El zumbido del aire acondicionado en mi oficina de esquina sonaba como el último aliento de algo que se estaba muriendo. Afuera, la ciudad se desangraba en tonos anaranjados y morados, los mismos colores que pintaban el cielo la noche que conocí a Elian. Mis dedos tamborilearon sobre el teclado inactivo mientras observaba cómo los últimos números del día se estancaban en la pantalla. Veintiocho años, una cartera de clientes que haría llorar de envidia a cualquier corredor de bolsa, y un matrimonio que se desintegraba más rápido que las acciones de una startup fraudulenta.
El olor a café rancio y cuero italiano llenaba el espacio, pero bajo todo eso, si respiraba hondo, aún podía atrapar ese fantasma de fresas maduras que siempre flotaba alrededor de Elian. Cinco años atrás, ese aroma me volvía loco. Ahora solo me recordaba lo que ya no tenía.
El teléfono vibró contra el escritorio de cristal. Un mensaje del grupo: "Nuevo Luna tonight. Sin preguntas, sin culpas."
No necesitaba más invitación.
Cerré la laptop con un golpe seco que resonó en la oficina vacía. Lucas, mi asistente beta, levantó una ceja desde su cubículo pero no dijo nada. Todos sabían cómo estaban las cosas. Todos menos Elian, que insistía en actuar como si todavía fuéramos aquellos chicos que se juraron amor eterno entre risas y copas de vino barato.
El traje de 3.000 dólares me quedaba demasiado ajustado esa noche. La corbata me estrangulaba. La ciudad pasaba borrosa por la ventana del taxi, un sueño febril de luces neón y sombras alargadas. El conductor olía a ajo y sudor, pero prefería eso al perfume de fresa que todavía se aferraba al asiento del copiloto de mi BMW.
El club era exactamente lo que esperaba: un vientre pulsante de luces estroboscópicas y cuerpos sudorosos. La música me golpeó en el pecho como un disparo al salir del taxi. No era mi escena, pero esa noche no quería pensar. Solo sentir. Olvidar.
Dos whiskies después, el mundo tenía ese brillo difuso que tanto necesitaba. Un omega de cabello negro y labios pintados de rojo cereza se deslizó junto a mí en la barra.
—¿Solitario, alfa? —Su voz era suave como el terciopelo, pero había un filo ahí, el mismo que todos llevábamos escondido.
Le mostré mi anillo de matrimonio, ahora flojo en mi dedo.
—Solo estoy de paso.
Él rio, el sonido se perdió en el estruendo de la música.
—Todos lo estamos.
Su aroma a vainilla y algo más picante me recordó por un segundo a cómo olía Elian cuando estaba en celo. Pero esta fragancia era más áspera, menos dulce. Más honesta.
Pedí otra ronda. Para él. Para mí. Para cualquiera que se acercara. El alcohol quemaba mi garganta pero no lograba calmar ese vacío que se expandía en mi pecho.
En el baño del club, mientras me lavaba las manos, el espejo me devolvió la imagen de un extraño. Ojos inyectados en sangre, camisa desabotonada, el reloj Rolex brillando bajo las luces fluorescentes como un recordatorio grotesco de todo lo que tenía y todo lo que había perdido.
Saqué el pequeño frasco de perfume del bolsillo. Fresas salvajes. La última botella que quedaba. La abrí una última vez, inhalé profundamente, y luego la arrojé al inodoro. El vidrio se rompió contra la porcelana con un sonido satisfactorio.
Cuando volví a la pista de baile, el omega de labios rojos me esperaba. Sus brazos se enroscaron alrededor de mi cuello como enredaderas venenosas.
—¿Seguro que solo estás de paso? —murmuró contra mi piel.
No respondí. Solo cerré los ojos y dejé que la música y el alcohol me llevaran a algún lugar donde no tuviera que recordar. Donde no tuviera que sentir.
Elian probablemente estaría en casa, esperando como siempre. Pero esta noche, por primera vez en meses, no iba a volver.
El omega de labios rojos se deslizó sobre mis piernas con la fluidez de una serpiente. Su calor traspasaba el fino tejido de mi camisa, y por primera vez en meses, sentí que algo dentro de mí respondía.
—Te gusta jugar con fuego, alfa —susurró, los dientes brillando como perlas bajo las luces moradas. Sus dedos, hábiles como un pianista, desabrocharon el segundo botón de mi camisa. El roce de sus uñas contra mi clavícula me hizo contener el aliento.
Olía a vainilla quemada y sal, nada que ver con la dulzura empalagosa de las fresas. Era un aroma crudo, sin disfraces, como el alcohol barato que ardía en mi garganta.
—No estoy jugando —gruñí, apretando su cintura con ambas manos. La tela de su camisa, tan fina que casi podía sentir su piel debajo, se arrugó entre mis dedos.
