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Proyecto STELA

El día que deje de ser nadie

Siempre pensé que ser invisible me protegía. Que si nadie me miraba, tampoco podrían herirme. Que si me escondía detrás de mis gafas, de mis libros, de mis silencios, tal vez pasaría desapercibida y el mundo me dejaría en paz.

Pero estaba equivocada.

La invisibilidad también es una forma de tortura. Te borra poco a poco, te apaga sin que nadie lo note. Y cuando finalmente desapareces, ni siquiera se dan cuenta.

Mi nombre es Luna, tengo 17 años y desde que tengo memoria me he sentido como un error que nadie se atrevió a corregir. En la escuela soy la nerd antisocial. La que no habla. La que sabe todo, pero nunca lo demuestra. Porque cada vez que levantaba la mano, recibía risas. Cada vez que intentaba encajar, me empujaban más lejos. Ser lista no me hacía fuerte, me hacía más débil a sus ojos. Un blanco más fácil.

En casa la historia no era distinta. Tengo dos hermanos mayores. Uno de ellos se burla de mí cada vez que puede; el otro simplemente me ignora. Mis padres… bueno, están demasiado ocupados sobreviviendo a su propia miseria emocional como para notar que su hija se está rompiendo en pedazos. Desde que mamá murió —mi verdadera mamá, no la mujer fría que vive aquí ahora—, todo se volvió peor. Ella era la única que me veía de verdad. Me decía que ser diferente era un regalo. Ahora, ese regalo me pesa como una maldición.

A veces pienso que no nací para este mundo. No al menos para el mundo que me rodea.

Mis días eran todos iguales. Despertar. Evitar a mis hermanos. Ir a clases. Recibir miradas burlonas, empujones en los pasillos, carcajadas cuando pasaba frente al grupo de los populares. Luego volver a casa. Encerrarme. Sumergirme en libros, planos, ideas. Perderme en foros extraños donde hablaban de estrategias militares, de sistemas de defensa, de ciencia táctica y psicología del combate. Ahí me sentía viva. Ahí era alguien.

Una noche como cualquier otra, con los audífonos puestos sin música real, escuché algo que terminó de quebrarme. Mis padres hablaban en la cocina. No sabían que los escuchaba.

—Esa niña no sirve para nada —dijo mi padre con un suspiro largo, como si estuviera harto incluso de hablar de mí.

—Está tan desconectada de la realidad… me da miedo —respondió mi madrastra. La misma mujer que nunca me miró con afecto.

—¿Miedo? Es solo una chica rara. No sé ni por qué seguimos intentando.

No lloré. No esa vez.

Me quedé acostada en la oscuridad, sintiendo cómo esas palabras se grababan en mi piel como cicatrices invisibles. Fue entonces cuando lo supe. No podía seguir ahí. No quería ser parte de esa casa, de esa escuela, de ese entorno donde todos estaban convencidos de que yo no valía nada.

Cerré los ojos y recordé algo que había leído hacía meses en un rincón oculto del internet: un proyecto militar experimental para jóvenes excepcionales. No era oficial, pero tampoco era un juego. Un programa donde no importaba tu historia, ni tu apellido, ni cuántos amigos tenías. Solo importaba lo que tu mente podía hacer.

Volví a ese foro. Mi corazón latía rápido. Sabía que estaba haciendo algo que cambiaría mi vida. Y eso no me asustaba. Al contrario. Era la primera vez que sentía algo parecido a esperanza.

El formulario era directo: edad, habilidades destacadas, situaciones límite que hayas enfrentado, perfil psicológico. Lo llené en menos de media hora. Fui honesta. Brutalmente honesta. Les dije que estaba sola, que era brillante, que estaba dispuesta a todo. Les conté que sabía codificar, analizar, diseñar estrategias y entender patrones de comportamiento. Que no temía al dolor, que ya lo conocía muy bien.

Presioné enviar. Las manos me temblaban.

Tres horas después, a las 3:17 a.m., llegó la respuesta.

