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EL LEGADO DE HELENA

Capítulo 1: El crimen que sacudió la ciudad

La sirena de la policía interrumpió la tranquilidad del exclusivo barrio de Altamira aquella madrugada. Los vecinos, despertados por el estruendo, se asomaban discretamente por las ventanas mientras los oficiales acordonaron la elegante mansión. La lluvia fina que caía sobre la ciudad parecía un presagio de lo que estaba por venir.

El inspector Javier Montero descendió de su vehículo con el rostro tenso. A sus 45 años, creía haberlo visto todo en sus dos décadas de servicio, pero algo en la llamada que recibió le dijo que este no sería un caso ordinario.

—Inspector —saludó el oficial Ramírez—. La encontraron hace una hora. La empleada doméstica llegó temprano y... bueno, será mejor que lo vea usted mismo.

La mansión de Helena Valverde era un testimonio de su éxito. Obras de arte originales, muebles de diseñadores y una vista privilegiada de la ciudad. Pero esa mañana, toda esa opulencia contrastaba con la brutalidad de la escena en el despacho principal.

Helena yacía sobre la alfombra persa, con un hilo de sangre seca que partía de su sien derecha. Sus ojos, aún abiertos, parecían observar con sorpresa a quienes es su matador en ese momento se entraba en la habitación. Vestía un elegante conjunto negro que resaltaba la palidez mortuoria de su piel.

—¿Causa de muerte? —preguntó Montero al forense, quien examinaba el cuerpo con precisión clínica.

—Trauma contundente en el cráneo. El objeto —señaló una escultura de bronce manchada de sangre sobre el escritorio— parece ser el arma homicida. Diría que falleció entre las once y la una de la madrugada.

Montero observó detenidamente la habitación. El despacho estaba impecable, a excepción del área alrededor del cuerpo. No había signos de lucha, ni de robo. La caja fuerte detrás de un cuadro estaba cerrada y sin forzar.

—No parece un robo que salió mal —murmuró.

—No, señor —confirmó Ramírez—. Y según la empleada, la señora Valverde esperaba visitas anoche. Había preparado copas y una botella de vino.

La empleada, Dolores Suárez, sollozaba en la cocina cuando Montero fue a interrogarla. Una mujer de unos 60 años que había trabajado para Helena durante los últimos cinco años.

—¿Con quién se iba a reunir la señora Valverde anoche, señora Dolores?

—No lo sé, inspector —respondió secándose las lágrimas—. La señora era muy reservada con sus asuntos. Solo me pidió que dejara todo listo porque esperaba a alguien importante.

—¿Notó algo inusual en ella últimamente? ¿Estaba nerviosa, preocupada?

Dolores dudó antes de responder.

—Hace una semana la encontré llorando en este mismo despacho. Cuando le pregunté qué sucedía, me dijo que había personas que querían lastimarla. Pensé que exageraba... —su voz se quebró—. Debí haberla tomado más en serio.

Mientras los técnicos forenses continuaban procesando la escena, llegó el asistente del inspector, Daniel Ortiz, un detective joven y prometedor.

—Inspector, ya tenemos la lista preliminar de personas cercanas a la víctima —informó, entregándole una tablet—. Su esposo, Ernesto Valverde, está en un viaje de negocios en Londres desde hace tres días. Ya lo contactamos, llegará esta noche.

Montero revisó la lista en silencio. Un esposo frecuentemente ausente, una hermana con quien aparentemente tenía una relación tensa, un socio de negocios con quien había tenido desacuerdos recientes, y un nombre que llamó particularmente su atención.

—¿Ricardo Mendoza? —preguntó, señalando el nombre.

—El amante, según varios testigos —confirmó Ortiz—. Relación de aproximadamente un año. Él trabaja como galerista de arte, conoció a la víctima cuando ella compró algunas piezas para su colección.

—¿Dónde estaba anoche?

—Dice que en su apartamento, solo. Sin testigos que lo confirmen.

Montero asintió pensativo.

—¿Y qué sabemos de su hermana, Laura Vega?

