El viento aullaba entre los árboles, una sinfonía helada que anunciaba la desgracia. La luna llena bañaba el claro con su luz plateada, proyectando sombras alargadas sobre la nieve. Cada copo que caía era una advertencia, un susurro gélido de la noche que envolvía la escena en una quietud ominosa. El aire olía a resina de pino y a tierra húmeda, pero también a sangre, a miedo contenido.
Kael se mantenía firme en el centro del círculo, su pecho subía y bajaba con respiraciones profundas y controladas. Sus ojos azules destellaban furia mientras perforaban la mirada de Darian, el Alfa de la manada. Su mandíbula estaba tensa, los músculos de sus brazos vibraban con la contención de una violencia latente, una que amenazaba con desbordarse como un río embravecido.
—No podemos seguir con esto —gruñó Kael, su voz grave y firme, pero llena de indignación—. Explotamos a los nuestros, los obligamos a cazar hasta el agotamiento, y para qué… ¿Para alimentar tu avaricia, Darian?
El Alfa, un lobo de pelaje oscuro y cicatrices de guerras pasadas, sonrió con desdén. Sus ojos eran pozos de sombra, vacíos de empatía. Caminó alrededor de Kael con la lentitud de un depredador jugando con su presa, con la certeza de su dominio absoluto sobre la situación. Sus botas crujían sobre la nieve, rompiendo el silencio expectante de la manada.
—Siempre has sido un soñador, Kael —murmuró, su voz impregnada de veneno—. Pero en esta manada, no hay lugar para la debilidad.
Los murmullos de los otros lobos se intensificaron. Algunos miraban a Kael con respeto, otros con miedo. Él sabía que muchos estaban de acuerdo con él, pero nadie se atrevería a desafiar a Darian si sabían que terminarían muertos. Nadie excepto él. El aire se volvió más denso, como si el bosque mismo contuviera el aliento ante lo inevitable.
—¿Debilidad? —Kael dio un paso adelante, su cuerpo irradiaba tensión contenida—. No, Darian. Esto no es debilidad. Esto es honor, es lealtad a lo que la manada debería ser.
Darian rió, una risa baja y cruel que resonó entre los árboles como el eco de un trueno lejano. Su mirada encendida por un deseo brutal de matarlo.
—La lealtad es para quienes la merecen —susurró, y con un gesto de su mano, la sentencia cayó como un relámpago.
De entre la multitud, dos lobos emergieron. Hermanos de Kael, compañeros de caza, pero ahora… traidores. Sus ojos evitaban los suyos mientras lo rodeaban. El aliento de uno de ellos era irregular, como si la culpa lo asfixiara. Pero la decisión ya estaba tomada.
—No… —murmuró Kael, un dolor inesperado le perforó el pecho. ¿Tan fácil era para ellos darle la espalda?
—La manada ha hablado —decretó Darian—. Ya no eres uno de nosotros.
El golpe vino rápido. Un puño impactó su rostro, haciéndolo tambalear. El sabor metálico de la sangre se esparció en su boca. Antes de que pudiera reaccionar, otro golpe lo alcanzó en las costillas. Kael gruñó, pero no contraatacó. Sus propios hermanos lo estaban desterrando, siguiendo órdenes como simples peones.
—¡Largo de aquí, Kael! —gritó uno de ellos, su voz quebrada por la culpa.
La nieve bajo sus pies estaba teñida de rojo cuando Kael se puso en pie, la respiración entrecortada. Su mirada se cruzó con la de Darian por última vez. El Alfa lo observaba con la fría satisfacción de un cazador que ha ganado la partida.
—Volveré —susurró Kael, con una promesa oscura en sus palabras—. Y cuando lo haga, haré que pagues por esto.
Darian sonrió con una crueldad tranquila.
—Lo dudo.
El viento volvió a ulular mientras Kael se alejaba, solo, con el peso de la traición ardiendo en su pecho. El bosque lo reclamó en su oscuridad, pero su historia apenas comenzaba.
En otro lado. El fuego de las antorchas titilaba con furia en la plaza del pueblo. Las sombras danzaban sobre las paredes de piedra, alargadas y deformadas por el miedo de quienes las sostenían. Selene se encontraba en el centro, su largo cabello como el fuego enredado por el viento helado de la noche. Sus puños estaban cerrados, los nudillos blancos por la tensión. En su pecho, una rabia contenida latía con cada segundo que pasaba.
El consejo de ancianos la rodeaba como jueces de un destino ya escrito. Sus rostros eran una mezcla de recelo y condena. Enfrente de ella, el sumo sacerdote Eldon alzó la mano para silenciar los murmullos del pueblo.
—Selene de los Vientos Oscuros —su voz resonó fría como el acero—, se te acusa de practicar magia prohibida. De ser un peligro para nuestra gente.
Selene sintió el peso de esas palabras como una daga en la espalda. La ira le quemaba la garganta, pero no podía permitirse el lujo de perder el control. No aquí. No ahora.
—No he hecho daño a nadie —su voz fue firme, pero su corazón latía con rabia—. He sanado a sus enfermos, he protegido sus cosechas con mis hechizos. Y sin embargo, me llaman peligro.
