Hay dolores que no se ven. Hay batallas que se libran en silencio, detrás de una sonrisa forzada o de una mirada dura. Esta es la historia de Aika, una chica que aprendió a sobrevivir sin sentirse amada, que vivió muchos días sintiéndose invisible… incluso en su propia casa.
No es una historia sobre una heroína perfecta. Es una historia sobre alguien rota, como muchas personas allá afuera. Alguien que, a pesar del dolor, del desprecio y de la soledad, decide poco a poco levantarse, aunque sea arrastrándose.
Aika no busca ser salvada. Solo quiere respirar sin que le duela.
Y a veces, en medio del caos, aparece alguien que no viene a arreglarte, sino a sentarse contigo mientras te rompes.
Ese alguien se llama Hikaru.
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Mensaje del autor
Escribo esta historia por todas esas personas que han sentido que no son suficientes. Por quienes han mirado al espejo sin reconocerse, o han llorado en silencio porque no saben cómo pedir ayuda.
La vida no siempre es justa. A veces, quienes deberían cuidarnos son quienes más daño nos hacen. Pero incluso en los días más oscuros, existe la posibilidad de que algo cambie, de que alguien escuche, de que la herida empiece a sanar.
Esta historia no tiene magia. Pero tiene verdad.
Gracias por leerla.
— La autora
Descripción
"La casa donde aprendí a odiarme"
Una historia sobre el dolor de ser ignorada y la esperanza de ser vista.
Aika siempre supo que había algo en ella que su madre no quería. Lo notaba en las palabras que no decía, en los abrazos que no llegaban, en los platos vacíos que dejaba solo para su hermano. En esa casa, el amor era un privilegio reservado… y Aika solo era una sombra más.
Marcada por una infancia de desprecio y un hogar donde nunca fue suficiente, Aika crece con una tristeza callada que nadie parece notar. Se vuelve dura por fuera, sarcástica, cerrada al mundo. Pero dentro, cada día es una lucha contra las voces que le repiten que no merece ser amada.
Hasta que aparece Hikaru.
Él no viene a salvarla, ni a prometerle mundos perfectos. Solo la mira, la escucha, y poco a poco, le muestra que incluso los corazones más heridos merecen descansar. Entre silencios compartidos, risas inesperadas y confesiones que duelen más que curan, Aika comienza a descubrir que tal vez... no está rota, solo ha estado sobreviviendo.
"La casa donde aprendí a odiarme" es una novela cruda y realista sobre la depresión, el abandono familiar y la lenta reconstrucción de la autoestima. Una historia que duele, pero también abraza. Porque incluso en las casas más frías, puede encenderse una chispa de vida.
Mi vida
Esta historia, aunque contada desde la voz de Aika, nace de una verdad muy íntima: la mía. No todo lo que vivió ella lo viví yo, pero cada emoción, cada silencio, cada herida disfrazada de sarcasmo, fue real. La casa donde aprendí a odiarme no es solo una novela, es un pedazo de mi infancia, de mi lucha interna, de esas veces en que el amor parecía tener favoritos. Escribí esto para sanar, pero también para decirle a quien lo lea: no estás solo. Hay dolor que no se ve, pero también hay vida después de él.
— Curlygirl
6:45 a.m. – Lunes
El despertador sonó por tercera vez. Aika no se movió. No porque estuviera profundamente dormida, sino porque ya estaba despierta desde hacía casi una hora, mirando al techo de su cuarto, envuelta en la sombra de una rutina que no dolía por lo que tenía… sino por lo que le faltaba.
Su cuarto olía a humedad. La ventana no cerraba bien desde el año pasado, y su madre nunca se molestó en repararla. En invierno, el frío se metía por ahí como una visita no deseada. En verano, era el polvo. En cualquier estación, era la indiferencia.
Se sentó al borde de la cama, con los pies en el suelo. Sus piernas delgadas estaban marcadas con pequeños moretones, algunos sin razón aparente. La piel blanca y sensible le recordaba que había vivido mucho más de lo que parecía. Se frotó los ojos verdes y luego observó su reflejo en el espejo roto del armario: rulos dorados, ojos apagados, una boca que ya no recordaba cómo sonreír sin fingir.
