Mucho antes de la era del hombre, incluso cuando los orcos aún no pisaban la tierra, y los hombres del mar ni siquiera eran conocidos, los enanos habitaban en lo más profundo de las montañas. Eran una raza antigua, tan vieja como la Luz y el mismo Tiempo. Pero antes incluso de ellos, existió una civilización que desafió a la misma muerte: los Altos Elfos. Seres imponentes, de gran poder en la magia luminosa y oscura, avanzados en sabiduría y armamento como ninguna otra raza. Fueron ellos quienes se alzaron contra un mal primordial, contra aquello que no podía ser destruido por medios mortales. Y así comenzó la primera gran guerra… la guerra contra lo eterno.
Los grandes señores élficos llevaron la guerra hasta los dominios del mal. Con toda su magia inmortal, desataron un poder tan vasto que incluso los cielos temblaron. En esas tierras corruptas, los Altos Elfos desterraron a los demonios y sus legiones, purificando con fuego sagrado cada rincón maldito. Sus amos oscuros, entidades antiguas y hambrientas, fueron finalmente encadenados y arrojados al Abismo, un lugar del que no debían regresar jamás.
Pero los Altos Elfos, en su sabiduría, no previeron que el mal no necesita forma para sobrevivir. Desde las sombras del olvido, el enemigo comenzó a tejer su regreso. A través de antiguos artefactos rúnicos, esparcidos por el mundo como semillas de ruina, el mal continuó su obra silenciosa. Porque para los Amos del Infierno, ni el tiempo ni la derrota significan el fin. Y la Tierra… la Tierra jamás dejaría de ser codiciada.
Creyendo que el mal había sido vencido para siempre, los Altos Elfos se desvanecieron del mundo. Abandonaron las tierras que protegieron con su vida y su magia, marchándose hacia un destino desconocido, más allá de montañas, mares y estrellas. Nadie sabe si murieron, si ascendieron, o si simplemente se cansaron de un mundo que ya no les pertenecía.
Con el pasar de los siglos, su gesta se diluyó en la memoria de los pueblos. Lo que una vez fue una guerra que salvó la creación, se convirtió en un mito. Una historia contada por bardos a reyes aburridos en sus tronos, o como un cuento para niños que se recitaba junto al fuego en noches de invierno.
Pero en la oscuridad, entre ruinas olvidadas y cavernas profundas, los artefactos rúnicos seguía esperando. Y el mal… el mal nunca olvidó.
Mucho antes de la era del hombre, antes de que los orcos caminaran sobre la tierra o los hombres del mar fueran conocidos, los enanos habitaban las montañas como una raza tan antigua como la Luz y el Tiempo. Pero incluso antes que ellos, existieron los Altos Elfos, una civilización imponente, maestra de la magia luminosa y oscura, con un poder y tecnología que ninguna otra raza igualaría jamás.
Cuando un mal ancestral, eterno e imposible de matar, emergió desde las profundidades del mundo, fueron los Altos Elfos quienes lo enfrentaron. Sus grandes señores llevaron la guerra hasta las mismas tierras del enemigo. Con todo su poder inmortal, desterraron a las legiones demoníacas y encadenaron a sus amos en el Abismo, un lugar del que no debían regresar jamás.
Convencidos de su victoria, los elfos abandonaron el mundo. Nadie sabe a dónde fueron; su destino se perdió en la bruma del tiempo. Lo que quedó fue solo una leyenda, un relato repetido por bardos en cortes reales y contado como cuentos de fantasía junto al fuego, mil años después.
Pero el mal nunca murió. Desde las sombras, siguió obrando en silencio a través de antiguos artefactos rúnicos, sembrando su influencia. Aunque olvidado por todos, nunca dejó de desear la conquista de la Tierra.
Y lo que una vez fue historia, pronto volvería a ser realidad.
Muchos años después, en una granja alejada de toda ciudad, un humilde campesino criaba a su hijo varón bajo la fe de la Luz. Cada día, al amanecer, agradecían en silencio a aquella fuerza sagrada que, según los antiguos relatos, había salvado el mundo en eras pasadas.
El niño creció soñando con ser un paladín, con portar el martillo de la justicia y defender a los inocentes, como los héroes de las leyendas que su padre le contaba junto al fuego. Pero era solo eso: un sueño. Para el hijo de un campesino, la senda del paladín parecía lejana e imposible.
