El cielo estaba nublado. La lluvia había caído durante la madrugada, y la tierra aún olía a humedad. Cheril Benson caminaba por las aceras mojadas del pequeño pueblo con una carpeta bajo el brazo, sus botas viejas chapoteando en cada charco que evitaba mirar. Otro día. Otra caminata. Otro "lo llamaremos si algo surge."
El aire era frío, y su chaqueta militar heredada de su padre no lograba espantarlo. Pero ella no se quejaba. No era de las que lloriqueaban. A los veintiséis años, había aprendido que llorar no servía de mucho. Su padre, un ex militar severo pero protector, se lo había dejado claro desde pequeña. Y cuando murió tres años atrás, de un cáncer que lo consumió en silencio, ella se quedó sola. Sin hermanos, sin madre. Solo con el eco de su entrenamiento, su carácter duro, y una casa demasiado grande para una sola alma.
Cheril llegó a su hogar cerca de las afueras del pueblo. Una cabaña con ventanas opacas, madera crujiente, y la sensación constante de que nadie la esperaría dentro. Encendió la estufa, se quitó las botas, y lanzó los papeles sobre la mesa de la cocina sin leerlos.
—Rechazada otra vez —murmuró.
La tetera silbó. Preparó té, y fue directo a su santuario: la sala. Allí, junto a una lámpara cálida, un sofá cómodo y una manta tejida por su abuela, la esperaba su único consuelo: el libro. Una novela sin autor. De tapas negras. Páginas amarillentas por la relectura. La historia del príncipe heredero de Diamond y su amor imposible por una criada del palacio. Y de la villana más despiadada que había conocido en ficción: la princesa Aerya. Cheril lo abrió por la mitad, justo donde el esclavo rebelde comenzaba a mostrar señales de su linaje oculto. Recordaba cada línea. Cada mirada. Cada grito de Aerya, cada puñalada escondida tras una sonrisa. Y aun así… No podía odiarla del todo.
—Estabas loca… pero eras tan jodidamente interesante —susurró, pasando las páginas.
Las horas se le fueron. El cielo se oscureció. El pueblo dormía. Y entonces, el suelo tembló. Primero suave. Luego más fuerte. Las tazas se cayeron. El marco con la foto de su padre se rompió en el suelo. Cheril se puso de pie tambaleándose.
—¿Qué…? ¿Un terremoto?
Pero no era común en esa zona. Jamás había sentido uno. Intentó correr hacia la puerta, pero una viga cayó. El techo crujió. Gritó. Todo se volvió blanco. Luego negro. Y el silencio.
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"Diamonds"
El sol del desierto no se atrevía a tocarla. Aerya, la Rosa Carmesí de Diamond, se alzaba sobre su corcel blanco, vestida con su armadura dorada como una diosa de guerra. El rubí en su corona ardía como un tercer ojo sobre su frente, y cada paso de su caballo resonaba por las calles del imperio como el eco de la muerte.
Las puertas del palacio se abrieron de par en par. Hombres, mujeres, nobles y sirvientes cayeron de rodillas a su paso. Nadie osaba alzar la vista. No sin permiso. No sin pagar el precio. A su lado, esposado y con la ropa hecha jirones, iba Razhir, el esclavo que aún se atrevía a desafiarla. Sus ojos azul acero estaban fijos al frente, como si la humillación no existiera. Como si no le importara morir.
—Hoy se arrodillarán todos... menos él —dijo Aerya al general a su lado. Su voz era serena. Cruel.
—Mi princesa, ¿desea que lo dobleguemos ya?
—No. Quiero hacerlo yo.
Descendió del caballo con la elegancia de una pantera, y la capa carmesí que arrastraba detrás de ella parecía una mancha de sangre sobre el mármol blanco. Caminó hasta el trono, donde se sentó con las piernas cruzadas y el mentón en alto.
—Acércalo —ordenó.
