Para ser feliz solo se necesitan algunas cosas básicas: creer en uno mismo y no importar lo que piensen los demás. Ya luego está el elegir a alguien que esté dispuesto a andar con uno. Y un empujoncito de efectivo que no le cae mal a nadie.
Soy Rubí y soy la querida gema de mi mafioso favorito, Leo. Yo, que renací para quedarme. Aquí les dejo nuestra historia.
Desperté envuelto en agua tibia, rodeado de pétalos de rosa y un leve aroma a lavanda que flotaba en el aire. Por un segundo pensé que estaba en el cielo… pero entonces sentí el ardor en las muñecas, el peso en el pecho y el vacío en el alma. No, esto no era el cielo. Ni siquiera se acercaba.
Me incorporé con esfuerzo. El agua se tornaba rojiza, manchada por la sangre que brotaba lenta pero constante. Mis ojos se alzaron al espejo… y lo que vi me dejó sin aliento.
Ese no era yo.
La imagen reflejada era la de un joven de piel pálida, labios delineados, ojos color miel clara y cabello negro azabache, mojado y pegado al rostro. Un rostro bello… innegablemente bello. Como tallado por los dioses. Pero también vacío.
—¡Señor Rubí! ¡Abra la puerta! ¡Por favor!
Rubí. Así lo llamaban. No entendía nada. Mi nombre era Légolas Huang Shi, hijo de nadie, criado entre fango y hambre, muerto a manos de bandidos en algún rincón polvoriento del siglo XVII. Y ahora... despertaba en un cuerpo desconocido, en una bañera que parecía un altar de lujo.
Mis dedos temblorosos rasgaron una camisa de seda que encontré colgada cerca. Me até las muñecas con pedazos de tela, apretando con torpeza. Luego, arrastré mi cuerpo fuera del agua. El suelo estaba helado, pero la realidad ardía más.
La puerta se abrió de golpe. Un joven elegante entró corriendo.
—¡Rubí! ¡Ábre!
No tenía respuestas. Solo tenía preguntas. ¿Quién había sido el dueño de este cuerpo antes de mí? ¿Por qué lo había odiado tanto como para quitarse la vida?
La bata de seda que me cubría estaba mojada de sangre y agua así que me la quité. Temblaba. No de frío… sino de vacío.
—¡Rubí! ¡Dios mío! —la voz del joven que irrumpió en el baño me perforó los sentidos. Se arrodilló junto a mí con los ojos enrojecidos—. ¿Por qué hiciste esto otra vez? ¿Qué pasó anoche? ¿Con tu ex?
Yo lo miré, perdido.
Rubí. Así me llamaban. Otra vez ese nombre. No entendía nada. Mi alma era de otra época, de otro cuerpo, de otro dolor. ¿Qué estaba haciendo en este mundo brillante y falso?
No dije nada. Él sí.
—No debiste leer los mensajes de Federico… Ese imbécil no vale nada. No te valora Te engaña y te deja por cualquiera pero él es el del problema no tú. ¡Te juro que no volveré a dejarte solo después de una pasarela así!
Federico… ¿era ese el nombre del amante infiel? ¿El motivo del suicidio? Intenté pararme, me tambaleé.
El joven —elegante, impecable— se quitó su saco y lo envolvió sobre mi cuerpo desnudo con una ternura inesperada.
—Tranquilo, te tengo. Te tengo —dijo, en voz baja, casi como si fuera un mantra.
Mis labios se movieron por impulso.
—¿Cómo… cómo me llamas tú?
Se detuvo.
—¿Qué? ¿Rubí?
—No. Tú. ¿Cómo me… llamas tú?
Él frunció el ceño, confundido.
—Rolando Tai Long, ¿qué droga tomaste esta vez? ¿Qué demonios hiciste? —me sostuvo de los brazos—. ¿Qué te metiste? ¿Éxtasis? ¿Pastillas para dormir? ¡Dime!
—No… no lo sé —dije en voz baja—. Yo… no tomé nada.
Eso solo lo alteró más. Entonces Rubí es como un sobrenombre. Apretó los labios y gritó a alguien afuera. Todo se volvió rápido. Brazos que me sostenían, pasos apresurados, la luz del ascensor bajando decenas de pisos, el eco del lujo que me era ajeno: espejos, mármol, cristal.