—Medio hermana, en realidad. Misma madre, distinto padre. Laura heredó el negocio familiar original, una pequeña editorial, mientras que Helena fundó su propia empresa de relaciones públicas. Según nuestras fuentes, la relación se deterioró cuando Helena se negó a ayudar financieramente a Laura cuando la editorial atravesaba problemas.

—Interesante. ¿Dónde estaba anoche?

—En una cena benéfica hasta las 10:00 p.m., confirmado por múltiples testigos. Después dice que fue directamente a su casa.

—Y el socio... ¿Carlos Herrera?

—Cofundador de la empresa de Helena. Últimamente, discutían por la dirección de la compañía. Él quería vender a un conglomerado internacional, ella se negaba rotundamente.

El teléfono de Montero sonó. Era del laboratorio.

—Inspector, encontramos algo interesante. Hay restos de dos tipos diferentes de vino en las copas sobre el escritorio. Y en una de ellas, huellas parciales que no pertenecen a la víctima.

—Manténganme informado —respondió antes de colgar—. Ortiz, quiero que traigas a Ricardo Mendoza para interrogarlo. Y consigue las grabaciones de las cámaras de seguridad del barrio.

Mientras Ortiz salía, Montero recorrió nuevamente la escena del crimen. Algo no encajaba. La posición del cuerpo, la falta de desorden, el arma homicida convenientemente a la vista... Parecía casi... escenificado.

Se acercó al escritorio y notó un pequeño detalle que habían pasado por alto. Un cajón ligeramente abierto. Al revisarlo, encontró una pequeña libreta negra. Al abrirla, vio una lista de nombres con fechas y cantidades de dinero.

Entre los nombres reconoció el de Carlos Herrera, pero también apareció otro que lo sorprendió: Fernando Quintero, un conocido empresario con rumores de conexiones con el lavado de dinero.

—Parece que nuestra víctima tenía más secretos de los que imaginábamos —murmuró para sí mismo.

Horas más tarde, en la comisaría, Ricardo Mendoza esperaba en la sala de interrogatorios. Un hombre atractivo de unos 35 años, visiblemente afectado por la noticia.

—Señor Mendoza, ¿cuándo fue la última vez que vio a Helena Valverde? —preguntó Montero, observando cuidadosamente sus reacciones.

—Anteayer por la tarde. Pasé por su oficina y fuimos a tomar un café. Estaba... intranquila.

—¿Intranquila? ¿Por qué?

—No me lo dijo directamente, pero mencionó que había descubierto algo que podría cambiar muchas cosas. Dijo que tenía que confrontar a alguien.

—¿Le mencionó a quién?

—No, pero... —dudó un momento— la escuché discutir por teléfono el día anterior. Mencionó algo sobre un acuerdo que no cumpliría y que tenía pruebas que podían destruir a alguien.

—¿Dónde estuvo anoche entre las once y la una de la madrugada?

—En mi apartamento, como ya le dije a su colega. Estuve preparando una exposición que inauguro la próxima semana.

Montero lo observó en silencio. Mentía, estaba seguro, pero ¿sobre qué exactamente?

Al salir del interrogatorio, Ortiz le informó que el esposo de Helena acababa de llegar y esperaba en otra sala. Ernesto Valverde era un hombre de negocios exitoso, dueño de una cadena de hoteles, mayor que Helena por casi quince años.

—Inspector —saludó con voz apagada—. ¿Qué sucedió exactamente con mi esposa?

—Eso es lo que intentamos averiguar, señor Valverde. ¿Podría decirnos dónde estuvo anoche?

—En Londres, como puede comprobar con mis registros de viaje y el hotel donde me hospedé.

—¿Cómo describiría su relación con Helena?

—Complicada, no lo negaré —admitió con franqueza—. Nos casamos hace siete años, pero los últimos dos... digamos que nos habíamos distanciado. Ambos estábamos ocupados con nuestros negocios.

—¿Sabía de la relación de su esposa con Ricardo Mendoza?

Ernesto esbozó una sonrisa amarga.

—Por supuesto. No era el primero. Teníamos un... acuerdo. Mientras fuera discreta.

