Entra a su oficina y empieza a romper todo. El portazo resuena, pero no es él quien lo da; es su furia la que sacude los muros. Es el CEO número uno. El puto intocable. El que con solo una mirada hace temblar a jueces, empresarios, banqueros, y hasta al mismísimo infierno si se lo propone. Pero ahora está desatado. Algo –o alguien– lo sacó de su eje.
El escritorio de roble macizo se parte en dos al recibir una patada brutal. El cristal del ventanal estalla bajo el impacto de una silla. Libros, documentos, adornos carísimos... todo vuela por el aire.
Detrás de él, su asistente entra justo a tiempo para sostener la puerta y evitar que reviente contra la pared. La cierra con cuidado, sin emitir un solo sonido. Se mantiene firme, con los brazos cruzados, observando. Sus ojos no reflejan miedo, sino cálculo. Ya lo ha visto así antes.
Ve a su jefe con una tranquilidad absoluta mientras este sigue eufórico, rompiendo todo a su paso. Porque lo conoce. Porque esa furia que lo consume no es debilidad… es un presagio.
Y cuando por fin el hombre se detiene, con el pecho agitado, las manos ensangrentadas por los vidrios y los nudillos reventados... la oficina hecha un desastre, una pintura que alguna vez valió miles colgando de una esquina... el silencio se vuelve espeso.
— ¿Lo vas a matar? — Pregunta el asistente, sin rodeos. El CEO número uno gira lentamente. Tiene la mirada encendida. Oscura. Letal.
— No. — Dice, con una calma que hiela la sangre. — Lo voy a hacer desear estar muerto. — Y entonces, sonríe. Porque la verdadera tormenta... apenas comienza.
— Es tu padre. — Dice su secretario aún con esa calma irritante. — Y solo quiere que cumplas con su última voluntad. Si lo matas, solo harás que te atormente desde el infierno... y serás tú quien desee estar muerto. — Su jefe le clava una mirada afilada. De esas que normalmente bastan para hacer que un hombre se orine encima. Pero el secretario solo sonríe, como si disfrutara el fuego en los ojos del monstruo frente a él.
— Lo sabías. — Escupe su jefe, cargado de rabia contenida. — Todo el maldito tiempo lo has sabido y estás de acuerdo. ¡Maldita sea! Trabajas para mí, ¿De qué lado estás? — Grita. Camina hasta los restos destrozados de un sillón, apartando con el pie un pedazo del respaldo como si fuera una víbora. Sus manos tiemblan. No de miedo. De furia. De traición.
El secretario da un paso más cerca, sin miedo, sin vergüenza.
— Trabajo para ti, sí. Pero antes de ti, trabajé para él... y si te soy sincero, no se trata de estar de un lado o del otro. Se trata de no dejar que este legado acabe en sangre podrida. — Responde con serenidad, como si sus palabras no fueran cuchillas. — Puedes matarlo. Puedes negarte. Pero lo único que lograrás es hacerte pedazos por dentro. — El jefe se queda quieto. Respirando hondo. El silencio se instala otra vez, pesado, oscuro. Finalmente, cierra los ojos un momento… y luego los abre, más sombríos que antes.
— Dile que le concederé su última voluntad. — Dice con voz baja, rasposa, cargada de veneno. — Pero será la última vez que ese viejo hijo de puta tenga poder sobre mí. — El secretario asiente. Porque sabe que esa voluntad será cumplida… pero a un precio que nadie está preparado para pagar. — No voy a casarme con nadie que él quiera. — Escupe entre dientes, como si la sola idea le diera náuseas. Lo mira fijo, desafiante. — ¿Qué traes en esos papeles? — El secretario se encoge de hombros, con esa actitud relajada que solo él puede tener en medio del caos.
— Tranquilo. No interferirá en tu elección. — Responde con una sonrisa ladeada, casi burlon. — Y esto… son mis sugerencias.
— ¿Tú tampoco vas a darme opciones? — Resopla mientras estira la mano, con evidente fastidio.
— Claro que sí. — Dice, entregándole el pequeño expediente con una elegancia calculada. — He seleccionado ocho posibles futuras esposas. Pero definitivamente la número seis es la ideal. Ignora a las demás. — El CEO revisa por encima, apretando los dientes al ver las fotos, los perfiles, los apellidos pesados, las conexiones políticas, empresariales, mafiosas. Todo está calculado. Todo está podrido.