Razhir fue empujado hasta sus pies. La cadena de su cuello tintineó. Ella lo miró como si fuera un animal exótico que pensaba domar.
—Inclínate, Rael. Pídeme perdón por escupir mi nombre esta mañana.
—Prefiero escupir sangre antes que suplicar —gruñó él.
Un murmullo corrió entre los presentes. Nadie hablaba así. Nadie.
Los labios de Aerya se curvaron con lentitud.
—Entonces escúpela ahora.
Y lo golpeó. Fuerte. Con el dorso de su mano enguantada en oro. El sonido seco resonó como un trueno. Razhir cayó de rodillas, con la mejilla roja y sangrante.
—¡Sáquenlo de mi vista! —gritó—. ¡Y asegúrense de que esta noche no olvide quién manda!
Los guardias lo arrastraron. Él no gritó. No pidió ayuda. Solo la miró con odio puro. Esa noche, las cortinas de su alcoba fueron cerradas. El incienso ardía. Las sábanas estaban calientes. Y sus amantes esperaban. Dos hombres distintos. Uno rubio y arrogante. Otro moreno y dulce. Ambos esclavos de su cuerpo, ambos entregados a ella como ofrendas vivas. Aerya los tomó con la misma hambre con la que había conquistado imperios: feroz, hermosa, peligrosa. Pero ni el placer, ni los suspiros, ni los gemidos lograron calmar la tensión que sentía. Razhir aún estaba allí, en su mente. Él no había cedido. Y esa noche... sería la última vez que dormiría con el corazón en alto. Sin saber que su destino ya estaba escrito. Que su tiempo se acababa.
El aire olía a incienso, vino dulce… y pecado. Cheryl abrió los ojos con dificultad. La seda acariciaba su piel desnuda y la luz dorada de los vitrales se filtraba a través de un dosel bordado en rubíes. Su cuerpo dolía, pero no era su cuerpo. Esa no era su cama. Eso no era su mundo. Parpadeó, aturdida, mientras sus ojos recorrían la habitación de paredes talladas y columnas doradas. Al girar el rostro, su corazón dio un salto. Dos cuerpos dormían junto a ella. Desnudos. Masculinos. Hermosos.
—¿Qué… demonios…? —murmuró, llevándose una mano a la frente.
Sus dedos rozaron una tiara pesada, decorada con piedras rojas que parecían latir como si tuvieran vida propia. De pronto, la puerta se abrió. Una joven criada entró corriendo, con los ojos llenos de lágrimas y la respiración agitada, pero se detuvo en seco al ver la escena.
—¡P-...Princesa! —balbuceó, soltando la bandeja que llevaba. El sonido del metal al chocar contra el suelo resonó como un disparo.
Cheryl se sentó bruscamente, con la sábana apenas cubriendo su cuerpo. La joven se arrodilló de inmediato, temblando como una hoja.
—¡Misericordia, alteza! ¡Yo solo…! ¡Solo obedecía órdenes! Dijeron que usted ya estaba muerta… ¡que no despertaría jamás!
—¿Muerta? —susurró Cheryl, mientras una oleada de información no suya golpeaba su mente.
Aerya. Princesa del Reino del Rubí. Hija del Emperador. Una villana que usaba su poder para manipular y dominar, temida por todos… y traicionada por alguien cercano. Cheryl se aferró a su pecho. El corazón le latía como un tambor de guerra. Uno de los hombres junto a ella se despertó, luego el otro. Confundidos al principio, hasta que vieron a la criada de rodillas, llorando.
—¿Qué está pasando? —gruñó uno de ellos, un joven de ojos grises y cabello oscuro que Cheryl no reconocía pero que Aerya sí.
—¡Ella! —chilló la criada—. ¡Fue ella! ¡Yo solo puse el veneno en el vino por orden de su dama de compañía! ¡Ella dijo que la princesa debía morir antes del amanecer!
El segundo hombre se levantó, tan pronto como escuchó la palabra “veneno”.
