La mañana amanecía gris sobre Buenos Aires. El cielo nublado cubría los edificios como un presagio de incertidumbre, pero Jazmín Gómez no dejaba que eso le afectara. Se miró por última vez en el reflejo del vidrio del colectivo antes de bajarse en pleno microcentro. Su blusa blanca estaba perfectamente planchada, su falda negra era la única formal que tenía, y sus zapatos, aunque algo gastados, relucían de tanto pulido.
—Hoy empieza una nueva etapa —murmuró para sí misma mientras caminaba entre la multitud con paso rápido.
A los 25 años, conseguir un puesto como secretaria en Rodríguez Corporación, una de las empresas más poderosas del país, era más que un logro: era una esperanza. Hija de una madre enfermera y un padre ausente, Jazmín había trabajado desde los dieciséis para pagar sus estudios. Había sido cajera, niñera, moza. Pero nunca, hasta ahora, había estado en una oficina de vidrios espejados que reflejaban el poder económico del país.
Al llegar a la recepción, un hombre de seguridad la detuvo con una mirada fría.
—¿Nombre?
—Jazmín Gómez. Hoy empiezo a trabajar en administración —respondió con una sonrisa amable.
El hombre revisó la lista y, tras unos segundos de duda, le entregó una credencial temporal.
—Piso 18. Secretaria de Dirección General.
El ascensor subió veloz. Jazmín respiraba hondo. Piso tras piso, su corazón latía más fuerte. Cuando las puertas se abrieron, se encontró con una oficina elegante, minimalista, silenciosa. Las secretarias se movían con paso firme y vestimenta de marcas caras. Jazmín se sintió fuera de lugar desde el primer instante.
—¿Sos la nueva? —preguntó una mujer de cabello rubio perfectamente peinado, cruzada de brazos frente a su escritorio.
—Sí, Jazmín Gómez. Mucho gusto.
—Yo soy Romina. Te toca con el jefe. Qué suerte la tuya, ¿no? No todas empiezan ahí —dijo con una sonrisa que no llegaba a los ojos.
Jazmín intentó no dejarse afectar. Siguió a Romina hasta una gran puerta de madera. Golpearon suavemente.
—Adelante —respondió una voz masculina, profunda y segura.
Romina empujó la puerta y dejó a Jazmín sola en la oficina del CEO.
Esteban Rodríguez estaba de pie junto al ventanal, observando la ciudad. Llevaba un traje azul marino impecable y un reloj que costaba más que el auto de cualquier persona promedio. Cuando se giró, sus ojos castaños se posaron en ella con curiosidad.
—¿Sos la nueva secretaria? —preguntó con una sonrisa ligera.
—Sí, señor Rodríguez. Jazmín Gómez —respondió con un leve temblor en la voz.
—Por favor, decime Esteban. No me gusta eso de "señor Rodríguez". Sentate —dijo, señalando una de las sillas frente a su escritorio.
Ella se sentó, intentando controlar sus nervios. Esteban la observó un instante, notando su postura recta, su ropa modesta, pero cuidada. Había algo en sus ojos que lo intrigó: no era miedo, sino determinación.
—Contame un poco de vos, Jazmín.
—Bueno, vengo de trabajar en empresas más pequeñas, pero siempre fui muy dedicada. Estudié secretariado mientras trabajaba. Esta oportunidad… es muy importante para mí —dijo con sinceridad.
Esteban asintió.
—Eso me gusta. Que seas honesta. Acá lo que más valoro es la ética. El resto se aprende.
Ese comentario le dio un poco de alivio a Jazmín. Pasaron los siguientes minutos revisando tareas básicas. Él le mostró su agenda, cómo funcionaba el sistema interno, y hasta le ofreció un café que preparó él mismo.
Cuando salió de la oficina, Jazmín sentía que podía respirar con un poco más de calma. Pero la paz duró poco.
—Ah, así que te cae bien el jefe, ¿no? —le dijo Romina al pasarle por al lado con una sonrisa irónica.
—No entiendo…
—Ya vas a entender. Acá hay reglas que no están escritas —dijo otra secretaria, Luciana, mientras revisaba unas carpetas.