— Puedo buscar mi propia esposa.
— Sí, pero estás muy ocupado. — Responde su secretario, con esa voz que mezcla diplomacia con descaro. — Y no tienes tiempo para enamorarte… ni ganas.
— ¿Y qué te hace pensar que elegiré a tu escogida? — Una breve pausa. Luego, el secretario da un paso al frente, mira a su jefe como solo un hombre que ha sobrevivido a su lado por años puede hacerlo, y le dice:
— Te conozco bien. Demasiado bien. Y ella… ella es especial. No como las otras. No te hará perder el control, pero sí te lo va a desafiar. — Silencio. El CEO número uno vuelve a mirar la hoja de la número seis. Su rostro no revela nada, pero por dentro… algo se agita.
— Dime que no es una de esas que se desmayan por un traje caro. — Gruñe.
— No. Es de las que te miran a los ojos aunque sepan quién eres… y no se quiebran. — Y por primera vez, el CEO no rompe nada. Solo se queda ahí, leyendo… y maldiciendo en silencio la posibilidad de que, tal vez, esta vez, su secretario tenga razón.
Este CEO es un hombre de perfil alto, pero con pasos calculados. Imponente en su presencia, de traje oscuro siempre impecable, corbata bien ajustada, mirada firme. No necesita levantar la voz para imponer respeto. Su nombre resuena en las juntas de inversión, en las cumbres empresariales y en los titulares económicos, pero rara vez en los sociales. Prefiere mantenerse al margen del espectáculo. No le interesa brillar... le interesa dominar.
Tiene entre 31 y 34 años. El tipo de hombre que se sienta al final de la mesa y no necesita hablar mucho para que todos sepan que es él quien decide. Frío, sí, pero no cruel. Simplemente no regala confianza, ni afecto. Se gana.
Conduce su empresa como una extensión de su propia mente: ordenada, productiva, implacable. Sabe que en el mundo de los negocios, especialmente a escalas multinacionales, la limpieza total es un cuento de hadas. Hay que ensuciarse un poco las manos si se quiere nadar en el mismo océano que los tiburones. Y él nada entre ellos… o los dirige.
Valora la lealtad. A su gente la cuida, pero no tolera errores por compasión. Las emociones están bien... en su lugar. Tiene sus límites, sabe cuándo dar un paso atrás y cuándo avanzar con todo. Las relaciones amorosas han sido más funcionales que emocionales. Cuerpos, no compromisos. Conexiones sin profundidad. Nada que lo exponga. Nada que lo ate. Nada que manche su nombre.
Pero hay una parte de él que no se ha oxidado del todo: el ideal del amor inteligente. Ese que no se basa en posesión ni juegos de poder. Por eso no se involucra con cualquiera. Porque cuando lo haga, lo hará en serio. Y él no da pasos en falso.
Graham hojeó con desdén los primeros cinco perfiles, apenas escaneando los nombres. Ejecutivas ambiciosas, herederas de apellidos pesados, mujeres perfectamente moldeadas para las apariencias... pero sin alma, sin chispa.
Hasta que llegó al expediente número 6.
El encabezado tenía un nombre simple, sin apellido famoso ni títulos pomposos. Solo una ficha limpia, directa.
Nombre: Alejandra Espinosa
Edad: 27 años
Nacionalidad: Colombiana
Profesión: Ingeniera Ambiental
Ubicación actual: Medellín, Colombia
Idiomas: Español nativo, inglés fluido
Situación laboral: Coordinadora de sostenibilidad en GreenFields Corp, una empresa local aliada recientemente a Callahan Industries mediante convenio de impacto social.
Estado civil: Soltera
Red de contactos políticos o familiares: Nula.
Observación: Extremadamente reservada. Perfil bajo. Alta ética profesional. Buen manejo de crisis. Carácter firme, pero cordial.
Graham frunció el ceño y alzó la vista hacia Miles.
— ¿Una ingeniera ambiental? ¿Esto es una broma?