—¡Guardias! —gritó, saliendo por la puerta. Cheryl sintió cómo el cuerpo que habitaba se estremecía de rabia. El instinto de Aerya latía bajo su piel.
Antes de poder decir algo más, la visión le falló, y todo comenzó a girar. Voces se apagaban en la distancia. “Aerya… Aerya…”, decían. Pero ella no era Aerya. Era Cheryl. Y ahora lo sabía. Todo se volvió negro.
La novela que Cheryl leía una y otra vez se titulaba simplemente Diamonds. Una historia apasionante, cruel y adictiva ambientada en un mundo ficticio con una estética similar al antiguo Egipto, donde las arenas ardientes escondían secretos milenarios, la magia se respiraba en el aire y el poder era tan peligroso como tentador.
El reino de Diamon era vasto y temido. Gobernado por un emperador implacable, se extendía más allá del río Kael, donde las pirámides se alzaban como monumentos a la gloria y la decadencia. El palacio imperial era una joya entre las dunas, forjado en piedra negra y oro. Allí vivía el príncipe heredero, Kaelion, un joven de mirada intensa, valiente, justo… y enamorado de quien no debía: una criada.
Ella, Nerys, era una muchacha de cabello oscuro y ojos de miel. Había llegado al palacio escapando de la hambruna que azotaba su aldea, sin imaginar que su destino se entrelazaría con el del heredero del imperio. Su belleza no era común, pero lo que realmente había atrapado el corazón del príncipe era su dulzura, su valentía al hablarle sin temor, y ese brillo en la mirada que parecía encender cada vez que él sonreía. Sin embargo, no todos estaban contentos con ese amor prohibido. Menos aún la segunda princesa, Aerya.
Aerya era la flor venenosa del imperio. Hermosa más allá de toda medida, de cabellos negros rizados como la noche del desierto y una figura esculpida para el pecado, su belleza era su arma más mortal. Era fría, calculadora y ambiciosa. Aerya no soportaba que su hermano, el único obstáculo entre ella y el trono, pusiera su atención en una simple sirvienta. No por celos fraternales, sino porque amenazaba su juego de poder.
Ella no era una princesa mimada. Aerya era una guerrera. Había entrenado desde niña en las artes marciales del desierto, dominaba la espada como cualquier comandante, y su fama en el campo de batalla era temida. Era capaz de manipular al consejo imperial con una sonrisa, de hacer arrodillar a enemigos con un guiño. Era una experta en jugar con la política, y con las almas.
Cuando el emperador regresó de una cacería con un grupo de esclavos capturados en las regiones rebeldes, Aerya puso los ojos en uno de ellos: un joven de mirada feroz, cuerpo de guerrero y cicatrices que contaban historias. Lo llamó Rael. Enseguida lo reclamó como suyo.
—Este me lo quedo —dijo con una voz dulce que helaba la sangre.
El emperador apenas la miró. Si por él fuera, Aerya ya tendría la corona. Él mismo la admiraba por su frialdad, su crueldad y su eficiencia. Así que nadie protestó.
Desde ese día, Rael vivió como su esclavo. Pero jamás se doblegó. Aerya lo azotaba con látigos bañados en plata, lo humillaba en cenas frente a nobles, lo provocaba sensualmente en sus aposentos… pero él la miraba con un odio que ella no podía soportar. Y eso solo alimentaba su deseo de destruirlo. De domarlo. De romperlo. Paralelamente, la relación entre Kaelion y Nerys crecía en secreto. El príncipe estaba dispuesto a renunciar a todo por ella, incluso al trono. Pero Aerya no lo permitiría.
Usó rumores, chantajes, y hasta brujería para desacreditar a Nerys. Infiltró en la servidumbre a espías que sembraron pruebas falsas, empujó al consejo a presionar a su hermano para que se casara con una noble de sangre pura. Kaelion resistió. Pero cada día era una batalla.
