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Lo Que Arde Entre Nosotros

El regreso

-Capítulo 1-

Volví a casa después de tres años. No porque quisiera, sino porque no tenía opción.

Mi madre estaba enferma, me llamó una mañana y su voz temblaba. “Abril, necesito que vengas”, dijo. Y eso fue suficiente para que mi corazón se alterará. Empaqué lo poco que tenía en una maleta y tomé el primer bus al sur.

No esperaba que él estuviera allí…

Cuando bajé del bus, el aire olía igual que siempre, a tierra mojada, acompañado de un dejó a naranja, recuerdos que no quería recordar llenaron mi mente. Y allí estaba Elías, apoyado contra su camioneta vieja, con los brazos cruzados y esa mirada que me atravesaba como cuchilla.

Había envejecido, sí, Pero no dejaba de ser guapo, para mi se veía mejor. Más hombre, más seguro, el pelo más corto, la barba más marcada y prolija, como siempre, dus ojos seguían igual, oscuros, intensos, como si supieran todos mis secretos.

—Abril —dijo, y mi nombre en su voz me dolió más de lo que esperaba.

—Hola —respondí, bajando la mirada.

No lo abracé, no me acerqué, pero mi cuerpo se sintió diferente, mi piel se erizó extrañamente, como si algo dentro de mí despertara solo con tenerlo cerca.

Durante el viaje en la camioneta, no hablamos mucho. Elías siempre fue silencioso, y yo… bueno, no sabía qué decirle, habíamos cruzado una línea que no debimos cruzar, con un pacto de silencio lo habíamos enterrado, o eso creía.

—Tu mamá está mejor —dijo al fin, mientras el paisaje pasaba por la ventana, mi mirada se paseaba por cada árbol y casa que aparecia, todo disociar de esa incomodo ambiente— Tiene sus días buenos y malos.

—Gracias por cuidarla —respondí.

Él solo asintió, no necesitaba que le diera las gracias, lo hacía por amor, por lealtad. Porque, a pesar de todo, Elías siempre fue el que se quedaba cuando los demás se iban, sin importar lo que pasara el siempre se quedó al lado de mi madre, hasta cuando yo la abandoné.

La casa seguía igual, un poco más gastada, con más polvo y menos risas. Mamá estaba en el sofá, envuelta en una manta. Me sonrió al verme y por un momento olvidé el peso que sentía el pecho.

—Hola mamá, como te encuentras —hable finalmente, me acerqué a ella y me senté a su lado con una sonrisa, mi estado de ánimo había cambiado notoriamente.

—Abril… hija mía, me alegra mucho verte, te extrañe —sin dudarlo mi madre me abrazo, sentí el calor y afecto que se asentaron de mi vida por años y me sentí muy feliz, quería llorar en sus brazo, como lo hacía cuando era pequeña — Ahora que volviste a casa estoy mucho mejor cariño.

Esa tarde hablamos hasta por los codos con mi madre, nos reímos y recordamos viejos tiempos en donde todo estaba bien. Fue un hermoso momento, aunque estuve bajo la atenta mirada de ese hombre, mi corazón latía nerviosamente, hasta que después de cenar, me fui a dormir lo antes posible.

Pero esa noche, cuando me acosté en mi vieja habitación, supe que no iba a ser fácil,

Sentí sus pasos en el pasillo, su sombra bajo la puerta…

Y recordé lo que habíamos sido..

Lo que habíamos hecho…

Lo que todavía ardía….

Silencios Incompletos

-Capítulo 2-

No dormí esa noche.

El colchón crujía con cada movimiento y las paredes parecían respirar conmigo, afuera, los grillos cantaban como si todo estuviera en calma, pero por dentro, yo era un caos.

Su sombra desapareció después de unos segundos, pero el efecto fue más duradero. Mi pecho seguía agitado, mi piel se encendía por la memoria de sus manos, de su voz ronca susurrando mi nombre como si fuera un pecado.

No supe en qué momento me dormí. Pero cuando abrí los ojos, la luz del amanecer pintaba la habitación de un dorado tibio, como si el día intentara ser amable, una vez más.

Bajé a la cocina, mamá ya estaba despierta, sentada en la mesa con una taza de té entre las manos, parecía más frágil a la luz del día, su piel, antes rosada y viva, ahora era pálida, casi transparente. Me sonrió, y sentí que tenía que fingir que todo estaba bien, asi que le devolví el gesto.

—¿Dormiste bien? —preguntó.

—Sí —mentí.

Elías apareció en la puerta segundos después, con una camisa gris que dejaba ver sus antebrazos marcados y el cabello aún húmedo por la ducha, olía a jabón y a algo más que siempre me recordó a el, un aroma sutil a Tierra húmeda junto a Leña seca.

Mi madre no lo notó, pero yo sí, la manera en que me miró… Fue un segundo más largo de lo que debía, aunque el contacto visual fuera de unos largo segundos, yo no lo deje de mirar hasta cuando apartó la mirada de mi, un silencio cargado de cosas que no se dicen.