Sin embargo, las historias nunca avanzan en línea recta. A veces, el destino espera en silencio, y cuando despierta… lo hace con violencia.
Los años pasaban, y el joven crecía bajo las enseñanzas simples pero sabias de su padre. Desde la tranquilidad de su granja, veía el mundo como un lugar justo, guiado por la Luz y la bondad. Su corazón inocente se aferraba al sueño de algún día ser un paladín, de blandir el martillo en nombre de la justicia.
Pero la realidad era otra…
Las sombras no siempre llegan con espadas o fuego. A veces se presentan con ropajes nobles y sellos reales. Los impuestos dictados por los lores aumentaban cada estación, asfixiando poco a poco a los campesinos. El sudor en la tierra ya no bastaba. Y como si no fuera suficiente, el señor feudal se burlaba abiertamente del joven, riendo con crueldad ante su deseo de ser paladín.
—Lo más cerca que estarás de un martillo, mocoso —escupió una vez—, será cuando estés clavando estacas en el campo.
El muchacho bajó la mirada. Pero algo dentro de él no se rompió. Algo ardió.
Un día, llegó una noticia desde la capital, traída por un jinete exhausto y cubierto de polvo. Los grandes señores de la guerra, los orcos, habían roto los antiguos pactos y comenzado una cruzada contra la raza humana. Las ciudades del norte ardían, y las fronteras ya no eran seguras.
El joven sintió por primera vez el peso real de la palabra "guerra". Pero su padre, con voz serena y manos curtidas por la tierra, puso una mano en su hombro.
—No temas, hijo mío —le dijo—. La guerra no llegará a estos campos. La Luz nos protegerá, como siempre lo ha hecho.
El muchacho quiso creerle. Miró al cielo, buscando consuelo en esa luz dorada que su padre veneraba cada mañana.
Pero la fe, por fuerte que sea, no siempre detiene las llamas. Llegó la fatídica noche.
Los cielos estaban cubiertos de nubes negras y la luna apenas iluminaba los campos cuando el retumbar de tambores de guerra rompió el silencio. Luego vinieron los gritos. No de soldados… sino de campesinos, madres, niños. Las tierras que parecían olvidadas por el mundo, ya no estaban a salvo.
Los orcos habían llegado.
Con furia desatada y fuego en sus ojos, arrasaban con todo a su paso. La granja fue una de las primeras en caer. La puerta fue derribada como si fuera papel, y las llamas comenzaron a devorar los recuerdos antes de que pudieran reaccionar.
El joven, apenas de diez años, temblaba… pero no huyó.
Por primera vez, sus manos se cerraron sobre el pesado mango del martillo de trabajo de su padre. No era un arma, pero en ese instante, era todo lo que tenía. Con los ojos llenos de miedo, pero también de algo más—algo que ni él mismo entendía—se enfrentó a la sombra de una criatura que lo doblaba en tamaño y lo triplicaba en fuerza.
El golpe fue inevitable…
Pero los héroes no nacen invictos… nacen cuando se levantan, incluso tras caer.
En un instante, la bestia orca alzó su hacha, dispuesto a acabar con el niño. Pero antes de que el golpe cayera, su padre se interpuso como escudo humano. El filo desgarró su cuerpo sin piedad, partiéndolo en dos frente a los ojos del muchacho.
El mundo se detuvo.
El niño cayó de rodillas, llorando desconsoladamente. El orco, con una risa salvaje y cruel, se burló:
—Pronto te reunirás con él.
Pero en un arrebato de furia y dolor, el niño se alzó y, con el viejo martillo de su padre, golpeó con fuerza. El impacto destrozó el rostro del orco, arrancándole un ojo. La bestia rugió de ira y alzó su arma para dar el golpe final.
El niño cerró los ojos, implorando a la Luz, aunque no sabía si ella aún escuchaba.
Y entonces… sucedió lo imposible.
Un escudo de luz pura apareció, deteniendo el ataque. El orco, enceguecido por la furia, volvió a arremeter. El niño se preparó para morir, los ojos cerrados una vez más.
Pero no sintió dolor.
Un estruendo lo sacudió. Abrió los ojos… y ahí estaba. Una figura envuelta en luz, con armadura plateada y una capa dorada como el oro. El paladín. Con un solo golpe, aplastó el cráneo del orco con su martillo sagrado.
