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EMBARACE A MI ENEMIGO

La cascada escondida entre el fuego y

Soy Dracon Arion Diaval y esta es nuestra historia.

Dicen que cuando el destino quiere jugar, lo hace con una sonrisa burlona y las manos detrás de la espalda. Yo no creo en el destino. O al menos, no creía. Hasta que lo conocí.

El Bosque de Dragonwolf hervía de vida. Las ramas susurraban nombres de bodas, los vientos cargaban listas de invitados y promesas de unión. Desde que tengo memoria, nuestras tribus han convivido con recelo, como dos bestias que toleran la presencia del otro solo para no extinguirse mutuamente. Pero ahora, por milésima vez cada mil años, íbamos a volver a casarnos entre nosotros.

No lo hacíamos por amor. Lo hacíamos por paz.

Y esa palabra me revolvía el estómago.

Yo, Draco del linaje dragón, hijo único del Rey Karl Arion Diaval del clan Dragoniano, estaba prometido a alguien que jamás había visto. Su nombre es Louve. Mis amigos se escabulleron en la tribu lobo y escucharon a las doncellas mencionar el nombre de la Omega prometida para mi. Según las viejas tradiciones, ni siquiera debía conocer su rostro hasta la noche de bodas. El nombre me hizo pensar en una criatura delicada, una loba de ojos tristes. Me bastaba con eso para estar incómodo.

No quería casarme. Ni por paz, ni por deber, ni por el honor de una tradición que nunca elegí.

Así que escapé momentáneamente de mis responsabilidades.

A media mañana extendí las alas y volé sobre la frontera entre nuestros territorios. Habían hecho un campamento en medio de los dos reinos y en una cueva desde hace más de un año, se construyó lo que sería nuestro hogar. Así que volé al sur.

No demasiado alto, no quería ser visto por los vigías del clan Lobo. Planeé entre los árboles hasta encontrarlo: el rincón más escondido del bosque, la cascada prohibida, donde el agua corría limpia y nadie preguntaba por qué habías llegado.

Aterrizé entre ramas húmedas, plegando mis alas con un suspiro. Estaba agotado. El mundo entero me pesaba sobre los hombros. Dejé caer la camisa y me incliné para beber del arroyo. Fue entonces cuando lo vi.

Primero fue un destello. Un movimiento apenas visible entre la cortina de agua. Pensé que era un ciervo, hasta que el vapor se despejó.

Había un chico bañándose bajo la cascada.

Era delgado, de piel blanca, pero con un cuerpo moldeado por la agilidad. Su espalda era larga, su cabello negro le caía mojado hasta la cintura. Pero lo que más me llamó la atención fueron sus orejas. Puntiagudas, peludas, claramente del clan lobo. Se movían con cada sonido. Y desde su espalda baja... una cola oscura emergía del agua, agitándose como si tuviera voluntad propia.

Me quedé congelado. No podía apartar los ojos.

No por lujuria.

Era... otra cosa. Curiosidad. Asombro. Un estremecimiento que no reconocí. Nunca había visto a un hombre lobo tan cerca.

El chico tarareaba una melodía tribal, una de esas que mi madre solía cantar de joven. A su lado, una botella de licor de caña medio vacía rodaba sobre una roca. Estaba... borracho. Ligeramente, dulcemente borracho.

No debería haberme quedado. Pero lo hice.

Un crujido bajo mis botas delató mi presencia. Él se giró de inmediato, alarmado.

—¿Q-qué…? —balbucea, con una voz suave, algo ronca por el alcohol. Me mira con los ojos bien abiertos y se cubre el pecho con ambas manos—. ¡¿Qué haces aquí?!

Me habría reído si no estuviera tan impactado. Sus orejas se movieron hacia atrás como las de un cachorro asustado, y su rostro se tiñó de rojo hasta las puntas. La escena era tan absurda como encantadora.

—¿Por qué te avergüenzas? —le dije, dando un paso hacia el agua—. Ambos somos chicos, ¿no?

Él parpadeó, desconcertado. No contestó.

Y entonces lo vi: sus ojos. De un color azul profundo, como el cielo antes de una tormenta. Una mirada aguda, sensible. No eran los ojos de un guerrero. Eran los de alguien que miraba el mundo con emociones desbordadas. Tal vez un chico mimado.