—Voy al taller —dijo, su voz era la misma de siempre, firme, calmada. Pareciera indiferente pero su mirar habla por sí sólo.

—Gracias, Elías —dijo mamá, y él asintió antes de desaparecer por la puerta.

No me miró otra vez, no entonces.

Pasamos el día entre tazas de té, medicamentos y recuerdos que mamá parecía querer revivir conmigo, hablamos de cuando era niña, de las navidades, de mi padre biológico, de cosas que dolían pero que aun asi, necesitaba sentir su nostalgia cargada de tristeza, para no dejar morir esas hermosas memorias.

Pero cuando cayó la noche, y el silencio volvió a invadir la casa, no pude evitarlo. Bajé las escaleras sin hacer ruido, crucé el pasillo con el mayor sigilo posible.

Y lo encontré en el taller.

Estaba arreglando una silla vieja, con las mangas remangadas y la frente arrugada por la concentración, no me vio al principio, solo cuando me acerqué y la madera crujió bajo mis pies, levantó la mirada.

—No deberías estar aquí —murmuró.

—Ya lo sé —dije, y me odié por cómo tembló mi voz.

Elías dejó la herramienta sobre la mesa y se acercó, no me tocó, ni una palabra más, solo sus ojos, fijos en los míos, intensos y rotundos.

—Abril… —dijo, como si fuera un límite, como si mi nombre bastara para decir todo lo que no podíamos decir.

Pero no retrocedí, porque en ese momento supe que no se trataba de no querer.

Se trataba de no poder aceptar lo que sentíamos.

Y yo… tampoco podía.

Lo Que No Debería Latir +16

-Capítulo 3-

Lo busqué.

No hay otra forma de decirlo.

Quise pensar que fue casualidad, que mis pies me llevaron solos hasta el taller, pero la verdad es que llevaba todo el día deseando volver a estar cerca. Desde el desayuno, cuando rozó mi espalda al pasar, hasta la tarde, cuando su risa sonó desde el patio y mi estómago se contrajo como si algo antiguo despertara.

Era absurdo, imperdonable, pero lo deseaba.

Y el deseo, cuando se ha probado, no desaparece. Se esconde, Se duerme, pero al menor roce, al menor recuerdo, vuelve a arder.

Él estaba de espaldas cuando entré, el taller olía a madera recién cortada y a algo más, como a su colonia, mezclado con el olor de su piel, ¿sudor? no lo creo huele demasiado bien, el lugar donde solía admirar lo en secreto, esta frente a mí. Lijaba una tabla, concentrado, ajeno a lo que yo ya no sabía cómo esconder.

—Pensé que estarías con mamá —dijo, sin mirarme.

—Está dormida, Tuvo un buen día.

Asintió apenas. El movimiento de sus brazos era hipnótico, tenso, medido, Observé cómo los músculos se marcaban con cada pasada de la lija, cómo sus manos, grandes y fuertes, trataban a la madera con una paciencia que nunca tuvo consigo mismo.

—¿Y tú? —preguntó de pronto, dejando la herramienta a un lado—. ¿Estás bien?

—No —respondí, antes de poder frenarlo.

Él se giró, me miró como si supiera todo, como si también estuviera harto de fingir que no había nada entre nosotros.

—Abril…

—No me digas que me vaya —le corté— No todavía.

Se quedó quieto, los puños apretados a los costados. Yo di un paso al frente, después otro, hasta que estuve lo suficientemente cerca para sentir el calor que despedía su cuerpo.

—¿Qué estás haciendo? —susurró.

—No lo sé —mentí.

Lo sabía perfectamente. Estaba cruzando una línea por segunda vez. Pero es que no podía más. Desde que volví, lo sentía en la piel, en el pecho, en los recuerdos que me atacaban a cada instante, lo amaba y lo odiaba por eso… Pero a fin de cuentas lo amaba.

—No deberías mirarme así —murmuró, y su voz tembló apenas.

—Tú me enseñaste a mirar así —le respondí.

Su mandíbula se tensó, sus ojos bajaron a mis labios, y en ese instante supe que estaba a punto de ceder, que toda su culpa no podía contra todo lo que aún sentía.

Y entonces me tocó, primero el rostro, apenas con los dedos, después el cuello Y finalmente la cintura, como si al tenerme entre sus manos pudiera recordar por qué debíamos detenernos.

Pero no lo hizo.

Su boca rozó la mía, apenas un aliento, suplicaba por no parar.

—Esto va a destruirnos —dijo.

—Entonces que nos destruya —respondí.

Y cuando por fin me besó, no fue dulce, fue desesperado, torpe, apasionado, como si el tiempo sin vernos se nos hubiera quedado acumulado en la piel. Como si no existiera el mundo afuera del taller, de sus manos en mi espalda, de mis dedos aferrándose a su camisa como si pudiera salvarme de caer a un abismo.

Y en medio de ese torbellino, de ese error perfecto, lo supe…

No lo había buscado por debilidad.

Lo había buscado porque, en medio del vacío, él era lo único que aún me hacía sentir viva.

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