Fue entonces cuando Aerya decidió eliminarlo. Organizó un atentado durante un desfile imperial. El carruaje de su hermano estalló en llamas al cruzar un puente, pero Kaelion logró sobrevivir, aunque gravemente herido. Nadie sospechó de la princesa. Nadie se atrevía.
Aerya volvió su furia hacia Rael, azotándolo con saña cada noche, como si en él descargara su frustración. Lo deseaba con locura, y al mismo tiempo lo odiaba por no rendirse. Ella, acostumbrada a ser temida, no podía soportar que un esclavo la desafiara. Pero Rael no era cualquier esclavo.
En su sangre dormía el poder ancestral de un linaje oculto. Era el príncipe heredero de un imperio perdido en las arenas: Sira-Maet, el reino del desierto profundo, un lugar que muchos creían un mito. Allí, los nacidos bajo la Luna Negra despertaban poderes terribles al llegar a la adultez. Y Rael los despertó.
Una noche, mientras el palacio dormía, los sellos mágicos que limitaban su energía se rompieron. Su cuerpo ardió en llamas azules. Su mirada se volvió como la de un dios. Y con la ayuda secreta de Kaelion, escapó de su celda, dejando un rastro de fuego y cenizas. Se dirigió al ala de la princesa. Aerya estaba rodeada de sus amantes. Su cuerpo brillaba de sudor, su risa sonaba como campanas. Hasta que la puerta explotó.
Rael no la mató de inmediato. La humilló. Le devolvió cada golpe, cada noche de tortura, cada palabra cruel. La ató a su propio lecho y le mostró lo que era ser impotente ante alguien más poderoso. Luego, prendió fuego al lugar. Aerya gritó. Maldijo. Lloró. Pero nadie acudió. El palacio ardió. Y con él, la princesa que todos temían.
Días después, el emperador descubrió que su propio hijo había ayudado al esclavo. Enfurecido, ordenó su ejecución. Pero Kaelion, junto a Rael y a soldados leales, se levantó en rebelión. Fue una guerra corta, sangrienta. El emperador cayó, y Kaelion se coronó.
A su lado, Nerys. La criada que se convirtió en emperatriz. Y Rael… desapareció entre las arenas. Algunos dicen que regresó a su imperio, otros que aún vigila desde las sombras. Esa era la historia que Cheryl había leído y amado. Nunca imaginó que terminaría viviendo en la piel de aquella villana maldita. Aerya, la cruel. La que ardió por su propio odio.
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Nota:
Queridos lectores:
Como les había comentado, esta novela es un poco diferente a lo que acostumbro a escribir. Es más oscura, con tintes de fantasía que exploran emociones y situaciones que, para mí, representan un nuevo desafío. Tal vez para algunos no parezca tan sombría, pero créanme, ha sido un viaje distinto y emocionante el sumergirme en este estilo. Espero, de todo corazón, que disfruten de esta historia y del mundo que he creado con tanto cariño. Gracias por acompañarme en este nuevo rumbo.
Con todo mi afecto,
Amilkar
Besos y abrazos
Despertó en el lecho real, esta vez sola. Las sábanas habían sido cambiadas, el incienso purificado. Estaba bañada, vestida con un fino camisón de lino blanco y cubierta con una manta de seda. Y esta vez… recordaba todo. Los recuerdos de Aerya ahora eran suyos. Las emociones también. Odiaba a Nerys, la criada que su hermano amaba. Amaba el poder. Disfrutaba del dolor ajeno. Ansiaba la sangre. Cheryl contuvo un grito. Su mente se rebelaba, pero el cuerpo reaccionaba con naturalidad a esas ideas. ¿Cómo diablos iba a sobrevivir en el cuerpo de una psicópata sádica con enemigos por todas partes?
—Maldita seas, Aerya —murmuró, levantándose de la cama con pasos vacilantes.