Los murmullos aumentaron. Algunos miraban al suelo, avergonzados. Otros, con temor. La superstición era más fuerte que la gratitud.
Eldon avanzó un paso, su túnica blanca ondeando con el viento.
—No puedes negar lo que ocurrió anoche —susurró, sus ojos grises perforándola—. Los cielos se partieron en relámpagos cuando perdiste el control. Tu poder crece… demasiado.
Selene apretó los dientes. Sí, había sido un accidente. Una emoción desbordada, una chispa de magia sin contener. Pero no era su culpa.
—No soy un monstruo —susurró, su voz ahora teñida de dolor.
Una risa amarga estalló entre la multitud. Mira, una mujer con el rostro endurecido por el miedo, la señaló con una mano temblorosa.
—¡Eso decían de la última bruja poderosa! Y mira lo que pasó… fuego, muerte, destrucción. No dejaremos que la historia se repita.
El veredicto fue pronunciado. Destrozada, Selene se adentró en el bosque. Cuando cruzó el umbral de los árboles, un trueno rugió en el cielo, iluminando la aldea una última vez.
Si el mundo la consideraba un peligro… entonces aprendería a serlo.
El dolor era insoportable. Cada paso que Kael daba sobre la hojarasca húmeda le arrancaba un gruñido ahogado. La herida en su costado ardía como si el fuego mismo se filtrara por su piel. La traición aún pesaba más que el dolor físico. Su propia manada. Su propio Alfa. Lo habían marcado como un paria.
La lluvia fina se deslizaba por su piel, enfriando la sangre caliente que goteaba de su costado. El bosque prohibido se cernía sobre él con árboles retorcidos y raíces que se enredaban como garras en la tierra. Había oído historias sobre ese lugar: un reino de sombras donde la naturaleza misma rechazaba a los intrusos.
Kael apretó los dientes y siguió adelante. No tenía otra opción.
Un aullido lejano le erizó la piel. No eran suyos. No eran amigos. La manada lo seguía, era obvio que Darían no lo iba a dejar que huyera tranquilo. Kael se había convertido en su enemigo el cual debía eliminar cuando antes.
—Maldición… —murmuró, apoyándose contra un tronco cubierto de musgo.
El sudor perlaba su frente. Sus músculos clamaban por descanso, pero no podía permitírselo. No ahora. Inspiró hondo, intentando ignorar la punzada en sus costillas, y siguió caminando.
El olor de la tierra mojada y las hojas en descomposición se mezclaba con el hierro de su propia sangre. Su visión se nublaba por momentos. ¿Cuánto más podría avanzar antes de que su cuerpo cediera?
De repente, un crujido entre los arbustos lo puso en alerta. Giró de golpe, enseñando los colmillos en un reflejo instintivo. Su corazón latía con fuerza en su pecho.
—¿Quién está ahí? —gruñó con la voz ronca.
Silencio. Solo el murmullo del viento entre los árboles.
Kael entrecerró los ojos. La sensación de estar siendo observado lo envolvió como una segunda piel. Algo… o alguien estaba en las sombras y el no lo podía oler. No sabia si era por el cansancio o solo se estaba imaginando cosas.
Un nuevo escalofrío recorrió su espalda.
Si se trataba de un enemigo, no estaba en condiciones de luchar. Pero si era otra bestia del bosque, algo peor que los cazadores de su manada… entonces, quizás, esta noche sería su última. Decidido a seguir vivo, continuó caminando hasta encontrar un lugar seguro.
Mientras tanto. La tormenta se avecinaba. Selene sentía la energía en el aire, en la forma en que el viento silbaba entre las ramas y la noche parecía cerrarse a su alrededor. Su capa estaba empapada y sus pies dolían tras horas de caminar por el bosque prohibido.
Alzó la vista y distinguió la silueta de una cabaña, apenas visible entre la maleza espesa. La madera vieja y ennegrecida por la humedad se alzaba como un esqueleto olvidado por el tiempo.
—Servirá… —murmuró, más para convencerse a sí misma que por otra cosa.
Empujó la puerta con cautela. La bisagra oxidada chirrió, protestando tras años de abandono. Dentro, el aire estaba cargado de polvo y moho, pero al menos ofrecía refugio contra la lluvia que comenzaba a caer con fuerza.
Selene se acercó a la chimenea y chasqueó los dedos. Una pequeña llama danzó en la punta de su índice antes de encender la leña húmeda. El fuego tardó en cobrar vida, pero pronto el calor comenzó a llenar la estancia.
Suspiró y se dejó caer sobre una manta raída en el suelo. Sus manos temblaban, ya fuera por el frío o por el agotamiento. Su exilio aún era una herida abierta. Había sido desterrada como una amenaza, un monstruo.
"¿Quizás lo soy?"
Un ruido afuera la hizo girar de golpe. Sus ojos recorrieron la puerta entreabierta. Algo se movía en la penumbra.
Un gruñido bajo.