> "Solicitud ACEPTADA. Punto de encuentro: Zona 9. Preséntese en 48 horas. No habrá segunda oportunidad. Instrucciones adjuntas."

No supe si gritar o llorar. Me quedé quieta frente a la pantalla, con una mezcla de miedo y alivio. Era real. Me habían aceptado.

Pasé el resto de la noche empacando. Llevé lo justo: ropa básica, mis cuadernos con anotaciones, una libreta en blanco, bolígrafos, una linterna que yo misma había mejorado con piezas recicladas, y la única foto que conservaba de mi verdadera madre. Ella estaba sonriendo, tomándome en brazos cuando yo tenía apenas cinco años. Antes de que el mundo se oscureciera.

Escribí una carta. No porque creyera que les importara. Sino porque yo necesitaba cerrarlo todo de alguna manera.

“No me busquen. No me extrañen. Sé que no lo harán. Esta vez me elijo a mí.”

Al día siguiente, fingí que iba a la escuela. Salí con mi mochila, el uniforme mal abrochado y los auriculares en los oídos. Caminé hasta la estación. Tomé el bus. Luego un tren. Luego un taxi hasta el lugar donde comenzaría todo. Durante el trayecto, no volví la vista atrás ni una sola vez.

El punto de encuentro era un viejo edificio abandonado en las afueras de la ciudad, rodeado de silencio, con una sola cámara apuntando hacia la entrada. Me acerqué. Miré al lente. Esperé.

Un segundo después, una puerta metálica se abrió sola con un leve zumbido. Respiré hondo y entré.

El pasillo era estrecho, oscuro, iluminado solo por luces rojas en el suelo. Cada paso que daba retumbaba en mis oídos como una señal de que no había marcha atrás. Me sentía pequeña, pero al mismo tiempo… poderosa. Por primera vez, había elegido mi destino.

Llegué a una sala donde ya había otras personas. Un grupo de chicos y chicas, todos diferentes, todos con esa misma mirada de haber vivido algo que los marcó. Algunos tenían cicatrices visibles, otros cargaban las invisibles como yo.

Una mujer alta, de rostro serio y uniforme impecable, se acercó. Nos observó uno por uno con intensidad.

—Bienvenidos al Proyecto Élite —dijo, sin levantar la voz, pero con una firmeza que se sentía como un golpe—. A partir de hoy, dejan de ser lo que eran. Aquí no importan sus nombres, sus traumas ni sus excusas. Solo importa si sobreviven.

La palabra "sobreviven" no era una metáfora. Pude sentirlo.

—Serán entrenados física, mental y emocionalmente. No por compasión, sino porque el mundo no tiene lugar para los débiles. Ustedes fueron elegidos porque tienen el potencial. Pero potencial no significa nada sin disciplina. Aquí aprenderán a pelear, a liderar, a pensar, a resistir. Y si no lo logran… —hizo una pausa—, serán descartados.

Nos miramos entre nosotros. Nadie habló. Nadie sonrió. No estábamos ahí por diversión. Estábamos ahí porque no teníamos nada que perder.

Y en medio de todos ellos, yo, Luna, la chica que nadie notaba… me sentí por primera vez en casa.

Primer impacto

Dormimos en literas de acero, con colchones finos, y sábanas que olían a detergente barato y control. Nada en ese lugar invitaba al descanso. Todo parecía pensado para recordarte que no estabas en casa, ni en una escuela, ni en una película de entrenamiento. Esto era real. Era duro. Y lo sería aún más.

La primera noche no dormí. Escuchaba respiraciones agitadas, algunos sollozos apenas contenidos, movimientos nerviosos. Todos intentábamos no demostrar debilidad, pero todos la sentíamos.

Al amanecer, las luces se encendieron de golpe. Un sonido metálico retumbó en la habitación.

—¡Arriba, reclutas! ¡Formación en cinco minutos! —gritó una voz por los altavoces.

Salté de la cama como pude. Mis piernas temblaban. No sabía si por miedo o por frío. Me vestí con el uniforme que habían dejado sobre la litera: ropa negra, sin nombre, sin insignia, sin identidad. Justo como nos querían.

