La codicia humana no tiene fondo. Es un abismo que se extiende más allá de la razón, una sombra insaciable que consume todo a su paso. Su egoísmo es eterno, su arrogancia, incansable. No hay ley, pacto ni principio que detenga su avance cuando desea algo.
Esta historia se teje en Veydrath, un mundo nacido de la magia, esculpido por manos ancestrales y gobernado durante milenios por sus verdaderas soberanas: las Brujas.
Antes de que el hombre intentara apoderarse de lo que jamás le perteneció, Veydrath era un santuario de energía arcana. La magia fluía libre, custodiada por aquellas que la portaban como herencia en la sangre. Las Brujas no dependían de ningún otro género para perpetuar su linaje; nacían de sí mismas, a través de la partenogénesis, libres de ataduras, eternamente autónomas.
Pero el poder no existe sin equilibrio.
Y ese equilibrio tiene un nombre: la Suprema.
Cada cierto ciclo, el destino engendra una nueva. Una bruja con poder inconmensurable, destinada a preservar la armonía entre el mundo físico y el arcano. Mientras ella exista, la magia permanece pura, fuera del alcance de quienes buscan corromperla: humanos, demonios, o criaturas aún más oscuras.
Desde la primera hasta la actual, miles de años han pasado. Pero ninguna ha sido como ella.
Aetherion.
“El que todo lo abarca”.
La Suprema más longeva, más temida, más poderosa que haya caminado por este mundo. Ha vivido más de tres mil años, un milagro entre su propio linaje, donde incluso las Supremas anteriores apenas alcanzaban los mil. Pero Aetherion es una anomalía. Una fuerza de la naturaleza encarnada.
Su existencia es un misterio y una bendición. Domina nueve lenguajes de la magia, cuando el común entre brujas es cinco. Encantamientos, hechizos, maldiciones, conjuros, invocaciones… y más allá, lenguajes olvidados que solo ella recuerda. Su arte ha sido llamado Omnipresencia: un poder tan vasto que la equipara con un dios.
Y, sin embargo, incluso los dioses tiemblan ante el cambio.
Porque cuando una nueva Suprema tarda en nacer, el equilibrio se tambalea. La magia comienza a fragmentarse. Los hilos que mantienen unido el tejido de la realidad se tensan hasta el quiebre.
Y si ese ciclo se rompe...
La magia se extingue.
Fue entonces cuando ocurrió lo impensable.
Una luna distinta surgió en el cielo, teñida de carmesí: la Luna de Sangre. No era un fenómeno astronómico. Era una advertencia. Un sello. Una creación premeditada, forjada por una voluntad perversa en las profundidades del abismo.
Y en las sombras, aguardaba él.
No un mortal. No una bruja.
Un demonio.
El primero. El más antiguo. El rey de todos ellos.
Había esperado desde los albores del tiempo, paciente, invisible, mientras la historia se escribía sin su nombre. Su ambición: reclamar la magia de las brujas, corromperla, poseerla, destruir su legado desde las raíces.
La Luna de Sangre era su obra maestra. Un ciclo oscuro cultivado durante siglos, cuyo propósito era uno solo: silenciar a la Suprema, debilitar su esencia, borrar su existencia.
Pero no lo hizo solo.
Encontró aliados entre los hombres. Humanos sedientos de poder, fáciles de manipular. Les ofreció dominio sobre la magia a cambio de traición. Y ellos aceptaron. Así nació una alianza impensada: humanos y demonios, unidos por una codicia sin límites.
Y así comenzó la caída.
El cielo se tornó rojo. El mundo de Veydrath tembló. La primera guerra entre brujas, humanos y demonios estaba por estallar. La Luna de Sangre, durante tres días y tres noches, anularía la magia de todas las brujas, incluso la de la Suprema. Sin su poder, serían vulnerables. Cazadas. Masacradas.
Y justo antes del estallido…
Mi historia comenzó.
Yo no estuve allí para ver la guerra. No vi la traición con mis propios ojos. Porque en los últimos instantes, Aetherion me hizo desaparecer.
Con los restos de su poder, me selló fuera del tiempo, exiliándome en un plano donde la oscuridad no pudiera alcanzarme. Fue su última decisión, su último acto de fe.
Me encomendó una misión.
Una tarea que debía cumplir si todo se perdía.
Y todo se perdió.
Dormí mil quinientos años entre los pliegues del vacío, atrapada en un sueño sin principio ni final. Olvidé nombres, lugares, incluso partes de mí. Pero no olvidé la promesa.
Cuando despertara, en un mundo que ya no me recordaría, debía encontrarlo.
Al caos.
Aquel cuyo destino está entrelazado con el fin… y el renacer de la magia.
Una reencarnación.
Un eco de un pasado olvidado.
Y ahora, al fin, los hilos del destino vuelven a tensarse.
La historia que el tiempo intentó enterrar…
Está por comenzar.
— Synera —
No elegí vivir. No crecí. No nací como lo hacen los demás.
No formé parte de ese ciclo cálido y cruel llamado vida.
Soy su sombra. Su reflejo. Su piel.
Todo en mí… le pertenece.
Cada pensamiento, cada suspiro, incluso esta voz que se quiebra al hablar… ni siquiera eso es mío.
¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar? ¿Qué hago aquí?
Floto.
Caigo.
Sueño.
Estoy atrapada en un abismo sin fondo, un océano de nada que me arrulla con su frío eterno.
Todo es gris. No hay arriba ni abajo. Solo el eco de una conciencia que ni siquiera me pertenece.
¿Quién soy? ¿Por qué yo?
¿Por qué a mí...?
Nunca conocí la soledad, pero tampoco supe lo que era estar acompañada.
No entiendo qué son los sentimientos… solo sé que todo lo que soy, y todo lo que seré, existe gracias a ella.
Aetherion.
Ella… es mi origen. Y quizás mi fin.
Me hundo en este sueño sin tiempo.
A veces, solo a veces, una chispa de pensamiento (que tal vez sea mío, o tal vez no) se enciende:
¿Podré algún día ser diferente? ¿Ser... yo?
Entonces, sin aviso… el abismo me rechaza.
Me vomita hacia la luz.
Como un parpadeo, como un glitch en una simulación rota.
Y despierto.
......................
Han pasado mil quinientos años desde la guerra.
Brujas. Humanos. Demonios.
Un mundo desangrado, reescrito por la violencia y el miedo.
Pero para mí… fue solo un pestañeo.
—¿D-Don… dónde estoy? —susurro con una voz que no siento como mía, tumbada en un suelo extraño.
Todo huele distinto.
El aire… no canta como antes.
La energía de este mundo ya no baila, no respira como lo hacía la vieja magia.
Es como si Veydrath —la tierra que una vez conocí, la que alguna vez me soñó— hubiera muerto sin que nadie lo notara.
Y en su lugar... solo quedan ruinas disfrazadas de imperios.
Los humanos controlan ahora la magia que temían.
Crearon democracias, se erigieron como reyes de sus propias ruinas.
Pero siguen tan rotos como siempre:
codiciosos, crueles, en guerra eterna consigo mismos.
Solo cambiaron de máscaras. Nunca de alma.
Observo. Todo es ajeno. Todo es nuevo y, sin embargo, me duele con una nostalgia que no entiendo.
Desperté en una aldea pequeña, olvidada por el mundo.
Allí, los humanos sin magia vivían como parias.
Rechazados por su propio linaje, por la historia que los escupió.
Pero… eran humanos.
Y por primera vez, alguien me miró sin miedo.
No con adoración. No con odio.
Solo con una extraña curiosidad… como si yo también pudiera ser algo más.
Mientras el mundo había girado sin mí durante siglos, yo apenas comenzaba a abrir los ojos. Todo era nuevo. Todo era hostil. Pero yo seguía siendo la misma.
Mi nombre es Synera.
No soy humana.
Tampoco bruja.
Soy algo distinto… algo que no debería existir por sí mismo.
Fui moldeada, no nacida.
Tallada por manos divinas, con hilos de magia y propósito.
La Suprema me creó.
No con amor, ni con ternura, sino con necesidad.
Con voluntad absoluta.
No poseo un alma.
Pero dentro de mí, late un fragmento de su conciencia.
Un eco eterno de su voz.
Fui su oráculo.
Su espejo.
Su sombra fiel en la luz del mundo.
Recuerdo la primera vez que me vi reflejada en el agua.
Fue como mirar a un fantasma que aún no entendía su existencia.
Mi piel, pálida como la escarcha al amanecer, parecía desvanecerse bajo la luz.
Mi cabello, tan blanco que desafiaba la sombra, imposible de esconder, imposible de ignorar.
Y mis ojos…
Carmesíes.
Sin brillo, sin vida.
Iguales a los suyos, y sin embargo, profundamente distintos.
Vacíos. Silenciosos.
Mi figura era más alta, más adulta que la de ella.
Pero también más frágil.
Como si un simple suspiro del viento bastara para quebrarme.
Sin embargo, lo más pesado en mí… no se ve.
Es la carga invisible que me fue impuesta:
una misión grabada en lo más profundo de mi existencia.
Una promesa que me ata a este mundo,
que me sostiene aún de pie…
incluso ahora, después de siglos de silencio.
De pronto, en un parpadeo, el tiempo corrió para mí como un suspiro... pero para el mundo, cada segundo fue una herida lenta. Los años en aquella aldea fueron los primeros pasos de una eternidad que jamás pedí. Aprendí a ver sin intervenir, a existir sin pertenecer. Observé cómo el mundo cambiaba, y lo comprendí de formas que ojalá nunca hubiera entendido. La magia, antes sagrada, susurrante y viva, se volvió una herramienta fría, domesticada, útil solo para el poder. El continente se fragmentó, como un espejo roto que ya nadie quiso recomponer.
Donde una vez se alzaba el Reino de las Brujas, ahora florece el Capitolio. Decathis, lo llaman. Una joya artificial, brillante, erigida sobre las ruinas de una historia que prefieren olvidar. Sus torres rasgan el cielo, pero sus cimientos están hundidos en ceniza y sangre. La gobierna un Rey Mago que no heredó el poder, sino que lo robó, lo vistió de oro y lo proclamó suyo. Pero sé la verdad. En las sombras, más allá de los nombres y las coronas, él no es más que un títere. Porque la verdadera amenaza... es más antigua. Y más oscura.
