El humo de los cigarrillos baratos se enroscaba en el aire como serpientes agonizantes. Víctor hundía los codos en la barra pegajosa del Bar de las Sombras, donde el tiempo era una moneda sin valor. El lugar olía a derrota fermentada: sudor de mediodía, cerveza derramada y el dulce tufo de los sueños podridos. En la esquina, un pianista tuerto llamado El Ciego martilleaba las teclas de un Steinway desahuciado. Las notas eran jadeos de un pulmón perforado, una melodía que Víctor reconocía de sus noches de insomnio: «La canción de los que se rinden».
La primera vez que entró allí, hace diez años, creyó que el bar era una metáfora. Ahora sabía que era un espejo.
—Otro whisky —gruñó, deslizando una moneda mordida hacia el bartender, un hombre con cicatrices de navaja en forma de sonrisa.
El líquido ámbar le quemó la garganta. Víctor observó una mosca zumbar alrededor de su vaso, trazando círculos cada vez más estrechos hasta caer al alcohol. Como yo, pensó. Atrapado en mi propio veneno.
Fue entonces cuando la vio.
Se deslizó hasta la barra como una sombra con tacones. Vestido negro de encaje rasgado, piel de porcelana agrietada, ojos vacíos que reflejaban el abismo de la botella. No olía a perfume, sino a tierra recién removida.
—Las palabras son tumbas —dijo, sin mover los labios.
Víctor se estremeció. La voz de la mujer no venía del exterior, sino de sus propias entrañas, como si alguien hubiera encendido un magnetófono en su estómago.
—¿Qué quieres? —preguntó, fingiendo indiferencia.
La mujer sonrió con dientes de nácar negro.
—Lo mismo que tú: olvidar que existimos.
Antes de que pudiera responder, un hombre se materializó a su izquierda. Alto, demacrado, con un traje gris que le colgaba del cuerpo como piel muerta. Su rostro era una página en blanco, excepto por dos ojos que brillaban como clavos oxidados.
—Para usted —dijo el hombre, entregándole un sobre sellado con cera roja.
El sobre latía.
Cuando Víctor alzó la vista, el hombre había desaparecido. Solo quedaba un rastro de polvo de tiza en el aire. Con dedos temblorosos, rompió el sello. Dentro había un mapa dibujado con tinta que parecía sangre seca. Calles sin nombre, edificios torcidos como dientes cariados y, en el centro, una X marcando un edificio etiquetado XI.
—No vayas —susurró la mujer, ahora con voz humana, casi tierna—. Es una trampa de los que escriben el mundo.
Pero Víctor ya estaba de pie, tambaleándose. El alcohol le nublaba la razón, pero algo en ese mapa lo llamaba con la urgencia de una herida abierta.
—¿Quién eres? —preguntó, volviéndose hacia ella.
Pero su asiento estaba vacío. Solo quedaba un rastro de pétalos marchitos y un verso garabateado en una servilleta con lápiz labial: «Buscar es cavar tu propia fosa con preguntas».
Al salir a la calle, la ciudad había cambiado. Los faroles emitían una luz verdosa, y las sombras se retorcían en las paredes como gusanos bajo un microscopio. Siguió el mapa hacia el este, donde los edificios se apiñaban como ancianos en un asilo.
El edificio XI era una estructura de ladrillos negros, con ventanas cubiertas por periódicos viejos. La puerta crujió al abrirse, revelando un vestíbulo infestado de telarañas que brillaban como hilos de plata. Las escaleras chirriaron bajo sus pies, cada escalón pronunciando una sílaba en un idioma olvidado: Des-es-pe-ro / Des-es-pe-ro.
En el ático, encontró la máquina de escribir.
Una Underwood 1930, cubierta de polvo y óxido. Las teclas parecían dientes de bestia. Sin pensar, sentó y escribió:
AYÚDAME
La máquina cobró vida. Los martillos golpearon el papel con furia, escupiendo una respuesta:
YA ES DEMASIADO TARDE
Las paredes comenzaron a sangrar ratas. No ratas comunes, sino criaturas del tamaño de gatos, con ojos humanos y colas de alambre. Hablaban en coro, sus voces agudas como cuchillos sobre cristal:
—El poeta es un ladrón que roba significado a la nada —recitaron—. Pero la nada siempre reclama lo suyo.
