La codicia humana no tiene fondo. Es un abismo que se extiende más allá de la razón, una sombra insaciable que consume todo a su paso. Su egoísmo es eterno, su arrogancia, incansable. No hay ley, pacto ni principio que detenga su avance cuando desea algo.
Esta historia se teje en Veydrath, un mundo nacido de la magia, esculpido por manos ancestrales y gobernado durante milenios por sus verdaderas soberanas: las Brujas.
Antes de que el hombre intentara apoderarse de lo que jamás le perteneció, Veydrath era un santuario de energía arcana. La magia fluía libre, custodiada por aquellas que la portaban como herencia en la sangre. Las Brujas no dependían de ningún otro género para perpetuar su linaje; nacían de sí mismas, a través de la partenogénesis, libres de ataduras, eternamente autónomas.
Pero el poder no existe sin equilibrio.
Y ese equilibrio tiene un nombre: la Suprema.
Cada cierto ciclo, el destino engendra una nueva. Una bruja con poder inconmensurable, destinada a preservar la armonía entre el mundo físico y el arcano. Mientras ella exista, la magia permanece pura, fuera del alcance de quienes buscan corromperla: humanos, demonios, o criaturas aún más oscuras.
Desde la primera hasta la actual, miles de años han pasado. Pero ninguna ha sido como ella.
Aetherion.
“El que todo lo abarca”.
La Suprema más longeva, más temida, más poderosa que haya caminado por este mundo. Ha vivido más de tres mil años, un milagro entre su propio linaje, donde incluso las Supremas anteriores apenas alcanzaban los mil. Pero Aetherion es una anomalía. Una fuerza de la naturaleza encarnada.
Su existencia es un misterio y una bendición. Domina nueve lenguajes de la magia, cuando el común entre brujas es cinco. Encantamientos, hechizos, maldiciones, conjuros, invocaciones… y más allá, lenguajes olvidados que solo ella recuerda. Su arte ha sido llamado Omnipresencia: un poder tan vasto que la equipara con un dios.
Y, sin embargo, incluso los dioses tiemblan ante el cambio.
Porque cuando una nueva Suprema tarda en nacer, el equilibrio se tambalea. La magia comienza a fragmentarse. Los hilos que mantienen unido el tejido de la realidad se tensan hasta el quiebre.
Y si ese ciclo se rompe...
La magia se extingue.
Fue entonces cuando ocurrió lo impensable.
Una luna distinta surgió en el cielo, teñida de carmesí: la Luna de Sangre. No era un fenómeno astronómico. Era una advertencia. Un sello. Una creación premeditada, forjada por una voluntad perversa en las profundidades del abismo.
Y en las sombras, aguardaba él.
No un mortal. No una bruja.
Un demonio.
El primero. El más antiguo. El rey de todos ellos.
Había esperado desde los albores del tiempo, paciente, invisible, mientras la historia se escribía sin su nombre. Su ambición: reclamar la magia de las brujas, corromperla, poseerla, destruir su legado desde las raíces.
La Luna de Sangre era su obra maestra. Un ciclo oscuro cultivado durante siglos, cuyo propósito era uno solo: silenciar a la Suprema, debilitar su esencia, borrar su existencia.
Pero no lo hizo solo.
Encontró aliados entre los hombres. Humanos sedientos de poder, fáciles de manipular. Les ofreció dominio sobre la magia a cambio de traición. Y ellos aceptaron. Así nació una alianza impensada: humanos y demonios, unidos por una codicia sin límites.
Y así comenzó la caída.
El cielo se tornó rojo. El mundo de Veydrath tembló. La primera guerra entre brujas, humanos y demonios estaba por estallar. La Luna de Sangre, durante tres días y tres noches, anularía la magia de todas las brujas, incluso la de la Suprema. Sin su poder, serían vulnerables. Cazadas. Masacradas.
Y justo antes del estallido…
Mi historia comenzó.
Yo no estuve allí para ver la guerra. No vi la traición con mis propios ojos. Porque en los últimos instantes, Aetherion me hizo desaparecer.