El penthouse, me dijeron. Estaba en Pekín, en uno de los edificios más altos del distrito financiero. Pero yo no sabía ni qué era un distrito. Las luces de la ciudad desde lo alto parecían estrellas invertidas. Hermosas. Aterradoras.
En la limusina rumbo a la clínica privada, mis ojos no podían seguir el ritmo del mundo. Pantallas por todas partes. Bocinas. Pantallas con mi cara. Mi cara. Pero no era yo.
—¿Dónde… estoy?
El joven —mi representante, lo supe después— me miró con preocupación mientras me tapaba mejor con la manta de emergencia.
—Rubí… soy yo, Jhon Lee. Tu manager. Hemos trabajado juntos los últimos dos años. Tú… has estado mal desde que terminaste con Federico. Él te engañaba con cualquiera que respirara… y tú te guardabas como una joya para el matrimonio. Desde entonces… no has sido tú.
"Desde entonces no has sido tú." Qué irónico. Porque ahora literalmente no lo era.
—Tú… me conoces… —susurré, con la voz ronca.
—Más que nadie —dijo Jhon con tristeza.
Nos deslizamos por las calles mientras la ciudad seguía brillando. Yo, en cambio, me apagaba por dentro. Todo era nuevo, todo era aterrador. Le temía al sonido del celular. Al tacto del asiento de cuero. A las voces automáticas que salían desde adentro del vehiculo.
Jhon me miró de reojo.
—¿Me vas a decir qué tomaste?
Lo miré, con la mirada miel temblando.
—No… lo sé. No tomé nada. Solo… desperté.
Él suspiró con cansancio, y se frotó el rostro.
—Dios… estás peor que otras veces.
Y yo, desde el fondo de un cuerpo que no era mío, me preguntaba cómo demonios iba a sobrevivir en un mundo que no entendía, con un pasado que no me pertenecía… y con un corazón que aún lloraba por una vida rota en otro siglo.
Todo fue un torbellino. Limosina. Hospital. Luces blancas. Susurros. Lágrimas ajenas. Gente que me conocía, pero yo no podía recordar.
El olor a desinfectante me raspaba la nariz. Me colocaron en una camilla sin hacer preguntas y me cubrieron con sábanas blancas como el cielo que nunca vi en mi otra vida. El hospital era todo blanco, luces frías, voces mecánicas. Una enfermera me hablaba como si me conociera. Me tomaron la presión, me miraron las muñecas vendadas y murmuraron cosas que no entendí.
—Anemia… posible sobredosis… pulso bajo —decía uno.
—Podría haber muerto si lo encontraban cinco minutos después —respondía otra.
Yo los oía como si estuvieran bajo el agua. Lo único real era el ardor en mis muñecas y la maraña de pensamientos que me apretaban el pecho.
¿Este cuerpo me pertenece? ¿O solo soy un intruso atrapado en su jaula de piel?
Después de lo que pareció una eternidad, me dejaron solo en una habitación con paredes blancas y cortinas color marfil. Observación, dijeron. Un tubo me pasaba suero por el brazo. Jhon salió un momento a arreglar la factura, prometiendo regresar en seguida.
Estaba solo. Por primera vez, completamente solo desde que “desperté”.
Cerré los ojos, intentando respirar sin que el pecho doliera. Cuando los abrí, él ya estaba ahí.
Apoyado en el marco de la puerta, con una expresión que no supe descifrar, un joven alto, de cabello rubio y ojos verdes como jade oscuro me observaba con una mezcla de curiosidad y descaro. Medía al menos un metro noventa. Vestía sencillo, pero su aura no tenía nada de común. Había en él una energía peligrosa, como una serpiente dormida.
—¿Tú eres Rubí la gran estrella del modelaje? —pregunta con voz grave, como si no esperara respuesta.
Tragué saliva. No supe qué decir. Lo observé como se observa a un animal salvaje desde la jaula: fascinado, alerta, temeroso.
—No pareces tan insoportable ahora—añade, caminando lentamente hacia mí—. Aunque ese vendaje te delata.
No respondí. Solo lo miré, intentando descifrar si era real o una ilusión causada por las drogas que me pusieron en el suero.