El lugar de mi despertar fue en la provincia Diez, una de las tantas que componen el extenso cuerpo de ese nuevo imperio. Cercanas entre sí, pero no unidas. Fragmentos de un reino que aún pretende sostenerse, aunque muchos de sus rincones han sido abandonados por el tiempo y por quienes gobiernan desde la distancia.
Diez es una tierra de los olvidados.
Los que viven aquí no son ciudadanos. Son sobrevivientes.
Aquí, la magia no es un derecho. Es una condena.
Una cicatriz heredada.
Algo que se oculta, que se teme, que se castiga.
Y sin embargo, entre las ruinas y el polvo, oí algo.
Susurros.
Murmullos apagados que aún pronunciaban el nombre de la Suprema, no con poder, sino con nostalgia. Con una fe rota, fragmentada, que apenas se sostenía en pie... como un hilo de luz colgando en la oscuridad.
Fue entonces cuando comprendí: no todo se había desvanecido.
Aún quedaban chispas.
Pequeñas, temblorosas…
pero vivas.
......................
Han pasado veintisiete años.
Veintisiete inviernos, primaveras, soles y lluvias…
y no los sentí.
Solo fragmentos.
Sombras de momentos.
Destellos de aprendizaje que se desvanecen apenas los intento recordar.
No solo llegué a comprender este mundo nuevo.
Comencé a preguntarme qué era yo dentro de él.
Porque no soy libre.
Nunca lo fui.
Fui creada para servir, para mirar sin intervenir, para cumplir sin preguntar.
Pero algo dentro de mí empezó a temblar.
Comencé a imitar.
No por juego. No por curiosidad.
Sino por una necesidad profunda, innombrable.
Vi sus lágrimas, y sentí una presión en el pecho que no entendí.
Vi su ira, y algo en mí ardió.
Vi sus sueños… y por primera vez, deseé tener uno.
Como si algo enterrado dentro de mí… quisiera ser.
Quisiera existir de verdad.
Ser algo más que una herramienta.
He caminado entre ruinas cubiertas por el silencio.
He cruzado ciudades cuyos nombres ya nadie recuerda.
He atravesado desiertos donde incluso el viento olvida.
Siempre buscando. Siempre observando.
No por compasión.
Sino porque busco al Caos.
Aquel que puede cambiar el destino.
Aquel que puede restaurar lo perdido…
o destruirlo por completo.
......................
Han pasado doscientos años.
Ahora soy más antigua que las primeras Supremas.
Más vieja que muchas leyendas.
Y sin embargo, sigo atada a ella.
Vivo mientras ella viva.
Si ella cae, yo me desvaneceré.
Somos dos reflejos en el mismo espejo.
Un lazo que ni el tiempo ha podido romper.
Recojo información. Me oculto. Resisto.
Una sombra entre muchas sombras.
Pero el Caos…
el que debe despertar…
aún duerme.
He buscado en cada rincón.
He preguntado sin palabras, observado sin ser vista.
Y nadie sabe.
Nadie entiende.
Quizás… ni siquiera yo.
El lugar donde abrí los ojos… ya no existe.
Se volvió polvo.
Arrasado por el tiempo, por la indiferencia, por el olvido.
He visto al mundo girar tantas veces que las estaciones ya no me dicen nada.
La nieve, la lluvia, el calor… son solo repeticiones vacías.
Ciclos sin alma.
He caminado entre vidas que se encienden y se apagan como velas al viento.
Ayudé a quienes lo necesitaban.
Destruí demonios con furia ciega.
A veces escucho que me llaman la bruja asesina de demonios.
Como si ese nombre pudiera contener lo que soy.
Pero no lo hice por bondad.
Nunca fue por bondad.
Lo hice por odio.
Un odio que no es mío…
pero que arde en mí como un veneno heredado de la Suprema.
Odio a los demonios.
Odio a los humanos.
Odio la forma en que destruyen, mienten, olvidan.
El odio es lo único que siempre ha estado conmigo.
Lo único que permanece cuando todo lo demás se desvanece.
Y, aun así…
ni siquiera ese odio me pertenece.
Sé que Aetherion aún vive.
Puedo sentirlo.
Su poder late, encerrado en algún rincón profundo del Capitolio.
Obligada a sostener el tejido mágico de esos seres repugnantes.
Alimentando con su esencia los cimientos podridos de este nuevo mundo.
Su magia…
aún respira.
Aún lucha.
Si se rompe, si colapsa… el mundo entero será arrastrado a la nada.
Pero yo no puedo salvarla.
No todavía.
Entrar en el Capitolio sería mi fin.
Y aunque el deseo de arrasar con todo me consume…
todavía tengo una tarea.
Un propósito que me ata, que me sostiene,
aunque a veces me pregunto si no es solo otra forma de condena.
......................
Nuevamente el tiempo trascurrió en silencio, Han pasado cinco siglos desde que comenzó mi camino. El tiempo se disuelve. Ya no lo mido. Solo siento cómo se acumula en mi pecho como una piedra. Y, sin embargo, sigo. Sigo porque no sé hacer otra cosa.
Hasta que cometí un error.
Me confié.
Creí que lo tenía todo bajo control.
Creí que era intocable.