A lo largo del día, las miradas incómodas, los comentarios velados y las risitas entre compañeras se volvieron constantes. Jazmín, sin embargo, decidió mantenerse firme. No iba a dejar que la hicieran sentir menos por su origen.
Mientras tomaba agua en la cocina, escuchó sin querer una conversación entre Romina y Luciana.
—¿Viste cómo la miró Esteban? Seguro le tiene lástima. ¿Pobre y bonita? No le va a durar.
—O capaz le gusta lo exótico. Ya sabemos cómo son con las chicas de abajo…
Jazmín sintió que se le helaba el cuerpo. Quiso confrontarlas, pero algo la detuvo. No era miedo. Era orgullo.
Volvió a su escritorio y se enfocó en su trabajo. Lo haría mejor que nadie. No importaban los chismes ni las miradas.
A las seis en punto, Esteban salió de su oficina. Se detuvo frente al escritorio de Jazmín.
—¿Cómo estuvo tu primer día?
Ella levantó la mirada y sonrió con humildad.
—Difícil. Pero estoy agradecida de estar acá.
Esteban la observó unos segundos más de lo necesario.
—Cualquier cosa que necesites, hablalo conmigo. No permitas que nadie te haga sentir menos. ¿Sí?
Esa frase le dio fuerzas para terminar el día. Por primera vez, alguien en ese lugar le hablaba con verdadera empatía.
Cuando Jazmín salió a la calle y sintió el viento frío en el rostro, supo que algo grande estaba comenzando. No solo un trabajo, no solo una etapa… algo que aún no podía nombrar, pero que el tiempo se encargaría de mostrarle.
El segundo día en Rodríguez Corporación comenzó con el mismo cielo gris de la jornada anterior. Jazmín, sin embargo, se sentía distinta. Aunque los nervios seguían presentes, había algo en las palabras de Esteban que le daba seguridad. No era común que alguien con tanto poder hablara con respeto, y menos con una recién llegada. Eso le bastaba para ponerse su blusa blanca otra vez —lavada a mano la noche anterior— y salir a ganarse el día.
Subió al piso 18 puntual, saludando con una sonrisa a cada persona que se cruzaba en el pasillo. Algunas le respondían con un gesto seco, otras ni la miraban. La energía que flotaba en el aire era gélida, como si su presencia incomodara a quienes ya llevaban años en ese mundo de trajes caros y agendas apretadas.
Al llegar a su escritorio, notó algo raro: sus documentos estaban desordenados. El portapapeles que había dejado alineado con tanto esmero, ahora estaba volcado. La lapicera que había dejado en el cajón no estaba.
—¿Se te cayó todo, nena? —dijo Romina con sorna desde su escritorio, mientras sorbía un café de vaso descartable como si nada.
Jazmín no respondió. Solo acomodó sus cosas con delicadeza, tragándose el fastidio.
Esteban llegó una hora más tarde, saludando a todos con amabilidad, como siempre. Llevaba el saco colgado sobre un hombro y una carpeta bajo el brazo. Cuando pasó por al lado de Jazmín, hizo una breve pausa.
—Buen día, Jazmín.
—Buen día, Esteban —respondió ella con una sonrisa genuina.
La interacción no duró más que cinco segundos, pero fue suficiente para que las otras secretarias comenzaran a intercambiar miradas y susurros.
—¿Lo saludás con el nombre de pila ahora? Qué confianza, ¿no? —comentó Luciana en voz apenas audible.
Jazmín fingió no escuchar.
Ese día, a media mañana, Esteban le pidió que bajara al piso 12 a buscar unos documentos de contabilidad. Jazmín obedeció sin problemas, tomó el ascensor y se dirigió al archivo. Allí, una empleada mayor la recibió con frialdad.
—¿Sos la nueva del piso 18?
—Sí, Jazmín Gómez.
—Ya me hablaron de vos —dijo la mujer mientras buscaba los papeles—. Cuidado con los pasos en falso, nena. Ese piso es otra liga.
Jazmín no entendía a qué se refería todo el mundo con eso. ¿Tanto molestaba que una chica humilde llegara a ocupar un escritorio tan cerca del CEO?
