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ALAS DE SANGRE

PRÓLOGO

Las cortinas están cerradas, al igual que la puerta del despacho, la cual había asegurado. A través de la densa niebla de humo de cigarro, escuchaba a Jenna tocar la puerta cada hora, su insistencia resonando en el silencio opresivo. No quería ver a nadie; la soledad era mi única compañía en este encierro.

Aplasto la colilla del decimosexto cigarro del día contra el cenicero. Etanol y nicotina eran lo único que mi cuerpo había recibido en los tres días que llevaba aquí encerrado. Mis ojos se posan en el cuadro frente a mí, donde aquellos ojos color esmeralda parecen seguirme, desnudando mis pensamientos más oscuros. Su dulce aroma aún persiste en mi piel, una cicatriz imborrable que me atormenta.

El estruendo del picaporte al romperse no me inmuta; sigo sentado en la misma posición, como si el tiempo se hubiera detenido. Robert Lombardi atraviesa la puerta, adentrándose en la pesada nube de humo que inunda la habitación. La escasa luz que se filtra apenas ilumina su figura; todo lo demás es una mezcla de droga, alcohol y oscuridad.

No invade mi espacio; simplemente se sienta en el sofá frente a mí y sirve los últimos dos dedos de whisky de las veinte botellas vacías que hay en estas malditas cuatro paredes. Las minúsculas luces del aparato que está frente a mí parpadean rítmicamente, está en altavoz y me permite escuchar las llamadas que entran y salen del móvil que estoy rastreando hace dos semanas.

Enciendo otro cigarro y lo inhalo profundamente al colocarlo entre mis labios. Robert Lombardi se limita a observar, fumando su grueso tabaco con una calma que parece inquebrantable. Por primera vez en mi vida, encuentro un atisbo de paciencia; espero con absoluta serenidad lo inevitable.

Mantengo la misma postura en este asiento, a pesar de que las doce malditas horas se acumulan. La desesperación y el hastío me asedian, pero me rehúso a moverme. Cada minuto se siente como una eternidad, un desafío que me obliga a confrontar mis propios demonios.

El humo se eleva lentamente, difuminándose en el aire denso de la habitación. Robert, con su mirada fija y serena, parece entender la tormenta que ruge dentro de mí. Mientras el silencio se vuelve ensordecedor, el tic-tac del reloj se convierte en el único sonido que acompaña mi agonía.

Mis ojos permanecen fijos, casi hipnotizados, hasta que se cierran lentamente al ver cómo el panel enciende los botones rojos que parpadean en señal de alerta. El número en la pantalla no corresponde a ningún contacto conocido. La voz al otro lado pertenece a Cilia Murphy, y su tono revela tanto curiosidad como sorpresa.

De repente, Park interfiere la llamada y su voz resuena en el monitor—: Lo tenemos, señor.

Apago el monitor y me levanto con rapidez, sincronizo mi reloj y alcanzo el chaleco táctico que he tenido preparado desde hace dos semanas. Me lo cuelgo con determinación mientras busco la salida. Falta un cuarto para la medianoche y Robert Lombardi se interpone en mi camino.

—Necesito saber qué le hicieron a ella —le digo con voz grave.

—¿Qué harás? —me interrumpe—. ¿Vas a matarlos a todos?

—No es imposible con todo el poder que tengo ahora —respondo, sintiendo cómo la rabia hierve dentro de mí.

—Pelear con los británicos es una traición. Tu padre hizo una promesa a esas familias. ¿Quieres usar el poder de la mafia para sumergir al mundo en el caos?

—¡Este mundo! —grité—. Este mundo no significa nada para mí. La persona a quien más quería proteger ha muerto... de la forma más cruel imaginable. —la imagen de su rostro ensangrentado se clava en mi mente, como una herida abierta—. ¿Promesas? Ellos fueron los primeros en traicionar. Prometí que me casaría con Jenna si lograban dejarla con vida. ¡Cumplí mi promesa y aun así la mataron!

Habiendo tenido tanto poder, sentí cómo todo comenzó a desmoronarse después de perderla. ¿Era esto lo que llamaban debilidad? La pregunta retumbaba en mi mente mientras me enfrentaba a un abismo sin fin: ¿por qué me sentía tan frágil sin ella?

CAPÍTULO 1: CADENAS INVISIBLES

...Nabí...

—¡Eres una inútil, Nabí! —la voz de mi abuela resonó en la casa como un eco cruel—. ¿No puedes hacer nada bien? Solo se te da romper cosas.

Me encogí en el asiento, tratando de ignorar el ardor en mis mejillas mientras mi abuela continuaba con su diatriba. Había sido un simple descuido: un plato que se me resbaló de las manos mientras lavaba los trastes. Pero para mi abuela, cada error era una oportunidad para recordarle lo poco que valía.

—Cuando yo tenía tu edad, ya sabía ser responsable —continuó, con sus ojos fríos como el acero—. No puedo creer que sigas siendo tan infantil.

Las palabras de mi abuela caían como piedras sobre mí. La verdad es que había estado tratando de demostrarle a mi abuela lo contrario, día tras día. Me había esforzado por mantener la casa limpia y por ayudar con las compras; incluso había dejado de lado mis propios sueños para no causar problemas. Pero nada parecía suficiente.

Mi infancia había estado marcada por la ausencia de amor maternal y por el silencio opresivo de una casa que no sentía como hogar. Mi padre había sido mi refugio; él me contaba historias sobre mi madre y me llenaba de cariño. Pero tanto mi voz, como mis sueños, la vida me había arrebatado también a él demasiado pronto.

Mientras mi abuela se alejaba, sentí que una mezcla de tristeza y rabia burbujeaba en mi interior. Este ciclo interminable de críticas y menosprecios me estaban consumiendo. En solo unos días, sería mayor de edad y podría tomar decisiones por mí misma. Esa idea era un faro en medio de la tormenta.

O al menos eso quería saber.

Me levanté lentamente de la mesa, sintiendo el peso de las palabras de mi abuela aún resonando en mi mente. Caminé hacia mi habitación, la puerta chirrió al abrirse, y el olor a madera envejecida me envolvió como un abrazo familiar. El sol se filtraba a través de las cortinas desgastadas de esas cuatro paredes, iluminando el polvo que danzaba en el aire.

La cama de metal oxidado ocupa casi todo el espacio. Frente a mí, el escritorio está cubierto de libros viejos que mi padre me compró cuando era niña. Me siento frente a él en silencio, deseando poder plasmar mis pensamientos en palabras, ya que con la voz no podía. Pero cada vez que intento escribir, me detengo. Las hojas en blanco son un espejo de mis sueños no cumplidos; me miran fijamente mientras las críticas de mi familia resuenan en mi mente.

No vales nada.

Nunca lograrás nada.

Esos ecos me paralizan.

A veces miro por la ventana cubierta con cortinas opacas, anhelando dejar entrar la luz del sol sin miedo al juicio ajeno. Pero por ahora, sigo atrapada entre estas paredes húmedas y sombras persistentes.

Desperté sobresaltada, sintiendo el roce incómodo del viejo colchón contra mi espalda. La oscuridad de la habitación me envolvía como una manta pesada, y no sabía cuánto tiempo había pasado desde que cerré los ojos. A través de la música que sonaba en la habitación de al lado, supe que mi tío ya estaba en casa. La melodía se filtraba por las paredes, llenando el aire con un ritmo vibrante que contrastaba con la soledad en la que me encontraba.