Víctor corrió. Bajó las escaleras que ahora giraban en espiral, como intestinos descompuestos. Al llegar a la calle, se detuvo en seco: los edificios habían sido reemplazados por espejos rotos que reflejaban versiones distorsionadas de sí mismo. Un Víctor obeso se reía; otro lloraba sangre; un tercero se ahorcaba con una cuerda de palabras.
Fue entonces cuando escuchó la risa.
Aguda, líquida, venía de todas direcciones. Siguió el sonido hasta una puerta de metal con un cartel oxidado: ASILO DE LOS ESPEJOS.
Dentro, el aire olía a formol y locura vieja. Un hombre con la boca cosida con hilo rojo se mecía en un rincón, acariciando una muñeca sin ojos.
—Madre, madre —murmuraba—. ¿Por qué me vendiste a los pájaros?
Un médico apareció tras él, con una bata manchada de tinta y un estetoscopio que terminaba en una pluma fuente.
—Soy el Dr. K. —dijo—. Especialista en vacíos existenciales.
El estetoscopio se clavó en el pecho de Víctor.
—Latidos irregulares: nostalgia y miedo en compás 4/4 —diagnosticó—. Diagnóstico final: Enfermedad de existir.
Antes de que pudiera protestar, dos enfermeros con caras de arcilla sin moldear lo arrastraron a la Celda 9. Las paredes estaban tachonadas de espejos opacos, y en el techo, alguien había escrito con excrementos:
EL INFIERNO ES UNA METÁFORA MAL CONTADA
El Dr. K. sonrió en la puerta:
—Bienvenido al lugar donde las metáforas se hacen realidad.
La puerta se cerró. En la oscuridad, Víctor sintió que el tiempo se descomponía como carne al sol. Horas o días después, encontró la fuerza para golpear la pared.
Desde el otro lado, una voz femenina respondió:
—¿También te atraparon las palabras?
Era ella. La mujer del vestido negro.
El frío de la celda se había infiltrado en los huesos de Víctor. Las paredes sudaban un líquido aceitoso que olía a tinta vieja y lágrimas secas. A través del muro de concreto, la voz de Lilith llegaba como un susurro de radio mal sintonizado:
—Las metáforas son parásitos —decía—. Se alimentan de tu carne hasta que no queda nada real.
Víctor observó su mano izquierda a la luz mortecina de la bombilla colgante. Los dedos se estaban volviendo translúcidos, como papel de arroz. Podía ver las venas azules bajo la piel fantasma.
—¿Cómo salimos de aquí? —preguntó, golpeando el muro con el puño semisólido.
—Usando lo único que no pueden robarse —respondió Lilith—. El silencio entre las palabras.
Antes de que pudiera pedir explicaciones, los cerrojos de la puerta crujieron. El Dr. K. entró con una linterna que proyectaba sombras danzantes en forma de letras góticas.
—Hora de la terapia —anunció, mostrando una jeringa llena de un líquido negro y espeso—. Esto le ayudará a digestionar su existencia.
Víctor retrocedió hasta chocar con el muro. Los enfermeros de arcilla lo inmovilizaron mientras el médico le inyectaba el líquido en la yugular. El mundo estalló en un caleidoscopio de imágenes:
Una máquina de escribir en un ático polvoriento.
Ratas recitando sonetos.
Un mapa latiendo como un corazón extraviado.
Cuando recuperó la conciencia, estaba tendido en el pasillo principal del manicomio. Las paredes respiraban, expandiéndose y contrayéndose como pulmones enfermos. Lilith lo esperaba agazapada tras una puerta entreabierta, su vestido negro fundiéndose con las sombras.
—Sigue las arañas —ordenó, señalando una hilera de arácnidos que tejían palabras en sus telas: Libertad, Locura, Muerte.