Cuando regresó al piso 18, encontró una taza vacía sobre su escritorio. No era suya. Ni siquiera había tomado café esa mañana.
—¿Me podés lavar eso, porfa? —dijo Romina sin siquiera mirarla.
—¿Perdón?
—La taza. La dejé ahí porque justo me llamaron. Gracias.
Jazmín la miró, incrédula. Ella no era asistente personal de las otras secretarias. Su contrato decía “Secretaria administrativa del área de Dirección General”. Pero no quería armar lío, así que llevó la taza a la cocina en silencio.
Mientras fregaba, entró Luciana.
—Ah, qué bien. Te gusta servir, ¿no?
Jazmín giró apenas el rostro, manteniéndose serena.
—Solo la estoy lavando porque no me gusta tener cosas sucias en mi escritorio.
—Tranquila, che. Acá hay roles para todos. Algunas servimos café, otras hacemos llamadas importantes. Es natural.
El tono despectivo la atravesó como una aguja fina. No era una agresión directa, pero estaba cargado de veneno. Era claro que querían marcar territorio. Jazmín se limitó a secar la taza y volver a su escritorio sin decir una palabra más.
Más tarde, Esteban la llamó a su oficina para revisar unos informes.
—Noté que estás usando una hoja distinta a la plantilla interna. No te preocupes, pasa al principio —comentó, sin enojo.
—¡Ay! Perdón, me mandaron un archivo viejo. Lo cambio en seguida.
—No hay problema. Es algo mínimo. Pero me gusta que aprendas desde ahora. Lo estás haciendo bien, Jazmín.
Sus ojos se cruzaron por un instante. Él le sonrió con ese gesto tranquilo que ya empezaba a conocer. Era una sonrisa que no buscaba seducir, sino cuidar.
—Gracias. Lo valoro mucho —dijo ella, y se retiró con las mejillas encendidas.
Apenas volvió a su escritorio, encontró una nota escrita en un papel suelto:
"Ojo con lo que buscás. No todo lo que brilla es amor."
Jazmín la leyó con el ceño fruncido. Reconocía la letra: era de Luciana. Se la había visto en una nota interna la tarde anterior. Arrugó el papel y lo guardó en su bolso. No iba a darle el gusto de que la viera afectada.
La tarde transcurrió lenta. Las miradas seguían pesadas, y los susurros, constantes. Pero ella se aferraba a su objetivo: aprender, crecer, demostrar que merecía ese lugar.
A las seis, cuando la mayoría ya se estaba yendo, Esteban salió de su oficina. Caminó hasta el escritorio de Jazmín, notando que seguía allí, concentrada.
—¿No te vas?
—Quiero dejar todo ordenado para mañana —respondió, sin levantar la mirada.
—¿Te están tratando bien acá? —preguntó de golpe, con un tono que mezclaba preocupación y curiosidad.
Jazmín dudó. Pensó en las tazas, los comentarios, la nota. Pero negó con la cabeza suavemente.
—Estoy bien, gracias.
Esteban no insistió. Pero antes de irse, dijo algo que a ella le quedó grabado:
—Si alguna vez necesitás hablar de algo… mi puerta siempre está abierta.
Cuando el silencio volvió a llenar la oficina, Jazmín se quedó mirando la ciudad desde la ventana. Abajo, los autos se movían como hormigas, ajenos a su mundo.
Ella no era de ese ambiente, lo sabía. Pero no iba a dejar que la echaran con palabras vacías y miradas despectivas. Tenía dignidad. Y tenía un motivo.
Porque muy en el fondo, lo que empezaba a nacer entre ella y Esteban no era solo profesional. Había algo en la forma en que él la miraba. En cómo su voz cambiaba al hablarle. En la manera en que notaba detalles que nadie más veía.
Tal vez, con el tiempo, eso también florecería.
Pero por ahora… tenía que resistir.
El tercer día de trabajo comenzó con un sol tibio asomándose entre las nubes. Jazmín salió de su casa con un nudo en el estómago. Aunque trataba de mentalizarse para lo profesional, no podía ignorar la tensión creciente con sus compañeras. Sabía que no estaba haciendo nada malo, pero en ese piso de oficinas de lujo, ser distinta era suficiente para ser blanco de críticas.
