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El Silencio De Velmont

El llamado

La primera vez que Elías vio Velmont fue a través del cristal sucio de un minibús que parecía más viejo que el propio camino. La lluvia, fina pero constante, borraba los contornos del paisaje y transformaba los árboles en sombras alargadas que se mecían como si respiraran. No recordaba cuánto tiempo había pasado desde que tomaron el desvío. El cartel oxidado que decía "VELMONT – 6 KM" apareció y desapareció en la neblina sin advertencia, como si no quisiera ser leído.

—¿Seguro que es aquí? —preguntó al chofer.

El hombre no respondió. Solo asintió con la cabeza, mirando al frente, como si temiera establecer contacto visual. El minibús se detuvo con un chirrido agudo y metálico, y Elías descendió con su mochila al hombro y una carta en el bolsillo interior de su abrigo: "Puesto de Salud Velmont - Internado Rural Obligatorio".

La carretera desaparecía detrás de él como si se deshiciera con cada paso que daba. Frente a él, un camino de tierra húmeda conducía a una hilera de casas antiguas, empedradas y cubiertas de musgo. Ninguna tenía luces. Ninguna tenía sonido.

Velmont estaba en silencio.

No el tipo de silencio amable que se escucha en los pueblos tranquilos, sino uno espeso, cargado, como si el aire mismo contuviera la respiración.

La única construcción que parecía viva era el edificio del fondo. No muy alto, pero sí más ancho que el resto, con ventanas cubiertas por madera o papel. En el cartel de la entrada aún se leía, con letras casi borradas:

HOSPITAL MUNICIPAL DE VELMONT - FUNDADO 1973

Pero ese no era el lugar donde debía trabajar. Según la carta, el "puesto de salud actual" estaba justo enfrente, una pequeña casa adaptada con una cruz roja pintada en la puerta. Aun así, sus ojos no podían despegarse del hospital clausurado. Había algo… en él. Un peso. Una familiaridad no deseada.

La doctora Soledad Quintana lo recibió sin una sonrisa.

—Llegaste tarde —dijo, sin saludar—. Aquí las noches empiezan antes.

Era una mujer alta, con la piel tan pálida que parecía parte de las paredes. Su bata estaba impecable, pero sus ojeras hablaban de insomnios acumulados.

—¿Muchos pacientes? —preguntó Elías, mirando alrededor. La sala de espera estaba vacía.

—Nadie enferma aquí. Al menos, no como crees.

No supo si era una broma.

Esa noche, no pudo dormir. Ni por la incomodidad del colchón viejo, ni por los ruidos suaves que escuchaba tras la pared del consultorio. Murmullos apagados, como si alguien hablara del otro lado. Revisó. Nada.

A las 2:46 a.m., salió a fumar. Lo había dejado hacía meses, pero el aire en Velmont no ayudaba a los pulmones ni a los pensamientos.

Fue entonces cuando lo vio.

Del otro lado de la calle, frente al hospital clausurado, una luz estaba encendida. Una sola ventana, iluminada desde dentro.

Elías frunció el ceño. "Ese edificio está abandonado", pensó. Dio un paso hacia la calle. Otro.

Y justo cuando sus pies tocaron el primer adoquín frente al hospital…

La luz se apagó.

De golpe.

Volvió adentro sin decir nada. A la mañana siguiente, la ventana seguía cerrada, cubierta por tablones de madera carcomidos. Igual que el resto.

Solo que ahora, había algo más.

Una huella de zapato mojado frente a su puerta. Una sola. Dirigida hacia adentro.

Lo que no duerme

Los días en Velmont no eran normales. O, al menos, no lo eran para Elías.

Desde su llegada, no había visto ni un solo paciente cruzar las puertas del puesto de salud. Lo que sí había visto —y sentido— era otra cosa: una tensión constante, como si el aire mismo estuviera contaminado con algo invisible. Algo que lo observaba.

La doctora Soledad apenas hablaba. Solo se dirigía a él para tareas básicas: limpiar el consultorio, revisar el stock de medicamentos, ordenar expedientes viejos. No le explicaba nada, no daba contexto. Parecía moverse con la precisión de alguien que estaba cumpliendo una condena en lugar de ejercer su vocación.

Una tarde, mientras organizaba una caja polvorienta de papeles médicos, encontró un sobre con membrete del antiguo hospital. El sello estaba roto, como si alguien lo hubiera leído antes y luego se arrepintiera de haberlo hecho. Antes de que pudiera abrirlo, la voz de Soledad lo interrumpió desde la puerta:

—No leas eso aquí.

—¿Por qué? —preguntó Elías, sosteniéndolo entre los dedos.

—Porque hay cosas que es mejor conocer poco a poco. Velmont no es como otros lugares.

Le entregó otro sobre, más reciente.

—Toma. Esto te servirá más. Son registros de pacientes antiguos, pero aún puedes aprender algo del pueblo con ellos.

Elías tomó el sobre sin entender del todo. Al abrirlo, descubrió nombres, diagnósticos, observaciones... y un patrón: la mayoría de los pacientes habían sido internados por trastornos disociativos, delirios y alucinaciones visuales. Muchos eran adolescentes o adultos jóvenes. Casi todos desaparecieron sin dejar rastro.

