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PERTENECES A MI

Capítulo 1 – El Chico Invisible

Eiden caminaba por el pasillo del instituto con los hombros caídos y la ropa arrugada como si el tiempo se le hubiera pegado encima. Su cabello, largo y desordenado, caía sobre su rostro y ocultaba esos ojos grises que pocos habían tenido el valor de mirar detenidamente. Para todos era solo el raro, el torpe, el que siempre estaba ahí sin estar. Pero Eiden tenía un secreto.

Era rico. Escandalosamente rico.

La herencia de su familia dormía en cuentas que jamás tocaba. Sus padres viajaban por negocios, dejándolo solo en una mansión vacía. Él prefería las esquinas y los bancos incómodos de la escuela pública. Elegía el anonimato. Porque en el fondo, sabía que la atención traía algo peor que el desprecio: las expectativas.

Y eso lo aterraba.

Había solo una persona que hacía que sus pasos aceleraran y su estómago se cerrara: Mailyn. La chica perfecta para todos, pero cruel con quien no le servía. Su sonrisa iluminaba, sí… pero también quemaba.

Eiden estaba enamorado.

No de su voz dulce, sino de su seguridad. No de su forma de vestir, sino de cómo hacía sentir a los demás que estaban por debajo de ella. Él la observaba desde lejos, aceptando ser el bufón silencioso en su historia.

—¿Trajiste el dinero? —le dijo ella, ese viernes, sin mirarlo directamente.

—Sí —respondió él, sacando un sobre doblado de su mochila—. ¿Es para…?

—Para mi regalo a Dereck. Cumple años mañana. Él sí lo merece.

Eiden sonrió, como si no doliera.

Como si no fuera su cumpleaños también.

Nadie lo recordaba. Nadie lo había felicitado. Ni siquiera su abuela, la única que alguna vez lo había abrazado sin condiciones, lo llamó esa mañana. Pero ahí estaba él, entregando su propio dinero para que la chica que amaba pudiera impresionar a otro.

Esa tarde llovió. Llovió como si el cielo también estuviera harto. Eiden no volvió a casa. Caminó durante horas, sin paraguas, empapado hasta los huesos. Se detuvo frente a una vitrina, su reflejo parecía el de un desconocido.

—¿Esto soy? —susurró, sin fuerza.

Dentro de la tienda, un maniquí vestía una chaqueta negra ajustada, gafas oscuras, botas limpias. Una imagen completamente opuesta a la suya. No lo pensó más. Entró y compró el conjunto entero. Esa noche, quemó su ropa vieja en el patio trasero de su mansión.

Ya no sería el mismo.

Ya no sería invisible.

Al día siguiente, mientras caminaba por el puente del distrito cinco, una figura captó su atención. Una chica, de cabello negro y suelto, con las rodillas apoyadas sobre el borde de concreto. Estaba llorando… pero no hacía ruido.

Eiden frenó. Algo en su pecho lo apretó.

Ella se giró ligeramente, y sus ojos se encontraron.

—Vete —dijo ella, sin fuerza.

—No.

—¿Qué parte de "vete" no entendiste?

—La parte en la que me quedo.

Se acercó despacio, como si un movimiento en falso pudiera romperla. Cuando ella se tambaleó, él saltó. La sostuvo con fuerza, más fuerza de la que creía tener. Ambos cayeron de espaldas al suelo, lejos del borde.

La chica comenzó a gritarle, a empujarlo, a insultarlo… y luego, sin previo aviso, lo abrazó con rabia, con desesperación.

Y él… dejó que lo hiciera.

Porque en ese instante, en medio de la noche, la lluvia y el borde de la muerte, Eiden no era el chico invisible. Era alguien que había salvado una vida.

—¿Quién eres? —susurró ella, con la voz ronca.

Eiden no respondió.

Pero ella sí lo hizo:

—No importa. Desde ahora… eres mío.