Poderosa.
Pero fui estúpida.
Cegada por la arrogancia, olvidé que incluso el acero más afilado puede romperse.
Me enfrenté a una demonio de clase A.
No una bestia. No un monstruo salvaje.
Era astuta. Inteligente. Hermosa.
Una criatura pulida por el nuevo mundo, hecha de veneno y elegancia.
Ya no son como antes… los demonios han cambiado.
Evolucionaron.
Aprendieron a jugar con debilidades que ni siquiera sabía que tenía.
Ella me arrebató lo más valioso.
Mi bastón.
No era solo un arma.
Era mi ancla.
Mi vínculo con la magia directa de la Suprema.
Mi esencia.
Mi identidad.
Y cuando lo perdí… sentí cómo el mundo se partía.
Mi magia no desapareció, pero algo dentro de mí… sí.
Algo se quebró.
Y no volvió.
Ya no soy invencible.
Ya no soy lo que era.
Aquel descuido selló mi destino.
La demonio me entregó al Capitolio como si yo fuera una presa herida.
Humillada.
Rota.
Fui encerrada.
En una prisión diseñada para devorar lo que soy.
Un lugar donde la magia de las brujas se marchita, se disuelve, se muere.
Estaba indefensa.
Sin poder.
Sin voz.
Cien años.
Cien años atrapada en la oscuridad de Decathis.
Un siglo de dolor.
Me rompieron.
Una y otra vez.
Sin pausa.
Sin piedad.
No tengo alma… pero juro que lloré.
Grité en silencio hasta que mi garganta se secó.
Mi cuerpo resistía lo que mi mente ya no podía soportar.
Me odiaron por lo que era.
Por lo que representaba.
Y yo… yo también empecé a odiarme.
Me obligaron.
A luchar.
A matar.
A sobrevivir.
No por honor, no por voluntad.
Por instinto. Por odio.
Fui usada. Una vez más.
Odié a Aetherion.
La odié por hacerme así.
Por no advertirme. Por no salvarme.
Por haberme creado para sufrir.
Y aunque mi odio era personal… no podía odiarla del todo.
Ese era el castigo más cruel.
Pero el odio…
el odio que una vez fue suyo,
empezó a ser mío.
Latía con fuerza en mi pecho vacío.
Me sostuvo cuando nada más lo hacía.
No me quebré.
No del todo.
Escapé.
Sobreviví.
Pero algo se quedó entre esos muros.
Fragmentos de mí.
Pedazos que no volverán.
Olvidé cosas importantes.
Mi nombre por un tiempo.
Mi primer despertar.
Mi propósito.
Todo se volvió neblina.
Gris.
Silenciosa.
Densa.
Y desde entonces, cada paso que doy no me acerca a quien fui…
sino a lo que estoy destinada a ser.
Ya no soy la Synera de antes. Pero sigo aquí. Sigo siendo ella… y odiándome en lo más profundo de mi creación. Hay días en que no reconozco mi reflejo, pero sé que aún camino con su sombra sobre mi espalda.
La magia de Aetherion todavía fluye por mis venas, tenue como un eco, lejana como una plegaria olvidada. Ya no me permite alzar grandes hechizos, ni desgarrar el cielo como solía hacer. Pero me da lo justo para seguir en pie, para arrastrar mis pasos por este mundo que ya no me pertenece. Y eso, por ahora, es todo lo que tengo.
Logré escapar.
Y a lo largo de esos años de encierro, soledad y deambular entre ruinas y mentiras, algo comenzó a despertar en mí: curiosidad, hambre de libertad, deseo de comprender… de ser más.
Así, entre largas horas de estudio y los secretos más oscuros de la magia prohibida, aprendí a construir aquello que ninguna bruja debería poseer: un alma artificial.
Una que me permitiera caminar por este mundo con un propósito.
Fue un hechizo poderoso, imperfecto, temporal. Una aberración. Pero me dio algo que jamás había tenido: emociones. Sentimientos. Dolor. Soñé por primera vez. Sentí tristeza. Esperanza. Ternura. Y entonces comprendí lo que siempre me faltó. Lo que me fue negado desde el principio.
Pero fue solo una ilusión. Un alma hecha de magia. Algo que tarde o temprano se desvanecerá como todo lo que no es real. Nada de esto me pertenece. Ni siquiera ahora. Pero al menos… por primera vez, pude mirar al mundo y entenderlo. Pude mirarla a ella, a Aetherion, y no solo obedecer… sino sentir.
Me volví más sola. Más vacía. Más inteligente, sí, pero a pesar de todo eso, sigo estando sola. No tengo a quién llamar amigo, ni un hogar donde refugiarme, ni una historia que pueda llamar mía. Soy solo una sombra errante en un mundo que ni siquiera me ve. Si muero mañana, nadie lo sabrá. Nadie derramará una lágrima por mí.
Y, sin embargo, sigo adelante. Porque mi misión… es lo único que me queda. Pero incluso esa luz, la última que me sostiene, comienza a titilar, a perder fuerza. El sentido se vuelve borroso, el propósito se desgasta y se desvanece.
Hasta hoy.