Esa noche, Elías salió a caminar por el borde del pueblo. No había bares, plazas ni tiendas abiertas. Solo casas con persianas cerradas, faroles que parpadeaban y un silencio que casi dolía.

Fue ahí cuando lo vio por primera vez: un joven de unos trece o catorce años, sentado en un columpio oxidado que colgaba de un árbol muerto. Lo miraba fijamente, sin moverse.

—¿Hola? —saludó Elías.

El chico no respondió. Solo giró el columpio lentamente con el pie, haciendo crujir la cuerda. Tenía la cabeza ladeada, como si estudiara cada movimiento del médico.

—¿Estás perdido?

Silencio.

Entonces, una mujer mayor que barría frente a una casa cercana alzó la voz sin mirarlos:

—No le hable. Ese niño no habla. Y si lo hace… mejor que no lo escuche.

Elías volvió al puesto con un escalofrío que no supo explicar.

A las 3:11 a.m., despertó empapado en sudor. No sabía si había tenido una pesadilla, pero su corazón latía como si hubiera corrido kilómetros.

Volvió a escuchar los murmullos.

Venían del hospital.

Esta vez, no lo dudó.

Salió sin linterna, cruzó la calle y se acercó a la entrada principal. Cerrada, claro. Rodeó el edificio, pisando ramas húmedas hasta encontrar una puerta trasera. No recordaba haberla visto antes.

Estaba entreabierta.

Dentro, el olor era insoportable: humedad, óxido, algo más... como desinfectante vencido y carne podrida. Elías se tapó la nariz con la manga del abrigo y avanzó.

Las paredes estaban cubiertas de moho, pero algunas áreas parecían recientemente limpias. En el suelo, huellas mojadas iban en distintas direcciones. El pasillo se extendía hacia un quirófano con la puerta entornada. Y allí, en el centro de la sala, estaba.

Una camilla metálica.

Oxidada. Inclinada. Con correas colgando a los costados.

Encima, una carpeta.

Su nombre escrito en tinta roja:

MEDINA, ELÍAS — Paciente 12B — Fecha de ingreso: 13/04/1997

Elías retrocedió. No era posible. Ese no era su expediente. ¿Una broma? ¿Una coincidencia? Pero lo que lo paralizó no fue el nombre.

Fue la última línea escrita en la hoja:

“Paciente reincidente. Recuerda más de lo permitido.”

La luz parpadeó.

Y luego, todo se apagó.

Despertó en su cama. Otra vez.

El amanecer entraba débilmente por la ventana, y los ruidos del exterior eran los mismos de siempre: ninguno. Se sentó, intentando razonar lo sucedido. “Fue un sueño. Solo un sueño.”

Hasta que vio la carpeta.

Tirada al pie de su cama.

Mojada.

Real.

La voz del hospital

Elías ya no confiaba en sus sentidos.

Después de lo sucedido en el hospital, cada cosa que tocaba, cada sombra que se movía en el rabillo de su ojo, le parecía parte de algo que apenas estaba comprendiendo.

Algo antiguo.

Algo que no dormía.

Intentó comenzar el día como siempre: se lavó el rostro, se puso su ropa de trabajo y bajó a preparar café. La cafetera chilló como si no quisiera funcionar y el grifo solo soltaba agua amarillenta por unos segundos antes de detenerse por completo. Nada era igual desde que había entrado al hospital. Pero Elías ya no estaba seguro de si el cambio venía del edificio… o de él mismo.

Al regresar al cuarto, se obligó a mirar la carpeta con su nombre. Seguía ahí.

No se había desvanecido con el sueño.

Era real.

Se sentó en el borde de la cama y hojeó los documentos. Estaban amarillentos, manchados por la humedad y, en algunos casos, escritos con una letra muy parecida a la suya.

Observaciones clínicas.

Registros de comportamiento.

Notas firmadas por un supuesto psiquiatra de Velmont que nunca había oído nombrar.

En cada página se leía una frase repetida al margen con tinta roja:

“Reincidente. Recuerda más de lo permitido.”

Sintió un vértigo repentino. Cerró la carpeta y la dejó sobre la mesa. Tenía que encontrar a Sebastián. Ese niño tenía respuestas, lo sabía. Su mirada no era de miedo ni de inocencia: era de alguien que había visto lo que otros no podían soportar.

El columpio del árbol estaba vacío.

Elías caminó varias veces por la calle de tierra donde lo había visto por primera vez, buscó en los árboles, detrás de las casas, entre los caminos sin nombre. Nada. El silencio del pueblo era más denso que nunca. Ni siquiera se escuchaban los perros callejeros que solían ladrar a la distancia.

De pronto, al girar una esquina, lo vio.

Sebastián estaba de pie, justo al otro lado de la verja del cementerio.

Lo miraba, quieto como una estatua, sin pestañear.

Elías corrió hacia él, pero el chico ya se había internado entre las tumbas. El médico dudó un segundo —no por miedo a la muerte, sino por lo que sabía que podía encontrar en ese lugar— y luego entró.