—Eso no lo hace menos incómodo… —murmura, dándome la espalda con rapidez. Su cola se sacude nerviosa, como si fuera parte de su vergüenza.

Me senté en una roca cercana y dejé que el silencio hablara. El agua, el viento, los pájaros. Él respiraba agitado. Yo, por mi parte, no entendía qué demonios me pasaba. Había visto cientos de lobos en mi vida a la distancia, cuando surcaba los cielos de joven. Algunos más fuertes, otros más bellos. Pero ninguno me había... tocado, como lo hizo él en ese instante.

—No pensé encontrar a alguien aquí… pero me alegra —le confesé, sorprendiéndome de mis propias palabras—. Nunca he conocido a un hombre lobo tan… libre, tan cerca.

Hubo una pausa. Una pequeña pausa.

—¿Y tú quién eres?

Me quedé quieto. Si decía mi nombre, lo arruinaría todo. Si decía que era el príncipe dragón, seguro correría y no volvería.

—Solo un viajero con alas cansadas —respondí, mirando al cielo a través del follaje.

—Y yo… —dijo, más bajo— solo un hijo rebelde que no quiere casarse con alguien que ni siquiera ha visto.

La risa se nos escapó al mismo tiempo. Fue una risa sincera, aliviada, como si por fin alguien hablara nuestro idioma.

Nos quedamos así por un rato. Yo mirando la cascada, él de espaldas a mí. El agua seguía cayendo, cantando secretos. No hablamos más, pero tampoco hizo falta. Sentí que había encontrado algo que llevaba mucho tiempo buscando sin saberlo.

Y lo peor —o lo mejor— era que no sabía su nombre.

Y él no sabía el mío.

No sé qué fue lo que me empujó a hacerlo. Tal vez fue la mirada avergonzada del chico, tal vez el calor insoportable de la armadura, o simplemente la necesidad de sentirme libre por un maldito segundo. Pero mientras lo observaba allí, bajo la cascada, con esa expresión entre vulnerable y desafiando al mundo, algo en mi pecho vibró. Me quise reír, quise decirle que se tapara mejor, que no pareciera un cervatillo mojado. En cambio, me quise sumergir con él.

—¿Sabes qué? —dije, aflojándome la pechera—. Me daré un chapuzón también. Tal vez así se te pasa la vergüenza.

El chico casi se ahoga con su propia saliva.

—¡¿Qué!?—

Me deslicé la parte superior de la armadura con cuidado. Las escamas negras en mis hombros brillaron con la humedad del aire, oscuras y lisas como obsidiana pulida. Bajaban hasta mis muñecas, fuertes, resistentes, pero molestas para dormir en tiempo de calor. Las piernas me las cubrían desde las rodillas hasta los tobillos, gruesas como placas naturales. Y, claro, mi cola salió a relucir al quedar totalmente desnudo, moviéndose con pereza tras mí, provocando un leve chapoteo en el agua.

—¿Qué... qué eres?— preguntó, bajito.

No me lo dijo con miedo. Fue más bien asombro, como si hubiera visto una estrella fugaz caer directo a sus pies.

—Dragón —respondí, metiéndome al agua con un suspiro—. Al menos, eso dicen mis genes. Las chicas de mi clan tienen otra opinión.

—¿Otra opinión?—

Me hundí y volvi a salir, sacudiendo el cabello grisáceo hacia atrás.

—Nunca desarrollé los cuernos. Para ellas, eso me hace incompleto. Inútil. Sin valor. Ninguna quiso emparejarse conmigo, y yo… tampoco lo intenté demasiado. Mejor solo que mal acompañado en mis casi 200 años.

El chico me miraba como si quisiera tocar mis escamas. Como si hubiera algo en mí que lo intrigaba más de lo que quería admitir.

—No pareces incompleto. Yo cumplo 18 años mañana—murmura.

Algo se me revolvió en el pecho. Era una cría de lobo. Me reí y nadé hasta la orilla, donde había una roca plana. Me senté junto a él, y por un segundo, el sonido de la cascada fue lo único que nos envolvió.