— No. — Respondió Miles, serio. No tiene apellido de oro, no fue criada para fingir. Es real. No busca fama ni fortuna. Y lo mejor… no tiene idea de quién eres. — Graham volvió a bajar la vista. Había una pequeña fotografía: ella, con una camisa blanca, el cabello recogido, en un entorno natural. No sonreía con coquetería ni posaba como las otras. Solo miraba a la cámara como quien no tiene nada que probar.
Él guardó silencio unos segundos más.
— ¿Y por qué está en esta carpeta?
— Porque no la incluí como una candidata... —Dijo Miles, cerrando su libreta con sutileza. — La incluí como un desafío. — Graham Callahan no era un hombre común y es por eso que su secretario quien bien lo conoce no le daría una prometida común.
Era la clase de hombre que no necesitaba presentarse. Su presencia hablaba primero: 1.90 metros de porte impecable, hombros amplios, mirada de acero y trajes a medida que parecían una segunda piel. Su rostro, cincelado como si hubiese sido esculpido para la portada de Forbes, era el de alguien que había nacido para mandar.
A los 32 años, era el CEO de Callahan Industries, una multinacional con oficinas en cinco países, tentáculos en tecnología, infraestructura, energía renovable y alianzas estratégicas que hacían temblar a más de un gobierno. Su nombre aparecía en los titulares, pero no en las redes. Su vida personal era un enigma. Sus escándalos, inexistentes. Sus amantes, discretas y fugaces.
Era respetado. Temido. Inalcanzable.
Y en el fondo, estaba completamente solo.
No por falta de opciones, sino por exceso de control. Nada ni nadie tocaba su mundo sin permiso. Nada lo afectaba. Hasta ahora.
Graham Callahan no era un hombre que pasara desapercibido.
Donde entraba, el silencio caía como una orden tácita. A su edad, había edificado un imperio empresarial que cruzaba continentes y moldeaba decisiones gubernamentales sin necesidad de levantar la voz. Sus trajes eran oscuros, su reloj suizo marcaba minutos que costaban miles de dólares y su mirada... su mirada no dejaba margen de error.
Una estatura de dioses, tenía el cabello oscuro, siempre perfectamente peinado hacia atrás, y una expresión que oscilaba entre la concentración y el desprecio. No tenía tiempo para lo innecesario. Tampoco para personas que no estuvieran a su altura.
Dicen que en el mundo de los negocios uno debe ser frío, pero Callahan no era frío. Él era hielo comprimido.
La prensa lo llamaba “El Titán silencioso”. Sus empleados, “El Intocable”.
Nadie sabía realmente qué pasaba por su cabeza. Solo Miles Foster, su fiel asistente, parecía haber descifrado su código. Aún así, ni él se atrevía a cruzar ciertos límites.
Graham no tenía familia cercana, no hablaba de su pasado y no cargaba alianzas en los dedos.
Lo único que le pertenecía era su apellido, su empresa... y su tiempo.
Graham dejó el expediente a un lado en el sillon con un gesto seco. No dijo nada. Solo se inclinó ligeramente hacia atrás, sacó un pañuelo de lino blanco del bolsillo interior de su chaqueta y, con parsimonia, limpió sus manos. Era un gesto mecánico, casi ritual, como si el solo hecho de haber tocado ese archivo lo hubiera contaminado. Además de la sangre en sus dedos.
Se puso de pie. El movimiento fue firme, controlado, como todo en él.
— Manda a limpiar este desastre. — Ordenó sin mirarlo, mientras se acomodaba el cuello de la camisa. — Y prepárate. Vamos a la sala de juntas. La reunión empieza en diez minutos. — Miles asintió, sereno, como si no estuviera rodeado de cristales rotos, un sillón destrozado y el eco aún tibio de la rabia de su jefe flotando en el aire. Graham ya había cruzado la puerta cuando agregó, sin girarse: — No olvides traer el proyector. Hoy no quiero improvisaciones. — Y desapareció por el pasillo con ese paso firme que resonaba como sentencia en el mármol del edificio.
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La sala de juntas era tan silenciosa que podía escucharse el leve zumbido del proyector al fondo. Catorce ejecutivos estaban sentados alrededor de la mesa ovalada, todos vestidos con trajes costosos, relojes aún más caros y rostros tensos. Él entró puntual, sin anunciarse. No lo necesitaba. El ambiente cambió en cuanto su figura cruzó la puerta. Su presencia era una mezcla exacta de autoridad, inteligencia y control.