El cementerio de Velmont era un desastre: lápidas rotas, nichos sin nombres, cruces de madera podridas por el tiempo. Las flores marchitas parecían haber sido colocadas hace décadas. Elías siguió a Sebastián entre pasillos que no tenían lógica. Era como un laberinto orgánico que cambiaba con cada giro.

Finalmente, el chico se detuvo frente a una lápida completamente lisa.

Ni fechas.

Ni nombre.

Nada.

Sebastián sacó de su bolsillo una hoja doblada muchas veces. La extendió con cuidado y se la entregó.

Luego, sin decir una sola palabra, se alejó.

Elías desplegó el papel.

Era una página de un diario personal, escrita a mano. La tinta estaba corrida, pero se podía leer:

"Día 42. Hoy volví a despertarme sin recordar quién era. Afuera llueve, pero nadie parece notarlo. La doctora Soledad me dio otra de sus pastillas. Dice que es para dormir, pero en mis sueños, el hospital habla. Dice mi nombre. Lo susurra como si me conociera desde antes de nacer. No quiero volver ahí, pero siempre termino en su sala, incluso cuando juro que no he salido de la cama. ¿Cómo se sale de un lugar que está dentro de uno?"

La hoja estaba firmada con una letra casi idéntica a la suya.

Elías.

Esa noche, no quiso dormir. Colocó la carpeta bajo la almohada y se sentó en la esquina del cuarto con una linterna en mano. El reloj marcaba las 3:07 cuando la linterna parpadeó y se apagó.

Sintió un crujido en el techo.

Luego, pasos.

No en la calle, sino dentro de la casa.

Cada paso era húmedo, como si alguien caminara descalzo y mojado.

Entonces, una voz.

No la suya. No la de nadie que conociera. Pero tampoco ajena. Una voz que parecía construida con pedazos de todas las voces que había escuchado alguna vez.

—Elías... ya casi estás listo.

El cuerpo se le congeló. No podía moverse. El miedo era físico, tangible. Intentó hablar, pero la mandíbula le temblaba.

—¿Quién eres? —logró preguntar.

La voz no respondió.

Solo escuchó el sonido de algo arrastrándose. Como si un cuerpo se moviera lentamente por el pasillo.

Y luego, el sonido más simple.

El más devastador.

El clic de la cerradura de su cuarto, girando. Desde afuera.

La puerta se abrió unos centímetros.

Elías no pudo gritar.

Una figura estaba del otro lado. Alta, delgada, sin rostro visible, pero con los brazos demasiado largos y los dedos tan finos como cables. En la mano derecha sostenía una hoja más del mismo diario. La dejó caer al suelo y desapareció sin hacer ruido.

Elías tardó casi diez minutos en poder moverse.

Cuando por fin se atrevió a levantar la hoja, leyó:

"Día 43. Hoy me visitó. Dice que el hospital me construyó. Que todo esto es para que yo recuerde. Que la muerte no es el final si uno vive en los recuerdos de un edificio. Creo que empiezo a entenderlo. No soy Elías. Elías fue antes. Yo soy... lo que quedó de él."

Al día siguiente, fue directamente al puesto de salud.

—Necesito respuestas, Soledad.

—No estoy aquí para darte respuestas —respondió ella sin levantar la vista—. Estoy aquí para cuidar que no te rompas demasiado pronto.

—¿Qué soy? ¿Por qué hay registros míos de hace casi treinta años? ¿Qué significa que soy "reincidente"? ¿Qué es este ciclo?

—No deberías haber entrado al hospital. Eso acelera el proceso.

Elías se acercó.

—¿Qué proceso?

Soledad lo miró, por fin.

—¿Nunca te has preguntado por qué tú y solo tú llegaste a Velmont con una asignación médica sin haberla pedido? ¿Por qué no hay pacientes? ¿Por qué no puedes recordar con claridad tu infancia? ¿Por qué las cosas cambian de lugar? ¿Por qué ves cosas que no están, pero dejan huellas?

Elías se quedó mudo.

Soledad se acercó más.

—Estás recordando. Y eso te está matando.

Esa noche, volvió al hospital.

No por curiosidad.

No por valentía.

Por necesidad.

Llevaba consigo todas las páginas del diario, la carpeta y una linterna vieja. La puerta trasera seguía entreabierta, como si lo esperara.

Avanzó por los pasillos sin encontrar resistencia. Las luces parpadeaban a su ritmo. Algunas salas estaban vacías, otras llenas de papeles, camillas volteadas, muñecos anatómicos decapitados. En una habitación con una sola silla de ruedas, encontró lo que parecía ser un espejo, pero no reflejaba nada.

Era una superficie de vidrio negra, sin fondo.

Al acercarse, la superficie comenzó a vibrar ligeramente. Y, por primera vez, Elías escuchó algo más claro que nunca.

Su propia voz.

Desde el otro lado.

Diciéndole:

—Tienes que recordarlo todo. Solo así podrás salir.

Elías extendió la mano.

Y el espejo la aceptó como agua.

Lo último que sintió fue la sensación de caer hacia atrás…

aunque sus pies no se habían movido.

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