—¡Ah! —dijo de pronto, alzando la botella que había traído con él—. Toma, esto te calentará más que el fuego. Tiene Anamú, Canelilla,

Marabeli, Clavo dulce, Maguei, Timacle, Guayacan, Anis pasas y Pega palos.

La acepté sin saber ni mierdas que eran esas plantas. Tenía un olor fuerte, fermentado. Bebí, sentí que me raspaba el esófago y luego me dejaba una calidez en el pecho.

—Joder, eso quema. ¿Estás tratando de matarme?

Rió. Tenía una risa ligera, que no combinaba con su mirada triste.

—¡Tú puedes escupir fuego!— dice, de pronto, con los ojos brillando.

—¿Quieres ver?—

Inhalé profundo. Me concentré, y desde mis pulmones hasta mi garganta, sentí el calor subir. Exhalé con fuerza y una llamarada azul chispeó frente a nosotros, evaporando gotas del aire. —dio un saltito, emocionado.

—¡Eso fue genial!—

—Tu turno. ¿Tienes alguna habilidad o solo eres bonito?— me mira sonriendo.

Frunce el ceño, pero luego se puso de pie, firme. Levanta el mentón y lanza un aullido. No un gritito cualquiera. Era un llamado profundo, antiguo. Un aullido de lobo, de los de verdad. Sentí la piel erizárseme. El eco respondió desde las montañas. Si fuera lobo ¿sería esa la señal de apareamiento?

—¡Vaya!— dije, impresionado—. ¡Eso fue real! ¿Te respondió alguien?

—Tal vez un ciervo confundido —bromea, sentándose de nuevo.

Volvimos al silencio. Entonces, me lo dijo.

—¿Sabes por qué me obligan a casarme?—

Lo miré. Había algo roto en su voz.

—Porque estoy enfermo, no soy normal —dijo—. Soy omega.

Lo miré sin entender.

—Mis órganos internos son de mujer, frágiles. Mis huesos más livianos. Mi familia cree que si me uno a un dragón, podré engendrar. Que eso me fortalecerá. Una alianza... un embarazo. Una cura.

—¡Tú puedes quedar embarazado? Pero eres un chico—le dije sorprendido.

Asintió, sin mirarme.

—Sí. Un alfa dragón dominante como tú podría. Si el alfa es fuerte no habría problema dice mi madre, pero en mi tribu no hay más Lobos alfas dominantes. Yo soy Omega recesivo.

Me quedé sin palabras. En parte por la revelación. En parte porque me había llamado "alfa".

—Yo tampoco quiero casarme —le dije—. Pero si tengo que hacerlo, que sea con una mujer con buenos pechos, buen trasero... que sepa cocinar. Nada del caldo rancio ese que sirven en los fuertes.

Se río bajito.

—Eres un idiota.

—Y tú, cachorro, ¿qué quieres de tu futuro esposo?

Tardó unos segundos. Luego dijo, bajito:

—Que sea amable conmigo.

Me quedé callado. El agua seguía corriendo, pero algo había cambiado. Algo en cómo lo miraba. Algo en cómo él me miraba a mí. No sabía por qué, pero el corazón me latía raro.

«¿Habré enfermado?» pienso.

No sabía quién era ese chico, ni por qué su voz me envolvía como fuego lento. Pero una cosa sí sabía: me estaba metiendo en un lío.

Y no quería salir.

Chico flamas y chico aullido.

—¿Sabes nadar?—me pregunta el chico de las flamas.

—Solo un poco.

—Nosotros los dragones nadamos a muchas profundidades.

La niebla se disipaba lentamente, y el agua fluía con un sonido relajante, como si todo en el mundo se hubiera detenido por un momento.

El hombre, después de haberse sumergido en la fría agua, se había decidido a pescar. De alguna manera, la idea de una pesca de salmón me pareció lo más sencillo, algo que no solía hacer en mi manada porque no nos gusta mucho el agua. Siempre se esperaba que los lobos cazaran presas vivas, pero ahí estaba Dracon, dominando el agua con su fuerza. No pude evitar quedarme observando su destreza mientras se movía por la orilla, con sus brazos fuertes y esos músculos definidos que se marcaban cada vez que el sol tocaba su piel.