6:58 a.m.
En la cocina, el desayuno ya había sido servido… para Renji.
—¿Y el mío? —preguntó sin esperanza.
—No alcanzó —respondió su madre sin levantar la vista del celular—. Tu hermano necesitaba energía para el examen de hoy. Puedes comprarte algo en el colegio si quieres.
Renji, su hermano menor por dos años, devoraba su tostada con huevo sin decir nada. Ni un gesto. Ni una palabra. Como si su existencia fuese la normal y la de ella un error que nadie se había atrevido a borrar.
Aika ya no discutía. Lo había hecho años atrás, cuando creía que la justicia también existía en casa. Ahora solo tomaba su mochila, con el estómago vacío y la mirada pesada, y se iba sin hacer ruido.
7:25 a.m. – Camino al colegio
El sol apenas empezaba a salir, y ya sentía que el día pesaba más que su mochila. Caminaba rápido, con los audífonos puestos, pero sin música. Solo para evitar que la gente le hablara.
Pensaba en cómo sería vivir en una casa donde alguien te esperara con café y pan, o simplemente con una sonrisa. Una casa donde tu nombre no se dijera solo para pedir favores o hacerte sentir culpable por existir.
Recordaba momentos vagos de infancia, cuando aún creía que su madre la amaba. Esos abrazos escasos. Esas palabras tiernas… que con el tiempo se fueron evaporando como si nunca hubieran estado ahí. Como si ser mujer la hubiera vuelto menos digna de afecto.
8:00 a.m. – Aula 3-B
Se sentó en su lugar, al fondo, junto a la ventana. Siempre elegía ese sitio. Podía mirar el cielo, los árboles, el mundo afuera. Le gustaba pensar que en algún lugar lejano, alguien vivía diferente. Que no todos los hogares eran cárceles disfrazadas.
—¿Este puesto está ocupado? —preguntó una voz.
Aika giró lentamente. Un chico alto, delgado, con cara de no saber lo que hacía ahí, la miraba con una sonrisa tímida. Su cabello caía desordenado sobre su frente y su uniforme estaba mal abotonado. Era nuevo.
—Está libre —respondió Aika, sin interés.
El chico se sentó a su lado sin más.
—Soy Hikaru. Vine de otra ciudad. Cambio de aires, ya sabes.
—No, no sé —dijo ella, mirando por la ventana.
Él rió suavemente.
—Me caes bien. Eres honesta.
Aika levantó una ceja.
—O soy antisocial. O ambas.
—Me gusta la combinación —respondió él, como si fuera la cosa más natural del mundo.
Ella no dijo nada. Pensó que no duraría mucho. Nadie lo hacía.
Recreo – Patio del colegio
Aika se sentó bajo su árbol habitual. No porque fuera un árbol especial, sino porque era el más lejano del ruido. Sacó su libreta y empezó a garabatear. No escribía poesía, ni cuentos. Solo pensamientos sueltos. Pedazos de lo que no podía decir.
> “Si algún día desaparezco, ¿quién notará mi ausencia primero: la silla que ocupo o mi madre?”
—Ese es un pensamiento muy profundo —dijo una voz a su lado.
Era Hikaru otra vez. Sostenía una manzana y una sonrisa como si le perteneciera el derecho de estar ahí.
—¿Me seguiste? —preguntó ella, sin mirarlo.
—No. Te busqué. Es diferente.
—¿Y por qué?
—Porque tengo buen gusto para encontrar gente interesante.
Aika resopló. Le parecía ridículo… y en parte, reconfortante. Nadie había buscado estar cerca de ella sin querer algo a cambio. Hikaru parecía no querer nada.
—¿Te gusta el silencio? —preguntó él, sentándose a su lado.
—Me gusta no tener que fingir que estoy bien —respondió Aika.
Él asintió, mirando al cielo.
—Yo también.