Capítulo 2 – El Precio de la Vida

Eiden despertó temprano, la cabeza llena de ruido. La caída de la noche anterior lo había dejado con el corazón acelerado, como si algo hubiera cambiado en su interior. Se miró al espejo. El chico que vio ya no era el mismo que había caminado por las calles, invisible y sumiso. El conjunto nuevo, la chaqueta de cuero ajustada, las gafas oscuras… todo lo que había comprado para cambiar, le daba una sensación extraña. No era cómodo, pero sentía que era el primer paso.

Miró el reloj. Mailyn no lo había llamado. Ni Dereck, ni los amigos de Mailyn. Nadie.

Eso lo deprimió. Pero algo más lo mantenía en pie. Ayleen.

La chica que había salvado la vida, que le había gritado y luego… lo había reclamado. Mío. Esa palabra retumbaba en su cabeza, como un eco.

Eiden decidió salir. Se sentó frente a la ventana de su casa vacía, la mansión de su familia, donde todo estaba impoluto pero muerto. Vio la ciudad desde su altura, las luces, la gente, el caos. Y luego, recordó a Ayleen. La chica del puente, la hija del mafioso, quien claramente estaba más allá del alcance de cualquier persona como él.

Se levantó, salió, y sin pensarlo demasiado, tomó un taxi hacia el centro. Quería verla de nuevo. No importaba lo que fuera a pasar. Necesitaba saber qué había detrás de esa mirada intensa, esa promesa peligrosa.

Cuando llegó al distrito donde vivía Ayleen, el ambiente cambió de inmediato. Todo era más sombrío, más tenso. Cada calle estaba marcada por la presencia de hombres de traje oscuro y mujeres que se veían tan frías como las puertas de hierro de los edificios.

Eiden sintió que se ahogaba. Estaba fuera de su zona de confort. Pero al mismo tiempo, no podía volver atrás. La imagen de Ayleen, su rostro lleno de furia y tristeza, lo perseguía. Necesitaba entenderla.

Entró en un café, como si fuera algo común. Pero todos allí lo miraban. Los ojos de Ayleen estaban grabados en su mente, como un tatuaje.

Entonces, vio a lo lejos a Ayleen. Ella estaba en una mesa apartada, hablando con un hombre mayor, vestido de manera elegante, con una calma que daba miedo. A su lado, dos chicos musculosos la observaban.

Eiden se acercó sin hacer ruido, y ella lo vio antes de que pudiera hablar.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Ayleen, sin levantar la voz, pero su mirada era tan fría como el hielo.

—Vin... vine a… saber cómo estás —dijo él, torpemente.

Ayleen soltó una risa baja, sin humor.

—¿Preocupado por mí? —Su tono era mordaz—. Qué dulce, pero inútil.

Él no sabía cómo responder. ¿Qué podía decirle? Que la había salvado porque no podía dejarla morir? ¿Que sus ojos lo habían marcado? Pero se quedó en silencio, mirando esos ojos oscuros que lo desarmaban.

Ella dejó de mirarlo y habló con el hombre mayor en la mesa.

—Tienes un minuto para irte —dijo ella sin mirarlo—. Si te quedas más tiempo, no te aseguro que puedas salir de aquí sin problemas.

Eiden no se movió, aunque sus piernas temblaban. Algo en él se estaba despertando, y no sabía si era una advertencia o una invitación.

—Tienes muchas cosas que aprender, Eiden —le dijo ella, finalmente levantando la mirada hacia él—. Pero una de las más importantes es que, ya me perteneces. No lo sabías hasta ahora, pero yo siempre he tenido ojos para ti.

Eiden no podía hablar. La sensación de estar atrapado, de haber cruzado una línea invisible, le recorría todo el cuerpo. Pero en algún rincón de su alma, sintió algo que no entendía: empezaba a desearla.

Ayleen se levantó y lo miró de arriba abajo.