Jace rió, un sonido bajo y húmedo, y se inclinó hasta que sus labios rozaron mi oreja:
—No me importa.
Su lengua trazó el contorno de mi lóbulo antes de morderlo con fuerza suficiente para hacer que mis músculos se tensaran. El dolor era agudo, deliberado, y algo en mi estómago se retorció de placer.
El club desapareció. El zumbido de la música se convirtió en estática lejana. Solo existía el peso de su cuerpo sobre el mío, la humedad de su aliento en mi cuello, la presión de sus muslos contra mis caderas.
—¿Qué más puedes hacer con esa boca? —pregunté, hundiendo los dedos en su cabello y tirando hacia atrás para exponer la línea pálida de su garganta.
Sus pupilas estaban tan dilatadas que casi no se veía el iris.
—Todo lo que quieras. Pero no aquí.
Se levantó de un movimiento fluido, arrastrándome por la muñeca hacia un pasillo estrecho donde las luces rojas de emergencia teñían todo de un color sanguíneo. La pared estaba fría contra mi espalda cuando me empujó contra ella.
—Déjame adivinar —murmuró Jace, deslizando una rodilla entre mis piernas—. Tienes un omega en casa con el que ya no te diviertes.
Su mano encontró el borde de mi cinturón. El metal del hebilla chocó contra sí mismo con un clic obsceno.
—Cállate —gruñí, pero no me moví.
—No. Creo que necesitas escucharlo —sus dedos trabajaban los botones de mi pantalón con precisión quirúrgica—. Necesitas que alguien te recuerde que todavía puedes sentir algo.
El sol de la mañana se colaba entre las cortinas del VIP como un intruso impertinente, iluminando las botellas vacías y los restos de nuestra aventura nocturna. Me desperté con el sabor del whisky podrido en la lengua y un dolor punzante detrás de los ojos que latía al compás de las risas de mis amigos.
La noche me había llevado a presentar al Omega a mis amigos, él había huido al sentirse rodeado de Alfas, nosotros reímos sabiendo que la noche apenas había empezado.
Mis Lobos ya estaban allí, frescos como si la resaca fuera un invento de betas débiles:
Marcos ocupaba medio sillón con su corpulencia de toro de lidia, los nudillos marcados de cicatrices brillando al mover su copa de bourbon.
Eric jugueteaba con un cubo de hielo entre sus dientes perfectos, las uñas impecables raspando el cristal de su vaso con sonido de advertencia.
Dante, el más joven y cruel, olía a tabaco caro y violencia contenida.
—Miren al cachorro caído —dijo Dante, señalándome con su cigarro—. Hasta aquí llega el aroma.
Todos rieron. Yo intenté incorporarme y el mundo se inclinó peligrosamente.
—Apestas a omega de segunda mano —Eric arrugó la nariz—. ¿No podías elegir uno con mejor pedigree?
El camarero apareció con mi whisky. Lo bebí de un trago, disfrutando cómo quemaba el remordimiento en mi garganta.
—Elian huele a fresas de verdad —la frase se me escapó como un suspiro etílico.
El silencio cayó como un guillotina.
Marcos soltó una carcajada que hizo temblar los vasos.
—¡Por todos los dioses! ¿En serio todavía piensas en ese omega? —su mano, grande como un jamón, aplastó mi hombro—. Un Alfa que llora por un Omega es alguien patético.
Dante encendió otro cigarro, el humo formando coronas sobre nuestras cabezas.
—Te lo dije cuando te casaste: los omegas son como mascotas. Se les da techo y comida, no el corazón.
El segundo whisky sabía a derrota. Mis amigos continuaron su ritual matutino: Dante contando sus conquistas nocturnas, Eric criticando el mercado asiático, Marcos bebiendo como si su hígado fuera de acero. Yo fingí reír en los momentos adecuados.
Pero cuando me levanté para ir al baño, el espejo me devolvió la imagen de un extraño: camisa manchada, pelo revuelto, la sombra de una barba mal afeitada. Y los ojos... Dios, los ojos parecían los de un hombre que ya no reconocía.
Me lavé la cara con agua fría. Las gotas resbalaron por mi cuello, limpiando sal y rastros de pintura labial negra. Pero el olor a vainilla seguía ahí, impregnado en mis poros como un recordatorio de mi caída.
Al regresar, mis Lobos habían reclutado nuevos coristas para su corte: omegas jóvenes, perfumados con esencias caras que no lograban ocultar su ansiedad.
—¡Damien! Ven a elegir tu desayuno —bromeó Marcos, apretando la cintura de un ruborizado omega de cabello azul.
Sonreí. Bebí.
Pero cada sorbo sabía más amargo que el anterior. Después, caminé hacia la salida.