Corrí al patio, donde ya varios estaban en fila. Nos dividieron en grupos. Yo caí en el grupo C. Éramos siete. Todos nos mirábamos con una mezcla de desconfianza y curiosidad. Nadie hablaba. Hasta que él lo hizo.

—Soy Axel —dijo un chico de cabello castaño claro, piel tostada y una sonrisa tranquila—. No sé ustedes, pero esto se siente como una película de terror con uniforme.

Algunos rieron por lo bajo. Me permití esbozar una leve sonrisa. Fue la primera interacción humana que no me hizo sentir incómoda.

—Yo soy Valery —dijo una chica a su lado, con trenzas largas, expresión firme y voz decidida—. Y no creo que sea una película de terror. Esto es una prueba. Solo los que estamos rotos sobrevivimos a estas cosas.

Axel la miró con cierta sorpresa, pero luego asintió.

—Entonces somos un grupo de pedazos esperando armarse.

Yo no dije nada. Pero algo en ellos me hizo sentir… menos sola.

Nuestro entrenamiento comenzó ese mismo día. Nos enfrentamos a pruebas físicas imposibles. Correr con pesas, arrastrarnos por barro, levantar neumáticos gigantes, saltar muros que parecían construidos por titanes. Cada músculo de mi cuerpo gritaba. Cada célula protestaba. Pero seguí.

No porque pudiera. Sino porque tenía que hacerlo.

En medio de los ejercicios, escuché la voz de una instructora detrás de mí.

—¿Eso es lo mejor que tienes, cerebro? ¿Crees que tus cálculos te van a ayudar a escalar esta pared?

Me detuve. Giré el rostro y vi a una mujer imponente, con una cicatriz cruzándole la ceja. Me miraba como si pudiera ver a través de mí.

—No, señora —respondí, sin aliento.

—Pues entonces sube, o vuelve a tu casa de niña invisible.

Eso me encendió por dentro.

Apreté los dientes, busqué puntos de apoyo, tracé en mi mente una ruta lógica. Analicé la textura, el ángulo, la distancia. Usé mi cerebro para guiar al cuerpo. Y subí.

Cuando llegué arriba, jadeando, ella me observó en silencio… y sonrió, apenas.

—Tal vez no estés tan perdida.

Luego vino la teoría. Tácticas de combate, análisis de conflictos, estrategia militar. Ahí fue donde brillaba. Todo lo que había leído en silencio por años finalmente tenía un propósito. Mientras otros sufrían con mapas y códigos, yo los resolvía como si fueran rompecabezas.

Axel y Valery se sentaban siempre a mi lado. No sé en qué momento se volvió costumbre, pero lo agradecía. Él era curioso, preguntaba todo. Ella era competitiva, siempre buscando superarse. Y entre los tres formamos una pequeña alianza no hablada.

Pero como todo equilibrio, también llegaron los choques.

En la segunda semana, durante un ejercicio de combate cuerpo a cuerpo, me tocó enfrentarme a una chica alta, de cabello corto y ojos fríos como el acero. Se llamaba Eliza. Ya la había notado antes: era rápida, fuerte, y tenía esa mirada de superioridad que te perforaba sin necesidad de palabras.

Apenas me paré frente a ella, sonrió con burla.

—¿Te vas a defender con fórmulas, genio?

No respondí. Me puse en posición, aunque no tenía idea real de cómo pelear. Sabía lo básico, lo que nos habían enseñado en días anteriores. Pero ella… ella era otra cosa.

El combate duró menos de un minuto.

Me tiró al suelo con fuerza. No tuve oportunidad. El aire se me fue de los pulmones. La vista se me nubló. Pero lo peor fue su voz al acercarse a mi oído:

—No deberías estar aquí. Esta no es tu guerra.

Algo en mí ardió. Quise gritar. Golpear. Defenderme. Pero no pude. No en ese momento.

Después del entrenamiento, mientras curaba mis heridas, Axel se acercó con una botella de agua.

—¿Estás bien?

—No lo sé —respondí, con voz ronca.