Mi tío, con sus 26 años, trabaja en el bufete de abogados de mi abuelo. Es el consentido de la casa, a pesar de ser hijo de una amante que tuvo mi abuelo hace años. Todos lo adoran; su risa contagiosa y su manera gentil y humilde de tratar a los demás lo hacen brillar en cada reunión familiar. Pero para mí, su luz es solo un recordatorio de mi propia oscuridad.

Nunca me había molestado directamente, pero siempre me mira con desdén, como si fuera una plaga que no puede evitar. Hay una distancia entre nosotros, un muro invisible que él nunca se ha molestado en derribar. Mientras escucho la música en el otro lado de la pared, no puedo evitar sentir celos de cómo se mueve por el mundo con tanta confianza y facilidad.

Me levanto lentamente de la cama, sintiendo cómo los resortes oxidados me pinchan en las costillas. Este viejo colchón parece más un lugar para el dolor que para el descanso. Me acerco a la ventana, tratando de ver algo más allá de estas cuatro paredes que me atrapan. La oscuridad afuera es densa y las luces titilantes en las casas vecinas parecen estrellas.

Ignorándolas, tomé mi toalla de baño desgastada y salí de mi habitación. El aire fresco del pasillo me golpeó suavemente, y por un momento, me sentí un poco más viva. Pero esa sensación se desvaneció rápidamente cuando choqué con un cuerpo firme y musculoso.

Mis ojos se elevaron lentamente, topándome con el pecho desnudo de mi tío. Un tatuaje de una araña se dibujaba en su pecho, justo en el área donde debería latir su corazón. Era un diseño impresionante, pero en ese instante, solo podía pensar en cómo su presencia me hacía sentir pequeña y vulnerable.

Cuando finalmente subí la mirada para encontrar sus ojos, el frío que emanaba de ellos me atravesó como un cuchillo. No había calidez ni amabilidad; solo un vacío helado que reflejaba el odio que parecía sentir hacia mí. Su cabello estaba empapado, gotas de agua resbalaban por su piel mientras él me miraba con desprecio, como si yo fuera una carga que no deseaba llevar.

Sin decir una palabra, se limitó a ignorarme y continuó su camino hacia su habitación. En ese pequeño pasillo, tan angosto que se sentía como una prisión, no había forma de evitarlo. Era un recordatorio constante de lo cerca que estábamos, pero también de lo lejos que él estaba dispuesto a estar de mí.

Me quedé allí, inmóvil por un momento, sintiendo cómo mis inseguridades se apoderaban de mí nuevamente. La toalla desgastada en mis manos parecía ser lo único que me sostenía mientras el silencio del pasillo se volvió abrumador. El eco de sus pasos resonó en mis oídos mientras desaparecía tras la puerta de su habitación.

Otra vez observé mi clóset: solo cinco camisas, tres sudaderas y dos pantalones vaqueros desgastados. Era todo lo que tenía, y aunque me gustaría decir que no me importaba, la verdad era que cada prenda se sentía como un recordatorio de lo poco que contaba en esta casa.

Bajé a la cocina, donde el ambiente estaba cargado de murmullos y el aroma de la comida recién hecha. Al entrar al comedor, vi a mi abuelo conversando animadamente con mi tío. Mi abuela se movía entre ellos sirviendo la comida, su rostro concentrado mientras llenaba los platos. En cuanto entré, noté cómo las palabras se desvanecieron momentáneamente, pero rápidamente volvieron a retomar el hilo de su conversación, como si mi presencia fuera solo una sombra en la esquina.

Me senté en el rincón habitual, esperé pacientemente a que mi abuela me entregara mi porción, pero ella continuó sirviendo a los demás, ignorando mi existencia. Sabía lo que eso significaba: tendría que buscarme las sobras nuevamente.

El tono de voz de mi abuelo era firme y decidido cuando dijo—: No podemos permitirnos perder este caso, Dante. Es crucial para nuestra reputación en el bufete.

Mi tío asintió, cruzando los brazos sobre su pecho musculoso.

—Lo sé, papá. Pero hay demasiados factores en juego. La otra parte tiene recursos y conexiones que no podemos subestimar.

—No se trata solo de recursos —replicó mi abuelo—. Se trata de estrategia. Si logramos demostrar que tienen intenciones dudosas, podemos darle la vuelta al caso.

Me esforcé por escuchar mientras trataba de ignorar el vacío en mi estómago. La conversación continuó fluyendo entre ellos—: Y si perdemos esta oportunidad —prosiguió mi abuelo— no solo afectará nuestra posición, sino también a todos los que dependen de nosotros.

Mi tío soltó un suspiro frustrado.

—Entiendo eso, pero necesitamos más pruebas. Hasta ahora solo tenemos indicios; no podemos basar nuestra defensa en conjeturas.

La abuela finalmente me vio y llenó un plato con lo que quedaba: un poco de arroz y una rebanada de carne casi sin grasa. Agradecí su gesto con una sonrisa tímida antes de volver a concentrarme en la conversación.

—Entonces hagamos algo —dijo mi abuelo—. Esta noche revisaremos todos los documentos y buscaremos cualquier detalle que hayamos pasado por alto. No podemos permitirnos fallar.

Mi tío asintió nuevamente, aunque su expresión mostraba dudas—: Está bien, pero no será fácil encontrar algo nuevo.

Mientras ellos continuaban discutiendo estrategias legales y posibles escenarios del caso, yo me sumergí en mis pensamientos. La comida simple frente a mí se convirtió en un mero acompañamiento del ruido del comedor.

Después de terminar de comer, me dirigí al fregadero, sintiendo que al menos podría hacer algo útil. Con un plato en la mano, pensé en lo bien que se sentiría ayudar, aunque fuera un pequeño gesto. Pero antes de que pudiera sumergir el plato en el agua jabonosa, mi abuela me detuvo con un tono cortante.

—¡No! Tú no vas a lavar nada —dijo con voz agresiva—. Recuerda lo que pasó la última vez que lo hiciste.

Su mirada era dura, y sentí cómo se me encogía el estómago. Sin embargo, no podía quedarme sin hacer nada. Así que, con determinación, levanté las manos y empecé a signar—: ¡Abuela, sabes que fue un accidente!

Mis dedos se movían con rapidez, pero ella ni siquiera se detuvo a mirarme. Sentí cómo la frustración se acumulaba en mi pecho; mis palabras que nunca salieron de mi boca parecían desvanecerse en el aire cargado de resentimientos. Aunque inesperadamente ella levantó la mano y me dio una bofetada.

La sorpresa me dejó paralizada. Mis ojos se abrieron como platos mientras el ardor se expandía por mi mejilla. No entendía por qué había llegado a eso.

En ese instante, mi abuelo y mi tío nos miraban curiosos, pero mi abuelo no tardó en intervenir.

—Nabí, deberías ser más considerada con tu abuela —dijo con un tono firme—. Debes recordar que estás aquí gracias a nosotros y que el respeto es fundamental en esta casa.

El enojo comenzó a burbujear dentro de mí, una mezcla de indignación y frustración. Sin pensarlo dos veces, decidí que era momento de expresar lo que llevaba dentro.

Con firmeza, levanté las manos y empecé a signar con claridad—: Siempre he sido respetuosa con ustedes. Pero de su parte, eso no ha sido recíproco.

Cada gesto era un grito silencioso, cargado de emociones. Mis dedos se movían con convicción, deseando que comprendiera el peso de mis palabras. La frustración se mezclaba con la esperanza de ser entendida, aunque las palabras nunca salieran de mi boca.