Hoy, en la quietud del aire, sentí algo. Una energía antigua. Familiar. Como si el destino, cansado de esperar, finalmente hubiera vuelto la mirada hacia mí. Como si algo —o alguien— estuviera llamándome desde la oscuridad.
Quizás no todo esté perdido.
Quizás mi viaje… aún no ha terminado.
Tal vez… apenas esté comenzando.
Soy Synera. No soy humana. No soy bruja. No soy más que un eco de poder y voluntad. Pero no permitiré que este mundo me olvide. No dejaré que mi existencia se desvanezca en el silencio. Lucharé para reclamar un lugar que pueda llamar mío, para restaurar la magia y el tiempo que se han roto.
Y cuando llegue ese momento, cuando todo vuelva a su curso, me fundiré con ella —con Aetherion— para convertirme en algo más que una sombra.
— Synera —
El mundo sigue girando, indiferente. Las estaciones cambian, los imperios se levantan y caen… pero yo ya no soy la misma. Algo en mí ha cambiado. He dejado atrás la Synera rota, obediente, silenciosa. He sepultado los recuerdos que me ataban, aunque aún ardan en mi memoria como brasas apagadas. Con cada paso que doy, me convierto en una nueva versión de mí. Más despierta. Más libre. Un ser forjado en el vacío, tallado por el odio, pero ahora templado por un propósito más claro.
Ya no cargo con ese peso ciego del pasado. Ahora llevo aprendizaje. Entendimiento. Poder. Poder no solo mágico, sino espiritual. No soy completamente libre, pero estoy más cerca que nunca de serlo.
Aetherion… aunque mi alma naciente aún arda con el odio que dejaste en mí, no abandonaré tu misión. Porque en el fondo, tú y yo compartimos la misma visión, el mismo anhelo silencioso: restaurar el Reino de las Brujas. Devolverle la paz a Veydrath. Y reclamar el imperio que nos fue arrebatado.
Hoy comienza mi verdadero origen. Hoy dejo de ser una sombra que sobrevive… y me convierto en quien debe cumplir el propósito de su existencia.
Me dirijo al norte, más allá de los límites de Veydrath, hacia un continente lejano donde el maná y la energía elemental aún laten con una pureza olvidada. Allí, en lo profundo de esas tierras ancestrales, duerme un poder antiguo… uno que quizás he estado buscando desde antes de saberlo. Un poder tan inmenso, tan primitivo, que ni siquiera las Supremas se atrevieron a nombrarlo.
No sé lo que encontraré al final de este camino. Solo sé que algo —o alguien— me llama. Que me espera.
Será un viaje largo, tal vez de años, a través de territorios que nunca mis pies han pisado, donde el tiempo parece haberse detenido… y los secretos del mundo aguardan, intactos.
Y por primera vez en siglos, siento algo parecido a la felicidad. No es plena. No es duradera. Pero existe… junto con una punzada de incertidumbre.
Jamás imaginé que esta travesía se convertiría en la experiencia más transformadora de mi existencia. He cruzado regiones que solo existían en los relatos antiguos, he conocido almas excepcionales y, en el camino, he descubierto quién soy. Casi he olvidado que mi alma fue creada. Hoy, me siento más humana que nunca… y ya no me importa.
He dejado de ser frágil. He dejado de temer.
Mi carácter, aunque imperfecto, es mío. Me pertenece. Y eso me basta.
Tal vez, algún día, cuando el equilibrio regrese al mundo, pueda compartir mis historias con las generaciones futuras.
Hoy estoy aquí, al final de mi viaje, frente a la montaña más alta de todo el reino de Thérenval, una tierra glacial que alguna vez fue sagrada y ahora yace bajo el yugo lujoso de Decathis. Ante mí se alza una muralla de piedra y hielo, como un titán dormido que desafía al cielo mismo.
El aire es denso, pesado, cargado de magia antigua. Cada bocanada quema mis pulmones como brasas. El viento me golpea con furia, como cuchillas invisibles que arrancan pedazos de mi voluntad. Cada paso que doy retumba en mis huesos como si arrastrara siglos de historia olvidada.
Pero no me detengo. No puedo. No debo.
He llegado demasiado lejos para ceder ahora. Esta montaña… es mi umbral. Y tras ella, aguarda la verdad que he estado persiguiendo desde que abrí los ojos por primera vez en este nuevo mundo.
Siento que la energía que he perseguido durante siglos está cerca… tan cerca. ¿Qué me espera en su origen? ¿Será un final… o un nuevo comienzo? No lo sé. Solo sé que debo seguir.
El frío se filtra hasta mis huesos. Mi cuerpo, agotado, cede. Me desplomo sobre la nieve. El mundo se convierte en un torbellino blanco… y entonces, justo antes de perder la consciencia, un recuerdo emerge.
Una imagen cálida atraviesa el hielo de mi mente.
Desde el fondo de mi inconsciencia, emerge un destello de calidez que rompe el frío que paraliza mis pensamientos. Me veo a mí misma, más joven, ignorante del vasto destino que me aguardaba. A mi lado camina la Suprema, envuelta en un halo de sombra y luz. Su presencia siempre fue una paradoja: imponente y serena, distante y maternal.