El taxi se alejó dejando un rastro de humo negro que se mezcló con el amanecer gris. Mis manos temblaban aún—no solo por la resaca, sino por el vacío que dejó aquel omega de labios rojos cuando se rió de mí. Volveras con tu dueño, perrito, había escupido antes de desaparecer entre las sombras del club.
La puerta de mi casa crujió al abrirse, sonido que siempre había significado refugio pero que ahora solo amplificaba el zumbido en mi cráneo. El aire cálido del interior me golpeó cargado de un aroma que me partió el pecho: fresas silvestres—el olor de Elian impregnado en cada cortina, cada almohada, cada rincón de este lugar que ya no merecía llamar hogar.
Lo vi antes de que él alzara la vista.
Elian estaba de pie frente al fregadero, sus hombros frágiles dibujándose bajo el suéter de lana que le compré en París.La luz de la mañana se filtraba por la ventana, iluminando su cabello plateado como si estuviera coronado por halos. Mientras sus manos, esas manos que antes recorrían mi cuerpo como una plegaria, restregaban mecánicamente un plato.
Dios mío, qué hermosa ruina había creado.
—Te prepare algo para desayunar— murmuró sin volverse, su voz rasgada por la noche en vela que adiviné en sus ojeras.
El contraste me asfixió: él acomodado mi desayuno favorito mientras yo aún tenía los labios manchados de rímel ajeno.
Avancé tambaleándome, pisando fuerte para disimular cómo el mundo se inclinaba. Elian giró lentamente y su mirada, siempre tan maldítamente perspicaz, bajó hasta mi cuello, donde los moretones del omega del club aún ardían.
Su nariz se contrajo apenas.
—Hueles a...—una pausa, un parpadeo rápido— a humo de cigarro.
Mentira piadosa. Ambos sabíamos que el olor a vainilla barata y sexo sudoroso me envolvía como una segunda piel.
—¿Y qué esperabas?—escupí, arrojando mi chaqueta manchada de whisky al sofá—. ¿Qué volviera oliendo a rosas como tu puto jardín?
Elian retrocedió un paso, su espalda golpeando el borde de la encimera.
—Solo dije que.
—¡No digas nada! —grité, golpeando la mesa con tanta fuerza que los platos recién lavados temblaron—. ¡No me mires con esa cara de mártir! ¡No me des tu maldita compasión!
Mi mano barrió el plato que había dejado preparado para mí. La comida—huevos, tostadas, todo perfectamente dispuesto—voló por los aires antes de estrellarse contra el suelo.
Elian no se inmutó. Solo respiró hondo, sus hombros subiendo y bajando con ese movimiento calmado que siempre usaba cuando yo perdía el control.
El plato que sostenía se estrelló contra el fregadero.
—Solo pensé que... —su voz se quebró en ese tono que antes me hacía caer de rodillas pidiendo perdón. Ahora solo alimentaba mi rabia.
—¡Deja de pensar! —grité, embistiendo la mesa donde había dispuesto el desayuno. Los huevos con chiles que tanto me gustaban volaron por los aires antes de reventar contra la pared—. ¡Deja de fingir que esto todavía funciona!
Elian no retrocedió. Se limitó a mirar el desastre con una calma que me enloqueció.
—Recoge esto —gruñí señalando los huevos escurriendo por la pared como yema y culpa mezcladas—. Y ocúpate de lo que un omega debe ocuparse.
Su suspiro fue tan leve que casi no lo escuché.
—Ire a tomarme un baño—respondi, mientras él se arrodillaba ante los restos de nuestro matrimonio esparcidos por el suelo.
Al subir las escaleras, cada paso resonó como un martillazo en mi conciencia. El espejo del baño me devolvió la imagen de un monstruo: camisa manchada de lápiz labial negro, ojos inyectados de veneno y vergüenza, el olor a traición saliendo de mis poros.
Me hundí en el agua hirviendo, restregándome la piel hasta sangrar, pero ni el jabón más fuerte pudo eliminar los rastros de esa noche.
Y cuando el vapor se condensó en el espejo, escribí con un dedo tembloroso: "Lo siento".
Pero como todas mis disculpas, se desvaneció antes de que alguien pudiera leerla.
El plato roto tenía la misma forma que nuestro aniversario: pedazos irregulares que ya no encajaban. Me arrodillé, como siempre, para recoger los fragmentos, sintiendo el filo contra mis yemas sin inmutarme. La sangre que goteó de mi boca al toser sabía a hierro oxidado, pero no me sorprendió. El médico lo llamaba "úlceras por estrés". Yo lo llamaba síntoma número ocho en la lista de cosas que Damien ya no notaba.
El agua caliente para su baño seguía corriendo arriba. Como todas las mañanas en que volvía oliendo a pecados ajenos.