El día avanzaba y los sospechosos se multiplicaban. Laura Vega, la medio hermana, admitió el distanciamiento con Helena pero negó rotundamente cualquier implicación en su muerte. Carlos Herrera, el socio, explicó que efectivamente querían tomar caminos diferentes en los negocios, pero insistió en que ya habían llegado a un acuerdo para que él vendiera su parte.

Al caer la noche, Montero contemplaba la pizarra donde había colocado fotos de todos los sospechosos. ¿Quién tenía motivos suficientes para matar a Helena Valverde? Todos, y ninguno a la vez.

La libreta negra podría ser la clave. ¿Qué secretos guardaba Helena que valían su vida?

El caso apenas comenzaba, y ya era evidente que desentrañar la verdad sobre quién mató a Helena sería tan complejo como la propia vida de la víctima.

Capítulo 2: La última noche de Helena

A primera hora de la mañana siguiente, el inspector Javier Montero se encontraba nuevamente en la mansión de Helena Valverde. La luz del amanecer se filtraba por los amplios ventanales, iluminando detalles que habían pasado desapercibidos el día anterior.

—Tenemos las grabaciones de las cámaras de seguridad del vecindario —informó Ortiz, entregándole una carpeta—. Y algo interesante: un vehículo negro entró al barrio a las 22:15 y salió a las 23:40. No se ve bien la matrícula, pero por el modelo podría ser un Mercedes Clase E.

Montero asintió pensativo. La hora coincidía con la ventana de tiempo estimada para el homicidio.

—¿Alguno de nuestros sospechosos conduce un vehículo así?

—Carlos Herrera, el socio de Helena. También Fernando Quintero, el empresario que aparece en la libreta.

Montero recorrió nuevamente el despacho donde encontraron el cuerpo. Con la claridad del día, notó un detalle que había pasado por alto: un pequeño destello bajo uno de los muebles. Al acercarse, descubrió un fragmento de cristal.

—Parece parte de un gemelo de camisa —observó, colocándolo en una bolsa de evidencia—. De plata, con una inicial grabada... una "R".

—¿Ricardo Mendoza? —sugirió Ortiz.

—Posiblemente. Pero también podría ser de Roberto Valverde, el hermano del esposo de Helena —Montero frunció el ceño—. Necesitamos reconstruir exactamente lo que ocurrió aquí la noche anterior al crimen.

La respuesta llegó en forma de Dolores, la empleada doméstica, quien acababa de entrar al despacho con una expresión de preocupación.

—Inspector, recordé algo que podría ser importante —dijo nerviosamente—. La noche anterior al... al asesinato, la señora tuvo una fuerte discusión con alguien por teléfono. Después la vi revisando unos documentos que guardó en una caja de seguridad que tiene en su dormitorio, no en esta que está aquí.

Montero intercambió una mirada con Ortiz.

—¿Sabe dónde está exactamente esa caja?

—Detrás del espejo de su vestidor. La combinación... creo que era la fecha de nacimiento de su madre.

Con la orden judicial correspondiente, Montero y Ortiz abrieron la caja fuerte del dormitorio. En su interior encontraron un sobre manila sellado con la palabra "SEGURO" escrita en mayúsculas, varios documentos bancarios y una memoria USB.

—Parece que nuestra víctima se estaba preparando para algo —murmuró Montero, examinando el contenido—. Mira esto, extractos bancarios de una cuenta en las Islas Caimán. Transferencias por montos considerables provenientes de... Industrias Quintero.

—Fernando Quintero —confirmó Ortiz—. El mismo que aparece en la libreta.

—Y hay más. Fotografías de Carlos Herrera reuniéndose con Quintero en un restaurante... correos electrónicos impresos entre ambos... —Montero hojeó rápidamente los documentos—. Todo indica que estaban planeando algo relacionado con la empresa de Helena, algo que ella descubrió.

El teléfono de Montero sonó. Era del laboratorio forense.

—Inspector, tenemos los resultados toxicológicos de la víctima. Encontramos trazas de diazepam en su sistema, no en cantidad letal, pero suficiente para reducir significativamente sus reflejos y capacidad de reacción.