—¿Qué te pasó? —pregunta finalmente, serio, deteniéndose a mi lado.
Volteé la mirada al ventanal.
—Me corté.
Él soltó una risita, ronca y burlona.
—Vaya… qué respuesta tan elegante. “Me corté”. —Se cruzó de brazos y ladeó la cabeza—. Rara forma de cortarse… en ambas muñecas. ¿Querías morir?
El silencio se hizo espeso. No lo esperaba. Nadie lo había preguntado así, tan directo. Tragué saliva, apreté las sábanas.
—No fui yo quien decidió eso. Fue… fue otro.
—¿Otro? —frunció el ceño, confundido—. Interesante. Casi poético.
Luego se sentó en el borde de la cama sin pedir permiso. Su mirada se clavó en la mía, tan intensa que quise mirar a otro lado.
—¿Sabes? —dijo, mirándome como si me conociera de antes—. A mí me pegaron un balazo hace dos noches. Aquí cerca —se levantó la camiseta y me mostró una venda en el costado—. Dolió como el infierno. Pero justo cuando pensé que me iba a morir… pensé en vivir.
Me congelé.
—Y tú… —continua— decides cortarte porque tu ex te engañó. Lo ví en las noticias. Es irónico, ¿no?
No pude evitar soltar una risa amarga. No por burla. Por lo absurdo de todo.
—¿Quién… quién eres tú?
Él sonrió de lado, como si hubiera estado esperando esa pregunta.
—Leo. Leo Yueshen Sang. —Se inclinó un poco hacia mí—. No soy doctor, ni enfermero. Ni amigo tuyo, todavía. Nos conocimos en Londres pero me ignoraste feo por estar de ganchete de ese imbécil. Me gusta lo que veo ahora sin maquillaje y abatido. Y quiero saber si me dejas… acompañarte.
Lo miré. Largo. En silencio.
Y por primera vez, sentí que el corazón que habitaba ese cuerpo latía por algo que no era miedo.
Y entonces… lo vi bien.
Era alto. Al menos un metro noventa. Llevaba una camisa negra medio desabotonada, revelando parte de su torso vendado. El cabello rubio, brillante incluso bajo la luz tenue del hospital. Ojos verdes, intensos, felinos, que se clavaron en mí como si me hubieran estado esperando toda la vida.
Su presencia era abrumadora. Magnética. Peligrosa.
No supe por qué, pero mi respiración se detuvo por un instante. Ese hombre no era un desconocido cualquiera. Algo en su mirada me hizo sentir desnudo, como si pudiera leer mi alma.
—¿Qué...que quieres? —susurro, más para mí que para él.
Y aunque no dijo una palabra, su leve sonrisa me dio la respuesta:
Él sabía quién era yo. Incluso antes de que yo lo supiera.
Yo estaba sentado en la camilla del hospital, con una manta sobre los hombros y las muñecas vendadas con más profesionalismo que mis intentos desesperados, no sabía qué hacer con mi mirada. Todo era blanco, frío, demasiado brillante para alguien que venía de la oscuridad.
Entonces, él se levantó.
Su andar era relajado en la habitación, como si el mundo girara a su ritmo. Alto, imponente. Y sus ojos verdes, intensos, sus cejas bien definidas, ojos alargados y labios un poco carnosos, me atraparon como un anzuelo invisible.
—¿Estarás mejor? —pregunta, con voz grave, algo rasposa.
Asentí, inseguro. No sabía quién era o que quería, ni por qué me hablaba como si me conociera.
—No te preocupes por ese imbécil —dice de pronto, como si pudiera leer mis pensamientos—. A veces eso no importa. Lo que importa… es qué haces ahora.
Fruncí el ceño, confundido mientras miraba desesperadamente a la puerta esperando que Jhon llegara.
—¿Puedo acompañarte? —pregunta. Se acerca sin esperar respuesta y se sienta en la silla junto a mi camilla, sin apartar la mirada—. ¿Tus padres ya saben que estás aquí?
Bajé la mirada hacia mis manos cubiertas.
—Me corté. No hay necesidad de alertarlos—respondí.
Un leve chasquido burlón salió de sus labios.
—Vaya… qué respuesta más técnica. "Me corté". Así, casual. Como si hubieras rebanado una manzana.