Mi abuelo frunció el ceño y su mirada se tornó más dura.

—Tienes que entender que lo hacemos por tu bien: eres el resultado de un amor complicado, y siempre hay consecuencias que enfrentar.

Cada palabra fue como un golpe directo a mi corazón. Sentí cómo las lágrimas comenzaban a asomarse a mis ojos, una mezcla de rabia y dolor que me hacía querer gritar.

¿Cómo podían decirme eso?

¿Cómo podían culparme por algo que había ocurrido mucho antes de que yo siquiera existiera?

Mis ojos se enrojecieron mientras luchaba contra la oleada de emociones. La indignación latía fuerte dentro de mí; era como si cada palabra hiriente me hubiera dejado marcas profundas, y ahora estaba cansada de ser el blanco fácil para sus frustraciones.

—¿Cómo pueden culparme a mí por lo que pasó entre mis padres? —signé, sintiendo cómo la rabia y la tristeza se entrelazaban en mi pecho.

Recuerdo todas las veces que he soportado sus faltas de respeto en casa. Cada comentario hiriente, cada mirada de desaprobación, cada vez que mi tío se mostraba indiferente hacia mí como si no valiera nada. Esos momentos me han hecho sentir invisible, como si mi vida no tuviera importancia para ellos.

—¿Acaso no ven cómo me tratan? —continué, con mis manos temblando, pero firme—. He intentado ser parte de esta familia, pero siempre parece que soy la villana en su historia. ¿Por qué tengo que cargar con el peso de sus decisiones?

Sentí el aire volverse denso mientras mis palabras resonaban en esas cuatro paredes. Al fin estaba sacando todo lo que había guardado durante tanto tiempo. Necesitaba que supieran cómo me sentía: herida y cansada de ser señalada por algo que no elegí.

No quiero ser el chivo expiatorio ni cargar con su culpa. Solo quiero ser aceptada y amada por quien soy, sin tener que justificar mi existencia.

—Yo no decidí nacer —signé, con convicción—. No elegí que mis padres murieran, ni mucho menos ser adoptada por ustedes. Si así van a tratarme, ¿por qué me trajeron de aquel orfanato? Estaba cómoda y feliz allí. No pedí ser parte de esta familia si iba a ser tratada como una carga.

Sentía cómo la frustración se apoderaba de mí. Me acerqué a mi abuelo, sintiendo que necesitaba liberar toda esa tensión acumulada. Le golpeé el pecho suavemente, casi como un acto desesperado para que comprendiera lo que sentía.

La impotencia me envolvía mientras veía su expresión cambiar, entre la sorpresa y la incomprensión. Pero ya no podía quedarme sin hacer nada. Necesitaba que supieran cuánto dolor había en mí por sus palabras y actitudes.

—No tengo culpa de lo que pasó en sus vidas —continué—. Solo quiero un lugar donde sentirme amada y aceptada. Si no pueden darme eso, entonces quizás sería mejor haberme dejado en el orfanato.

Con cada movimiento de mis manos, sentía cómo el peso de sus expectativas se deslizaba un poco más lejos de mis hombros. Quería que entendieran que merezco respeto y amor, igual que cualquier otro miembro de esta familia.

Pero en ese momento, mi abuela se enfureció. Sin previo aviso, me agarró del cabello con fuerza y me sacudió con rabia.

—¡Eres una asesina! —me gritó, su voz llena de veneno—. ¡Por tu culpa mi preciosa hija murió! Y tu padre… ¡ese pobre bastardo no valía nada y eres idéntica a él y es lo que más me repugna de ti!

Me empujó con tal fuerza que caí sobre el comedor, haciendo un completo desastre. Todo voló por los aires: platos, vasos y comida esparcidos por todas partes. Las heridas de mis brazos comenzaron a sangrar mientras sentía cómo el dolor aumentaba junto con mi desesperación. Mi cabello estaba desordenado y adolorido; cada tirón me recordaba lo frágil que era este vínculo familiar.

Justo cuando pensé que todo había llegado al límite, mi abuela, con una mirada endemoniada en su rostro, intentó lanzarse sobre mí nuevamente. Pero Dante, mi tío, la detuvo en seco.

—¡Basta! —le dijo con firmeza—. Ya es suficiente; te has pasado de la raya.

Ella lo miró con desdén y le respondió bruscamente—: ¡Quítate del medio!

Sin soltarme del brazo, sus uñas se clavaron en mi piel mientras me arrastraba hacia la entrada de la casa. La presión era insoportable y el miedo comenzaba a invadir cada rincón de mi ser. Pude notar una ligera preocupación en la mirada de mi tío, pero él no hizo nada más para intervenir; solo se quedó ahí parado, observando la escena con impotencia. Mi abuelo también permaneció al margen, solo mirando sin intervenir.

Me empujó fuera de la casa como si fuera un objeto inútil, y de repente, el frío del exterior me golpeó con fuerza. Miré hacia atrás, mis ojos llenos de lágrimas y suplicándole de rodillas.

Pero la mirada de mi abuela Beatriz era como un cuchillo afilado. La repulsión que sentía hacia mí era tan clara que me hizo retroceder.

—En unos días cumples 18 años —me dijo, su voz gélida—. De todas formas, deberías irte. No quiero tenerte aquí un segundo más.

La puerta se cerró de golpe, dejándome afuera, desolada y sola. El sonido del cerrojo resonó en mis oídos y me sentí como si el mundo se desmoronara a mi alrededor. Allí estaba yo, en el umbral de lo que alguna vez consideré mi hogar, con el corazón roto y la esperanza desvaneciéndose.

Las lágrimas comenzaron a caer incontrolablemente por mis mejillas. Me arrodillé en el frío suelo del porche y dejé que el dolor fluyera libremente. Pensaba en todo lo que había perdido: el amor que nunca había sentido de parte de mis abuelos y la familia que siempre había deseado tener. Me sentía como un estorbo, una carga que nadie quería cargar.

A través de la ventana podía ver las sombras de mi familia moviéndose dentro de la casa.

Me levanté del suelo, sintiendo el frío del suelo empedrado contra mis piernas desnudas, que estaban expuestas por la pijama corta que llevaba. Las mangas de mi camiseta estaban desgastadas y rotas, y las heridas en mis brazos sangraban ligeramente, recordándome el dolor no solo físico, sino también emocional.

Al mirar a mi alrededor, vi a algunos vecinos que se habían asomado, sorprendidos por la escena que acababan de presenciar. Sus miradas se cruzaron con las mías, pero en mi corazón no había espacio para la vergüenza. Solo sentía una profunda tristeza y una abrumadora soledad.

Sin saber exactamente a dónde iba, comencé a caminar por las calles de una de las residencias que había en Padua. Hacía semanas que no salía a caminar; había estado atrapada en la rutina de mi vida, pero jamás pensé que la próxima vez que lo hiciera sería así, con el peso del rechazo a cuestas.

Mis pasos resonaban en el silencio de la noche mientras me alejaba de la casa que había considerado mi hogar, pero que nunca lo fue. A medida que avanzaba, noté cómo el mundo seguía girando a mi alrededor; los autos pasaban rápidamente por la calle principal, sus luces brillantes reflejándose en mis ojos llenos de lágrimas.

El sonido del tráfico era ensordecedor y caótico, pero a pesar de su ruido, me sentía completamente sola. La gente iba y venía, ajena a mi dolor. Me pregunté si alguna vez alguien se detendría para mirar más allá de su propia vida.