Y, bueno, no puedo negar que también observé su... virilidad. Estaba demasiado cerca de mí y, por un instante, mi mente dejó de centrarse en la pesca y comenzó a hacer comparaciones que no quería hacer. Su ropa interior se ajustaba de manera... sorprendente, y me sentí torpe al notar cómo mi cuerpo reaccionaba a esa visión. Nunca había comparado mi cuerpo con el de otro hombre, pero el tamaño de Dracon me dejó en shock.

No pude evitar morderme el labio inferior, y, como un buen tonto, traté de desviar la mirada. Siempre me había sentido algo menos en mi manada, los lobos tienden a ser... más grandes, o al menos, se espera que lo sean. Pero ahora, viendo a Dracon, me sentí aún más pequeño, como si no pudiera competir.

Sacudí la cabeza rápidamente, tratando de desechar esos pensamientos estúpidos. Lo último que necesitaba era pensar en eso. Había otras cosas de las que preocuparme, como el hecho de que ambos estábamos metidos en esta situación absurda, pero aún así, sentía una especie de peso en mi pecho.

El fuego crepitaba alegremente entre nosotros, calentando el aire fresco de la noche y calentando nuestros cuerpos. La cena ya estaba lista, el pescado se cocinaba lentamente sobre las brasas, y el aroma del salmón asado llenaba el aire, mezclándose con el aroma del alcohol.

Aún no podía sacar de mi cabeza la figura de ese chico dragón. Su cuerpo cubierto de escamas, su mirada intensa, esos ojos tan fríos y claros como el hielo, me seguían acechando. Aunque lo veía como un rival de una raza poderosa, no podía dejar de sentir una extraña fascinación hacia él. El calor del alcohol en mi sangre me hizo sentir más relajado, y finalmente, me armé de valor para preguntar lo que había estado pensando todo este tiempo.

—Oye, chico flamas —le dije mientras le pasaba la botella de licor—, ¿cómo te llamas?

Él me miró por un segundo, los ojos chispeando con una mezcla de sorpresa y diversión, pero en lugar de darme una respuesta directa, me sonrió de lado.

—¿Chico flamas? —pregunta con una risa baja—. Bueno, supongo que eso me viene bien. Pero no te preocupes por mi nombre, no es importante. Lo que importa es lo que soy, ¿no? Soy un buen escucha y un buen pescador.

Me sentí un poco incómodo. ¿Qué quería decir con eso? Pero no insistí. Si él no quería compartir su nombre, ¿qué más podía hacer?

Decidí cambiar de tema para no quedarme atrapado en esa incomodidad.

—Bueno, chico flamas,—empecé con tono burlón,—¿qué hacías antes de ser un chico flamas? ¿Alguna vez luchaste contra otros dragones?

Su sonrisa se amplió, y pude ver una chispa de emoción en sus ojos. Algo en su mirada cambió. Había tocado una fibra sensible.

—Luché —responde, con su voz grave y profunda, pero con una mezcla de nostalgia—. Cuando era joven, mi tribu me enviaba a los volcanes para probar mi fuerza. Había clanes de dragones que vivían en las grietas de la tierra, en las zonas más cálidas y volcánicas. Esos clanes eran conocidos por su brutalidad. Peleábamos por territorio, por recursos... y, claro, por honor.

Hizo una pausa, como si reviviera esos momentos en su mente, y por un segundo, pude ver el cambio en su expresión. Había algo en sus ojos que era casi sombrío, como si esas batallas le hubieran dejado cicatrices más profundas de lo que quería admitir.

—Es increíble.

—Recuerdo una vez que luché en el Cráter de Fuego. Un grupo de dragones del clan Inferno me atacó. Tenían una técnica especial: lanzaban lava desde sus bocas, como si el propio volcán fuera su aliado. No sabes lo difícil que es enfrentarse a algo así. Pero al final, logré derribar a su líder con una gran llamarada de fuego. El aire se llenó de humo y cenizas. Fue... épico.

Me quedé en silencio, escuchando sus palabras. La forma en que hablaba, cómo su voz se volvía más fuerte mientras contaba sus historias, me dejó asombrado. Sus labios carnosos se veían apetecibles ¿Cómo podía alguien tan joven para un dragón haber vivido tantas batallas?