—Ven —dijo con tono autoritario—. Si realmente te atreves a seguirme, ven conmigo.

Eiden la siguió sin pensar, como si sus pies ya no le pertenecieran, como si el destino lo hubiera arrastrado hasta ahí. No sabía qué quería Ayleen de él, ni si realmente podía soportar lo que estaba comenzando a sentir. Pero en ese momento, en el que ella lo lideraba, él ya no era el chico invisible.

Se estaba convirtiendo en el chico poseído.

Capítulo 3 – Donde Nadie Sale Igual

Donde Nadie Sale Igual

Ayleen caminaba con paso firme, como si el mundo se apartara a su paso. Eiden la seguía a pocos metros, sin saber a dónde iba ni por qué no podía detenerse. Cada paso que daba con ella se sentía como romper una regla invisible. Y, por alguna razón, eso le gustaba.

Bajaron por un pasillo estrecho, escondido detrás de un edificio gris. Un guardia vestido de negro los dejó pasar sin decir palabra. Las luces eran tenues, y el aire olía a cuero, tabaco y peligro.

—¿Dónde estamos? —preguntó Eiden en voz baja.

—En mi mundo —respondió ella sin mirarlo—. Donde las promesas se cumplen… o se pagan.

Abrieron una puerta reforzada, y entraron a una sala amplia, oculta bajo tierra. Había sillones de terciopelo oscuro, cristales finos, y gente que los observaba sin disimulo. Todos conocían a Ayleen. Y nadie la interrumpía.

Ella se sentó en uno de los sillones, cruzando las piernas con elegancia salvaje.

—Siéntate —ordenó, señalando el lugar frente a ella.

Eiden lo hizo. Se sentía fuera de lugar, como una pieza mal encajada. Pero Ayleen no le daba opción. Ella lo miraba como si pudiera desarmarlo solo con los ojos.

—¿Sabes lo que hiciste esa noche? —preguntó de pronto.

Él dudó.

—Te salvé…

—No —interrumpió ella, con voz suave pero cortante—. Te marcaste.

—¿Qué?

—Me salvaste, sí. Pero ahora estás en una deuda que no entiendes. Porque si yo estoy viva, es por ti. Y en mi mundo, eso significa que ya no eres libre.

Eiden sintió cómo el aire se volvía más denso. No era una amenaza. Era una verdad.

—¿Tienes miedo? —preguntó Ayleen.

—No —mintió.

Ella sonrió.

—Bien. Porque me gustas. No como esos idiotas que me rodean. Tú tienes algo roto. Algo real. Y eso… me atrae.

Eiden no supo qué decir. Era la primera vez que alguien veía en él algo más que torpeza. Algo más que utilidad.

Ayleen se levantó y se acercó. Se agachó hasta quedar a la altura de sus ojos.

—Desde hoy, Eiden, nadie te toca, nadie te humilla, nadie decide por ti. Solo yo.

Él sintió un escalofrío. Había estado toda su vida rogando por atención. Ahora la tenía. En exceso.

—¿Y si no quiero ser de nadie? —se atrevió a decir.

Ella rió. Una risa baja, oscura, adictiva.

—Tarde, cariño. Me gustas desde que te vi. Me gustas sin permiso. Y lo que me gusta… es mío.

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Esa noche, ella lo llevó de regreso. Pero no a su casa. A su mansión, la del mafioso más respetado —y temido— del país. Su padre no estaba. Pero los hombres que lo rodeaban sabían que Ayleen era intocable.

Ella lo dejó en una habitación enorme, decorada con mármol, libros y una cama que parecía demasiado elegante para un invitado.

—Duerme aquí. Mañana empieza tu nueva vida —dijo, y se marchó sin esperar respuesta.

Eiden se quedó solo. Se sentó en la cama, temblando por dentro.

Había cruzado una línea invisible.

Y no había vuelta atrás.

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