—Fue drogada antes de ser asesinada —concluyó Montero al colgar—. Eso explicaría la falta de signos de lucha. Alguien que ella conocía le ofreció una copa, probablemente el vino del que encontramos restos.

—¿Pero quién?

—Para responder eso, necesitamos reconstruir su última noche con precisión.

Tras revisar las cámaras de seguridad de la de la las calles y entrevistar a los vecinos, lograron establecer una cronología inicial. Helena había regresado a su casa alrededor de las 8:00 p.m. A las 9:30 p.m., un vehículo de una empresa de comida a domicilio había entregado un pedido. Y a las 10:15 p.m., el misterioso Mercedes negro había entrado a la urbanización.

—Necesitamos hablar con el repartidor —ordenó Montero.

El joven repartidor, Miguel Sánchez, recordaba perfectamente la entrega.

—La señora me atendió personalmente, parecía tensa pero amable. Me dio una buena propina —hizo una pausa—. Ahora que lo pienso, mientras esperaba a que firmara el recibo, vi que tenía abierta su laptop con lo que parecían ser fotografías de un hombre. Y había documentos esparcidos sobre la mesa del comedor.

—¿Recuerda algo más? ¿Alguna conversación telefónica, alguien más en la casa?

—No, señor. Aunque cuando me iba, vi un auto estacionándose cerca. Un sedán negro, muy elegante. No vi quién lo conducía.

Esa noche, en la comisaría, Montero convocó a su equipo para revisar toda la información recopilada.

—Tenemos que interrogar nuevamente a todos los sospechosos —declaró, señalando las fotografías en la pizarra—. Helena estaba investigando algo relacionado con su empresa, algo que involucraba a Fernando Quintero y posiblemente a Carlos Herrera. Descubrió algo que la puso en peligro.

—¿Y el fragmento del gemelo con la inicial "R"? —preguntó Ortiz.

—Ricardo Mendoza afirma no haber estado allí esa noche, pero no tiene coartada sólida. Roberto Valverde, el cuñado de Helena, tampoco. Ambos merecen una visita sorpresa —Montero se detuvo un momento—. Y quiero saber más sobre ese "acuerdo" que mencionó Ernesto Valverde con respecto a las infidelidades de su esposa. Parece demasiado conveniente.

Al día siguiente, Montero se presentó en la galería de arte de Ricardo Mendoza. El lugar estaba casi vacío, excepto por una joven que organizaba catálogos en la recepción.

—Buenos días, busco al señor Mendoza.

—No ha llegado aún —respondió la joven—. Es extraño, nunca llega tarde. Le he llamado varias veces pero no contesta.

Algo en su tono alertó a Montero.

—¿Ha notado algo inusual en su comportamiento recientemente?

La joven dudó antes de responder.

—El martes, el día antes del... del asesinato, tuvo una discusión acalorada con alguien por teléfono. Después salió precipitadamente y no regresó en todo el día. Cuando volvió al día siguiente parecía nervioso, alterado.

—¿Escuchó algo de esa conversación?

—Solo fragmentos. Algo sobre "ella no puede saberlo" y "demasiado riesgo".

Montero intercambió una mirada con Ortiz.

—Necesitamos localizar a Mendoza inmediatamente —ordenó.

Mientras salían de la galería, Ortiz recibió una llamada.

—Inspector, acaban de encontrar el Mercedes que buscábamos. Estaba abandonado en un descampado a las afueras de la ciudad. Pertenece a Carlos Herrera, pero él ha denunciado su robo hace dos días.

—Justo antes del asesinato —observó Montero—. Demasiada coincidencia. Que lo procesen inmediatamente, quiero huellas artilares, todo lo que puedan encontrar.

Al llegar al vehículo, los técnicos forenses ya estaban trabajando. El coche había sido limpiado, pero no lo suficientemente bien.

—Inspector, encontramos esto —dijo uno de los técnicos, mostrando una pequeña caja de terciopelo encontrada bajo el asiento del conductor—. Parece un estuche de gemelos... pero está vacío.

Montero examinó la caja. En su interior, el molde indicaba claramente que faltaba uno de los gemelos.