No supe qué decir. ¿Qué se dice en estos casos? ¿Cómo le explicas a alguien que no querías morir pero igual te eliminan… pero este cuerpo no quiere vivir aunque tenga lo que muchos codician?
—Corte simétrico. Una en cada muñeca —continuó él, ladeando la cabeza—. Bastante artístico. ¿Te querías morir de verdad?
La pregunta me atravesó como un rayo helado. No por la dureza, sino por la sencillez con que la dijo. Sin juicio. Sin compasión. Como quien pregunta si te gustó el postre.
Lo miré a los ojos.
—No lo sé… tal vez sí. Tal vez no. No era yo.
Su sonrisa se desdibujó un poco.
—Curioso. A mí me pasó lo contrario.
Alcé una ceja, intrigado.
—¿Ah, sí?
Asintió, y con un gesto desabotonó más su camisa, dejando ver el vendaje.
—Me dispararon. Justo aquí. Estuve a punto de morir… y lo único que pensé fue en vivir. En aferrarme. En salir corriendo, sangrando si era necesario, pero vivo.
Nos quedamos en silencio por unos segundos. Sus palabras flotaban entre nosotros como un secreto compartido.
—Eso es irónico —murmuré.
—Lo es —dijo él, sonriendo con esa maldita calma que tenía—. Yo sangré deseando vivir… tú sangraste deseando no sentir nada.
Me miró con más suavidad entonces. Como si bajo su máscara peligrosa hubiese alguien que, igual que yo, tenía cicatrices invisibles.
—¿Sabes algo? No me interesa quién eras antes. Pero si quieres… puedo acompañarte ahora. Olvidaré nuestro primer encuentro y podemos empezar de cero.
Mi garganta se cerró. Por un instante sentí que, si decía que sí, algo cambiaría. Si decía que no… también. ¿Que le sucede a este tipo?
Así que simplemente respondí:
—Está bien.
Y en su sonrisa encontré un calor que no esperaba en un hospital lleno de frío.
Leo se puso de pie, se acomodó la chaqueta negra que resaltaba aún más el dorado de su cabello y me miró por última vez antes de dar un paso hacia la puerta.
—Te contactaré. —Fue todo lo que dijo, con esa seguridad extraña que lo envolvía.
Y entonces se fue. Silencioso, como un suspiro cargado de pólvora.
Minutos después, escuché pasos apresurados. La puerta se abrió con ímpetu y Jhon entró, el rostro pálido, los lentes torcidos por la prisa.
—¡Rubí! ¿Estás bien? Ya pagué todo y le avisé a tus padres… —se detuvo al ver mi cara.
Una punzada me atravesó el pecho. Los padres de este cuerpo. No los conocía, y sin embargo, algo en mí ya sabía lo que venía.
—¿Vendrán? —pregunté, intentando sonar neutro, aunque me temblaba la voz.
Jhon me miró raro. Ladeó un poco la cabeza como si sospechara algo.
—¿Desde cuándo te preocupa eso? ¿No recuerdas que están en Suiza? Vacaciones de lujo, la nieve, los spas… ya sabes cómo son.
Me quedé callado.
“Claro”, pensé, “porque un hijo que intenta suicidarse no es suficiente motivo para cambiar el itinerario.”
Jhon se sentó en la silla junto a la camilla. Sacó su teléfono, revisó algo y luego me miró de reojo.
—¿De verdad no recuerdas, Rubí? Tus padres… nunca estuvieron muy presentes. Prácticamente te crió el servicio del penthouse y los tutores que iban rotando cada seis meses. Nunca te llevaban a sus viajes, ¿lo sabías?
Sí, lo sabía. O mejor dicho, ahora lo recordaba.
Imágenes vagas llegaron a mi mente como fotografías desenfocadas: una niñera llorando en silencio mientras me peinaba para una sesión de fotos; una mesa de comedor enorme, con diez platos servidos y solo un niño cenando solo en la punta.
No era solo que este Rubí estuviera triste. No era solo depresión. Este chico… este cuerpo… también estaba roto. Igual que yo lo estuve.
Quizá por eso el destino me puso aquí. Porque al final, era como si Légolas hubiera muerto otra vez… solo para volver a vivir como Rubí: otro ser hecho de soledad, pero con una nueva oportunidad.