No podía mostrar debilidad. No ahora. Sabía perfectamente qué venía en la historia. Si no actuaba pronto… moriría. Quemada. Humillada. Por ese esclavo de mirada de acero… Rael. Recordó su rostro. Tan hermoso como letal. Aerya lo deseaba. Cheryl… no sabía qué sentir. Mandó a traer un escriba. Escribió una misiva para su padre, el emperador, con el sello real:
“Me estoy recuperando. Ocúpate del asunto de la criada y la dama. No deseo interrupciones.”
Fría. Calculada. Aerya estaría orgullosa.
Pero Cheryl tragó saliva. Aquellas mujeres eran culpables, sí. Pero Aerya merecía cada intento de asesinato. No importaba. Debía sobrevivir. Por ahora, dejaría que la historia siguiera su curso. No podía salvarlas sin arriesgar su propia cabeza. Pasó una semana encerrada en sus aposentos. Leyendo los informes que llegaban, aprendiendo el sistema de títulos, nombres y reglas de la corte. Evitaba el contacto físico. Evitaba su reflejo. Evitaba pensar demasiado. Pero entonces, su hermano llegó. El príncipe heredero. Aquel al que Aerya intentó asesinar. Entró con paso elegante, vestido de blanco y dorado, con la expresión dulce de siempre. Su belleza era angelical.
—Hermana… —susurró con voz suave—. Al fin despiertas. Temí perderte.
Cheryl parpadeó. Lo recordó como un personaje noble, demasiado bueno para el mundo que lo rodeaba. Y ahora lo tenía frente a ella. Viéndola con cariño genuino. Pero también sintió lo que Aerya sentía: desprecio. Repudio hacia su debilidad, su corazón tierno. Cheryl apretó los dientes y obligó una sonrisa.
—Estoy bien, hermano. Gracias por tu preocupación.
El joven se congeló un segundo. Esa no era su hermana. No esa voz amable. No esa calidez. Pero asintió.
—Me alegra mucho escucharlo. Si necesitas algo…
—Te lo haré saber —respondió ella con suavidad.
Cuando él salió, Cheryl suspiró largo. No podía confiarse. Él puede que creyera que era su hermana, quizás debe estar pensando que se volvió loca, pero no le importa, ahora solo debía pensar como sobrevivir y tenía que ser más cuidadosa. Y entonces pensó en Rael. El esclavo. El enemigo. El asesino. A estas alturas, debía estar maquinando mil formas de vengarse. Y ella… tendría que enfrentarlo. Tendría que intentar sobrevivir a ese lobo con piel de hombre.
—Tengo que hacer las paces contigo… —murmuró mientras se dirigía al ventanal—. O moriré… lentamente.
La historia ya estaba escrita. Pero Cheryl tenía otras ideas. Ahora la villana no era Aerya. Era ella. Y ella no pensaba morir. El silencio del ala este era casi sobrenatural. Las doncellas evitaban pasar por esa zona, y los guardias fingían no ver. Sabían perfectamente a quién pertenecía esa habitación. A Rael. El esclavo de la princesa.
El hombre marcado, domado a base de latigazos y deseo. Un lobo enjaulado.
Cheryl apretó la capa contra su cuerpo, su corazón latiendo con fuerza mientras caminaba por el pasillo. Sabía que era una locura. Que Aerya nunca lo habría hecho. Que ese hombre había sido reducido a cenizas mentales por culpa suya... por culpa del cuerpo que ahora ocupaba.