Con los restos de su poder, me selló fuera del tiempo, exiliándome en un plano donde la oscuridad no pudiera alcanzarme. Fue su última decisión, su último acto de fe.
Me encomendó una misión.
Una tarea que debía cumplir si todo se perdía.
Y todo se perdió.
Dormí mil quinientos años entre los pliegues del vacío, atrapada en un sueño sin principio ni final. Olvidé nombres, lugares, incluso partes de mí. Pero no olvidé la promesa.
Cuando despertara, en un mundo que ya no me recordaría, debía encontrarlo.
Al caos.
Aquel cuyo destino está entrelazado con el fin… y el renacer de la magia.
Una reencarnación.
Un eco de un pasado olvidado.
Y ahora, al fin, los hilos del destino vuelven a tensarse.
La historia que el tiempo intentó enterrar…
Está por comenzar.
— Synera —
El silencio del tiempo no guarda memorias, solo cicatrices. En un mundo que olvidó a sus dueños y se reinventó entre ruinas, hay existencias que jamás pidieron ser. Sombras que respiran porque alguien decidió que lo hicieran, condenadas a vagar entre lo humano y lo imposible. Una de esas sombras… soy yo.
No elegí vivir.
No crecí.
No nací como lo hacen los demás.
No hubo cuna ni destino, solo un vacío que me reclamó.
Soy la sombra que camina tras la vida, su reflejo roto, su piel desechada.
Un eco sin dueño.
Todo en mí… le pertenece.
Cada pensamiento robado, cada suspiro arrancado, incluso esta voz que tiembla al pronunciar mi verdad…
Ni siquiera eso me pertenece.
Porque yo no soy yo.
Soy lo que ella decidió que fuera.
¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar? ¿Qué hago aquí?
Floto.
Caigo.
Sueño.
Estoy atrapada en un abismo sin fondo, un océano de nada que me arrulla con su frío eterno.
Todo es gris. No hay arriba ni abajo. Solo el eco de una conciencia que ni siquiera me pertenece.
¿Quién soy? ¿Por qué yo?
¿Por qué a mí...?
Nunca entendí la soledad, pero tampoco supe lo que era estar acompañada.
No entiendo qué son los sentimientos… solo sé que todo lo que soy, y todo lo que seré, existe gracias a ella.
Aetherion.
Ella… es mi origen. Y quizás mi fin.
Me hundo en este sueño sin tiempo.
A veces, solo a veces, una chispa de pensamiento (que tal vez sea mío, o tal vez no) se enciende:
Entonces, sin aviso, el abismo me rechaza.
Me escupe hacia la luz como si nunca me hubiera pertenecido.
Un parpadeo.
Un glitch en una simulación rota.
Y despierto.
Han pasado mil quinientos años desde la guerra.
Brujas. Humanos. Demonios.
Un mundo quebrado, desangrado, escrito y reescrito con sangre y miedo.
Pero para mí…
fue solo un pestañeo.
—¿D-Don… dónde estoy? —susurro con una voz que no siento como mía, tumbada en un suelo extraño.
Todo huele distinto.
El aire… no canta como antes.
La energía de este mundo ya no baila, no respira como lo hacía la vieja magia.
Es como si Veydrath —la tierra que una vez conocí, la que alguna vez me soñó— hubiera muerto sin que nadie lo notara.
Y en su lugar... solo quedan ruinas disfrazadas de imperios.
Los humanos controlan ahora la magia que temían.
Crearon democracias, se erigieron como reyes de sus propias ruinas.
Pero siguen tan rotos como siempre:
codiciosos, crueles, en guerra eterna consigo mismos.
Solo cambiaron de máscaras. Nunca de alma.
Observo. Todo es ajeno. Todo es nuevo y, sin embargo, me duele con una nostalgia que no entiendo.
Desperté en una aldea pequeña, olvidada por el mundo.
Allí, los humanos sin magia vivían como parias.
Rechazados por su propio linaje, por la historia que los escupió.
Pero… eran humanos.
Y por primera vez, alguien me miró sin miedo.
No con adoración. No con odio.