—Y tenemos un gemelo con la inicial "R" encontrado en la escena del crimen —murmuró para sí mismo—. Estamos acercándonos.

De regreso a la comisaría, otra sorpresa los esperaba. Laura Vega, la media hermana de Helena, había solicitado hablar urgentemente con el encargado de la investigación.

—Inspector —dijo, visiblemente nerviosa—, hay algo que no les conté durante el primer interrogatorio. La noche del asesinato, después de la cena benéfica, recibí una llamada de Helena. Estaba alterada, me pidió que fuera a su casa inmediatamente. Dijo que había descubierto algo terrible y necesitaba mi ayuda.

—¿Y fue?

—No —Laura bajó la mirada—. Llevábamos años distanciadas. Pensé que era otra de sus manipulaciones para reconciliarnos. Le dije que hablaríamos al día siguiente... —su voz se quebró—. Si hubiera ido, tal vez estaría viva.

—¿Mencionó qué había descubierto?

—Solo dijo que involucraba a su empresa y que había sido traicionada por alguien en quien confiaba plenamente.

Al salir de la sala de interrogatorios, Montero sentía que las piezas comenzaban a encajar. La última noche de Helena Valverde estaba tomando forma: una mujer que descubre una traición, reúne pruebas, confronta a alguien que considera cercano, y termina pagando con su vida.

—Ortiz —ordenó—, quiero una orden de registro para las propiedades de Ricardo Mendoza. Y localiza a Fernando Quintero. Es hora de que nos explique su relación con la víctima y con Carlos Herrera.

Mientras observaba nuevamente la pizarra con las fotografías de los sospechosos, Montero tuvo una certeza: la respuesta a quién mató a Helena estaba en lo que ocurrió durante sus últimas horas de vida. Y estaba determinado a descubrirlo.

Capítulo 3: Una mujer de muchas caras

La mañana siguiente amaneció gris y lluviosa, como si el cielo mismo estuviera de luto por Helena Valverde. El inspector Montero llegó temprano a la comisaría, encontrándose con Ortiz quien ya había preparado toda la información disponible.

—Fernando Quintero está fuera del país —informó Ortiz—. Supuestamente, un viaje de negocios programado hace semanas. Coincidentemente, partió el día después del asesinato.

—Demasiadas coincidencias en este caso —murmuró Montero, revisando los expedientes—. ¿Y Mendoza?

—Aún no aparece. Hemos emitido una alerta, pero no hay rastro de él. Sin embargo, conseguimos la orden de registro para su apartamento y la galería.

Montero asintió. Las piezas se movían, pero el rompecabezas seguía incompleto. Algo le faltaba, una perspectiva más profunda sobre quién era realmente Helena Valverde.

—Necesitamos entender mejor a nuestra víctima —dijo finalmente—. Helena Valverde, exitosa empresaria, esposa distante, amante apasionada... pero ¿quién era realmente? Alguien la conocía lo suficientemente bien como para saber dónde estaba esa noche, cómo acercarse a ella y ganar su confianza para ofrecerle una copa envenenada.

El registro del apartamento de Ricardo Mendoza resultó revelador. Tras el elegante mobiliario y la apariencia ordenada, encontraron una habitación cerrada con llave que funcionaba como una especie de santuario dedicado a Helena. Fotos de ella por todas partes, algunas claramente tomadas sin su conocimiento, recortes de prensa sobre sus logros empresariales, incluso prendas de ropa y perfume.

—Parece una obsesión enfermiza —comentó Ortiz, examinando las fotografías—. Mucho más que una simple relación de amantes.

—O una fachada muy elaborada —respondió Montero, deteniéndose ante una colección de llaves etiquetadas cuidadosamente—. Mira esto: "H.V. Principal", "H.V. Oficina", "H.V. Casa Playa"... Tenía acceso a todas sus propiedades.

Entre los documentos encontrados, destacaba un informe sobre Helena: rutinas diarias, contactos frecuentes, hábitos, incluso preferencias alimenticias.

—Esto va más allá de una relación amorosa —observó Montero, hojeando el informe r—. Parece... vigilancia profesional.

