
Solo repitió en su mente un pensamiento, una y otra vez, hasta que se volvió su única verdad:
“Algún día… todo esto se va a caer.”
El regreso a la celda fue un desfile de susurros y miradas que no necesitaban palabras. Víctor no podía caminar bien. Cada paso ardía, cada músculo gritaba. Los guardias lo arrojaron de nuevo al suelo de piedra como si fuese basura, cerrando la puerta sin molestarse en mirarlo una última vez.
Oscuridad.
Soledad.
Y sangre.
La piedra absorbía su dolor en silencio. El símbolo que aún seguía grabado en la pared parecía más oscuro, más profundo… como si también hubiese presenciado todo. Como si hubiese esperado ese momento.
Víctor no lloró.
Pero tampoco durmió.
El castillo estaba en silencio. Solo el viento lejano golpeando los vitrales. Solo su respiración cortada. Solo el latido lento de su corazón tratando de no apagarse.
En su mente, se repetía una escena.
La cara de Carlos riendo.
La mirada de Vanessa: fría, satisfecha.
Y Lilith.
Esa maldita niña con sonrisa de ángel y veneno en el alma.
Había algo en ella que no era humano. Algo que lo observaba más allá de sus ojos. Algo que lo conocía más de lo que él mismo se conocía.
—¿Te dolió? —susurró una voz.
No estaba solo.
Lilith, sentada una vez más dentro de su celda como si jamás hubiera salido.
—No importa —continuó—. A mí también me dolieron cosas. Pero aprendí. Aprendí a no confiar. A no querer. A destruir antes de ser destruida.
Víctor no la miró.
Ella se arrastró más cerca, dejando caer algo frente a él: un trozo de pan duro, mordido por un lado.
—No te estoy ayudando —aclaró—. Solo quiero que aguantes. Me diviertes. Me haces los días menos aburridos.
Se levantó y lo miró con una expresión que no era burlona. No exactamente.
—Van a seguir, ¿sabes? —susurró—. Van a seguir haciéndote cosas. Peores cosas. Hasta que ya no quede nada de ti. Y cuando eso pase… entonces vendrá la parte divertida.
Se acercó al símbolo en la piedra. Esta vez, pasó el dedo sobre las marcas nuevas que habían aparecido tras el castigo. Las líneas ya no eran aleatorias. Empezaban a tomar forma. Parecían runas, o tal vez cicatrices en la misma piedra.
—Tú no lo sabes todavía —dijo—. Pero ese símbolo… no es tuyo. No todavía.
Víctor alzó la mirada por primera vez.
—¿Entonces de quién es?
Lilith se detuvo. Su sonrisa desapareció por un segundo. Solo uno.
—Eso es lo que tienes que descubrir —respondió, girándose hacia la puerta—. Pero hazlo rápido… antes de que ellos lo hagan por ti.
Y desapareció en la oscuridad.
---
Pasaron los días. O las semanas. El tiempo había perdido forma. Víctor dejó de hablar con los otros niños. No comía más de lo necesario. No respondía cuando lo empujaban, cuando lo obligaban a limpiar las salas más frías, cuando le daban órdenes humillantes delante de los guardias.
Empezó a caminar por los pasillos como un fantasma.
Empezó a observar.
A escuchar.
Y a recordar.
La forma en que Carlos usaba las palabras para herir.
Cómo Vanessa manipulaba con una sola mirada.
La manera en que Lilith aparecía… y desaparecía.
Cada gesto, cada palabra, cada castigo, era una piedra más en su memoria. No solo por rabia. No solo por dolor.
Sino por algo más frío, más calculado.
Por venganza.
Porque si tenía que vivir en ese infierno… entonces no se marcharía sin incendiarlo.
Desde el fondo de su celda, desde la sombra del rincón más oscuro, comenzó a formarse una idea. Todavía sin forma. Todavía sin voz. Pero real.
Una verdad susurrada por su propio silencio:
“Algún día… los haré arrodillarse.”
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