Solo con una extraña curiosidad… como si yo también pudiera ser algo más.
Mientras el mundo había girado sin mí durante siglos, yo apenas comenzaba a abrir los ojos. Todo era nuevo. Todo era hostil. Pero yo seguía siendo la misma.
Mi nombre es Synera.
No soy humana.
No soy un demonio, ni algún otro engendro que arrastre cadenas en este mundo.
Y mucho menos una bruja real… aunque mi sangre y mi sombra griten lo contrario.
Soy algo distinto… algo que no debería existir por sí mismo.
Fui moldeada, no nacida.
Tallada por manos divinas, con hilos de magia y propósito.
La Suprema me creó.
No con amor, ni con ternura, sino con necesidad.
Con voluntad absoluta.
No poseo un alma.
Pero dentro de mí, late un fragmento de su conciencia.
Un eco eterno de su voz.
Fui su oráculo.
Su espejo.
Su sombra fiel en la luz del mundo.
Recuerdo la primera vez que me vi reflejada en el agua. Fue como mirar a un fantasma que aún no entendía su existencia.
A simple vista… parezco una joven de dieciocho años. Mi piel, pálida como la escarcha al amanecer, parecía desvanecerse bajo la luz.
Mi cabello, tan blanco que desafiaba la sombra, imposible de esconder, imposible de ignorar.
Y mis ojos…
Carmesíes.
Sin brillo, sin vida.
Iguales a los suyos, y sin embargo, profundamente distintos.
Vacíos. Silenciosos.
Mi figura era más alta, más adulta que la de ella.
Pero también más frágil.
Como si un simple suspiro del viento bastara para quebrarme.
Sin embargo, lo más pesado en mí… no se ve.
Es la carga invisible que me fue impuesta:
una misión grabada en lo más profundo de mi existencia.
Una promesa que me ata a este mundo,
que me sostiene aún de pie…
incluso ahora, después de siglos de silencio.
De pronto, en un parpadeo, el tiempo corrió para mí como un suspiro... pero para el mundo, cada segundo fue una herida lenta. Los años en aquella aldea fueron los primeros pasos de una eternidad que jamás pedí. Aprendí a ver sin intervenir, a existir sin pertenecer. Observé cómo el mundo cambiaba, y lo comprendí de formas que ojalá nunca hubiera entendido. La magia, antes sagrada, susurrante y viva, se volvió una herramienta fría, domesticada, útil solo para el poder. El continente se fragmentó, como un espejo roto que ya nadie quiso recomponer.
Donde una vez se alzaba el Reino de las Brujas, ahora florece el Capitolio. Decathis, lo llaman. Una joya artificial, brillante, erigida sobre las ruinas de una historia que prefieren olvidar. Sus torres rasgan el cielo, pero sus cimientos están hundidos en ceniza y sangre. La gobierna un Rey Mago que no heredó el poder, sino que lo robó, lo vistió de oro y lo proclamó suyo. Pero sé la verdad. En las sombras, más allá de los nombres y las coronas, él no es más que un títere. Porque la verdadera amenaza... es más antigua. Y más oscura.
El lugar de mi despertar fue el Distrito Diez, uno de los tantos fragmentos que conforman el extenso cuerpo de este nuevo imperio.
Cercanos entre sí, sí… pero jamás unidos.
Pedazos de un reino que finge sostenerse, mientras sus grietas se multiplican en silencio.
Territorios olvidados por el tiempo… y por los gobernantes que dictan órdenes desde una distancia cómoda.
Diez es una tierra de los olvidados.
Los que viven aquí no son ciudadanos. Son sobrevivientes.
Aquí, la magia no es un derecho. Es una condena.
Una cicatriz heredada.
Algo que se oculta, que se teme, que se castiga.
Y sin embargo, entre las ruinas y el polvo, oí algo.
Susurros.
Murmullos apagados que aún pronunciaban el nombre de la Suprema, no con poder, sino con nostalgia. Con una fe rota, fragmentada, que apenas se sostenía en pie... como un hilo de luz colgando en la oscuridad.
