El autobús se alejó levantando una nube de polvo, dejándola sola bajo un cielo que comenzaba a oscurecerse. Aelis ajustó la mochila al hombro y respiró hondo. El aire de Valdren tenía algo distinto: más frío, más denso… como si estuviera cargado de secretos.
No reconocía el pueblo. Las casas eran viejas, las calles empedradas parecían detenidas en el tiempo, y el bosque, oscuro y enorme, rodeaba todo como si esperara algo. O a alguien.
Era su primer día en ese lugar. Otra mudanza. Otro colegio. Otro intento de empezar de nuevo.
Aelis tenía diecisiete años, y aunque su madre decía que era fuerte, ella no siempre se sentía así. Llevaba el cabello oscuro en una trenza floja, y sus ojos, ese extraño verde grisáceo, miraban el mundo con una mezcla de atención y distancia. Nunca había encajado del todo. Y ahora, una vez más, lo intentaría.
La cabaña quedaba cerca del límite norte del pueblo, donde el bosque se volvía más espeso. Caminaba sola por un sendero de tierra, escuchando el crujido de sus botas. Pero algo era raro. No había grillos. No había viento. Ni siquiera el susurro de las hojas.
Solo silencio.
Y entonces lo sintió.
No lo vio. Lo sintió primero. Un cosquilleo recorriéndole la nuca, como si alguien la estuviera observando desde muy cerca. Se detuvo. Giró despacio.
Nada.
Pero en el borde del bosque, entre sombras y ramas, sabía que alguien estaba ahí.
—No pareces de por aquí —dijo una voz masculina, firme, justo detrás de ella.
Aelis dio un respingo y se volteó con el corazón latiendo a mil. No sabía si gritar o correr. Pero no lo hizo. Esa voz la detuvo.
Él estaba a unos pasos de distancia. Alto, de hombros anchos, con una chaqueta oscura que no lograba ocultar la fuerza de su cuerpo. Tenía el cabello algo desordenado, como si hubiera salido corriendo del bosque, y sus ojos… sus ojos brillaban demasiado para la poca luz que había.
—¿Y tú quién eres? —preguntó, cruzándose de brazos, sin dar un solo paso atrás.
El chico la miró con intensidad, como si intentara descubrir algo. No hablaba, pero su presencia pesaba. Había algo salvaje en él, algo que no sabía nombrar, pero que le erizaba la piel. No por miedo, sino por algo más eléctrico.
—Vivo cerca —dijo finalmente, sin decir su nombre—. Muy cerca.
—¿Y sales seguido a asustar desconocidas? —preguntó con sarcasmo, aunque su voz sonó más suave de lo que esperaba.
Una sonrisa apenas perceptible se asomó en su rostro. Pero no duró mucho.
—Solo me aseguro de que no se pierdan —dijo—. Este bosque no siempre es amable.
Quiso responder, pero se quedó en silencio. No sabía si hablaba en serio o si solo jugaba con ella. Aun así, la forma en que la miraba… la atravesaba. No era una mirada cualquiera. Era como si la viera de verdad.
—Puedo cuidarme sola —dijo con firmeza, aunque sentía el corazón acelerado.
Él sostuvo su mirada unos segundos más. Luego asintió, como si aceptara lo que había dicho.
—Te creo. Pero a veces, eso no es suficiente.
Aelis iba a preguntarle algo más, pero él dio un paso atrás, como si el momento se hubiera agotado.
—Nos veremos —dijo, en un tono más bajo, casi como un susurro.
Ella frunció el ceño. —¿Cómo sabes mi nombre?
Pero ya se estaba alejando entre los árboles, como si nunca hubiera estado allí.
Se quedó sola bajo la luna, con el corazón golpeando fuerte. Siguió caminando hacia la cabaña, intentando convencerse de que solo había sido un encuentro extraño.
Pero sabía que no.
Lo supo por cómo la miró.
Y lo sintió en la piel.
El eco de esa mirada la acompañó todo el día.
Aunque no volvió a verlo después del breve cruce en el pueblo, la presencia de él —ese chico de ojos salvajes— no se le despegaba de la mente. Como si se hubiera tatuado detrás de sus párpados.
Aelis intentó concentrarse en clase, pero las palabras en el pizarrón no lograban quedarse en su cabeza. Algo en ella estaba inquieto. Como si una parte dormida hubiera despertado con un solo cruce de miradas.
No podía explicarlo.
No lo conocía, ni siquiera sabía su nombre. Pero la forma en que la había mirado, con intensidad casi animal, le dejó una sensación que aún la hacía temblar.
—¿Quién era ese chico que estaba esta mañana en la calle principal? —preguntó Aelis esa noche, mientras ayudaba a su madre con los platos.
—¿Qué chico?
—Uno alto, de cabello oscuro... me miró como si me conociera. O como si supiera algo de mí que ni yo misma sé.
Su madre se quedó en silencio por unos segundos antes de responder.
—Seguramente era uno de los Alvarsson.
—¿Y qué tienen de especial?
—Nada. Mejor no te acerques a ellos, eso es todo.
La respuesta fue rápida, demasiado seca. Y Aelis supo en ese instante que le estaban ocultando algo.
Esa noche, el sueño se negó a abrazarla.
El viento soplaba fuerte entre los árboles, y el bosque parecía llamarla. Fue hasta la ventana, empujada por algo que no comprendía del todo. Abrió los postigos con cuidado.
Oscuridad. Silencio. Y por un momento, creyó ver unos ojos brillando en la distancia. No humanos. No del todo.
Parpadeó.