Tomó el colectivo como cada mañana. Observaba a la gente con sus auriculares, sus celulares, sus mochilas. Nadie hablaba. Todos ensimismados, atrapados en sus propias luchas. Jazmín se sentía una más entre ellos. Una joven más con sueños grandes y un contexto modesto. Solo que ahora trabajaba rodeada de gente que había nacido con una ventaja.
Entró a Rodríguez Corporación con paso firme. El guardia ya la reconocía y la saludó con un leve movimiento de cabeza. Subió al ascensor, apretando el botón del piso 18 mientras respiraba hondo. Esa oficina era como un campo de batalla elegante y silencioso, donde las heridas no se veían pero dolían igual.
Apenas bajó, Romina la interceptó con una carpeta.
—Necesito que copies todo esto y lo entregues al mediodía. Ah, y cuidado con las fotocopiadoras, suelen trabarse —dijo con una sonrisa fingida.
Jazmín tomó la carpeta y respondió con un simple “ok”, sin ganas de iniciar un conflicto. Mientras se dirigía al área de copias, pasó frente a la oficina de Esteban. Él estaba adentro, hablando por teléfono, pero al verla, levantó la mirada y le sonrió brevemente. Ese gesto simple bastó para que el corazón de Jazmín se acelerara. No por enamoramiento —todavía no sabía qué sentía—, sino por lo inusual que era que alguien tan importante se tomara el tiempo de mirarla… como si la viera de verdad.
La fotocopiadora, como había predicho Romina, se trabó a la segunda hoja. Jazmín suspiró, abrió la bandeja, buscó el papel atascado. Sabía arreglárselas sola. Siempre lo había hecho.
Cuando regresó a su escritorio con las copias ordenadas, Romina y Luciana hablaban en voz baja. Al verla, se callaron.
—¿Te tardaste porque estabas charlando con el jefe? —dijo Luciana con sorna.
—La fotocopiadora se trabó —respondió Jazmín, sin perder la compostura.
—Claro… —replicó Romina—. Igual, cuidado. Ya hay muchas que intentaron "caerle bien" a Esteban y terminaron afuera. No se tolera el favoritismo acá.
Jazmín apretó los labios y volvió a su trabajo. No pensaba justificar lo que no estaba haciendo.
A media mañana, Esteban la llamó a su oficina. Ella entró con la libreta en mano, lista para tomar nota.
—Te quería preguntar si te gustaría ayudarme con la organización de la presentación del nuevo proyecto. Es algo más creativo, y tengo la impresión de que te manejarías bien.
—¿Yo? —dijo ella, sorprendida.
—Sí. Me gusta tu enfoque. Sos ordenada, rápida, atenta a los detalles. No es solo cuestión de experiencia —explicó él—. Confío en tu criterio.
Jazmín se quedó callada un momento. Sentía una mezcla de orgullo y temor. Sabía que si aceptaba, las otras secretarias iban a explotar de celos. Pero también sabía que esa era la oportunidad que tanto había esperado.
—Acepto —dijo con una sonrisa suave.
Esteban le devolvió la sonrisa, como si esperara esa respuesta. Le explicó los puntos generales del evento: se trataría de una presentación para inversores, con invitados de medios, en un salón elegante de Puerto Madero. Él quería que todo saliera perfecto.
Durante los siguientes días, trabajaron codo a codo. Jazmín iba tomando más confianza, no solo en su trato con Esteban, sino también en sus propias capacidades. Coordinaba con proveedores, revisaba detalles logísticos, proponía ideas frescas que él escuchaba con interés.
Las miradas entre ellos se volvían más largas. A veces se cruzaban sin hablar, pero la tensión estaba ahí. Jazmín no quería ilusionarse. Esteban era su jefe. Y además, ella era solo una chica de barrio con ropa sencilla y una historia de esfuerzo. No era de su mundo.
Una tarde, mientras revisaban el cronograma del evento en su oficina, Esteban la observó en silencio.
—¿Te pasa algo? —preguntó Jazmín, notando su mirada fija.
—Estaba pensando… —respondió él—. Me sorprende lo fácil que es trabajar con vos. No me pasa seguido. En esta empresa, muchos fingen, otros quieren agradarme todo el tiempo. Pero vos… vos sos auténtica.