—Y otra vez, en las Montañas de Escarlata, tuve que enfrentarme a un dragón de la raza Obsidiana. Este tipo era enorme, con escamas negras que reflejaban la luz como espejos. Cada golpe que nos dábamos hacía que la tierra temblara. Pero lo que más me impresionó fue su habilidad para manipular las sombras. Era como si pudiera fundirse con la oscuridad. Fue un enfrentamiento... extraño. Nunca antes había tenido que luchar contra algo así.

—Eso de seguro que fue épico.

Sentí una mezcla de admiración y temor por él. Este chico, al que había visto como solo un extraño, tenía una vida llena de historias que harían temblar a cualquier guerrero. Pero, por alguna razón, no podía evitar sentir que esas historias, esas batallas, lo habían dejado con algo más que solo cicatrices físicas.

Decidí preguntar algo que llevaba rondando mi cabeza.

—¿No te da miedo todo eso? Esas batallas... esas criaturas. Peleas por el honor y el territorio, ¿y luego qué? ¿Vuelves a tu tribu y todo sigue igual?

Él me miró por un segundo, como si analizara la pregunta. Luego, soltó una risa baja y algo amarga.

—No, chico aullido. No siempre es así. Después de las batallas, la vida no vuelve a ser igual. El honor, el territorio... todo eso se olvida rápidamente cuando ves la verdadera cara de la guerra. Pero los dragones, mi tribu... esperan mucho de mí. Soy el hijo del líder, el futuro de la raza. Todos dependen de mi descendencia. Mi sangre, mi fuerza, todo eso tiene que ser transferido a los siguientes, para asegurar que nuestra especie siga siendo tan poderosa como siempre. Y por eso, me obligan a casarme. No hay opciones, no hay escapatoria.

Me quedé callado. Sabía exactamente cómo se sentía. Mis propios padres querían lo mismo para mí, pero mi tribu no esperaba tanto de mí como lo hacía la suya. Él era el futuro de su raza, y yo solo era un Omega atrapado en una tradición que no entendía del todo.

—No quiero casarme con alguien que no conozco. Quiero tener algo más que una simple unión por deber. Pero, ¿qué puedo hacer? Ellos no me dan otra opción. Tengo que continuar con lo que esperan de mí, aunque no quiera.

El silencio se hizo pesado entre nosotros, interrumpido solo por el crujir del fuego y el sonido del agua cayendo en el río cercano.

Finalmente, cambiamos de tema. Ya no hablábamos de nuestras tribus o del futuro. Comimos el pescado, bebimos un poco más, y antes de que nos diéramos cuenta, la noche había caído completamente. Nos levantamos y comenzamos a prepararnos para irnos.

El chico flamas sonrió y me dio una palmada en la espalda.

—Nos vemos tal vez en un futuro, chico aullido —dijo, con su tono ligero y algo burlón.

—Nos vemos, chico flamas —respondí, sonriendo también.

Con una última mirada al fuego, me alejé en la dirección que me llevaría al campamento central, sin saber qué me depararía el futuro. Pero algo había cambiado entre nosotros. Aunque era un extraño, sentí que, por un breve momento, habíamos compartido algo más que una simple bebida. Algo que ni nuestras tribus, ni nuestros destinos, podían definir. En ese momento escuché una voz detrás de mi.

—Espera...si vas al campamento...te puedo llevar.

Un dulce vuelo.

«¿Estará bromeando? ¿No que odia a los lobos y ya de por si somos enemigos natos? este dragón si que es raro, aunque muy lindo» Pienso.

 Su figura se materializó frente a mí, imponente, pero esta vez con algo más que su habitual seguridad. Había una determinación en sus ojos, como si algo en su interior hubiera tomado una decisión.

—Te llevo al campamento. Míralo como una cortesía—me dice, con la voz grave, pero con un matiz diferente.

Un gesto que no esperé. Me extendió la mano y pensé que se caía el cielo.

«¿Estara borrachito? No sirve para beber. Jejeje» pienso mientras me río por dentro también tambaleandome.