Miré mis muñecas vendadas. Las marcas seguirían ahí por un tiempo. Como advertencias. Como recordatorios.
—Ese tal Leo… —empecé sin pensarlo.
Jhon alzó una ceja.
—¿El mafioso sexy? Sí, lo vi. ¿Qué pasa con él?
No supe qué decir. Solo que cuando él sonrió antes de irse… por un segundo, no me sentí solo.
Y eso, en mi universo, era mucho.
—¿Quién es Leo? —pregunté en voz baja, mirando por la ventana del hospital. Su nombre me daba vueltas en la cabeza como un eco que no quería irse.
Jhon giró lentamente desde su asiento, con una ceja arqueada.
—¿Leo Yueshen Sang? —repitió, como si le costara creer lo que acababa de oír—. ¿Estás bromeando?
Negué con la cabeza. Tenía el corazón apretado sin entender por qué.
Jhon suspiró profundamente.
—Ok, escúchame bien, porque esto no lo repito. Leo Yueshen Sang tiene dos caras. Una es el chico rubio de ojos verdes que viste de diseñador y desfila con modelos de París a Milán. La otra… es el heredero del clan Sang, una de las familias mafiosas más poderosas del este asiático.
—¿M-mafioso?
Ni idea de lo que es un mafioso pero suena raro.
—Sí, mafioso. Con mayúsculas y sangre en las manos. Pero… contigo ha sido otra cosa. Desde hace cinco años está detrás tuyo. Y no para matarte, como debería, sino para cuidarte.
—¿Por qué?
—Porque está obsesionado contigo. Enfermamente. Te conoció en una pasarela en Londres. Tú te encaprichaste con un collar de diamantes de su familia —una joya que debía devolverse— y te lo llevaste como si nada. Iban a denunciarte, armar escándalo internacional… hasta que él dijo que te lo había regalado. Mintió por ti. Mintió frente a su familia, a sus socios, al mundo.
Tragué saliva. Había algo trágico y fascinante en esa historia.
—Después intentó acercarse. En París, en Milán… te pidió cenar. Tú estabas con Federico y lo ignoraste como si fuera un extra en tu vida. Pero Leo no se fue. Te vigilaba. Siempre aparecía justo cuando estabas por caer.
—¿Y ahora…?
—Ahora está por ahi. Y créeme, si te dejó solo, no fue por falta de interés. Tal vez fue la única muestra de respeto que te ha dado en años. Escuché que sufrió un atentado pero salió con heridas menores.
Me quedé en silencio. Leo… ese hombre de mirada verde como jade antiguo, que me había sostenido con una mezcla de hielo y fuego en sus ojos. Un mafioso. Un enamorado. Un misterio.
—Me gustaría mantenerme lejos de él.
La salida del hospital fue tan silenciosa como su ingreso, había sido caótico. Rubí caminaba con paso lento, apoyada apenas en el brazo de Jhon. Tenía gafas oscuras, no por el sol —era casi de noche—, sino para esconder los ojos cansados, un poco hinchados, y la mirada que aún no terminaba de comprender lo que estaba viviendo, además de esconderse de los paparazzi.
—Gracias por todo esto —murmura, con la voz ronca por el frío del aire acondicionado del hospital.
—Lo que me faltaba, que me agradezcas por hacer mi trabajo. Eso es nuevo ¿Debo considerar que sigues mal de la cabeza o lo tomo como que te golpeaste y te veré más seguido como bebé lindo? —responde Jhon con ese tono sarcástico que usaba cuando no sabía cómo manejar sus emociones—. ¿Cómo estás, de verdad?
Rubí apretó los labios. Subieron al auto negro que el hotel había enviado y, por un momento, ninguno de los dos dijo nada.
—Estoy vacío —dijo ella al fin.
Jhon giró el rostro, sorprendido.
—¿Vacío?
—Como si... como si algo que yo era se hubiese caído dentro de esa maldita bañera.
Él no supo qué decir. No tenía respuestas fáciles. Lo único que pudo hacer fue tomarle la mano. El no se la quitó. Jhon pensó que sería bueno llevarlo de nuevo a un psicólogo.
El hotel “Le Rouse” se alzaba elegante como siempre, con su fachada blanca iluminada por lámparas ámbar y los cristales resplandecientes. Al ver el auto llegar, dos botones se acercaron de inmediato.