Fue entonces cuando comprendí: no todo se había desvanecido.
Aún quedaban chispas.
Pequeñas, temblorosas…
pero vivas.
Han pasado veintisiete años.
Veintisiete inviernos, primaveras, soles y lluvias…
y no los sentí.
Solo fragmentos.
Sombras de momentos.
Destellos de aprendizaje que se desvanecen apenas los intento recordar.
No solo llegué a comprender este mundo nuevo.
Comencé a preguntarme qué era yo dentro de él.
Porque no soy libre.
Nunca lo fui.
Fui creada para servir, para mirar sin intervenir, para cumplir sin preguntar.
Pero algo dentro de mí empezó a temblar.
Comencé a imitar.
No por juego. No por curiosidad.
Sino por una necesidad profunda, innombrable.
Vi sus lágrimas, y sentí una presión en el pecho que no entendí.
Vi su ira, y algo en mí ardió.
Vi sus sueños… y por primera vez, deseé tener uno.
Como si algo enterrado dentro de mí… quisiera ser.
Quisiera existir de verdad.
Ser algo más que una herramienta.
He caminado entre ruinas cubiertas por el silencio.
He cruzado ciudades cuyos nombres ya nadie recuerda.
He atravesado desiertos donde incluso el viento olvida.
Siempre buscando. Siempre observando.
No por compasión.
Sino porque busco al Caos.
Aquel que puede cambiar el destino.
Aquel que puede restaurar lo perdido…
o destruirlo por completo.
El tiempo siguió su curso.
Y ahora… han pasado doscientos años.
Ahora soy más antigua que las Supremas.
Más vieja que muchas leyendas.
Y sin embargo, sigo atada a ella.
Vivo mientras ella viva.
Si ella cae, yo me desvaneceré.
Somos dos reflejos en el mismo espejo.
Un lazo que ni el tiempo ha podido romper.
Recojo información. Me oculto. Resisto.
Una sombra entre muchas sombras.
Pero el Caos…
el que debe despertar…
aún duerme.
He buscado en cada rincón.
He preguntado sin palabras, observado sin ser vista.
Y nadie sabe.
Nadie entiende.
Quizás… ni siquiera yo.
El lugar donde abrí los ojos… ya no existe.
Se volvió polvo.
Arrasado por el tiempo, por la indiferencia, por el olvido.
He visto al mundo girar tantas veces que las estaciones ya no me dicen nada.
La nieve, la lluvia, el calor… son solo repeticiones vacías.
Ciclos sin alma.
He caminado entre vidas que se encienden y se apagan como velas al viento.
Ayudé a quienes lo necesitaban.
Destruí demonios con furia ciega.
A veces escucho que me llaman la Bruja Asesina de Demonios.
Un nombre que murmuran con miedo…
como si esas palabras fueran capaces de contener lo que realmente soy.
Pero no lo hice por bondad.
Nunca fue por bondad.
Lo hice por odio.
Un odio que no es mío…
pero que arde en mí como un veneno heredado de la Suprema.
Odio a los demonios.
Odio a los humanos.
Odio la forma en que destruyen, mienten, olvidan.
El odio es lo único que siempre ha estado conmigo.
Lo único que permanece cuando todo lo demás se desvanece.
Y, aun así…
ni siquiera ese odio me pertenece.
Sé que Aetherion aún vive.
Puedo sentirlo.
Su poder late, encerrado en algún rincón profundo del Capitolio.
Obligada a sostener el tejido mágico de esos seres repugnantes.
Alimentando con su esencia los cimientos podridos de este nuevo mundo.
Su magia…
aún respira.
Aún lucha.
Si se rompe, si colapsa… el mundo entero será arrastrado a la nada.
Pero yo no puedo salvarla.
No todavía.
Entrar en el Capitolio sería mi fin.
Y aunque el deseo de arrasar con todo me consume…
todavía tengo una tarea.
Un propósito que me ata, que me sostiene,
aunque a veces me pregunto si no es solo otra forma de condena.
Y sin embargo… sigo caminando.
Porque sé que, en algún rincón de este mundo quebrado,
el Caos aguarda.