— ¿Dónde está el informe del tercer trimestre? — Preguntó sin saludar, tomando asiento en la cabecera. Un asistente se apresuró a dejar los documentos frente a él. Revisó en silencio, pasando hoja tras hoja, hasta detenerse en un gráfico con una curva descendente. — ¿Alguien me explica esto? — Su voz era baja, casi serena. Pero esa serenidad venía cargada de una tensión que podía romper huesos. Nadie habló al principio. Hasta que uno de los directores de zona carraspeó, intentando armar una excusa técnica.
Él lo miró, sin interrumpir.
Cuando terminó, soltó los papeles sobre la mesa con precisión.
— Tienes 48 horas para revertir esto. Si no lo haces, te aseguro que la próxima vez que entres en una sala como esta, será para explicar tu fracaso... a tus nuevos empleadores. — Silencio. Y luego el murmullo de acuerdos rápidos. Él se puso de pie. Nadie se atrevió a hablar. Así era él. No necesitaba gritar. Su poder estaba en que nadie dudaba de que cumpliría cada palabra.
Al día siguiente, la oficina presidencial volvía a estar en orden. Los cristales habían sido reemplazados, el sillón sustituido, y no quedaba rastro visible del estallido del día anterior.
Pero el aire… el aire seguía igual de denso.
Graham estaba de pie, junto a los ventanales que daban al centro de Manhattan. El sol apenas se filtraba entre los edificios, lanzando sombras largas sobre su escritorio impecable. No hablaba. Solo escuchaba.
Miles, a unos pasos detrás, sostenía la agenda del día entre las manos, como si leyera un veredicto.
— Reunión con el consejo financiero a las once. Almuerzo con el Ministro de Comercio de Brasil a la una. Y la videollamada con la junta latinoamericana a las cinco, hora local de Colombia. — Hizo una pausa. — También llegó una nueva carta de su padre. Con otra copia del ultimátum. — Graham no se giró. Cerró los ojos un instante.
— Lo que hace falta, — Dijo en voz baja. — es que me lo mande tatuado en la frente. — Miles sonrió apenas, acostumbrado a ese humor seco.
— Dice que si no hace un anuncio oficial antes de fin de mes, activará la cláusula de herencia que transfiere el 30% de las acciones a su prima de Chicago. — Un silencio. Lento. Cortante.
— ¿Y tú qué opinas? — Preguntó Graham finalmente, girando la cabeza solo un poco.
Miles cerró la agenda con cuidado.
— Opino que el tiempo se acaba. Y que debería considerar seriamente elegir a alguien antes de que su padre lo haga por usted. Formalmente.
— No quiero una esposa por obligación.
— Lo sé. Pero su padre no está pidiendo una esposa. Está exigiendo una figura pública. Una promesa que tranquilice al consejo, a los inversores... y a la prensa. — Miles respiró hondo. — No tiene que amarla. Solo... cumplir. — Graham se giró finalmente. Su mirada era dura. Seria.
— ¿Cumplir?
— Por ahora. — Graham se dirigió a su silla con la misma determinación con la que comandaba reuniones internacionales. Se sentó con un leve suspiro, apoyó un codo sobre el brazo del sillón y entrelazó los dedos.
La mirada fija en su asistente.
— Háblame de la número seis. — Dijo finalmente, sin rodeos.
Miles no pareció sorprendido. Ya había anticipado esa pregunta desde que imprimió el expediente.
— Sabía que preguntarías por ella.
— No estoy preguntando. Te estoy ordenando. —Una mueca apenas perceptible apareció en los labios de Miles, más por costumbre que por irreverencia.