—El señorito Rubí tiene todo listo. La nueva habitación fue preparada según las instrucciones del Sr. Jhon —dijo uno, con voz ceremoniosa.
—Perfecto. Acompáñennos —ordena Jhon, tomando su papel de protector sin pedir permiso.
Subieron en el ascensor sin cruzarse con nadie más. Rubí sintió una mezcla de nostalgia y alivio. El ascensor se detuvo en el piso veinte. Esta vez, la suite no tenía nada de oscuro o cargado. Era amplia, con vista al río, paredes crema y detalles en dorado. El ambiente olía a flores frescas.
—Hice que cambiaran todo —dijo Jhon mientras abría la puerta y dejaba que Rubí entrara primero—. Sábanas, muebles, decoración, incluso los espejos. No quería que encontraras ningún reflejo que no fuera nuevo.
Rubí asintió en silencio. Caminó hasta el ventanal y se apoyó en el marco, observando el horizonte. Luego, se giró.
—¿Y mis cosas?
—Todo está aquí. Las cámaras, los vestidos, incluso tus perfumes. Lo revisé todo antes de que lo trajeran. Nada falta.
—¿Y el collar?
Jhon traga saliva.
—Sí. También lo trajeron. Esta en la caja fuerte junto a tus demás joyas de valor.
El suspira. No hizo comentario alguno. Caminó hasta la cama y se sentó.
—¿Te molesta si me baño?
—¿Necesitas ayuda? —pregunta él en tono de broma.
—Estoy bien. Solo… no te vayas.
—No me voy a ningún lado.
Rubí se encerró en el baño, y durante los siguientes minutos, el sonido del agua corriendo fue lo único que llenó la habitación. Jhon, mientras tanto, revisó su teléfono. Mensajes de los medios, del canal de televisión, de diseñadores. Todos querían saber si Rubí regresaría a desfilar a Estados unidos, y su madre que preguntó si el accidente había sido real o un escándalo armado para llamar su atención. No respondió a ninguno.
Cuando Rubí salió, llevaba una bata blanca y el cabello húmedo, recogido en una toalla.
—Me siento más humano—dijo, sentándose frente al tocador.
—Te ves como un dios egipcio recién salido del Nilo.
El sonríe por primera vez en todo el día.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunta.
—Ahora cenamos. Pedí algo ligero. No quería presionarte.
—Gracias, Jhon. De verdad.
Él se sentó en el sofá frente a Rubí.
—Rubí, tenemos que hablar en serio. No voy a presionarte, pero hay cosas que necesitas saber.
El asintió.
—Te escucho.
—Cuando llegamos a Londres hace cinco años, tú eras solo un chico precioso con carácter de huracán. En las pasarelas eras fuego, y fuera de ellas… un desastre. Lo sabes.
—Lo sé —susurra Rubí para que no sospechara.
—Y entonces llegó él.
El baja la mirada. No necesitaba que dijeran el nombre. Sabía perfectamente a quién se refería.
—Leo Yueshen Sang.
Jhon asintió.
—Un caballero vestido de sombra. Nunca entendí cómo se enamoró de ti. Pero lo hizo.
—Yo tampoco lo entiendo. Solo… me vi atrapado. Y una parte de mí solo quiso escapar.
Jhon cruza los brazos, incómodo.
—¿Sabías que durante meses lo investigaron? Que su nombre aparece en archivos de inteligencia de Asia y Europa. Nadie se atreve a tocarlo. Nadie lo ve llegar. Pero todos saben que, donde pisa, tiembla la tierra.
Rubí asintió lentamente.
—Sí. Siempre lo supe por como me miraba. Desde la primera vez que lo vi.
—Entonces dime una cosa —lo mira con intensidad—. ¿Qué demonios hacía ese hombre en tu habitación? ¿qué te dijo?
El lo miró, tenso.
—¿Estás diciendo que él...?
—No estoy diciendo nada. Solo que tu collar estaba en la mesa, las luces apagadas, la puerta entreabierta y no había señales de forzamiento. Solo tú en el baño. ¿El no te visitó?
Rubí apretó los labios.
—Él... no me haría daño.
—¿Estás seguro? Lo rechazaste más de una vez y te quedaste con la joya de su familia.