Seguí caminando sin rumbo fijo, buscando algo—quizás un lugar donde pudiera desahogar mi tristeza o encontrar un poco de consuelo. La calle estaba llena de actividad y ruido.

Mientras cruzaba una esquina, vi un banco vacío bajo un árbol frondoso. Sin pensarlo dos veces, decidí sentarme allí. El banco estaba frío al tacto y me dio una pequeña sensación de seguridad al refugiarme bajo las hojas que caían lentamente. Cerré los ojos e intenté calmarme; aunque el mundo seguía su curso frenético a mi alrededor, yo solo quería encontrar paz en medio del caos.

Permanecí allí por horas, sentada en el banco, observando cómo la vida a mi alrededor se desvanecía lentamente. Las luces de las casas y departamentos comenzaron a apagarse una por una, y el bullicio del día dio paso a un silencio casi abrumador. Sospechaba que ya era más de media noche, y la oscuridad se cernía sobre mí como un manto pesado.

Sin rumbo fijo, me levanté del banco con un suspiro resignado. La soledad me envolvía y no sabía a dónde ir. Mis pasos la llevaron a vagar por las calles desiertas, cada vez más perdida en mis pensamientos. Fue entonces cuando me detuvo frente a una ermita religiosa que brillaba con deslumbrantes luces.

El Santuario di San Leopoldo Mandic.

Algo en el lugar me llamó; quizás era la promesa de calma que emanaba de esas luces cálidas y acogedoras. Sin pensarlo más, me acerqué y me escondí detrás de un pilar, buscando refugio. Allí, acurrucada y abrazando mis piernas, traté de encontrar consuelo en la quietud del lugar.

El dolor en mis brazos y manos heridas era agudo, pero lo soportaba mientras mi mente divagaba.

Mientras observaba las luces titilantes del templo, sentí que el lugar me ofrecía una especie de protección. Era un espacio sagrado donde las preocupaciones del mundo parecían desvanecerse. Cerré los ojos por un momento, dejando que el silencio me envolviera.

En ese instante de calma, recordé las historias que había escuchado de mi padre sobre cómo los templos eran refugios para quienes buscaban consuelo y esperanza. Quizás no estaba sola después de todo; tal vez había algo más grande que yo cuidando de aquellos que estaban perdidos.

Una suave brisa sopló, acariciando mi rostro y despejando algunas de las nubes grises en mi mente. Me di cuenta de que no podía seguir huyendo de mi dolor; necesitaba enfrentarlo. Así que tomé una decisión: al día siguiente buscaría ayuda, alguien con quien hablar sobre lo que había vivido y lo que sentía.

Por ahora, sin embargo, me permití simplemente ser. Permitir que las luces del templo iluminaran mi camino interno mientras me aferraba a la esperanza de que el nuevo día traería consigo nuevas posibilidades.

Al despertar en el suelo frío del templo, mis huesos dolían y mi corazón se sentía pesado. Me quedé ahí durante una hora más ordenando mis ideas. Justo cuando la puerta se abrió y un hombre alto salió, lo observé con una mezcla de esperanza y desconfianza. Era canoso, con una sotana negra que ondeaba suavemente. Su mirada me sorprendió; había algo en sus ojos que parecía comprender mi sufrimiento.

—Niña, ¿qué haces aquí? —me preguntó, y su voz resonó en el silencio sagrado del lugar.

Por un momento, dudé. Las palabras se agolpaban en mi mente, pero nunca salieron. Sin embargo, el peso de mi realidad era demasiado para llevarlo en soledad. Finalmente, respiré hondo y le expresé con dificultad: no puedo hablar.

Lo vi observarme con detenimiento, notando las marcas visibles de mi dolor. Su expresión cambió a una de compasión y, sin pensarlo dos veces, se acercó y me invitó a entrar. Acepté sin dudarlo; necesitaba un refugio.

Al cruzar el umbral, una sensación de alivio me envolvió. La luz del sol se filtraba a través de los vitrales, proyectando colores vibrantes sobre el suelo de piedra. El aire estaba impregnado de un aroma a incienso que parecía abrazar mis preocupaciones, haciéndome sentir un poco más ligera.

Me condujo hacia un banco de madera tallada donde pude sentarme. El sacerdote se sentó a mi lado y me ofreció un vaso de agua fresca. Agradecí su gesto mientras trataba de calmarme.

—Está bien —signó, suavemente, tomándome por sorpresa. Su lenguaje de señas era torpe, pero podía entenderlo—. Tómate tu tiempo.

Miré al suelo por un momento antes de atreverme a confesar. Comencé a compartir mi historia, cada movimiento fluye como un río desbordado. Confesé de la traición que sentí al ser rechazada por quienes amaba, de las heridas no solo físicas sino también emocionales que llevaba conmigo.

Mientras signaba, vi cómo su mirada se llenaba de comprensión. En ese momento, supe que había encontrado un lugar donde podría dejar caer mis máscaras y ser auténtica.

Después de compartir mi historia, el sacerdote me llevó detrás del mismo. Allí, un espacio lleno de objetos religiosos llamó mi atención: estatuas, velas y libros antiguos que parecían guardar secretos de tiempos pasados.

El sacerdote me presentó a una anciana que también vivía en el templo: Ana, era una monja anciana, y su sonrisa cálida me hizo sentir un poco más en casa. Me pidió que la siguiera, y aunque me sentía un poco avergonzada por mi apariencia, acepté. Me llevó a una pequeña habitación donde había un botiquín de primeros auxilios.

—Vamos a curar esas heridas —dijo Ana con una voz suave, mientras comenzaba a limpiar mis brazos y piernas con cuidado. Cada toque era delicado, como si estuviera tratando algo precioso. Agradecí en silencio cada gesto. Nunca había recibido tal atención; siempre había sido la que cuidaba de los demás.

Al terminar abandonó por tres minutos la habitación y al volver me ofreció algo de ropa limpia. Era una túnica de color blanco, era sencilla pero decente. Al ponérmela, sentí como si me estuvieran envolviendo en un abrazo cálido y protector. Era un pequeño gesto, pero significó tanto para mí.

Cuando finalmente nos sentamos en el comedor del templo, la mesa estaba llena de comida caliente y humeante. Nunca había estado en una situación así: rodeada de personas amables, compartiendo risas y conversaciones conmigo. Me senté entre la anciana Ana y el sacerdote, quienes hablaban sobre sus días mientras yo disfrutaba de la comida.

Cada bocado era un regalo; saboreaba cada plato con gratitud. Mientras comía, no podía evitar sentirme abrumada por la calidez que emanaba de ellos. Era como si por primera vez en mucho tiempo, realmente perteneciera a algún lugar.

Agradecí a ambos repetidamente, mis gestos salían de mi corazón como un torrente. Cada "gracias" era genuino; nunca imaginé que podría encontrar tanta bondad después de haber estado tan perdida. En ese momento, comprendí que no solo estaba recibiendo ayuda física; también estaba siendo abrazada por una comunidad que podía ofrecerme esperanza y amor.

Esa noche, mientras me retiraba a descansar en el templo, sentí una paz interior que no había experimentado en años. Por primera vez, estaba rodeada de personas que se preocupaban por mí, y eso era más valioso que cualquier cosa material.

CAPÍTULO 2: REFLEJOS DEL PASADO

...Nabí...