Ya no estaban.
Al día siguiente, la inquietud dentro de Aelis no se había ido. Se sentía extraña, como si algo dentro de ella estuviera latiendo distinto. Más rápido. Más fuerte.
Después de clases, decidió no ir directamente a casa. En lugar de eso, caminó hacia el bosque. No tenía una razón lógica, solo un impulso.
Los árboles la envolvieron con su sombra, y el aire cambió. Más denso. Más vivo.
Y entonces, lo sintió.
Ese escalofrío familiar. Esa certeza irracional de que no estaba sola.
—No deberías andar sola por estos senderos —dijo una voz a su espalda.
Aelis se giró de inmediato.
Ahí estaba él.
Eirik.
Con la misma presencia intensa. Con esos ojos que ardían. Esta vez, más cerca. Más real.
—¿Me estás siguiendo? —preguntó, con el corazón acelerado.
—No. Estás en mi territorio.
La frase la hizo fruncir el ceño.
—¿Tu territorio?
Él no respondió. Solo la miró con una mezcla de curiosidad y advertencia. Como si ella fuera algo inesperado. Como si no supiera si representaba una amenaza... o algo más.
—¿Quién eres? —preguntó Aelis, bajando un poco la voz.
Él sostuvo su mirada un largo instante, luego desvió los ojos hacia los árboles.
—Alguien que sabe quién eres tú... aunque tú aún no lo sepas.
Aelis sintió un nudo en la garganta.
—¿Qué se supone que significa eso?
Eirik dio un paso hacia atrás. Su voz, cuando volvió a hablar, fue apenas un susurro.
—Significa que deberías tener cuidado con lo que sientes dentro de ti. Algunas verdades no pueden deshacerse una vez despiertan.
Y con eso, se dio media vuelta y desapareció entre los árboles. Sin un solo crujido. Sin dejar rastro.
Aelis se quedó sola, pero su corazón no se sentía solo.
Se sentía... inquieto. Vivo.
Como si algo dormido en su interior acabara de girar en sueños por primera vez.
Desde aquella tarde en el bosque, algo había cambiado en Aelis. Una parte de ella seguía con su rutina habitual —las clases, las caminatas por el sendero de siempre, las cenas tranquilas con su madre—, pero otra parte se había quedado atrapada en esos ojos tan intensos como salvajes. No sabía su nombre. Él no lo había dicho... pero esa mirada profunda y la energía que lo rodeaba eran imposibles de olvidar.
—Dicen que Eirik volvió esta semana —murmuró una chica al pasar junto a ella en el pasillo del colegio—. Se le vio cerca del bosque, como siempre.
Aelis se detuvo por un instante. Eirik. No necesitaba confirmarlo. Algo en su pecho lo supo de inmediato. Ese era su nombre. No sabía cómo, pero encajaba. Lo sentía en los huesos, en la piel, como si su alma lo hubiese reconocido antes que su mente.
Aquella noche, el bosque parecía más vivo que de costumbre. El aire entraba por la ventana entreabierta de su habitación, cargado con el perfume húmedo de la tierra y algo más... algo salvaje. Se acostó sin mucha intención de dormir. Cerró los ojos y lo vio otra vez: alto, poderoso, envuelto en una energía que no se podía fingir. Un aura de mando. De peligro.
Eirik.
La sola idea lo traía de vuelta. Su imagen era nítida: cabello oscuro, facciones marcadas, espalda ancha y postura firme. Se movía con una confianza casi arrogante, como si supiera que el mundo entero debía apartarse para dejarlo pasar. Pero no era solo su físico. Lo que más la había inquietado era esa mirada… como si hubiera visto algo en ella que aún ni ella misma comprendía.
No era un chico más. Lo sabía por cómo lo mencionaban los adultos, cuando creían que los estudiantes no escuchaban. Lo había oído sin querer al pasar junto a la oficina del director.
—Es un líder nato —decía la voz grave del director—. Nunca toma una decisión sin pensar en todas las consecuencias. Tiene esa mezcla rara de fuerza y mente fría. Un estratega. Exactamente lo que esta manada necesita.
Así que era eso. No solo era guapo. Era el Alfa. El líder. Y ahora su nombre tenía aún más peso. Eirik. El Alfa más joven en décadas.
Las chicas hablaban de él en susurros. Algunas reían nerviosas, otras suspiraban con aire de novela barata. Pero ninguna sabía lo que ella había sentido cuando sus miradas se cruzaron. Nadie más parecía haber estado tan cerca de esa intensidad contenida. De esa atracción casi física que se le había quedado adherida a la piel.
Su madre llamó a la puerta suavemente antes de entrar con una taza humeante entre las manos.
—No podés dormir, ¿verdad?
Aelis negó con una sonrisa leve y aceptó la taza caliente.
—Gracias.
Su madre se sentó a los pies de la cama, como solía hacer cuando Aelis era más pequeña.
—A veces las cosas importantes llegan sin avisar —dijo en voz baja—. Y a veces… ni siquiera sabemos por qué nos afectan tanto. Solo lo sentimos.
Aelis desvió la mirada hacia la ventana. Más allá del cristal, el bosque estaba quieto. Pero ella sabía que no era solo la imaginación la que le apretaba el pecho. Sentía que algo estaba ocurriendo. Que una pieza invisible se había activado dentro de un engranaje mayor.
El nombre seguía repitiéndose en su cabeza. Eirik. Un desconocido. Un Alfa. Y, sin embargo, ya formaba parte de ella.
Volvería a verlo. De alguna manera, lo sabía.
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