Pero también sabía que si quería sobrevivir, tenía que ganarse al asesino de Aerya. ¿Era posible revertir ese odio? Lo dudaba. Pero lo intentaría. No tenía otra opción. Llegó a la puerta de madera oscura, que colgaba un poco de las bisagras, como si alguien la hubiera golpeado recientemente. Nadie la detuvo. Nadie preguntó. Ella era la princesa. Y nadie se interponía en su camino. Empujó la puerta. El olor a sangre y pus la golpeó como una bofetada. El cuarto estaba en penumbras. La luz de la chimenea lanzaba sombras anaranjadas sobre las paredes. Y allí, agachado junto a un balde de agua sucia, estaba él. Rael. Su torso desnudo estaba cubierto de heridas abiertas. Cortes que cruzaban su espalda en líneas gruesas, como si lo hubieran desollado vivo. La piel estaba rota, inflamada, supurando. Había intentado limpiarse él mismo. Sus dedos temblaban sobre una venda manchada de sangre. Cheryl se quedó inmóvil por un momento. Nunca había visto algo tan... brutal.
—Qué estás haciendo aquí. —Su voz fue un gruñido. No volteó a verla.
Ella tragó saliva. Dio un paso dentro.
—Quiero ayudarte.
Él se giró. Sus ojos, de un azul pálido, la miraron como si ya la viera muerta.
—¿Ayudarme? —espetó con una risa sin humor—. ¡Tú! ¡Maldita bruja! ¡Despúes de todo lo que me hiciste!
Dio un paso hacia ella, tambaleante pero furioso. Su cuerpo temblaba de fiebre, la piel brillando por la infección. Cheryl levantó las manos.
—Rael, por favor. No soy quien crees...
—¡Cállate!
Fue tan rápido que apenas lo vio venir. Pero se detuvo justo antes de tocarla. El dolor lo había debilitado.
—Tus heridas están infectadas —dijo ella en voz baja—. Si no las trato, morirás. Y dudo que eso te convenga. No antes de terminar tu venganza, ¿no es así?
Rael la miró con desconfianza. El odio seguía ardiendo en su mirada, pero también había algo más: duda.
—Déjame verlas. No voy a hacerte daño.
Rael soltó una carcajada amarga. Pero se dejó caer sobre un banco, de espaldas a ella. Las heridas eran peores de lo que parecían. Cheryl tragó el náusea. Levantó las manos y buscó dentro de sí la chispa de poder. El cuerpo de Aerya tenía magia. Lo había sentido al despertar. Concentró su energía en las manos. Una luz pálida y azul brotó de sus dedos. Rael se tensó.
—Qué estás haciendo...
—Curándote.
La energía fluyó hacia él, entrando en su piel como un susurro tibio. Las heridas comenzaron a cerrarse, la inflamación cedió. Cheryl sintió el poder drenándose de su cuerpo, pero no se detuvo. Sólo cuando la última cicatriz desapareció, soltó el aire. Rael se quedó quieto un momento. Luego, sin aviso, se giró con violencia y la tomó del cuello.
—¡Maldita! ¡Qué me hiciste!
La empujó contra la pared. Cheryl jadeó, sus pies pataleando en el aire. Pero el instinto de supervivencia fue más fuerte. Le clavó la rodilla en el abdomen. Rael gruñó, soltándola un segundo. Ambos cayeron al suelo. Rodaron por las alfombras del cuarto, entre gruñidos, jadeos y maldiciones. Rael intentaba sujetarla, ahorcarla, golpearla. Cheryl lo esquivaba, lo empujaba, se defendía. No podía usar magia en ese estado, pero sus reflejos eran agudos. Aerya sabía luchar. Y ahora, ella también. Finalmente, ambos se quedaron exhaustos, el uno sobre el otro. Rael con la respiración agitada, su rostro a centímetros del de ella.
—¿Es esta tu nueva idea de sublevación? —murmuró con el ceño fruncido.
Cheryl, con el pecho subiendo y bajando rápidamente, susurró:
—No se de que hablas. Yo solo quería ayudar a un pobre esclavo guapo.
Rael se quedó mirándola, sus ojos Azules oscuros clavados en los de ella. No respondió. Se levantó sin decir palabra y salió del cuarto, dejando la puerta abierta tras de sí. Cheryl quedó en el suelo, tosiendo, el cuello adolorido, las piernas temblorosas. Pero viva. Y con eso, por hoy, bastaba.
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