De regreso a la comisaría, una sorpresa los esperaba. Sofía Torres, una mujer elegante de unos cuarenta años, insistía en hablar con el inspector encargado del caso Valverde.

—Soy la mejor amiga de Helena —explicó una vez en la sala de interrogatorios—. O al menos, eso creía yo hasta hace poco.

—¿A qué se refiere, señora Torres?

Sofía sacó un sobre de su bolso y lo colocó sobre la mesa.

—Recibí esto ayer por correo. Fue enviado por Helena el día antes de su muerte —abrió el sobre y extrajo varias fotografías y documentos—. Parece que no confiaba en que sobreviviría a lo que estaba investigando.

Las fotografías mostraban a Carlos Herrera y Fernando Quintero junto a un hombre que Montero reconoció inmediatamente: Ernesto Valverde, el esposo de Helena.

—¿Su esposo estaba involucrado con ellos? —preguntó, sorprendido.

—Según la carta que Helena me envió, descubrió que su propia empresa estaba siendo utilizada para lavar dinero proveniente de negocios ilícitos de Quintero. Carlos y Ernesto eran sus cómplices.

—Pero Ernesto estaba en Londres...

—¿Lo estaba realmente? —cuestionó Sofía—. Helena menciona en su carta que descubrió que Ernesto había falsificado su viaje. Estaba en la ciudad la noche de su muerte.

Montero procesó esta nueva información. Si era cierta, cambiaba todo el panorama de la investigación.

—¿Por qué esperar hasta ahora para traer esto, señora Torres?

El rostro de Sofía se contrajo en una mueca de dolor.

—Estuve fuera de la ciudad hasta ayer. Cuando regresé y supe lo de Helena... —hizo una pausa—. Además, en su carta me pedía esperar tres días antes de hacer algo con esta información. Creo que planeaba confrontarlos y resolver la situación ella misma.

Tras despedir a Sofía, Montero ordenó verificar inmediatamente la coartada de Ernesto Valverde. Si había falsificado su viaje a Londres, debían encontrar pruebas.

La verificación no tardó en dar resultados. Ernesto Valverde había tomado efectivamente un vuelo a Londres, pero según los registros migratorios, había regresado en un vuelo privado el día antes del asesinato, un detalle que convenientemente había omitido mencionar.

—Tráiganlo —ordenó Montero, cada vez más convencido de que se acercaban a la verdad.

Mientras esperaban, recibieron otra pieza del rompecabezas. El análisis del Mercedes abandonado había revelado restos de ADN pertenecientes a Ricardo Mendoza en el asiento del conductor, además de fibras textiles coincidentes con la ropa que Helena vestía la noche de su muerte.

—Mendoza condujo ese coche, y Helena estuvo dentro —concluyó Montero—. Pero el vehículo pertenece a Carlos Herrera. ¿Qué conexión hay entre ellos?

La respuesta llegó de forma inesperada. Daniel Ortiz entró precipitadamente a la oficina, sosteniendo un expediente.

—Inspector, revisando los antecedentes de Ricardo Mendoza, encontramos algo. Su verdadero nombre es Ricardo Herrera Mendoza. Es el primo de Carlos Herrera, aunque utilizó solo el apellido materno para su identidad como galerista.

—¿Primos? —Montero se incorporó, sintiendo que las piezas finalmente encajaban—. Todo quedaba en familia. Carlos y Ricardo trabajan juntos. Uno desde dentro de la empresa, otro ganándose la confianza personal de Helena. Ambos en coordinación con Ernesto y posiblemente Quintero

.

El interrogatorio a Ernesto Valverde fue tenso desde el primer momento. Confrontado con la evidencia de su regreso secreto a la ciudad, su semblante cambió del dolor a la fría calculación.

—No maté a mi esposa, inspector —declaró con una calma perturbadora—. Es cierto que regresé antes de lo previsto, pero fue para reunirme con socios de negocios. Nada ilegal.

—¿Esos socios incluyen a Fernando Quintero? ¿O a Carlos Herrera? ¿O quizás a su primo, Ricardo?

La sorpresa en el rostro de Ernesto fue momentánea pero reveladora.