Corrieron por pasadizos que se retorcían como intestinos, evitando a los pacientes-zombies que arrastraban libros encadenados a sus tobillos. Uno de ellos, un hombre con la piel cubierta de versos tatuados, les gritó:
—¡No escapéis! ¡El autor siempre gana!
Llegaron a un conducto de ventilación oxidado. Mientras se arrastraban por su interior, Víctor sintió que su cuerpo alternaba entre sólido y etéreo. Las paredes del túnel estaban cubiertas de grafitis escritos con excrementos: ¿Quién vigila a los vigilantes de la realidad?
La salida los depositó frente al Edificio XI. De noche, la estructura parecía aún más monstruosa: las ventanas tapiadas con periódicos brillaban como ojos cegados, y la puerta principal era una boca abierta con dientes de hierro retorcido.
—Aquí empezó todo —murmuró Lilith, tocando el mapa que aún latía en el bolsillo de Víctor—. La máquina de escribir es el corazón de esta pesadilla.
Al entrar, el aire era denso con el olor a óxido y pólvora. Las escaleras chirriaron al ascender, cada peldaño pronunciando una palabra en latín: Desperatio, Dolor, Damnatio. En el ático, la Underwood 1930 los esperaba sobre una mesa podrida.
—Escribamos una salida —propuso Lilith, colocando una hoja de papel amarillento—. Pero cuidado: cada palabra tendrá un precio.
Víctor tecleó:
¿DÓNDE ESTÁ LA SALIDA?
Los martillos cobraron vida, golpeando el papel con violencia:
LA ÚNICA SALIDA ES HACIA ABAJO
Las paredes comenzaron a sangrar ratas parlantes. Estas eran mayores que las anteriores, con ojos de vidrio y colmillos que brillaban como cuchillas. Una de ellas, con pelaje blanco y una cicatriz en forma de verso, habló con voz de niña:
—El escritor es un dios ebrio —recitó—. Crea mundos que no puede habitar.
Lilith arrojó un frasco de tinta a las criaturas. Al romperse, el líquido se convirtió en un enjambre de avispas de papel que atacaron a las ratas.
—¡Escribe algo verdadero! —gritó mientras luchaba contra una rata que intentaba morderle el tobillo—. ¡Algo que no pueda ser corrompido!
Víctor golpeó las teclas con furia:
MI NOMBRE ES VÍCTOR H. Y QUIERO VIVIR
La máquina se sacudió, escupiendo una llave hecha de letras fundidas. Pero al tomarla, Víctor gritó: la llave quemaba como hielo seco, y en su mente apareció una memoria borrosa...
Tiene 16 años. Está en un parque bajo la lluvia. Una chica de cabello rojo lo besa por primera vez. Su nombre es Clara. Ahora la llave le exige ese recuerdo.
—¡No lo hagas! —advirtió Lilith, sangrando de un corte en la mejilla—. Los recuerdos son los cimientos del alma.
Pero Víctor ya había decidido. Apretó la llave hasta que el dolor lo hizo llorar. La memoria de Clara se desvaneció como humo, y la llave se solidificó en hierro puro.
—¿Valió la pena? —preguntó Lilith, con una mezcla de lástima y admiración.
—No lo sé —respondió él, notando que su mano transparente había recuperado opacidad—. Pero ahora puedo abrir esa puerta.
Señaló hacia un rincón del ático donde una puerta de roble antiguo había aparecido. El ojo de la cerradura brillaba con luz ambarina.
Al girar la llave, la puerta se abrió a un callejón cubierto de niebla espesa. Pero antes de cruzar, Lilith lo detuvo:
—Espera.
Le colocó en la palma una moneda de plata con el rostro de un rey desconocido.
—Para el barquero —explicó—. Sin ella, te dejará en mitad del río.
—¿Qué río? —preguntó Víctor, pero ya era tarde.
El callejón los engulló, y cuando la niebla se disipó, estaban en un muelle desolado. Ante ellos se extendía un río de tinta negra y espesa, donde cuerpos semihundidos intentaban gritar con bocas llenas de páginas mojadas.