Era de noche. Viajábamos juntas por tierras que hoy solo existen en mis recuerdos. El cielo era un manto de estrellas, y el viento hablaba en susurros entre los árboles. Caminábamos en silencio, hasta que su voz rompió la quietud como un conjuro suave:
**—Mi pequeño oráculo…** —dijo, su tono mezcla de ternura y solemnidad—. La verdadera sabiduría no reside en el conocimiento, sino en tu interior.
La miré, confundida, buscando respuestas en su rostro sereno.
*—Pero todo lo que sé… todo lo que soy, viene de ti,* —le respondí con la franqueza de quien aún no comprende su propósito—. ¿Cómo puedo buscar dentro de mí si soy tu reflejo?
Ella se detuvo. Con una lentitud casi ceremonial, colocó su mano sobre mi cabeza. Sentí su magia fluir en mí, cálida y envolvente, como un hogar perdido.
—**Que hayas nacido de mí no significa que no puedas ser libre,** Synera —susurró—. No eres solo mi creación. Eres un alma buscando su verdad.
Sus ojos, vastos como el universo, me miraron con una ternura inquebrantable.
—No permitas que el mundo defina quién eres. No permitas que mi sombra dicte tu destino. Sé tú misma… siempre.
Entonces no lo entendí. Pero ahora, siglos después, tendida en la nieve, entre lo que fui y lo que soy, por fin comprendo.
No soy solo un eco. No soy solo el Oráculo.
Soy Synera.
Y aunque mi alma fue forjada, no nacida…
late en ella una voluntad que ningún hechizo pudo imponerme.
Porque mi libertad no fue un regalo: fue conquista.
Y es real, tan real como el deseo que me sostiene.
Despierto. El frío aún muerde mi piel, pero algo dentro de mí ha cambiado.
Mi alma arde con una llama nueva, nacida del recuerdo. Me aferro a sus palabras, las convierto en escudo y faro. Me levanto. Cada paso es una lucha, pero ya no siento miedo. Estoy cerca… tan cerca.
Y entonces la veo.
Un resplandor dorado en la cima. Cuando por fin llego, el mundo cambia.
La ventisca desaparece, el frío se esfuma.
Ante mí se extiende un paraíso oculto, suspendido en un otoño eterno. Praderas imposibles se despliegan como sueños vivos, cubiertas de flores que resplandecen con una luz suave y ajena al sol. Los árboles susurran secretos olvidados, en un idioma que solo el viento parece comprender, mientras ríos de cristal recorren la tierra como venas de magia pura.
Todo parece flotar, como una isla suspendida entre las nubes. Un fragmento de mundo perdido en el tiempo… o quizá, detenido en él para siempre.
Y allí, al horizonte, se alza un templo. Majestuoso. Sagrado.
Una barrera de energía lo protege, viva, palpitante.
La reconozco de inmediato. Es su poder.
Es ella.
Algo en mí —creado, sí, pero vivo— se estremece. Se agita, como si recordara algo antiguo y sagrado. Todo a mi alrededor vibra con su esencia: el aire, la luz, los árboles que murmuran su nombre en susurros. Se siente… como si ella nunca se hubiera ido.
¿Podría ser?
¿Podría realmente estar aquí?
¿Y si… nunca se fue?
¿Y si todo este tiempo ha estado oculta, observando en silencio, refugiada en este rincón olvidado del mundo?
Me acerco. Mis dedos rozan la barrera. La energía vibra, cálida, acogedora.
Su esencia está en todas partes, como un susurro eterno.
Pero no me deja pasar.
Respiro. Cierro los ojos.
No necesito forzarla. Solo comprenderla.
Conecto con mi maná. Lo dejo fluir. Me disuelvo en su energía.
Soy parte de ella.
Y ella… es parte de mí.
Entonces, doy el siguiente paso.
La barrera me envuelve. Y luego, se desvanece.
Cruzo el umbral.
El templo no es frío ni solemne. Es una mansión de estrellas y jardines eternos. Mármol, seda, agua pura y flores celestiales. Un santuario vivo.
Y en ese instante, lo entiendo: no he llegado al final de mi viaje.
Este… es solo el comienzo.
—¡¿Lady Aetherion?!¡¿Está aquí?! —grité, mi voz rebotando entre los muros del templo vacío, aferrándome a la esperanza de que tal vez ella realmente estuviera allí.
El eco fue mi única respuesta.
Fruncí el ceño. Algo no encajaba.
Entonces, un sonido cortó la quietud como un cuchillo:
¡CLANG!
Me giré en seco.
Un balde rodó hasta mis pies… pero eso no fue lo que me dejó sin palabras.
No.
Lo sorprendente fue la criatura que lo había tirado.
Un zorro. De pelaje naranja brillante, patas negras y una panza redonda como un tambor. Caminaba en dos patas como un humano cualquiera, y llevaba puesta una túnica de monje que apenas le cerraba por el vientre.
Nos quedamos en un duelo de miradas, como si ambos hubiéramos visto un fantasma.
Le dediqué una sonrisa incómoda.
—Vaya… qué zorro tan peculiar.
El animal parpadeó. Se frotó los ojos, incrédulo.
—¿No vas a decir nada? —pregunté con curiosidad—. Ah, cierto. Los animales no hablan.
—¿¡QUÉEEE!? —chilló el zorro de repente, saltando hacia atrás—. ¡AAAAAAAAAAH! ¿¡QUIÉN ERES!?