—Esa chica tiene problemas —dijo él, sentándose a mi lado—. No es contigo. Es con todos. Pero contigo más.

—¿Por qué?

Valery apareció justo en ese momento y se cruzó de brazos.

—Porque te ve como una amenaza. No pareces fuerte, pero lo eres. Y ella lo sabe.

No supe qué decir. Nunca nadie me había considerado una amenaza antes. Ni siquiera una opción. Y ahora… era alguien que despertaba celos.

Pasaron los días. Y aunque Eliza seguía mirándome con desdén, yo ya no bajaba la mirada. Empecé a entrenar más duro. Aprendí a usar mi cuerpo como una extensión de mi mente. Y cada día, sentía que algo dentro de mí se transformaba. Que esa niña invisible quedaba atrás, y algo nuevo, más fuerte, más decidido, comenzaba a nacer.

Una noche, mientras escribía en mi libreta, Axel se acercó y se sentó a mi lado.

—¿Qué escribes siempre ahí?

—Estrategias. Ideas. Códigos que se me ocurren.

—¿Puedo ver?

Le tendí la libreta sin pensar. Era la primera vez que alguien se interesaba por algo mío.

La revisó en silencio. Luego me miró.

—Eres increíble. Nunca lo digas en voz alta, pero lo eres.

Me puse roja. Bajé la mirada.

—No estoy acostumbrada a que me digan cosas así.

—Pues ve acostumbrándote. Porque este lugar puede destruirte… o convertirte en algo que ni tú misma imaginas.

Esa noche dormí un poco mejor.

inteligencia letal

Los días en la base pasaban sin nombres. No sabíamos si era lunes o jueves, si estábamos en septiembre o en octubre. Solo existía la rutina: entrenar, resistir, obedecer, aguantar. El reloj no marcaba la hora, marcaba la cantidad de dolor que podías soportar sin quebrarte.

El cuerpo me dolía cada día más, pero no me importaba. Porque por primera vez, mi mente tenía un propósito. Ya no era solo una nerd encerrada en un cuarto devorando libros. Aquí, esa nerd estaba aprendiendo a pelear.

Y empezaba a llamar la atención.

Una mañana, la instructora principal —la de la cicatriz en la ceja— nos llevó a una sala diferente. Estaba llena de pantallas, mapas digitales y simuladores. Sus ojos brillaban con algo nuevo: expectativa.

—Hoy no correrán, no levantarán pesas ni escalarán muros. Hoy usarán lo único que nunca se puede romper del todo: su mente —dijo.

Nos explicaron que enfrentaríamos una simulación táctica. Un ataque coordinado en un terreno hostil. Deberíamos liderar un equipo virtual, tomar decisiones en tiempo real y lograr el objetivo sin pérdidas.

—Este ejercicio no mide fuerza física. Mide visión, liderazgo, análisis y frialdad bajo presión. Los mejores resultados tendrán consecuencias. Para bien… o para mal.

Todos se tensaron.

Cuando fue mi turno, me senté frente a la consola. Mis manos temblaban, pero no de miedo. De adrenalina. Sabía que esto era mi campo.

La simulación inició: una misión de rescate en una aldea sitiada. Recursos limitados. Tiempo reducido. Varios caminos posibles. Demasiadas variables.

Cerré los ojos un segundo. Recordé lecturas, patrones, jugadas de ajedrez humano. Me enfoqué.

Mientras avanzaba, los datos fluían en mi cabeza como si fueran piezas de un puzzle. Moví mis unidades virtuales con precisión quirúrgica. Anticipé emboscadas, usé el entorno a mi favor, aseguré salidas antes de entrar.

Al final, logré rescatar a todos los civiles sin una sola baja.

Silencio.

Los instructores se miraron entre ellos. Uno anotó algo rápidamente. La mujer de la cicatriz me observó con una mezcla de sorpresa y respeto.

—Nombre —dijo, seca.

—Luna —respondí, sin dudar.

—Tienes la puntuación más alta de toda la generación. Récord completo. Y lo lograste sin fallos.