Mientras el sol brillaba intensamente sobre el parque, me encontré transportada a un recuerdo de mi infancia. Era un día radiante; podía sentir el calor del sol en mi piel y escuchar el canto alegre de los pájaros. Allí estaba mi padre, con su sonrisa amplia y llena de amor, sosteniéndome en el asiento de la bicicleta.

—¡Papá, no me sueltes! ¡Tengo miedo! —exclamé, sintiendo cómo mi corazón latía con fuerza.

Su mirada era tranquilizadora: —No te preocupes, Nabí. Yo estoy aquí. Solo confía en mí y pedalea con fuerza. ¡Tú puedes hacerlo! —su voz resonaba en mi mente como un mantra, llenándome de confianza.

Miré hacia abajo, mis pies apenas tocando los pedales: —Pero... ¿y si caigo? —pregunté, con un nudo en el estómago que parecía crecer.

—Si caes, te levantarás. Siempre lo haces. —respondió él con una sonrisa comprensiva—. Lo importante es que sigas intentándolo. La vida es así; a veces hay que caer para aprender a levantarse. —sus palabras eran como un faro en medio de mi miedo.

Sentí un ligero alivio al escuchar lo que decía y decidí mirar hacia adelante: —¿De verdad crees que puedo hacerlo? ¡Mira, ya estoy pedaleando! —exclamé, sintiendo cómo una chispa de emoción encendía mi espíritu.

—¡Eso es! ¡Vas muy bien! –dijo mi padre, dejando escapar una risa alegre que resonaba en el aire cálido del día. Sus ojos brillaban con orgullo– Ahora mira hacia adelante y siente la libertad. Cada vez que pedaleas, estás un paso más cerca de ser más fuerte.

Pero una duda persistente asomó en mi mente: —¿Y si nunca aprendo? ¿Qué pasará entonces? —pregunté, sintiendo cómo la inseguridad amenazaba con apoderarse de mí.

Él inclinó ligeramente la cabeza y me miró con ternura: —Siempre aprenderás, cariño. La vida es un viaje lleno de aprendizajes. —dijo con convicción—. Y recuerda, no importa cuántas veces caigas; siempre estaré aquí para ayudarte a levantarte.

Con esas palabras resonando en mi corazón, una ola de calidez me envolvió como si su abrazo invisible me protegiera del miedo. Era como si mi padre estuviera allí mismo, apoyándome en cada pedalada y cada paso del camino.

Al abrir los ojos, sentí que las lágrimas se acumulaban en mis pestañas, ahogando mi mirada. La luz de la noche se filtraba a través de las cortinas blancas, iluminando la pequeña y acogedora habitación en la que me encontraba. Todo parecía tan familiar y al mismo tiempo tan lejano. La nostalgia me envolvía mientras recordaba a mi padre, y una oleada de tristeza me atravesó al darme cuenta que solo en mis sueños podía hablar y verlo a él.

Me levanté de la cama con un leve temblor en las manos y caminé hacia el baño. Al mirarme en el espejo, vi el cansancio reflejado en mis ojos; eran ventanas a mis sentimientos más profundos.

Después de lavarme la cara con agua fría, sentí que parte de esa carga se desvanecía. Sequé mi rostro con una toalla suave y decidí dar un paso hacia la ventana de mi habitación. Al abrirla, el aire fresco de la noche me acarició la piel, trayendo consigo un rayo de calma.

La luz de la luna bañaba mi rostro, llenándome de una serenidad inesperada. Me quedé ahí un momento, contemplando cómo el mundo exterior parecía dormir bajo ese manto plateado. A pesar del frío que refrescaba mi cuerpo, había algo reconfortante en esa quietud nocturna.

Mientras miraba hacia el horizonte, recordé las palabras de mi padre: “Siempre estaré aquí para ayudarte a levantarte.” En ese instante, entendí que, aunque él ya no estuviera físicamente a mi lado, su amor y sus enseñanzas siempre vivirían dentro de mí.

Respiré hondo y permití que esos recuerdos fluyeran, como si cada lágrima fuera un tributo a su memoria. En medio de la nostalgia y el dolor, encontré una chispa de esperanza; sabía que él querría que siguiera adelante, buscando siempre la luz incluso en las noches más oscuras.

El sol asomaba en el horizonte, trayendo consigo un nuevo día lleno de oportunidades. El agua de la ducha caía sobre mi frágil cuerpo, cada gota era como un susurro que me recordaba que hoy era un nuevo comienzo. Me sentí renovada mientras el vapor envolvía el baño y me permitía dejar atrás las sombras de la noche anterior.

Una vez lista, me puse nuevamente la túnica que la monja Ana me había regalado. Era sencilla, pero en su textura suave encontraba consuelo. Miré a mi alrededor y vi cómo había dejado la habitación recogida e impecable; un pequeño acto que me hacía sentir más en control.

Al abrir la puerta y salir, el aroma de la comida cocinándose al otro lado de la pared llenó mis fosas nasales. Era un olor cálido y acogedor, como un abrazo. No pude evitar sonreír mientras me dirigía hacia la cocina.

—¡Buenos días, Nabí! —saludó Ana con su voz melodiosa al verme entrar—. He preparado un rico desayuno: avena con miel y frutas frescas.

Asentí, demostrando mi gratitud.

Ana se rió suavemente mientras revolvía una olla humeante—: Pensé en que las tostadas serían buena opción, pero hoy es un día especial. Quiero que empieces con energía.

Me senté en la mesa, observando cómo se movía con gracia por la cocina, como si cada gesto estuviera lleno de amor y cuidado.

—¿Cómo te sientes esta mañana? —preguntó mientras servía un tazón humeante frente a mí.

—Un poco más ligera, creo —signé, sintiendo que el peso del pasado comenzaba a desvanecerse—. Anoche fue difícil, pero creo que estoy lista para enfrentar lo que venga.

Ana se sentó frente a mí y me miró con atención—: Es natural sentir tristeza a veces. Lo importante es no quedarte atrapada en ella. Siempre hay una luz al final del túnel.

Asentí, recordando sus palabras sabias.

Mientras disfrutábamos del desayuno, el sacerdote entró en la cocina con una sonrisa amable.

—¡Buenos días, Nabí! —signó, gentilmente—. ¿Cómo has dormido?

—Buenos días, padre —respondí con un leve asentimiento—. Dormí un poco mejor, gracias.

Se unió a nosotras en la mesa, y Ana sirvió un plato para él. La conversación fluyó suavemente entre nosotros mientras compartíamos la comida.

Al terminar el desayuno, me levanté para ayudar a Ana con la limpieza de los trastes. Pero mientras lavaba los platos, un sabor amargo invadió mi paladar al recordar lo que había sucedido hace dos noches: las voces en la casa de mis abuelos, la frialdad de mi tío y el sufrimiento que había impregnado cada rincón de aquel lugar. Era como si los ecos de ese dolor aún resonaran en mí.

Ese pensamiento fue interrumpido por la voz del sacerdote.

—Nabí, ¿te gustaría ayudarme con algunas cosas en la iglesia hoy? —me preguntó, sus ojos brillando con amabilidad.

Sin pensarlo dos veces, asentí.

Él sonrió agradecido y me hizo una señal para seguirlo. Mientras caminábamos hacia la iglesia, no pude evitar preguntarle entre movimientos rápidos—: ¿Qué ha preparado para hoy?

El sacerdote miró al frente mientras caminábamos por el sendero cubierto de hojas caídas—: Hoy una familia hará una misa funeral por el aniversario del fallecimiento de un familiar querido. Es un momento delicado para ellos, pero también una oportunidad para celebrar la vida y recordar con amor.