—No sé de qué habla —respondió, recuperando la compostura—. Conozco a Carlos como socio de Helena, nada más. A Quintero lo he visto en eventos sociales, como mucho.

—Tenemos pruebas de transferencias millonarias desde empresas de Quintero a cuentas controladas por usted y Carlos Herrera —mintió Montero, observando atentamente su reacción—. Y sabemos que Ricardo Mendoza, o debería decir Ricardo Herrera, es primo de Carlos y trabajaba para ustedes vigilando a Helena.

El silencio de Ernesto fue más elocuente que cualquier confesión.

—Quiero a mi abogado —dijo finalmente.

Mientras Ernesto hacía su llamada, Montero recibió un aviso urgente. Habían localizado a Ricardo Mendoza, o al menos su vehículo, abandonado cerca del aeropuerto. En su interior, manchas de sangre en el asiento del conductor.

—Análisis preliminar indica que la sangre podría ser de Ricardo —informó Ortiz—. Parece que alguien está eliminando cabos sueltos.

La investigación de Helena Valverde revelaba a una mujer muy distinta de la imagen pública que proyectaba. No era solo la empresaria exitosa, la esposa trofeo o la amante apasionada. Era una mujer astuta que había descubierto una operación criminal utilizando su propia empresa, y estaba dispuesta a enfrentarse a los responsables, incluso si uno de ellos era su propio esposo.

Revisando nuevamente las evidencias en su oficina, Montero encontró algo que habían pasado por alto: entre los documentos recuperados de la caja fuerte de Helena, había registros de una propiedad en las afueras de la ciudad, a nombre de una empresa fantasma.

—Esta dirección no figura en ninguna de nuestras listas de propiedades conocidas de Helena —observó, mostrándosela a Ortiz—. Podría ser un lugar seguro, donde guardaba más pruebas o donde planeaba esconderse.

La decisión fue inmediata. Debían investigar esa propiedad antes de que alguien más lo hiciera.

La casa, situada en una zona boscosa y aislada, parecía abandonada a primera vista. Sin embargo, el polvo sobre el camino de acceso mostraba huellas recientes de neumáticos.

—Alguien ha estado aquí —murmuró Montero mientras se acercaban con cautela.

El interior de la casa era austero pero funcional. Un lugar diseñado no para vivir cómodamente, sino para ocultarse o trabajar en secreto. En la mesa del comedor encontraron una laptop y varios archivos esparcidos, como si alguien hubiera salido precipitadamente.

—Parece que encontramos el verdadero centro de operaciones de Helena —dijo Ortiz, examinando los documentos—. Hay registros detallados de movimientos financieros, fotografías de reuniones secretas, incluso grabaciones...

Montero se acercó a la laptop y la encendió. La pantalla se iluminó mostrando archivos cuidadosamente etiquetados: "Quintero", "Lavado de dinero", "Ernesto", "Carlos", "Ricardo"... y uno especialmente intrigante: "Mi verdadera identidad".

Abrió este último archivo y se encontró con una revelación que cambiaba completamente su comprensión del caso. Helena Valverde no era quien todos creían. Su verdadero nombre era Elena Quintero, hermana menor de Fernando Quintero, presumida muerta en un accidente años atrás.

—Helena no solo estaba investigando una red criminal —murmuró Montero, asombrado—. Estaba exponiendo a su propia familia, buscando venganza por algo que le hicieron en el pasado.

El sonido de un vehículo aproximándose los alertó. A través de la ventana, Montero vio un auto negro deteniéndose frente a la casa.

—Parece que no somos los únicos interesados en los secretos de Helena Valverde —dijo, desenfundando su arma—. O debería decir, Elena Quintero.

La verdadera identidad de la víctima revelaba una dimensión completamente nueva del caso. Helena no era solo una víctima; había sido una mujer jugando un peligroso juego de venganza y justicia, creando una nueva identidad para infiltrarse en los negocios de quienes le habían hecho daño.

Y ahora, mientras observaban por la ventana al hombre que se aproximaba a la puerta, Montero sabía que estaban a punto de enfrentarse a otra pieza del rompecabezas en este caso cada vez más complejo.

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