No dije nada. No sonreí. Pero por dentro… mi corazón estaba en llamas.

Cuando salí, Axel y Valery me esperaban.

—¿Cómo te fue? —preguntó él.

—La rompió —dijo una voz detrás de mí. Era uno de los técnicos. Me miró como si ya fuera una leyenda.

Axel me aplaudió sin vergüenza.

—Te dije que eras increíble. ¡Lo estás demostrando!

Valery sonrió con orgullo.

—Hoy muchos van a empezar a verte diferente. Prepárate.

Y tenían razón.

Desde ese día, los demás empezaron a mirarme con respeto. Algunos incluso con admiración. Ya no era la "chica callada que lee mucho". Era "la que venció la simulación imposible".

Pero no todos lo tomaron bien.

Esa noche, mientras me lavaba la cara en los baños comunes, Eliza apareció. Se paró frente a mí, con los brazos cruzados, la mandíbula tensa.

—Así que ahora eres la estrella.

La miré a través del espejo. Tranquila.

—No soy una estrella. Solo hice lo que sé hacer.

—No te creas mejor que los demás. Esto no es un videojuego. Aquí la gente muere. Los errores cuestan vidas reales.

—Lo sé —respondí—. Por eso prefiero evitar errores.

Nos quedamos en silencio. Eliza apretó los dientes y se fue sin decir nada más. Pero algo en su mirada había cambiado. Ya no era odio puro. Era… incomodidad. Tal vez incluso duda.

No sabía si me odiaba o me temía. Tal vez ambas cosas.

Los días siguientes fueron una mezcla de reconocimiento y presión. Me asignaron tareas más complejas. Me hicieron responsable de analizar las estrategias del grupo. La instructora me puso como líder en varios ejercicios. El respeto que había ganado empezaba a pesar.

Un día, durante una misión simulada en equipos, me tocó coordinar una operación junto a Axel, Valery… y Eliza.

La tensión era evidente desde el inicio. Nos ubicaron en un terreno virtual con condiciones extremas: visibilidad reducida, terreno inestable y señales de comunicación cortadas intermitentemente.

Mi plan era claro: flanquear el área desde dos lados, mientras uno se quedaba en el centro coordinando. Yo debía quedarme en el centro.

Eliza no tardó en oponerse.

—¿Tú en el centro? ¿Dando órdenes? No me parece.

—Es lo más lógico. Yo tengo la visión completa del terreno. Puedo coordinar mejor —dije, manteniendo la calma.

—O tal vez solo quieres quedarte cómoda mientras los demás nos arriesgamos.

—¿Te crees la única que arriesga? —intervino Valery, molesta—. Luna está aquí por algo. Deja de buscar pelea todo el tiempo.

Axel apoyó con un gesto firme.

—Confío en Luna. Yo sigo su plan.

Eliza me miró, desafiante… y luego asintió sin más.

La misión fue un éxito. No perfecto, pero exitoso. Y esta vez, Eliza cumplió su parte sin desobedecer. Cuando salimos de la simulación, no hubo felicitaciones. Pero tampoco reproches.

Horas después, mientras revisaba mis notas en la sala común, Eliza se acercó. Se sentó sin pedir permiso. Me miró.

—Tu plan fue bueno. Lo reconozco.

Me costó creer que esas palabras vinieran de ella.

—Gracias —respondí.

—Solo no te confíes. Aquí, una sola equivocación puede arrastrarnos a todos.

Asentí.

—Lo sé. Y por eso pienso en todos antes de tomar una decisión.

Se quedó en silencio. Luego se levantó.

—No me caes bien… pero ya no creo que seas débil.

Y se fue.

Era lo más parecido a una tregua que podía esperar de ella.

Esa noche, me quedé despierta, viendo el techo. Pensé en quién era antes. En cómo llegué hasta aquí. En todo lo que me hicieron creer que no podía ser.

Y ahora estaba liderando equipos, salvando simulaciones imposibles, ganándome el respeto de gente que antes me ignoraría por completo.

No estaba completa. No estaba curada. Pero estaba renaciendo.

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