Me detuve y lo miré, sin saber si debía rechazarlo o aceptar su oferta. Era tarde y, al parecer, la amabilidad no era algo común en aquellos que me rodeaban, mucho menos en alguien como él. Además soy el heredero y el futuro rey de la manada. Se verá feo si se extiende el rumor de que rechace a alguien del clan dragón por muy insignificante que sea pero algo me decía que esa situación olía a peligro.

—No hace falta, puedo ir por mi cuenta, gracias señor sin nombre—respondí, aún algo desconcertado por su generosidad.

—Ya es tarde, chico capricho. Los ancianos no te dejarán pasar esto si llegas tarde a tu propia boda y has tomado mucho, no creo que llegues más allá de algunas millas. Déjame ayudarte, maldita sea o te dejaré botado —insiste, con un tono firme y sin espacio para discusión.

Me mordí el labio, luchando contra mi orgullo, pero en el fondo sabía que no podría llegar al campamento solo en el estado en el que me encontraba. Mi mente estaba nublada por el alcohol, y las piernas me temblaban. Además, si cambiaba a mi forma de lobo, sería más rápido, pero mi cuerpo no respondía como quería. Así que, con una mezcla de resignación y aceptación, asentí.

—Está bien. Gracias —digo, bajando la cabeza, algo avergonzado de no ser capaz de hacer el recorrido por mí mismo.

El extraño sonrió y, sin más palabras, me levantó en brazos con una facilidad que casi me hizo sentir como una maldita pluma en sus fuertes manos.

Su calor era reconfortante, su cuerpo increíblemente sólido y seguro. Por un momento, me sentí como un chichi pequeño, y aunque intenté reprimirlo, una sensación extraña me recorrió. Nunca antes un hombre me había sostenido en brazos solo mi papá.

—Agárrate —me dijo el hombre dragón, mientras su voz resonaba con suavidad, indicándome que rodeara su cuello.

Lo hice, envolviendo mis brazos alrededor de su cuello, sin pensar en lo que eso podría significar. Era difícil ignorar lo bien que se sentía estar tan cerca de él, tan... seguro. Sin embargo, las dudas seguían rondando mi mente.

De repente, como por arte de magia, unas alas negras aparecieron en su espalda, grandes y desplegadas. El hombre con alas de dragón alzó el vuelo, despegando del suelo con la facilidad de un ser que naciera para volar. La sensación de estar suspendido en el aire me golpeó con fuerza, mi estómago se contrajo, y la vista del mundo a mis pies me dejó sin aliento. Podía ver con mis vista mejorada todo el campamento, las luces titilantes de las fogatas a lo lejos, pero mis pensamientos se centraron en lo que sentía en ese momento.

Al principio, la experiencia era asombrosa, pero conforme volábamos más alto, algo en mí empezó a sentirse incómodo. El viento zumbaba a nuestro alrededor, y la altura comenzaba a marearme un poco. Me resbalé ligeramente, lo que provocó que mis piernas, de forma instintiva, se rodearan de su cintura, con más fuerza de la que hubiera querido.

El hombre se tensó bajo mí, un ligero estremecimiento recorriéndole el cuerpo. Mi corazón dio un brinco al darme cuenta de lo que había sucedido, y mi rostro se ruborizó de inmediato. La presión que sentía sobre su virilidad me hizo sentir aún más incómodo. Nunca antes me había sentido tan cerca de alguien de esa forma, ni mucho menos con un chico. La sensación de su cuerpo tan cerca al mío era algo completamente nuevo, algo que me desconcertaba.

Por un segundo, pensé en apartarme, pero algo en su mirada me lo impedía además de que podía caer al vacío. Nunca un chico, ningún ser, me había hecho sentir algo así. Su respiración se tornó más pesada por un momento, como si él también estuviera luchando contra la misma sensación extraña que yo.

¿Por qué estaba reaccionando de esta manera? ¿Qué era lo que estaba pasando dentro de mí?

El hombre dragón, aparentemente, también se dio cuenta de lo que había sucedido. Su rostro se tornó rojo, más aún al sentir la presión de mis piernas contra su cuerpo. Era como si, por un momento, el mundo alrededor de nosotros se desvaneciera, dejándonos solos en el aire.