Me limpié el labio con el dorso de la mano, dejando un rastro carmesí sobre mi piel pálida. Qué curioso, pensé.
Los pedazos de porcelana blanca cayeron como nieve sucia alrededor de mis pies descalzos.
Me agaché lentamente, sintiendo cómo el viejo dolor en las costillas - producto de su último "accidente" durante su celo - protestaba con el movimiento. Recogí los fragmentos uno por uno, notando cómo el borde afilado de uno de ellos dibujaba una línea roja perfecta en mi dedo índice.
Hace tres años esto me habría hecho llorar, pensé.
La sangre en mi boca apareció sin aviso, ese sabor metálico que se había vuelto tan familiar en los últimos meses. La escupí discretamente en el paño de cocina mientras Damien seguía su monólogo.
—Es solo estrés —respondí automáticamente, pasando la lengua por el corte en mi mejilla. Sabía a mentira y a derrota.
El segundo escupitajo de sangre cayó en el fregadero mientras el agua hervía para el café. Rojo brillante contra el acero inoxidable. Tercera mañana seguida, anoté mentalmente.
Me limpié los labios con el dorso de la mano, dejando un rastro carmesí que se mezcló con las cicatrices de viejas mordidas. El espejo del baño principal reflejaba luz—Damien había acabado.
El sonido del agua corriendo en la ducha era tan predecible como el tictac del reloj: se bañaba para eliminar evidencias, salía impecable para el trabajo.
Me serví un café negro. Amargo. Como el sabor de su marca en mi nuca, ahora desvanecida por el tiempo y su desinterés.
El portazo del baño me sobresaltó. Damien emergió envuelto en vapor, una toalla atada en su cintura que dejaba ver muslos marcados por uñas que no eran las mías.
—Voy con los muchachos al club—anunció a mi espalda mientras buscaba en el clóset su traje azul marino—. No esperes...
—Que vuelva temprano. Lo sé —terminé por él, sirviendo su taza de café exactamente como lo prefería: dos azúcares, una pizca de canela.
Sus dedos rozaron los míos al tomar la taza. Ni un escalofrío. Ni un parpadeo. Nada.
El espejo me mostró la escena perfecta: el Alfa impecable bebiendo su café, el Omega ensangrentado apoyado en el mármol. Una parodia de lo que fuimos.
Cuando el portazo anunció su salida, escupí otra bocanada roja en su taza vacía.
El reloj avanzaba.
El frasco de pastillas brilló bajo la luz del refrigerador. Inhibidores de estrés. Mentiras blancas en un frasco de plástico.
Una por una, las arrojé al triturador.
Su gemido mecánico ahogó lo que pudo ser un sollozo.
O quizás solo fue el sonido de otra cosa rompiéndose para siempre.
La sangre seguía brotando entre mis dientes, un goteo constante que manchaba el agua del fregadero.
Apoyé la frente contra el frío cristal de la ventana. El reflejo que me devolvía era el de un extraño: ojos hundidos, labios partidos, el cabello plateado opaco y grasoso por días sin lavarlo bien. A mis pies, el cubo con agua sucia y trapos de limpieza esperaban para ser usados en el siguiente cuarto.
Hace tres años, pensé mientras otra punzada de dolor recorría mi estómago, estaría moliendo los primeros granos de café en "La Hojita Seca". Mis manos, ahora agrietadas por los químicos de limpieza, solían crear arte con la espuma de leche. Damien decía que había quedado hipnotizado la primera vez que me vio dibujar una hoja de otoño en su capuchino.
El dolor en el pecho empeoró cuando tosí, escupiendo otro coágulo en el paño que llevaba en el bolsillo. Gastritis por estrés, decía el diagnóstico. Yo lo llamaba "el precio de creer en alfas que juran amor eterno".
En el cajón más bajo, escondido bajo los trapos viejos, mi viejo delantal de barista guardaba el olor a granos tostados y libertad. Lo desdoblé con manos que temblaban, presionando la tela contra mi cara mientras el dolor en el pecho se hacía insoportable.
Afuera, el cartero pasó silbando. Un sonido tan ajeno a esta casa silenciosa como lo era ahora la felicidad.
Guardé el delantal justo cuando el teléfono vibró. Un mensaje de la clínica: "Recordatorio: revisión anual mañana a las 9 AM".
Una risa seca me escapé. ¿Para qué? A Damien ni siquiera le importaría. Como todo lo nuestro, se había desvanecido en silencio.
Mis dedos manchados de sangre y cloro marcaron sin querer el número que aún sabía de memoria.
—Elian, hijo, ¿estás bien?
Colgué antes de que mi voz pudiera traicionarme. Pero en el espejo sucio de la cocina, mis ojos brillaban con algo que no veía hace años.
Algo que se parecía peligrosamente a esperanza.
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