Un barca de madera carcomida se acercó. El barquero no tenía rostro: donde deberían estar sus ojos, orejas y boca, solo había vacío. Extendió una mano huesuda.
—El precio —dijo con voz de viento a través de huesos.
Víctor entregó la moneda. El barquero la mordió, comprobando su autenticidad, y les hizo señas de subir.
Durante la travesía, Lilith susurró:
—Los ahogados son poetas que vendieron sus voces por un verso perfecto.
Uno de los cadáveres, una mujer con cabello de algas y ojos de botón, se aferró al borde de la barca.
—¿Tienes fuego? —preguntó, mostrando un libro abierto donde todas las páginas estaban en blanco—.Quemé mis palabras para mantenerme caliente.
Víctor intentó apartar la mirada, pero el barquero intervino. Con un remo oxidado, golpeó los dedos de la mujer hasta que se hundió de nuevo.
—No mires —advirtió Lilith—. La desesperación es contagiosa.
Al llegar a la otra orilla, el barquero señaló hacia una ciudad de torres inclinadas donde las ventanas brillaban como dientes afilados.
—Allí encontrarás lo que buscas —dijo, aunque su falta de rostro hacía imposible saber si era una amenaza o una promesa.
Mientras caminaban hacia la ciudad, Víctor notó que la moneda había reaparecido en su bolsillo. Lilith sonrió, amarga:
—El precio siempre se paga dos veces. Es la primera ley del infierno.
Antes de que pudiera preguntar más, el suelo tembló. Los edificios comenzaron a retorcerse, las ventanas convirtiéndose en ojos, las puertas en fauces. Desde el centro de la ciudad, una voz atronadora rugió:
— VÍCTOR H. HAS ROBADO LO QUE NO TE PERTENECE.
Era la máquina de escribir. Había crecido hasta el tamaño de una catedral, sus teclas eran lápidas y su carro un féretro abierto.
Lilith lo tomó del brazo, urgente:
—Corre. Hacia los espejos.
Pero Víctor ya sabía la verdad: no había escapatoria. Solo historias dentro de historias, prisiones dentro de prisiones.
Y sin embargo, corrió. Porque incluso en el infierno, el instinto de supervivencia huele a esperanza.
La risa lo seguía. No una risa, sino docenas, tal vez cientos, agudas y líquidas, como cuchillos arrastrados sobre cristal. Víctor corrió sin aliento, sus zapatos aplastando espejos rotos cuyos fragmentos le mordían los tobillos. Las calles, antes laberínticas, se habían convertido en un corredor interminable flanqueado por edificios sin rostro. Hasta que lo vio: una puerta de hierro oxidado con un letrero descascarado que rezaba ASILO DE LOS ESPEJOS. La luz de la luna, pálida y enfermiza, se reflejaba en los cristales rotos de las ventanas tapiadas.
Empujó la puerta. El chirrido de los goznes retumbó en un vestíbulo vacío. El aire olía a cloro y humedad podrida, como si las paredes sudaran angustia. En el suelo, manchas oscuras trazaban un camino hacia unas escaleras que se hundían en la penumbra. Víctor descendió, cada escalón crujiendo bajo sus pies como huesos viejos.
El sótano era una sala abovedada con celdas de hierro oxidado. Las paredes estaban cubiertas de espejos empañados, algunos rotos, otros cubiertos con sábanas mugrientas. En las celdas, figuras inmóviles. Víctor se acercó a una: un hombre envuelto en vendajes sucios, sentado en el suelo, meciéndose hacia adelante y hacia atrás. Sus labios, visibles entre las gasas, murmuraban una letanía:
—Nadie ve mi crimen de ser dos... nadie ve mi crimen de ser dos...
La voz era ronca, como si llevara décadas repitiendo lo mismo. Víctor retrocedió, pero otra risa estalló detrás de él. Se giró. Un niño de unos diez años, descalzo y con un camisón de hospital, señalaba hacia el techo. Sus ojos eran cuencas vacías.
—¿Quieres jugar a las escondidas? —preguntó el niño, y su boca se abrió demasiado ancha, mostrando dientes afilados como agujas—. Aquí siempre ganan los espejos.