Escuché atentamente sus palabras. La idea de honrar a aquellos que han partido resonaba en mí; era una forma de sanar las heridas del pasado.

—Me gustaría ayudar en lo que pueda.

El sacerdote asintió con aprobación—: Tu disposición es admirable, Nabí. La comunidad necesita personas como tú.

Al llegar a la iglesia, sentí una mezcla de nerviosismo y esperanza. Quizás este día podría ser un nuevo comienzo no solo para mí, sino también para aquellos que buscaban consuelo en su dolor.

Hoy ha sido un día largo y pesado. He estado todo el día con el sacerdote, ayudándolo a organizar la misa funeral. La atmósfera en la iglesia es solemne y, al mismo tiempo, cargada de emociones. Al poco tiempo de llegar, escuché el sonido de la banda de la iglesia, que empezó a tocar suavemente, creando una melodía melancólica que resonaba en mi corazón.

Conforme los autos lujosos iban llegando, no pude evitar sentir un nudo en el estómago. Las familias que se bajaban mostraban un aire de riqueza y poder, pero eso no importaba tanto como el dolor que traían consigo. Entonces vi a una mujer de cabello castaño y ojos marrones. Ella cargaba con delicadeza la foto de un hombre cuya sonrisa despampanante iluminaba el altar. Supe en ese instante que era el difunto por quien se celebraba la misa.

Mientras observaba a la mujer colocar la foto en el centro del altar, una sensación extraña comenzó a apoderarse de mí. Era como si una pesadez se instalara en mi espalda, como si alguien estuviera vigilándome. Mis manos empezaron a sudar sin razón aparente; el nerviosismo se apoderó de mí. Cada cierto tiempo, sentía la necesidad de mirar hacia atrás, preguntándome quién podría estar observándome y provocando esa incomodidad en mi pecho.

Sin embargo, cada vez que giraba la cabeza, solo veía a los familiares del difunto: rostros tristes pero llenos de amor y recuerdos. La misa continuó, pero mi mente estaba atrapada en esa sensación inquietante. El sacerdote hablaba sobre cómo la vida es un ciclo, sobre cómo celebramos no solo la pérdida, sino también el amor compartido con aquellos que han partido.

Intenté concentrarme en sus palabras, pero esa presencia invisible seguía susurrándome al oído, instándome a prestar atención más allá de lo evidente. A medida que los cantos resonaban en la iglesia y algunas lágrimas comenzaban a brotar entre los asistentes, luchaba por absorber el mensaje. Quería sentir paz en medio de esta tristeza.

Finalmente, cuando todos comenzaron a levantarse para presentar sus respetos ante el altar, supe que necesitaba salir al aire fresco. Con un ligero suspiro de alivio, me dirigí hacia la puerta principal. Una vez fuera, sentí cómo el aire fresco acariciaba mi rostro y despejaba parte de la tensión acumulada en mi pecho.

Pero justo cuando creí haber dejado atrás esa sensación extraña, algo llamó mi atención. Una sombra pasó rápidamente por mi visión periférica y giré la cabeza para averiguar qué era. Lo que vi hizo que mi corazón latiera más rápido: una figura oscura se desvaneció entre los árboles cercanos al jardín de la iglesia.

No sabía si debía seguirla o regresar adentro. Esa mezcla entre curiosidad y miedo me mantenía paralizada.

Con cada paso que daba hacia el jardín trasero del templo, la curiosidad me invadía más que el miedo. Mis pies se movían casi sin pensar, guiados por una fuerza interna que me empujaba a descubrir qué había detrás de esa sombra. El aroma de las flores me rodeaba, mezclándose con el aire fresco y húmedo del jardín. Sin embargo, a pesar de la belleza que me rodeaba, no podía sacudirme esa sensación inquietante.

Al llegar al centro del jardín, donde los árboles se agrupaban como guardianes silenciosos, miré a mi alrededor. Las flores brillaban con colores vibrantes bajo la luz tenue del atardecer, pero no había rastro de la figura que había visto. La desesperación comenzó a apoderarse de mí; era como si una presencia invisible me estuviera observando desde las sombras, burlándose de mi incertidumbre.

Miré hacia todos lados, tratando de detectar algún movimiento entre las ramas o un destello de luz que pudiera indicar dónde había ido a parar aquella figura.

El viento susurraba entre las hojas y, por un momento, creí escuchar un murmullo suave que parecía llamarme. Mi corazón latía con fuerza mientras avanzaba un poco más entre los árboles. La sensación se intensificaba; una mezcla de miedo y fascinación me empujaba hacia adelante. La sombra seguía presente en mi mente, como un misterio sin resolver que necesitaba aclarar.

De repente, sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Esa mirada... todavía estaba ahí. Miré hacia atrás, pero todo lo que vi fue el camino que había recorrido. Sin embargo, no podía ignorar esa sensación; era como si alguien estuviera justo detrás de mí.

Decidí dar un paso más y acercarme a un gran roble en el centro del jardín. Sus ramas extendidas parecían ofrecerme refugio y al mismo tiempo ocultar secretos. Me acerqué al tronco y apoyé mi mano contra la corteza rugosa, sintiendo su solidez bajo mis dedos.

«¿Por qué me miras?»

La voz de la anciana Ana me sacó de mi ensueño—: ¿Qué haces aquí afuera, Nabí?

Ana tomó mis manos con ternura, y su calidez me reconfortó un poco—: Vamos adentro. —dijo, y aunque acepté su invitación, esa inquietante sensación no se desvanecía.

Caminamos hacia la puerta de la iglesia, y mi mente seguía atrapada en esa presencia que no podía identificar.

Al entrar, vi al sacerdote hablando con una mujer que parecía conocida para él. Esperamos pacientemente a que terminaran su conversación.

Pero entonces, un auto se detuvo frente a nosotros. La ventana trasera se bajó ligeramente y una voz masculina, profunda y autoritaria, resonó en el aire—: Apresúrate, tengo asuntos pendientes. —la mujer asintió rápidamente y se despidió del sacerdote.

Mis ojos no podían apartarse del auto. Era oscuro por dentro, pero cuando vi aquellos ojos grises brillar en la penumbra, sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo. Eran como dos faros que iluminaban mi alma, llenos de una intensidad inquietante.

¿Quién estaba allí?

¿Por qué esos ojos me miraban como si me conocieran?

Ana notó mi desconcierto y me apretó la mano con suavidad—: Todo estará bien. —susurró con confianza, pero sus palabras no lograron calmar el torbellino en mi interior. La mujer se acercaba al auto, y yo quería seguirla; necesitaba entender qué estaba sucediendo.

«¿Por qué siento esto?» pensé mientras trataba de luchar contra la curiosidad que crecía dentro de mí como un fuego indomable. Antes de darme cuenta, di un paso hacia adelante, pero Ana me detuvo suavemente.

—No es nuestro lugar inmiscuirnos, —dijo con una calma que contrastaba con mi agitación interna. Aunque sabía que tenía razón, no podía evitar sentir que había algo más grande en juego.

El auto comenzó a retroceder lentamente y desapareció en la distancia. Mientras entrábamos nuevamente a la iglesia, el murmullo familiar y las luces suaves intentaron calmarme. Pero en el fondo de mi ser sabía que esta noche no terminaría sin respuestas.