—Su nombre es Alejandra Espinosa. Veintisiete años. Ingeniera ambiental. Vive en Medellín, Colombia, desde que tenía apenas semanas de nacida. — Empezó con voz firme. — Su madre, una empleada de servicio, murió al darla a luz. Y su padre… es un viejo conocido de este mundo. Un empresario con más nombre que solvencia. — Graham frunció apenas el ceño. No interrumpió. — Estaba comprometido en un matrimonio arreglado, pero se enamoró perdidamente de la empleada. Fue un escándalo interno. Nunca llegó a casarse con ella. Sabía que no tenía futuro. Pero la relación siguió. Cuando la mujer quedó embarazada, él lo ocultó. Y cuando ella murió… bueno, decidió enviarla lejos. A Colombia. Con la familia materna. Para protegerla, según dijo. Para evitar la humillación. — Graham entrecerró los ojos. Su mandíbula se tensó, pero no habló. —Ahora, — Continuó el secretario, cruzando las manos. — la situación ha cambiado. El padre de Alejandra está al borde de la quiebra. Las deudas lo superan. Está literalmente colgado de un hilo, y ese hilo se llama Callahan Industries. Tu apellido. — Graham apoyó los codos sobre el escritorio, entrelazó los dedos.
— ¿Y me está ofreciendo a su hija? ¿Así, sin más?
— Con condiciones. — Admitió el secretario. — Si tú aceptas el compromiso, él podrá mantener su empresa a flote. Y tú obtienes una prometida con una imagen intachable, sin escándalos. Inteligente, profesional, discreta. Él gana tiempo. Tú, conveniencia. — Un silencio pesado se apoderó de la oficina. — No te la ofrece porque te admire. — Añadió el secretario con sutileza. — Lo hace porque no tiene a quién más acudir. Alejandra es su moneda de cambio. Aunque dudo que ella lo sepa… aún.
— ¿Tienes algo más que agregar sobre ella?
— Pues... — Revisa su libreta digital. Alejandra lidera proyectos de sostenibilidad y responsabilidad ambiental dentro de GreenFields Corp, una empresa colombiana comprometida con la preservación de recursos naturales. Su cargo la ha puesto en contacto con inversionistas y alianzas internacionales, entre ellas, Callahan Industries, con quien firmaron recientemente un convenio de impacto social y ambiental. Fue seleccionada como uno de los rostros clave para representar el proyecto, lo que inevitablemente la acercará al círculo de Graham Callahan.
Observaciones personales:
Perfil bajo, extremadamente reservada. De carácter firme, pero con un trato cordial. Su ética profesional es incuestionable, lo que ha hecho que muchos la respeten incluso cuando no la conocen a fondo. Es práctica, analítica y muy comprometida con las causas que defiende. Sabe manejar crisis con calma y cabeza fría. No busca exposición, pero su talento la pone en el radar de personas poderosas. — Graham Callahan no dijo nada de inmediato. Su mirada se deslizó por la superficie de su escritorio como si pudiera encontrar allí una salida sencilla. Luego, soltó un suspiro breve, casi imperceptible, y apoyó la espalda contra el cuero de su silla.
— Esto suena a reto. — Murmuró, entornando los ojos. — La chica parece… perfecta. Es interesante. Pero no me quiero complicar la existencia, Miles. ¿De verdad no hay algo más fácil? — Su secretario — Miles Everett el hombre que conocía más secretos de los Callahan que los propios Callahan— no respondió enseguida. Esbozó una sonrisa apenas dibujada, como si ya supiera que esa pregunta llegaría.
— Oh, por supuesto que sí, señor. Hay muchas más fáciles. — Dijo, con tono amable y calculado. — Las hay hermosas, obedientes, vacías… listas para sonreír, posar y no opinar. Pero eso no es lo que usted necesita. Ni lo que representa. — Callahan ladeó ligeramente la cabeza.
— ¿Y qué crees que necesito, Miles? — El secretario no titubeó.
— Una mujer con cerebro. Con carácter. Que no se derrita cuando usted entre a una sala, sino que lo mire a los ojos y le diga lo que piensa. Alguien que represente su nombre sin convertirse en una extensión de su sombra. Las otras... esas cabezaguetas hambrientas de su billetera… no son nada. — Se acercó dos pasos al escritorio, sin perder la compostura. — Le estoy ofreciendo a la número seis porque, francamente, creo que es la única a su altura. — Graham se quedó en silencio, contemplando el perfil de Alejandra en el expediente cerrado sobre la mesa. Sus dedos tamborilearon una vez sobre la tapa. No estaba convencido. Pero tampoco la había descartado.
Y eso, en su mundo, ya era mucho decir.
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