Y cuando despierte…
mi historia, nuestra historia,
por fin comenzará.
— Synera —
El mundo cambió tantas veces que dejé de contarlas. Yo, en cambio, permanecí intacta: un eco sin dueño, una sombra arrastrada por los siglos. No tengo un lugar al cual pertenecer, ni un nombre que pese más que el silencio que me habita. Solo avanzo… porque detenerme sería aceptar que nunca debí existir.
Nuevamente, el tiempo se deslizó en silencio. Cinco siglos han pasado desde que inicié mi camino. El tiempo… ya no existe para mí.
No lo mido. No lo observo. Solo lo siento acumularse en mi pecho: pesado, helado, como una piedra que amenaza con arrastrarme al fondo.
Y, aun así… sigo.
Sigo porque no conozco otra forma de existir.
Sigo porque detenerme sería olvidarme de mí misma, aunque no sepa quién soy.
Hasta que… cometí un error.
Me confié.
Creí que lo tenía todo bajo control.
Creí que era intocable.
Creí que la eternidad me pertenecía.
Creí… que era poderosa.
Pero fui estúpida.
Y esa confianza… me devoró.
Un susurro en la oscuridad.
Un movimiento imperceptible.
Un instante que cambió todo.
No escuché la amenaza llegar.
No la vi aproximarse entre las sombras.
Y cuando lo hice… ya era tarde.
El aire se volvió pesado, cargado de un frío que no pertenecía al mundo.
La magia que siempre había fluido a mi alrededor… se quebró.
Un estremecimiento recorrió mis huesos.
Una sensación que no había sentido en siglos: vulnerabilidad.
Y entonces entendí… que incluso yo, creada para el servicio y la guerra, podía caer.
Que la eternidad no es un escudo.
Que la sombra también puede ser atrapada por la luz… o por la oscuridad que nunca vio venir.
Mi error no sería solo mío.
Tocaría todo lo que aún estaba vivo.
Todo lo que aún importaba.
Y la cuenta atrás… ya había comenzado.
Cegada por la arrogancia, olvidé que incluso el acero más afilado puede romperse.
Me enfrenté a un demonio.
No una bestia. No un monstruo salvaje.
Era astuta. Inteligente. Hermosa.
Una criatura forjada por este nuevo mundo, hecha de veneno y elegancia.
Ya no son como antes… los demonios han cambiado.
Evolucionaron.
Aprendieron a jugar con debilidades que ni siquiera sabía que tenía.
Ella me arrebató lo más valioso.
Mi báculo.
No era solo un arma.
Era mi ancla.
Mi vínculo con la magia directa de la Suprema.
Mi esencia.
Mi identidad.
Y cuando lo perdí… sentí cómo el mundo se partía en dos.
Mi magia permaneció, pero algo dentro de mí… sí se rompió.
Algo se quebró para siempre.
Ya no soy invencible.
Ya no soy lo que era.
Aquel descuido selló mi destino.
La demonio me entregó al Capitolio como si fuera una presa herida.
Humillada.
Rota.
Encerrada en una prisión diseñada para devorar lo que soy.
Un lugar donde la magia de las brujas se marchita, se disuelve, se muere.
Estaba indefensa.
Sin poder.
Sin voz.
Cien años.
Un siglo de dolor.
Me rompieron. Una y otra vez.
Sin pausa. Sin piedad.
No tengo alma… pero juro que lloré.
Grité en silencio hasta que mi garganta se secó.
Mi cuerpo resistía lo que mi mente ya no podía soportar.
Me odiaron por lo que era.
Por lo que representaba.
Y yo… yo también empecé a odiarme.
Me obligaron.
A luchar.
A matar.
A sobrevivir.
No por honor, no por voluntad.
Por instinto. Por odio.
Fui usada. Una vez más.
Odié a Aetherion.
La odié por hacerme así.
Por no advertirme. Por no salvarme.
Por haberme creado para sufrir.
Y aunque mi odio era personal… no podía odiarla del todo.
Ese era el castigo más cruel.