Víctor echó a correr. Pasó frente a más celdas: una mujer con el cabello largo y enmarañado cantaba una nana en reversa; un anciano dibujaba círculos en la pared con sus propias heces; una joven con la piel cubierta de cicatrices en forma de versos susurraba: La luz duele más que la oscuridad.
Al final del pasillo, una puerta de metal con una mirilla. Víctor la abrió.
La habitación era blanca, demasiado blanca, como si la luz se hubiera solidificado en las paredes. En el centro, un escritorio de acero. Detrás, un hombre alto y delgado, vestido con una bata de laboratorio manchada de tinta, escribía en un cuaderno. Alzó la vista. No tenía ojos, solo dos agujeros negros que parecían perforar el cráneo.
—Víctor H. —dijo el hombre, y su voz resonó como un susurro dentro de un ataúd—. Llevo siglos esperándote.
—¿Quién... qué eres? —tartamudeó Víctor, notando que sus manos comenzaban a temblar.
—Soy el doctor K. —respondió, cerrando el cuaderno con un golpe seco—. Especialista en enfermedades del alma.
Se levantó y caminó hacia él. En lugar de pies, tenía raíces retorcidas que se arrastraban por el suelo, dejando un rastro de líquido negro. Le colocó un estetoscopio de plata en el pecho. El metal estaba helado.
—Ausculte su vacío —murmuró el doctor—. Latidos irregulares: nostalgia y miedo en compás 4/4. Respiración superficial: asfixia existencial. Diagnóstico final... —hizo una pausa dramática, acercando su rostro sin ojos al de Víctor—: Enfermedad de existir.
—¡Eso no es una enfermedad! —gritó Víctor, apartándose—. ¡Es solo... vida!
El doctor K. sonrió, mostrando una hilera de dientes perfectamente alineados, demasiado blancos, demasiado humanos.
—La vida es el síntoma. La cura —sacó una jeringa llena de un líquido negro y espeso— es dejar de ser.
Víctor intentó huir, pero dos enfermeros emergieron de las sombras. No eran humanos: sus rostros eran máscaras de arcilla sin rasgos, sus manos garras de alambre retorcido. Lo sujetaron contra la pared mientras el doctor le inyectaba el líquido en la yugular. El mundo se desvaneció en un torbellino de imágenes:
Una máquina de escribir en un ático olvidado.
Un río de tinta donde flotaban cuerpos con la boca cosida.
Una mujer de vestido negro, sus ojos vacíos llenos de estrellas muertas.
Cuando despertó, estaba en una celda. Las paredes, cubiertas de espejos opacos, reflejaban siluetas difusas que no eran la suya. En el techo, alguien había escrito con excrementos secos:
EL INFIERNO ES UNA METÁFORA MAL CONTADA
El tiempo aquí era un animal herido. A veces, las horas pasaban en segundos; otras, los minutos se estiraban como goma podrida. Víctor golpeó la pared, gritando hasta que su garganta sangró. Nadie respondió. Hasta que, en un momento entre el sueño y la vigilia, una voz susurró desde la celda contigua:
—¿También te atraparon las palabras?
Era una voz femenina, áspera pero familiar. Víctor se arrastró hacia la pared.
—¿Lilith? —preguntó, recordando a la mujer del vestido negro.
—Los nombres son jaulas —respondió la voz—. Pero sí, soy yo. La que te advirtió. La que siempre vuelve.
—¿Qué es este lugar?
—Un sanatorio para los que preguntan demasiado. Los que desafían al Autor.
Víctor apoyó la frente contra el muro frío.
—¿Qué autor? ¿De qué hablas?
Lilith rio, un sonido amargo y dulce a la vez.
—El que escribe esto. El que nos condena a repetir nuestros errores en bucle. Tú lo conoces mejor que nadie.
Antes de que pudiera responder, un gemido retumbó en el pasillo. Víctor se asomó por los barrotes de la celda. Al final del corredor, una figura se arrastraba hacia él. Era uno de los pacientes vendados, pero ahora las gasas se habían desenvuelto, revelando una piel cubierta de ojos. Docenas de ojos, todos llorando tinta negra.