La inquietud seguía zumbando en mis oídos mientras tomaba asiento. Miré a Ana a los ojos; aunque ella parecía tranquila, yo sabía que algo había cambiado en mí esa noche. La sensación de ser observada persistía, y con cada latido de mi corazón, sentía que el misterio apenas comenzaba.

Sentía que la curiosidad me consumía, como una llama que devoraba todo a su paso. Después de la breve conversación con Ana, no pude evitar acercarme al sacerdote Abel, quien estaba revisando algunos papeles en su escritorio.

—¿Quiénes eran esas personas? ¿Qué familia son? —signé rápidamente.

Abel levantó la vista de sus documentos y una sonrisa burlona asomó en su rostro—: Ah, Nabí, pareces muy inquisitiva. Esa es una familia muy adinerada de la ciudad. Tienen más poder del que podrías imaginar.

La respuesta de Abel solo me avivó más las preguntas en la mente—: ¿Pero por qué se sienten tan... diferentes? Su aura era tan misteriosa. ¿Hay algo más que debería saber sobre ellos?

El sacerdote se rió entre dientes, como si disfrutara de mi curiosidad–: La riqueza puede hacer que las personas sean extrañas, querida. Pero no te preocupes por ellos; no son más que sombras tras sus muros de oro.

Sentía que mi inquietud aumentaba, pero antes de que pudiera formular otra pregunta, Ana apareció a su lado con una expresión seria—: Nabí, por favor, deja esto —me dijo con suavidad, pero firmeza—. No deberías preguntar más sobre ellos. Tienen una muy mala fama en nuestra comunidad.

—¿Mala fama? —signé, sorprendida—. ¿Por qué? ¿Qué han hecho?

Ana miró hacia el suelo antes de responder—: Hay historias... rumores sobre cómo han ganado su fortuna y lo que están dispuestos a hacer para protegerla. Es mejor que te alejes de ellos.

Sentí un escalofrío recorrer mi espalda al escuchar las palabras de Ana. La advertencia resonaba en mi mente: había algo oscuro y peligroso en esa familia, algo que iba más allá de lo material.

Asentí, la curiosidad era un monstruo difícil de controlar, y ahora sentía una mezcla de miedo y fascinación hacia esa familia misteriosa.

Mientras me alejaba del sacerdote y regresaba a la cocina junto a Ana, no podía sacudir la sensación de que había abierto una puerta hacia algo desconocido. Algo me decía que esta historia apenas comenzaba.

...----------...

Hoy es un día especial. Cumplo 18 años, y aunque el pasado parece un eco lejano en mi mente, siento que este momento es un nuevo comienzo. Ayer, mientras miraba por la ventana del templo, la luz del sol se colaba entre las hojas de los árboles, y una paz inesperada llenó mi corazón. Había olvidado lo que se sentía ser feliz.

El sacerdote Abel y la monja Ana me sorprendieron con un pastel de biscocho. Al verlo, una risa involuntaria escapó de mis labios.

Era tan sencillo, pero para mí significaba el mundo. Durante 11 años, había estado atrapada en la soledad y la oscuridad, pero hoy estoy rodeada de bondad y amor. La dulzura del pastel se mezcla con la calidez de sus sonrisas; es un regalo que nunca pensé recibir.

A medida que compartimos risas y recuerdos, me siento ligera. La sensación de felicidad burbujea en mi estómago, como si cada bocado me recordara que merezco ser celebrada. Sin embargo, en el fondo de mi corazón, hay una sombra: sé que este es mi último día aquí. He sanado gracias a su cuidado, pero ahora debo volar.

Miro a Abel y Ana; su amabilidad ha sido mi refugio. Me han enseñado a encontrar fuerza en los momentos más oscuros. Pero es hora de dejar atrás este santuario que ha sido mi hogar por poco tiempo y enfrentar el mundo exterior. La idea me asusta, pero también me emociona.

La oscuridad se apoderó del cielo, y las estrellas comenzaron a titilar, como si cada una de ellas intentara contarme un secreto. Siempre he encontrado consuelo en su luz, un recordatorio de que, incluso en la noche más oscura, hay belleza que apreciar. Esa noche, después de mi baño ritual, me senté en la cama y dejé que el aire fresco acariciara mi piel. Las cortinas danzaban suavemente al compás del viento, y el canto de los grillos afuera me arrullaba mientras me sumía en mis pensamientos.

Finalmente, me acomodé bajo las suaves sábanas de seda, envuelta en la ligereza de mi túnica blanca. Cerré los ojos y pronto caí en un sueño profundo y plácido.

Sin embargo, en medio de ese dulce descanso, algo cambió. Un peso inesperado se posó sobre mí, robándome la tranquilidad. Sentí una presión en mi pecho y un aliento helado que rozaba mis orejas. Desperté de golpe, el corazón latiendo con fuerza y la confusión envolviendo mi mente.

Cuando abrí los ojos, la oscuridad de la habitación me pareció aún más opresiva. Ante mí, unos helados ojos grises me miraban intensamente. El terror se apoderó de mí en un instante.

La voz gruesa que susurró palabras que el miedo no me dejó escuchar. En ese momento supe que no era un extraño; su aura, sus ojos, su presencia me transportaron a aquel día fatídico en la misa funeral.

Era él.

El reconocimiento hizo que un escalofrío recorriera mi cuerpo. La misma figura que había estado presente en aquel momento sombrío ahora estaba aquí, en la habitación. Mi mente luchaba entre el miedo y el deseo de entender por qué estaba aquí.

El enorme cuerpo masculino me mantenía inmóvil, y cada segundo que pasaba bajo su peso se sentía como una eternidad. Mis ojos, llenos de lágrimas desesperadas, comenzaron a deslizarse lentamente por mis mejillas, dejando un rastro de miedo y confusión. La mano que sujetaba mis muñecas se apretó con fuerza, como si intentara anclarme en ese momento, mientras la otra acariciaba mi rostro.

En medio de mi angustia, él dio un profundo suspiro, como si estuviera conteniéndose de algo más. Era un sonido que resonaba en el aire, cargado de emociones reprimidas. Entonces, chocó su frente con la mía. En ese instante, sentí una conexión extraña; nuestros alientos se entrelazaban y el mundo exterior desaparecía.

Su cabello oscuro rozó mi frente y me envolvió en una mezcla de sensaciones. Pude percibir su aroma más de cerca; era un perfume masculino que emanaba fuerza y misterio. Tenía notas amaderadas y especiadas, con un toque sutil de cuero que evocaba imágenes de aventuras pasadas. Había algo en él que era intenso y embriagador; me hacía sentir tanto vulnerabilidad como fascinación.

El aroma me envolvía como un abrazo cálido en medio del frío temor. Era a la vez reconfortante y aterrador; un recordatorio de que estaba atrapada entre el peligro y algo desconocido pero intrigante. Mis sentidos estaban agudizados, cada inhalación me llenaba de una mezcla de ansiedad y curiosidad.

Mientras nuestras frentes permanecían en contacto, sentí cómo su respiración se volvía más irregular. Había una lucha interna en él que podía percibir a través del roce de nuestras ropas. Era como si su esencia masculina intentara comunicarme algo más allá de las palabras; una historia no contada que anhelaba ser escuchada.

El cuerpo del hombre se levantó ligeramente, afincando sus rodillas en el colchón mientras yo seguía atrapada en medio de él. Mis muñecas fueron liberadas, y aunque intenté forcejear con todas mis fuerzas, su monstruoso cuerpo me hacía sentir diminuta y vulnerable. No había forma de que pudiera competir con su fuerza.