Alcé una ceja, calmada.
—Ah, con que sí hablas. Bueno, he visto cosas más raras.
El zorro me apuntó con una pata temblorosa.
—¡D-¡DEMONIOOOOOOO! —gritó, señalándome con un temblor casi teatral, como si su miedo necesitara ser escuchado por todo el mundo. Sus ojos estaban desorbitados, su garra extendida como una lanza temblorosa acusándome de una culpa que ni siquiera entendía.
¡CHAZZ!
Le solté un golpe en la cabeza.
—¿¡A quién le dices demonio, roedor con sobrepeso!? —espeté, cruzándome de brazos—. ¿Nunca viste a una mujer tan hermosa como yo?
Se llevó ambas patas a la cabeza, gimiendo como si lo hubieran decapitado.
—¡Ay yai yai! ¿¡Por qué me pegas, bruja loca!? ¡Monstruo! ¡Fea! ¡¿Qué clase de aberración eres?! —lloriqueaba, sobándose la cabeza con exageración, como si le hubieran partido el cráneo en dos.
Mi ojo tembló peligrosamente.
Lo tomé por la túnica y lo alcé en el aire como si fuera un trapo.
—Si me vuelves a llamar fea, monstruo o demonio una sola vez más… ¡te convierto en alfombra, alimaña peluda!
—¡AUXILIOOOO! —gritó, pataleando como un pez fuera del agua—. ¡Suelta, suelta! ¡No soy comida!
Lo sacudí un poco, por si acaso.
—¡Revoca tus palabras!
—¡Lo siento, lo siento! —gimoteó, dándome una reverencia atolondrada—. ¡No me mates!
Bufé y lo solté. Cayó al suelo con un "plop", tambaleándose como un borracho.
—¿Siempre eres así de agresiva? —refunfuñó.
—¿Y tú siempre tan insoportable? —solté con el ceño fruncido, ya harta de su voz.
Se cruzó de patas, ofendido.
—¡Esto no es lo que esperaba! Qué decepción… —murmuré, levantando ambas manos al aire, frustrada.
La verdad es que nunca he sabido cómo tratar con otros. Mi paciencia es corta, y mi temperamento... aún peor.
—¿Y este lugar qué se supone que es? —pregunté, mirando a mi alrededor con evidente desdén—. ¿Y tú, zorro regordete? ¿Por qué eres tan… raro?
—¡No estoy gordo! ¡Estoy esponjoso! —protestó, abrazándose la panza con una mezcla de orgullo y tristeza.
Nuestra conversación siguió, pero ese zorro me estaba sacando de quicio. No se callaba. Hablaba como si no tuviera pausa ni vergüenza. Después de unos minutos, chasqueé los dedos. Un cigarrillo apareció entre ellos. Lo llevé a mis labios y encendí la punta con un toque de magia.
Mientras exhalaba humo con elegancia, me acomodé el cabello con una mano.
El zorro seguía, parloteando como si el aire le sobrara. Sin pensarlo demasiado, levanté una pierna y le estampé el tacón de mi bota en la cara.
—¡Cállate ya! —le ordené, fastidiada—. Mejor dime algo útil. ¿Hay alguien más aquí? ¿Alguien no tan idiota y humano? ¿O eres el único decorado viviente de este sitio?
Se retorció bajo mi zapato.
—¿¡Cómo te atreves a hablar así de mi amo bonito, criatura vulgar?! —bufó, ofendido, erizando el pelaje—. ¡No mereces ni mirarlo! ¡Es poderoso! ¡Temible! ¡Con solo una mirada podría hacerte caer al suelo!
Su furia era tan intensa que casi podía sentirla vibrar en el aire. Yo solo sonreí con desdén, clavando un poco más el tacón en el suelo.
—Ay, qué miedo… Ve a buscarlo. Dile que estoy aquí… y que venga. Ahora. —dije, fría y firme, sin ningún atisbo de duda.
El zorro chilló y salió disparado, su trasero temblando como gelatina.
Mientras lo veía alejarse, solté una risa baja. El cigarrillo colgaba entre mis labios como si fuera el cetro de mi paciencia.
Esto… se pondría interesante.
El zorro salió disparado, su cola esponjosa ondeando como una bandera de urgencia. La energía extraña que me había recorrido el cuerpo se disipaba entre los árboles, como si su origen estuviera cerca… pero burlonamente fuera de mi alcance.
No estaba sola. Sabía que había alguien más, y ese pensamiento, extraño y tenue, me calmaba de algún modo. ¿Podría ser él?
Un hilo de esperanza, casi olvidado, comenzó a despertar dentro de mí.
El bosque se cerraba sobre sí mismo, como una fiera guardando un secreto. El zorro saltaba entre raíces y ramas con la agilidad de quien ha corrido por este terreno mil veces. Finalmente, llegó al claro. Allí, como si el universo tuviera el sentido del humor más torcido del mundo, lo encontró.
Sentado sobre una enorme roca que parecía un trono improvisado, con la túnica de monje cayendo sobre él con una elegancia casi insolente, y su largo cabello negro reluciendo bajo el sol, estaba él. Adolescente, imperturbable, ridículamente perfecto, como si el mundo entero conspirara para destacar su presencia.