— ¿Por qué me abandonaste? —gimió la criatura, arrastrándose más cerca—. ¿Por qué me dejaste pudrirme en tus páginas?
Víctor retrocedió hasta chocar con la pared opuesta. Los ojos de la criatura brillaban con un dolor familiar, como si cada uno guardara un fragmento de su propia alma.
—¡Aléjate! —gritó.
La criatura alzó una mano deforme, y en su palma había un verso tatuado: "Escribir es cavar tu propia tumba con preguntas"
En ese momento, las luces parpadearon. Cuando se encendieron de nuevo, la criatura había desaparecido. Solo quedaba un charco de tinta humeante en el suelo.
—¿Lo ves? —susurró Lilith desde la celda vecina—. Aquí, las metáforas sangran. Las palabras se pudren. Y tú... tú eres el pez que muerde el anzuelo una y otra vez.
Víctor se desplomó en el suelo, exhausto.
—¿Cómo escapamos?
—No escapamos —respondió Lilith, y por primera vez, su voz sonó vulnerable—. Nos transformamos. Nos volvemos parte del poema.
Pasó lo que podrían haber sido horas o días. Víctor perdió la noción. A veces, los enfermeros de arcilla lo sacaban para inyectarle más del líquido negro. Cada vez, las visiones eran más vívidas: veía ciudades enteras escritas en piel, bibliotecas que ardían con sus propios versos, y siempre, siempre, la máquina de escribir en el ático, latiendo como un corazón herido.
Una noche, mientras yacía en el suelo, sintió que algo se movía bajo su camisa. Se levantó y descubrió que las palabras grabadas en su piel —aquellas que había visto en la biblioteca de huesos— se arrastraban como gusanos. "La luz duele más que la oscuridad", decía una. "Nacer fue el primer error", rezaba otra.
—Están vivas —murmuró, horrorizado.
—Claro que sí —respondió Lilith—. Las palabras son parásitos. Se alimentan de tu miedo, de tu duda. Por eso el Autor nos encerró aquí. Porque sabemos demasiado.
—¿Qué sabemos?
—Que esto —hizo un gesto que Víctor no podía ver— es solo un borrador. Un ensayo fallido. Y tú... tú eres el personaje que se dio cuenta.
Antes de que pudiera responder, la puerta de la celda se abrió. El doctor K. estaba allí, sosteniendo un cuaderno abierto.
—Es hora de su sesión de escritura —dijo, y sonrió con aquellos dientes demasiado perfectos—. El Autor quiere un final nuevo.
Los enfermeros lo arrastraron a la sala blanca. En el centro, había una máquina de escribir antigua, la misma del ático.
—Escriba —ordenó el doctor—. Escriba su propia condena.
Víctor se sentó. Las teclas eran frías y afiladas. Escribió:
QUIERO LIBERTAD
La máquina respondió:
LA LIBERTAD ES UNA PALABRA VACÍA
Entonces, las paredes comenzaron a sangrar. No sangre, sino tinta. Tinta que formaba versos, que gritaba maldiciones, que reía con la voz de todos los que había defraudado. Víctor cayó de la silla, retorciéndose mientras la tinta lo cubría, ahogándolo, llenándole la boca con el sabor amargo de sus propias mentiras.
Cuando despertó de nuevo en su celda, Lilith estaba cantando. Una canción sin palabras, solo notas rotas que se enredaban en el aire como hilos de telaraña.
—¿Por qué ayudarme? —preguntó Víctor, escupiendo restos de tinta.
—Porque tú me escribiste —respondió ella—. Y yo te escribo a ti. Así funciona el juego.
En ese momento, un sonido retumbó en el pasillo: el chirrido de una puerta abriéndose. Víctor se asomó. Al final del corredor, una salida que no estaba allí antes: un umbral brillante, dorado, como la página de un libro al amanecer.
—Es una trampa —advirtió Lilith.
—¿Y qué más da? —respondió Víctor, y corrió hacia la luz.
Detrás de él, las risas comenzaron de nuevo.
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