—Lo siento... —digo, nervioso, tratando de liberar la tensión, pero la situación ya era incómoda. Mi mente estaba en caos, preguntándome por qué me sentía tan inquieto y por qué esta cercanía me afectaba de una manera tan diferente. Mi parte trasera me daba comezón, una necesidad de que aquel dragón me tocara.

Pero el hombre flamas no dijo nada al principio. Solo mantuvo el vuelo, tratando de mantener una postura firme mientras sentía mis piernas aferradas a su cintura. Luego, con una ligera sonrisa, le escuché decir algo que me sorprendió aún más.

—No tienes que disculparte, chico aullido. Es tarde, y estamos volando demasiado alto. —Su voz sonaba profunda, casi grave, como si intentara mantener el control de la situación.

El cielo era oscuro, cargado de nubes, pero no tanto como el humor de mi caballero con armadura.

Sus alas gigantes y negras se agitaban con fuerza mientras cruzaba las montañas, mi cuerpo liviano no era nada en sus brazos, demasiado cerca... demasiado íntimo. Su estado de ánimo cambió de la nada.

Demasiado equivocado para mí.

¿estará enojado porque los lobos y los dragones no se tocan?

¿Porque no se confian?

O peor aún ¿Porque no se desean por ser de diferentes razas?

—Esto es una jodida broma del destino —lo escucho gruñir, con la voz rasposa, con el pecho ardiendo de un calor que no era suyo.

Yo alzo la cabeza, tengo mis orejas ligeramente agachadas, pero mis ojos... mis ojos azules lo desarman.

—¿Qué te pasa ahora dragón que te has amargado?

—Que hueles... —el aprieta los dientes, con sus colmillos queriendo asomarse. — a algo muy dulce. Así que para.

Parpadeo, confundido.

—¿Qué…?

—Estás desprendiendo un aroma muy dulce —escupe con rabia, como si fuera veneno. —Tu lobo... me quiere ahogar con sus feromonas, es peligroso.

Silencio.

Solo el viento.

Solo nuestros cuerpos pegados por el vuelo.

Solo el destino, burlándose.

—Eso no debería pasar —susurro, casi temiendo mi propia voz.

¿Cuando deje salir mis feromonas? Se supone que eso se debe hacer cuando alguien te gusta.

El me mira de reojo, con los ojos brillando como fuego puro.

—Exacto —su voz fue un juramento peligroso—. Los dragones no marcamos a lobos. No los queremos para eso. Ustedes son de más bajo nivel. No los necesitamos. Ustedes si a nosotros.

Y sin embargo…

Su cuerpo lo traicionaba.

Sus garras se aferraban más fuerte a mí.

Sus alas latían más violentas.

Puedo escuchar su corazón latir más rápido, rugía por él.

Y yo... ya olía al extraño.

Como si hubiera pertenecido a él toda la maldita vida.

Quise decir algo más, tal vez disculparme nuevamente o explicar lo que sentía, pero algo en su actitud me lo impidió. Había algo entre nosotros, algo que ni yo mismo lograba comprender.

Por un momento, me vino a la mente la idea de... huir. De escaparme con él. De dejar atrás los matrimonios arreglados, las expectativas de nuestras tribus. Quizás... tal vez si nos fuéramos lejos, podríamos ser libres. Pero no lo dije. No pude. Estaba borracho, confundido, y no podía tomar una decisión así en este momento.

Cuando por fin descendimos, la tierra bajo nuestros pies pareció darme la estabilidad que necesitaba. Me soltó suavemente, y aunque no podía dejar de sentir la incomodidad que había experimentado, estaba agradecido de que me hubiera llevado de regreso al campamento. Mi madre debe estar buscándome como loca.

—Gracias, chico llamas... perdón por lo de las feromonas tal vez fue por el alcohol, nunca antes lo había hecho—musité, tratando de componerme.

Él simplemente me miró con la intensidad en su mirada aún intacta, pero sin decir nada más. Sin embargo, pude ver algo en sus ojos ¿no quería irse?

Se queda un segundo. Mira mis manos y mi cuerpo pero no me ve a la cara. No estaba seguro de qué era, pero había algo en esa mirada perdida que me decía que ambos sabíamos que ese momento había sido... especial.

Cuando me voy, le doy la espalda, pero siento algo sostener mi mano. Me giro y lo veo atrapándome. No me deja ir.

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