Y así, sentados bajo el árbol sin nombre, con el viento moviendo las hojas y los pensamientos suspendidos en el aire, Aika sintió por primera vez en mucho tiempo que quizá… solo quizá… alguien estaba dispuesto a verla sin juzgarla.
Martes, 6:12 a.m.
Aika se despertó antes de que el despertador sonara. Otra noche con poco sueño, otra madrugada en la que su mente no le dio tregua. Había aprendido a vivir con ese insomnio silencioso que no grita, pero desgasta. Se sentó en la cama y se abrazó las piernas. En la penumbra de su habitación, donde la pintura se caía a pedazos y las telarañas ocupaban las esquinas, se sentía menos observada. Menos expuesta.
El suelo estaba helado al contacto de sus pies. Se arrastró hacia el baño como un fantasma que nadie espera. Abrió el grifo y se miró en el espejo roto, que reflejaba su rostro en partes. Esa imagen le parecía más real que cualquier foto. Una chica dividida. Fragmentada. Ojos verdes apagados, labios partidos, y esa expresión constante de quien está cansada de existir sin motivo.
Su madre ya estaba en la cocina. No la saludó. Tampoco se giró a verla. Estaba preparando el almuerzo para Renji, que aún dormía. Aika caminó despacio, queriendo ser invisible. Sabía que si hablaba, rompería el frágil equilibrio del ambiente. Y no valía la pena.
—¿Te puedo llevar algo? —preguntó con voz baja.
—Tú ya estás grande —respondió su madre, sin siquiera voltear.
No había desayuno para ella. Como casi siempre. Se fue sin decir nada más. El silencio se había convertido en su armadura.
En el colegio
Aika llegó temprano, como siempre. No porque amara estudiar, sino porque estar en casa le dolía más. La escuela era su refugio imperfecto. Un lugar donde, al menos, la ignoraban por igual. Entró al aula y se sentó en su rincón, al fondo, junto a la ventana.
Hikaru ya estaba allí. La saludó con una sonrisa suave.
—Buenos días, Aika. ¿Dormiste bien?
Ella se encogió de hombros.
—Lo suficiente como para volver a despertarme.
Hikaru no insistió. Solo sacó su cuaderno y empezó a dibujar algo. Aika lo miró de reojo. Él dibujaba bien. Había trazos de alguien que observaba con atención. Eso le llamó la atención. Ella también veía cosas que otros no.
—¿Qué dibujas?
—A ti —dijo él, sin miedo—. Pero no ahora. Una versión de ti sonriendo. No sé si existe, pero quiero conocerla.
Aika sintió una punzada en el pecho. No supo si era rabia, tristeza o un deseo profundo de que esa versión existiera.
Durante la clase
La profesora hablaba de historia, de guerras pasadas y héroes caídos. Aika pensaba en su propia batalla, en la guerra diaria que era levantarse. Nadie la había entrenado. Nadie le daba medallas por aguantar. Solo sobrevivía. Cada día era una victoria silenciosa.
Miró a su alrededor. Las otras chicas reían, escribían mensajes en papeles, planeaban cosas para después de clase. Ella no pertenecía. No sabía cómo. No quería fingir.
Almuerzo – Escaleras traseras
No fue al comedor. No tenía nada que comer y no quería ser la chica que se sienta sola con una bandeja vacía. Se fue a las escaleras traseras del colegio. Ese era su rincón. Su refugio. Se sentó en el último peldaño y sacó su libreta.
> "Hoy volví a ser la que nadie extrañaría. Pero Hikaru me miró como si sí importara. Eso confunde."
Pasaron unos minutos, y entonces escuchó pasos. Era él. Otra vez. Con dos panes envueltos en servilletas.
—Comí mucho en la mañana. Esto me sobra —mintió.
Aika lo miró. Dudó. Pero aceptó. Comió en silencio. Él no preguntó. No juzgó. Solo estuvo.
Esa noche – Diario personal
> "Me ofreció comida. Se sentó conmigo. No dijo nada raro. Solo estuvo. ¿Es posible que alguien se quede sin esperar que te rompas para irse?"
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