Jazmín se ruborizó. Bajó la vista, incómoda.
—No sé ser de otra forma —dijo.
Esteban sonrió.
—Eso es lo que más valoro.
Hubo un silencio que ninguno se animó a romper. Jazmín fingió revisar unos papeles. Esteban la observaba como si quisiera decir algo más, pero se contuvo.
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Afuera de la oficina, la tormenta crecía. Las otras secretarias notaban el acercamiento. Y no lo toleraban.
Una mañana, Jazmín encontró su silla cambiada. La suya —que había sido asignada especialmente por Esteban por temas ergonómicos— había desaparecido, y en su lugar había una vieja, incómoda y rota.
Fue directo a Romina.
—¿Sabés qué pasó con mi silla?
—¿Tu silla? ¿Qué silla? No sabía que tenías un trono reservado —respondió con sarcasmo.
—Sabés a cuál me refiero. No estaba rota. Y ahora esta está así.
—Mirá, no soy la encargada del mobiliario. Capaz a alguien más le hacía falta. Relajate —dijo, volviendo a su pantalla.
Jazmín decidió no discutir. Tomó la silla improvisada y trabajó así todo el día, con la espalda hecha un nudo.
Esteban, al salir de su oficina, notó el cambio de inmediato.
—¿Qué pasó con tu silla?
—La cambiaron. No sé por qué —respondió ella sin mirarlo.
Él frunció el ceño.
—¿Alguien te lo pidió?
—No. Simplemente… pasó.
Esteban no dijo nada más en ese momento. Pero minutos después, se comunicó directamente con Recursos Humanos y ordenó una nueva silla para ella. Una mejor. Jazmín quiso decirle que no hacía falta, pero él fue firme.
—Te cuido porque lo merecés, Jazmín. No te dejes pisotear.
Esas palabras, cargadas de una calidez tan poco habitual en el mundo empresarial, la marcaron.
Esa noche, mientras volvía a su casa, Jazmín caminó con el abrigo ajustado al cuerpo. Las luces de la ciudad brillaban a lo lejos, pero ella pensaba en otra cosa: en cómo una mirada podía cambiarlo todo. Porque Esteban no solo la miraba con los ojos; la miraba con respeto, con admiración. La veía.
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Días después, el ambiente ya era abiertamente hostil. Las secretarias habían dejado de disimular.
—No sé qué le das al jefe, pero te está haciendo subir como espuma —dijo Luciana al pasar.
—Tranquilas, chicas. Que después se pinchan solas —agregó Romina.
Jazmín no contestó. Pero esa noche, al llegar a casa, lloró en silencio. Le dolía. Le dolía que el esfuerzo se viera empañado por la envidia, por la crueldad.
Sin embargo, al día siguiente volvió a la oficina con la frente en alto. Y cuando Esteban la saludó con una sonrisa, supo que todo valía la pena.
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Un viernes al final del día, cuando todos ya se habían ido, Esteban salió de su oficina y la encontró aún trabajando.
—¿Querés que te alcance? —preguntó de pronto.
—¿Eh?
—Tengo el auto acá cerca. Te llevo a tu casa, si querés.
Jazmín dudó. No sabía si era correcto. Pero algo en la forma en que él lo dijo, sin presión, con naturalidad, la hizo asentir.
El auto de Esteban era negro, elegante, con el aroma sutil de perfume caro. Durante el camino, hablaron de todo: música, películas, el barrio de ella, la infancia de él. Esteban se mostró distinto. Más humano. Jazmín lo escuchaba y descubría a un hombre con heridas propias, con un pasado más complejo de lo que imaginaba.
Al llegar a la puerta de su casa, Jazmín lo miró y dijo:
—Gracias… no solo por el viaje. Por confiar en mí.
Esteban la miró con seriedad. Sus ojos brillaban a la luz de la calle.
—No confío en muchas personas. Pero vos… no sé. Tenés algo que me hace querer cuidarte.
Jazmín se quedó sin palabras. Bajó del auto con el corazón en llamas.
Esa noche, por primera vez, se permitió soñar.
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