El zorro se plantó frente a él, sin aliento.
—Amo bonito… necesito su ayuda —dijo con reverencia contenida, la voz suave pero firme.
Silencio.
Nada.
Ni un parpadeo, ni una respiración alterada.
—¿Amo...? —repitió, ladeando la cabeza, un tic nervioso en la oreja izquierda.
Y entonces lo oyó.
Un ronquido. Suave, armónico, absolutamente infame.
El zorro se quedó congelado.
—No… no otra vez... —murmuró, llevándose las patas al rostro—. ¡Está durmiendo! ¡En vez de meditar, DUERME!
Saltó a la roca de un brinco, como si acabara de recordar que era un animal salvaje.
—¡Despierte! ¡Despierte, amo! ¡ES UNA EMERGENCIA! —lo sacudía con fuerza ridícula, sus patas agitándose con desesperación teatral.
—Mnnnggh… —balbuceó el joven, girándose y acomodándose mejor.
El zorro perdió la paciencia.
—¡UN DEMONIO! ¡UNA MUJER DEMONIO! ¡AYUDA! —gritaba, su voz quebrándose en la exageración, como si el mundo fuera a derrumbarse a su alrededor.
¡Clap!
El joven le cruzó la cara de una bofetada perfecta, sin siquiera abrir los ojos.
—¡¿Qué te pasa, Frayi?! —rugió con voz ronca, abriendo al fin los ojos, relucientes de irritación.
Frayi retrocedió tambaleándose, sobándose la mejilla.
—¡¿Es que hoy es el día de pegarle a Frayi?! —se quejó como un mártir con público.
El joven se incorporó lentamente, aún adormilado.
—¿Otra vez te peleaste con un mapache? ¿O fue esa ardilla neurótica? —dijo el joven, esbozando una sonrisa divertida.
—¡No, no, mi amo! —Frayi jadeó—. ¡Es una mujer! Una criatura vulgar. ¡Dice que quiere verlo! ¡Y no me cree cuando le digo que usted no recibe visitas sin cita previa!
El joven parpadeó.
—¿Una mujer? —repitió como si hubiera preguntado por un dragón con tacones—. ¿Qué es eso? ¿Un tipo de ciempiés?
Frayi se quedó congelado, mirándolo como si acabara de escuchar que la luna era comestible.
—No puede ser… ¿En serio? ¿No sabe qué es una mujer? —dijo Frayi, con una mezcla de incredulidad y decepción en la voz.
—¿Debería? Nunca he visto otra persona aparte de ti —se encogió de hombros con la naturalidad de quien vive bajo una roca. Literal.
—¡Pues esta es como usted, pero con…! —Frayi hizo un gesto amplio— ¡con dos pechos gigantes y cara de pocos amigos! ¡Y una mirada que podría fundir el plomo!
El joven se río. Una risa limpia, absurda.
—No entiendo nada, pero me haces reír —dijo, soltando una carcajada genuina.
Frayi rodó los ojos.
—Es alta, tiene el cabello blanco y un aura que grita problemas. ¡Huele a destrucción! ¡Huele a… ¡¡que me va a matar!! —exageraba Frayi, con los ojos abiertos de par en par.
—¿Y qué quieres que haga? —bostezó el joven, estirándose con desgana—. ¿Golpearla con un sello? ¿Exorcizarla con un poema?
—¡Sí! ¡Eso! ¡Exorcícela con un poema si quiere, pero haga algo! —Frayi le brillaban los ojos como si le hubiera rezado a una deidad antigua.
—Muy bien —suspiró el joven, dejándose caer de la roca—. Si me mata, tú escribes mi epitafio.
Frayi, inflando el pecho con falsa valentía, lo guio hacia el claro.
Yo estaba sentada en las escaleras del templo, fumando el que probablemente era mi octavo cigarrillo del día. No hacía nada especial, salvo existir con arrogancia. Como debe ser.
Noté a los dos idiotas escondidos detrás de un árbol, susurrando como niños espiando una película prohibida.
—Mira esa mujer horrenda —murmuró Frayi—. Es tan fea que da miedo.
—¿Eso es su trasero? —susurró el joven, confundido—. ¿O es un tumor?
Respiré hondo.
Con puntería quirúrgica, lancé el cigarrillo directo al lomo de Frayi. Su chillido resonó nítido en el aire. Perfecto.
—¿Acaso creen que no los escucho, imbéciles? —dije, exhalando humo con la elegancia de un volcán cansado.
Frayi salió del arbusto hecho un desastre, oliendo a pelo quemado.
—¡Ya verás, criatura despreciable! ¡Mi amo te aplastará como la insignificante mosca que eres! —exclamaba Frayi con furia desbordada.
—¿Qué? —soltó el joven, retrocediendo—. ¡No, no, no! ¡Qué miedo!
—¿Este es tu amo? —me levanté, con una sonrisa torcida—. Un niño cobarde. Maravilloso. Qué decepción.
Les di un buen golpe a cada uno en la cabeza. Uno con la mano. Otro con el pie. Ni siquiera sudé.
Ambos cayeron de rodillas, balbuceando cosas como “misericordia” y “por favor no me mates”.
Menuda bienvenida.
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