—Eres valiente —le dijo con voz firme—. Da un entierro digno a tu padre, y ven conmigo. Te enseñaré a ser un verdadero paladín.
Entre lágrimas, el niño dio fuego a la granja. Las llamas lo iluminaron todo mientras caminaba hacia su destino… dejando atrás su pasado entre cenizas.
Mientras unos nacían bendecidos por la Luz que bañaba la tierra, otros venían al mundo bajo el manto de sombras que ocultaba el día. En el corazón del vasto reino, entre los callejones olvidados de la capital, un niño crecía lejos del resplandor de los palacios, pero no del valor.
Criado por su abuelo, un viejo constructor que alguna vez alzó torres para reyes que ahora lo habían olvidado, el joven aprendió a sobrevivir entre la miseria con dignidad. Aunque la pobreza marcaba su día a día, la sabiduría del anciano forjaba en él un carácter firme y silencioso.
A temprana edad, demostró un talento innato para el sigilo, el arte del movimiento invisible y la precisión mortal. Sabía usar dagas como una extensión de su cuerpo, y poseía un vasto conocimiento sobre venenos capaces de dormir a un dragón… o silenciar a quienes lo despreciaban. Pero jamás usó su don para el mal.
En su alma, brillaba una llama tenue pero constante: la voz de su abuelo, recordándole que incluso en la oscuridad se puede caminar con honor.
Era el hijo de las sombras, pero su corazón, aunque oculto, no estaba perdido.
Ninguno de esos grandes lores, envueltos en seda y arrogancia, sabía lo que el hambre podía hacerle a un niño. Mientras su abuelo, con manos temblorosas pero dignas, pescaba en los canales y aceptaba cualquier trabajo que pudiera encontrar, el joven aprendía a moverse entre las sombras no por deseo… sino por necesidad.
No robaba por ambición. Robaba para comer.
Porque nadie, ni siquiera los sacerdotes de la ciudad, sabían cuánto dolía una panza vacía… o un corazón que ya había aprendido a aguantar demasiado.
El joven deslizaba sus dedos entre bolsas de mercaderes distraídos, recogía pan robado como si fuera oro, y aprendió a caminar sin hacer ruido, a observar sin ser visto. Se volvió un fantasma entre la multitud, un susurro en los callejones. Nunca hería, nunca mataba, aunque ya sabía cómo hacerlo.
Usaba su don no para escalar por codicia, sino para sostener a quien más amaba: su viejo abuelo.
Y en las noches, cuando el mundo dormía y los ricos brindaban, él limpiaba sus dagas en silencio, pensando en un futuro que no parecía llegar jamás.
Un futuro que, sin que él lo supiera… se acercaba con pasos invisibles.
Pero un día, la suerte —esa vieja aliada de los que viven entre sombras— lo abandonó.
Mientras intentaba robar un pedazo de pan de un puesto de mercaderes, su mano fue atrapada con fuerza. El grito del comerciante atrajo a los guardias como buitres al cadáver. El joven, con el corazón latiendo como un tambor de guerra, corrió por las callejuelas, deslizándose entre multitudes, saltando techos y trepando paredes. Escapó… pero apenas.
Sangrando, jadeando, con el orgullo hecho trizas, se escondió entre los tejados, justo frente a la gran capilla de la Luz.
Y ahí, sobre la silueta de piedra, lo vio…
Una figura solitaria, vestida con una capa oscura, lo observaba en silencio. El rostro cubierto por una máscara, su postura serena, como si supiera todo sobre él. No necesitó palabras. El joven sintió un escalofrío recorrerle la espalda: ese no era un hombre cualquiera. Era él.
El fantasma entre asesinos. La sombra sin nombre.
El líder del gremio de asesinos… una leyenda viva.
El muchacho no supo si temer o rendirse.
Pero el hombre asintió con lentitud. No como quien amenaza… sino como quien reconoce a un igual.
Y en ese instante, el muchacho entendió: su destino ya no caminaba solo entre calles rotas y pan robado. Estaba por pisar el sendero de las sombras verdaderas.