El no responde.
Tocaron la puerta. La comida había llegado. Jhon fue por ella, mientras Rubí se levantaba y caminaba lentamente por la habitación.
—¿Sabes qué es lo peor, Jhon?
—¿Qué?
—Que cuando te fuiste a pagar la factura el llegó y solo me dijo que estaría acompañándome como si no quisiera dejarme solo.
—Rubí…
—Yo no quiero que se me acerque. Me da miedo.
Se sentaron a cenar frente a la ventana. La ciudad brillaba como un joyero abierto. Rubí apenas probó la sopa. Jugaba con la cuchara.
—¿Qué harás ahora? —pregunta Jhon.
—No lo sé. Tal vez… debería irme a otra ciudad.
—¿Irte? ¿A qué ciudad?
—A París. A comenzar desde cero. A vivir sin miedo.
Jhon lo mira con tristeza.
—Te seguiría al fin del mundo, Rubí. Pero debes saber que nadie deja atrás a Leo Yueshen Sang sin consecuencias.
El lo mira a los ojos.
—Quizá esta vez… no me encuentre.
Hubo un silencio largo. Jhon lo rompió con una pregunta suave.
—¿Te acuerdas de lo que sentías por Federico?
Rubí negó con la cabeza.
—No. Y no me importa recordarlo. Lo de él fue traición. Lo de Leo… tomar su joya fue locura. Quiero que le devuelvas el collar.
Se recostó en el sillón. Afuera, las luces del puente centelleaban.
—¿Yo? Me la estás poniendo difícil. Deberías devolvérselo tu mismo. Es lo menos que puedes hacer y de paso cortar esos sentimientos que siente por ti.
—¿Sabes una cosa, Jhon?
—¿Qué?
—Me siento como un personaje de una novela que alguien dejó de escribir.
Él se levantó, caminó hacia Rubí y le puso una manta sobre las piernas.
—Entonces empecemos el nuevo capítulo. Y tú decides qué se escribe en él. Si quieres que sea yo que le devuelva el collar mañana mismo lo haré.
Rubí cerró los ojos. Sus dedos rozaron el borde del collar que Jhon había dejado sobre la mesa. Frío. Brillante. Inconfundible.
Lo tomó y lo sostuvo en la palma.
—¿Qué harías tú si fuera tuyo?
—Lo vendería. Me pagaría unas vacaciones, una operación de nariz y la universidad de mis hermanas.
El sonríe.
—¿Y tú crees que si lo devuelvo, él se olvidará de mí?
—Conociéndolo… no necesitas devolverlo para que aparezca. Él ya sabe que lo tienes. Y si no ha venido aún, es porque quiere que sientas su ausencia.
Rubí mira el collar una vez más.
—Quiero escribir una nueva historia, Jhon. Una donde no necesite que me rescaten, no quiero morir, ni esperar que mis padres me noten, no quiero modelar más, solo quiero ser feliz.
—Pues empieza por ahí. Por dejar de esperar que regresen, no llames más la atención. Aunque si decides no modelar más no tendré trabajo como representante.
—Puedes ser mi amigo.
—Ya estás hablando raro. Tengo dos hermanas que mantener. ¿recuerdas?
Rubí se levantó, caminó hacia la caja fuerte, la abrió y colocó el collar dentro. Cerró con determinación.
—Mañana iré a su mansión, lo devolveré y le diré que me olvide. Y si alguien pregunta por el collar… diré que fue un regalo pero que lo devolví a su dueño.
—Eso sí es nuevo en ti —dice Jhon, medio en broma.
—Es que yo también estoy empezando de cero.
Se miraron. Ya no como modelo y representante. Sino como amigos que habían sobrevivido al mismo naufragio.
La noche avanzó. Rubí se quedó dormido en el sofá, y Jhon, fiel como un perro guardián, se quedó en la butaca junto a la puerta.
Afuera, en la acera frente al hotel, un hombre de traje oscuro fumaba un cigarrillo bajo la lluvia ligera.
Observaba el edificio como si ya lo conociera.
Como si lo hubiese construido solo para perderlo.
Y cuando el cigarro se consumió, Leo Yueshen Sang dio media vuelta y se esfumó en la bruma.
Por ahora.
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