Pero el odio…
el odio que una vez fue suyo,
empezó a ser mío.
Latía con fuerza en mi pecho vacío.
Me sostuvo cuando nada más lo hacía.
No me quebré.
No del todo.
Escapé.
Sobreviví.
Pero algo se quedó entre esos muros.
Fragmentos de mí.
Pedazos que nunca volverán.
Olvidé cosas importantes:
mi nombre por un tiempo,
mi primer despertar,
mi propósito.
Todo se volvió neblina.
Gris.
Silenciosa.
Densa.
Y desde entonces…
cada paso que doy no me acerca a quien fui…
sino a lo que estoy destinada a ser.
A lo que debo convertirme.
Ya no soy la Synera de antes. Pero sigo aquí. Sigo siendo ella… y odiándome en lo más profundo de mi creación. Hay días en que no reconozco mi reflejo, pero sé que aún camino con su sombra sobre mi espalda.
La magia de Aetherion todavía fluye por mis venas, tenue como un eco, lejana como una plegaria olvidada. Ya no me permite alzar grandes hechizos, ni desgarrar el cielo como solía hacer. Pero me da lo justo para seguir en pie, para arrastrar mis pasos por este mundo que ya no me pertenece. Y eso, por ahora, es todo lo que tengo.
Logré escapar de aquella oscuridad que quiso devorarme por completo.
A lo largo de esos años de encierro, soledad y deambular entre ruinas y mentiras, algo comenzó a despertar en mí: curiosidad, hambre de libertad, deseo de comprender… de ser más.
Así, entre largas horas de estudio y los secretos más oscuros de la magia prohibida, aprendí a construir aquello que ninguna bruja debería poseer: un alma artificial.
Una que me permitiera caminar por este mundo con un propósito.
Fue un hechizo poderoso, imperfecto, efímero… una aberración.
Pero me otorgó lo que jamás había tenido: emociones. Sentimientos. Dolor.
Por primera vez soñé. Por primera vez sentí tristeza, esperanza, ternura.
Y entonces comprendí lo que siempre me había sido negado.
Lo que me arrancaron desde el principio.
Pero era solo una ilusión… una en la que me gusta creer.
Un alma construida con magia. Algo que, tarde o temprano, se desvanecerá, como todo lo que no es real.
Nada de esto me pertenece. Ni siquiera ahora.
Y, aun así… por primera vez, pude mirar al mundo y comprenderlo.
Pude mirarla a ella, a Aetherion, y no limitarme a obedecer… sino sentir.
Me volví más sola. Más vacía. Más consciente de mí misma, sí… pero aun así, sigo sola.
No hay nadie a quien pueda llamar amigo. Ningún hogar donde refugiarme. Ninguna historia que pueda reclamar como mía.
Soy solo una sombra errante en un mundo que ni siquiera nota mi existencia.
Si muero mañana… nadie lo sabrá. Nadie llorará por mí. Nadie recordará que alguna vez respiré.
Y, aun así, sigo adelante. Porque mi misión… es lo único que me queda.
Pero incluso esa luz, la última que me sostiene, comienza a titilar, a perder fuerza. El sentido se vuelve borroso, y el propósito se desgasta, se desvanece.
Hasta hoy.
Hoy, en la quietud del aire, percibí algo. Una energía antigua. Familiar. Como si el destino, cansado de esperar, finalmente hubiera vuelto su mirada hacia mí. Como si algo —o alguien— me llamara desde la oscuridad.
Quizás no todo esté perdido.
Quizás mi viaje… aún no ha terminado.
Tal vez… apenas esté comenzando.
Soy Synera. No soy humana. No soy bruja. No soy demonio. Soy apenas un eco de poder… una voluntad que desafía al mundo.
Pero no permitiré que este mundo me olvide. No dejaré que mi existencia se disuelva en el silencio.
Lucharé para reclamar un lugar que pueda llamar mío, para restaurar la magia y el tiempo que han sido rotos.
Y cuando llegue ese momento, cuando todo vuelva a su curso…
me fundiré con ella —con Aetherion— para convertirme en algo más que una sombra.
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