A la edad de tan solo diez años, el joven pícaro realizó su mayor hazaña… un acto que sellaría su destino bajo el manto de la larga y fría noche. Los bardos la llamarían la hora del lobo, ese instante oscuro donde los valientes tiemblan y los lobos cazan.
Aquella noche, el muchacho, movido por el hambre y el desafío, apuntó alto: la mansión de uno de los grandes lores del reino. Entró como un susurro, más sigiloso que la sombra de una pluma cayendo. Ni los perros ladraron. Ni los guardias parpadearon. Recorrió pasillos como un fantasma, sin dejar huella.
Y en la cámara del tesoro, bajo la luz tenue de la luna, tomó joyas tan finas que ni el mismo rey podría vestirlas con más gracia.
El robo fue perfecto.
Salió por la ventana, como si nunca hubiera estado allí. Pero en el tejado, bajo la mirada de las estrellas, lo esperaba alguien.
El líder del gremio de asesinos, rodeado de figuras encapuchadas, lo observaba sentado, aplaudiendo con una sonrisa apenas visible bajo su capucha.
—Tienes talento, niño —dijo con voz profunda—. Cuando no quieras sufrir más hambre… únete a nosotros.
Y antes de desvanecerse en la noche, agregó:
—Mira tu bolsillo.
El joven bajó la vista. Una bolsa de oro reposaba en sus ropas, ligera pero pesada en destino. Era un regalo. No de un hombre cualquiera… Sino del mismísimo Rey de los Asesinos.
Con la bolsa de oro aún palpitando en su bolsillo, el joven regresó a casa… pero lo que encontró lo hizo detener el aliento.
La humilde cabaña estaba rodeada por guardias reales, armados hasta los dientes. Su rostro, su talento, su audacia… ya no eran un secreto. Su hazaña había despertado admiración entre sombras, pero también la ira de los poderosos.
Desde la ventana, el anciano lo vio llegar. Con el corazón hecho cenizas, comprendió que el destino de su nieto ya estaba marcado. No pudo hacer nada mientras los soldados lo apresaban, lo empujaban con violencia, como si fuera una bestia, no un niño.
—¡Solo tiene diez años! —gritó el viejo, con voz temblorosa—. ¡Es solo un niño!
Pero no hubo compasión. El muchacho no resistió. No gritó. No lloró. Solo bajó la mirada y aceptó su suerte.
Fue llevado ante el rey —no al trono de justicia, sino al de castigo— y condenado sin juicio, sin defensa.
El hijo de las sombras, con apenas diez años, fue arrojado a la prisión del reino. Un lugar donde la luz no entraba, donde la esperanza se perdía y donde los condenados olvidaban sus nombres. Allí, entre reos y alimañas, el muchacho dormía con una daga oculta bajo la lengua… y un futuro aún más afilado que ella.
Pasaron seis meses.
Seis lunas, seis tormentas, seis inviernos sin piedad.
La lluvia golpeaba la piel del joven como látigos, y las sombras de la prisión lo abrazaban con crueldad. Había sido torturado… no por crímenes sangrientos, sino por haber tenido hambre. Por atreverse a sobrevivir.
Pero el destino no lo olvidó.
Una noche, mientras dormía sobre el suelo frío y húmedo, su celda se abrió sin un solo ruido. Una figura imponente se reveló entre la niebla del encierro: el Rey de los Asesinos.
—Ven conmigo —dijo con voz firme—. Conviértete en lo que eres: la sombra…
O muere como un perro, golpeado y crucificado.
El joven no dudó. Huyó con él como un susurro en la noche. Pero antes de desaparecer, pidió una sola cosa:
—Déjame ver a mi abuelo… una última vez.
El rey asintió.
Al llegar a la vieja casa… solo el silencio los recibió. Polvo, telarañas… ausencia. El niño buscó desesperado. Gritó. Lloró. Hasta que un viejo vecino, con el rostro marchito, se acercó y dijo con tristeza:
—Mi niño… la Dama de la Noche lo reclamó. Su corazón no resistió el dolor de verte preso. Está muerto.
El joven cayó de rodillas, sin palabras.
El mundo, por segunda vez, se lo arrebataba todo.
Se puso en pie, con sus arapos manchados de lágrimas y barro. Y sin mirar atrás, partió con su nuevo maestro.
Listo para desaparecer…
Aunque algo había cambiado dentro de él.
El odio a la Luz… comenzaba a arder.
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