De repente, su mano izquierda se deslizó hacia el bolsillo trasero de su pantalón. Con una voz gruesa que intentaba ser gentil, me dijo—: Perdóname, Nabí. —sus palabras resonaron en mi mente como un eco lejano, pero mi atención fue rápidamente desviada por lo que estaba haciendo.

El contacto de su mano derecha, que antes había acariciado mi rostro, fue sustituido por un pañuelo húmedo. En ese instante, un olor penetrante y químico invadió mis fosas nasales: era el cloroformo. Su aroma era fuerte y casi medicinal, con un trasfondo que recordaba a productos de limpieza, pero también tenía un matiz dulce que lo hacía engañosamente atractivo. Era un olor que prometía alivio y calma en medio del caos.

A medida que aspiraba más de esa fragancia inquietante, sentí cómo una extraña relajación comenzaba a apoderarse de mí. Era como si el cloroformo estuviera envolviéndome en un suave abrazo, disolviendo la tensión acumulada en mis músculos y nublando mis pensamientos. La realidad a mi alrededor empezó a desvanecerse lentamente; cada respiración se volvía más pesada y mis parpadeos más lentos.

El efecto del cloroformo era inmediato. Primero vino una sensación de mareo ligero, como si estuviera flotando en una nube espesa. Mis extremidades comenzaron a sentirse pesadas, como si estuvieran sumergidas en agua. La lucha interna que había sentido antes se desvanecía poco a poco; la resistencia se convertía en rendición.

Mi mente trataba de aferrarse a la conciencia, pero cada inhalación me robaba más claridad. Sentía cómo los bordes de mi visión se difuminaban y cómo los sonidos del mundo se volvían distantes y apagados. Las voces se convertían en murmullos lejanos, y el miedo comenzaba a transformarse en una especie de tranquilidad engañosa.

Finalmente, la oscuridad se cernió sobre mí como una manta pesada y cálida. El último vestigio de lucha desapareció mientras caía en un sueño profundo y sin sueños. Todo lo que quedaba era ese olor intenso del cloroformo impregnado en mi memoria, un recordatorio inquietante de lo que acababa de suceder.

Cuando desperté, lo primero que vi al abrir los ojos, que aún se sentían pesados, fue un candelabro que brillaba con un resplandor dorado, como si estuviera bañado en oro. Su luz danzante iluminaba la enorme y lujosa habitación en la que me encontraba. Todo a mi alrededor era una amalgama de opulencia: las paredes estaban adornadas con tapices ricos y pesados que parecían contar historias de épocas pasadas.

Con un esfuerzo, intenté bajarme de la cama. Mis piernas, aún desmayadas por el efecto del cloroformo, no pudieron sostenerme y caí al suelo frío y marmoleado. El impacto fue brusco, y el frío del mármol me recorrió como un escalofrío. Adolorida, logré levantarme como pude, sintiendo cada músculo de mi cuerpo protestar.

Al acercarme al gran espejo que tenía enfrente, me di cuenta de que mi túnica había sido cambiada por un vestido verde esmeralda de seda.

La tela suave se deslizaba sobre mi piel, pero las tiras finas que lo sujetaban de mis hombros dejaban al descubierto mi clavícula marcada y mis delgados brazos desnudos. Mis heridas estaban casi sanadas, pero la frescura de mi piel aún conservaba el olor a medicina, un recordatorio inquietante de todo lo que había pasado.

Al abrir la puerta, me encontré con un pasillo que parecía sacado de un cuento de hadas, pero con un aire de melancolía que lo envolvía. Las paredes estaban revestidas de paneles de madera oscura, tallados con intrincados motivos que contaban historias de antaño. A lo largo del pasillo, candelabros de cristal colgaban del techo alto, sus luces parpadeantes luchando por iluminar la penumbra que reinaba en el ambiente.

El suelo estaba cubierto por una alfombra lujosa y desgastada, cuyos tonos burdeos y dorados se desvanecían en las sombras. Cada paso que daba producía un suave murmullo, como si el pasillo mismo estuviera susurrando secretos olvidados. Las puertas a los lados eran numerosas, cada una decorada con herrajes brillantes y antiguos que reflejaban el tenue resplandor de la luz.

A medida que avanzaba, noté que los retratos en las paredes eran más que simples decoraciones; eran ojos vigilantes que parecían seguirme con curiosidad y desdén. Los rostros serios y sombríos estaban atrapados en marcos dorados adornados con filigranas, y cada uno contaba la historia de una vida vivida en esa mansión.

El aire era fresco y cargado de un aroma a madera envejecida y algo más; quizás un perfume floral marchito que se había asentado en el tiempo. A mi alrededor, los ecos de mis pasos resonaban, amplificando el silencio inquietante que me rodeaba. Era como si cada rincón del pasillo estuviera lleno de recuerdos atrapados, esperando a ser liberados.

Mientras descendía las escaleras, cada peldaño crujía bajo mis pies, como si la madera misma estuviera viva y me advirtiera sobre lo que estaba a punto de descubrir. Las escaleras eran un espectáculo en sí mismas; estaban revestidas con un tapiz de terciopelo rojo que contrastaba con los muros de mármol blanco, creando un ambiente de opulencia y misterio. Las barandillas estaban delicadamente esculpidas en bronce dorado, brillando tenuemente bajo la luz de los candelabros que iluminaban el espacio.

Con cada paso que daba, mi mirada se deslizaba por los detalles: las intrincadas molduras en el techo, los espejos antiguos que reflejaban fragmentos de mí misma y el ambiente que me rodeaba. Mi intuición me guiaba a ser cautelosa, a no perderme en la belleza del lugar. Una extraña sensación de inquietud me acompañaba, como si algo inevitable estuviera aguardando al final de esa bajada.

Al llegar al último peldaño, me encontré en una sala que parecía un salón olvidado por el tiempo. Las paredes estaban adornadas con más retratos, cada uno más elaborado que el anterior. La luz temblorosa danzaba sobre las pinturas, proyectando sombras inquietantes. Fue entonces cuando mis ojos se posaron en uno en particular: un retrato de mí misma, vistiendo el mismo vestido que llevaba puesto en ese momento.

Mi corazón se detuvo por un instante. El lienzo capturaba cada detalle: mi cabello caía en suaves ondas alrededor de mi rostro, mis ojos reflejaban la misma intensidad que sentía en ese momento; era yo, pero encerrada en una imagen estática. Un escalofrío recorrió mi espalda mientras me daba cuenta de que no era solo una coincidencia; había algo siniestro en ello.

A medida que avanzaba, más y más retratos aparecían ante mí. Cada uno era una versión de mí misma, capturada en diferentes momentos y poses, todos con miradas que parecían seguirme con curiosidad y juicio. Mis piernas comenzaron a temblar; la incomodidad se transformó en pánico. No podía soportar la idea de ser observada por tantas versiones de mí misma, cada una atrapada en su propio tiempo y lugar.

Sin poder soportarlo más, decidí darme la vuelta y retroceder hacia las escaleras. Pero justo cuando lo hice, choqué con algo sólido y frío. Miré hacia arriba y allí estaba él: un hombre alto, casi dos metros de altura, con ojos grises que destilaban una extraña satisfacción. Su mirada era penetrante y familiar a la vez; reconocí esos ojos sombríos y profundos.

—¿A dónde vas, Nabí? —preguntó con una voz gruesa que resonó como un eco en la sala vacía.

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