Selene se puso de pie de inmediato, su corazón acelerándose. Se llevó instintivamente la mano al colgante de obsidiana que pendía de su cuello.
Las sombras en la entrada se alargaron hasta que una figura se deslizó adentro, tambaleante.
Era un hombre. No, no del todo.
Su torso desnudo estaba cubierto de barro y sangre, y su respiración era errática. Ojos azules y afilados la observaron con el instinto de una bestia acorralada. Sus cabellos oscuros estaban revueltos y su mandíbula tensa, como si luchara contra un dolor insoportable.
Selene levantó la mano, instintivamente formando un pequeño remolino de energía mágica en su palma.
—No des un paso más.
Kael entrecerró los ojos, mostrando los colmillos.
—No tengo intención de hacerte daño —su voz era rasposa, como si cada palabra le costara esfuerzo—, pero tampoco me desafíes.
Ambos se midieron en el silencio. La lluvia golpeaba el techo con furia, un golpeteo incesante que resonaba en la cabaña como un tambor de guerra. El viento ululaba entre las rendijas de la madera, colando su gélido aliento y haciendo temblar la tenue llama.
Kael tambaleó, aferrándose al costado ensangrentado. La sangre caliente se filtraba entre sus dedos, pegajosa y oscura, manchando su ropa y dejando un rastro rojo sobre la madera vieja. Su respiración era un jadeo irregular, entrecortado por el dolor y el agotamiento. Cada latido retumbaba en su cabeza como un eco lejano de la batalla reciente.
Selene frunció el ceño. Su mirada, afilada como la hoja de un cuchillo, recorrió la herida con evaluación clínica, pero en su voz vibraba una sombra de inquietud.
—Estás herido.
Kael le sostuvo la mirada con terquedad. A pesar del sudor que perlaba su frente y de la palidez que le robaba el color a su piel, se negaba a ceder.
—No necesito tu ayuda.
Selene soltó una risa seca, más un resoplido que una expresión de humor.
—No pregunté si la querías.
El crujir de la leña en la chimenea acompañó el siguiente instante de silencio. Kael intentó dar un paso, pero su cuerpo lo traicionó. Un mareo repentino le nubló la vista, y con un gruñido ahogado, cayó de rodillas. El impacto sacudió la estructura de la cabaña, y Selene, con un suspiro exasperado, apagó la energía luminiscente que centelleaba en su palma.
—Idiota —murmuró, acercándose con cautela. A pesar de su tono mordaz, sus movimientos fueron cuidadosos, casi gentiles. Se arrodilló junto a él, observando de cerca la profundidad de la herida—. Si te desangras en mi suelo, te juro que te revivo solo para patearte de aquí.
Kael dejó escapar una risa ronca, amarga. Su resistencia flaqueó por un instante, y en su mirada azul chispeó algo que Selene no supo descifrar: gratitud, desconfianza, tal vez una pizca de resignación. Sus dedos, que había mantenido tensos sobre la herida, temblaron levemente cuando Selene apoyó su mano cerca de su piel caliente.
El olor a sangre fresca y a humedad impregnaba el aire, mezclándose con el aroma a hierbas secas y madera quemada. La tormenta rugió en el exterior, sacudiendo las ramas desnudas de los árboles. Selene sintió un escalofrío recorrer su espalda. No por el frío, sino por la sensación de que algo irrevocable había cambiado en ese momento.
Esa noche, bajo el sonido implacable de la lluvia, dos almas desterradas compartieron un mismo refugio. Sin saber que, a partir de ese momento, sus destinos quedarían entrelazados para siempre.
La obsidiana es una roca ígnea volcánica de color negro que se caracteriza por su brillo vítreo. Se forma cuando la lava se enfría rápidamente y no tiene tiempo de cristalizar.
La tormenta rugía con una furia casi primigenia, sacudiendo la cabaña como si quisiera arrancarla de la tierra misma. Selene se inclinó sobre Kael, sus manos flotando a escasos centímetros de su piel. Su magia pulsó entre sus dedos, un leve resplandor azulado que iluminó la herida abierta.
Kael se tensó al sentir la energía envolviéndolo. Sus instintos clamaban por alejarse, por no permitir que una extraña, una posible enemiga, lo tocara. Pero su cuerpo ya no respondía con la misma agilidad. El dolor lo mantenía anclado al suelo, prisionero de su propia carne lacerada.
—Esto va a doler —advirtió Selene con una voz grave, desprovista de suavidad.
Kael entrecerró los ojos, exhalando pesadamente.
—Hazlo.
Selene no perdió más tiempo. Presionó la herida con ambas manos, permitiendo que la magia fluyera de sus palmas a la carne desgarrada. Kael arqueó la espalda y soltó un gruñido sofocado mientras el ardor se extendía por su costado. La piel se retorció, las fibras musculares respondiendo al poder que las obligaba a unirse de nuevo.
El olor a sangre se mezcló con el inconfundible rastro de ozono que dejaba la magia en el aire. Selene sintió el sudor pelar su frente mientras canalizaba su energía, concentrándose en cerrar la herida sin causar demasiado daño colateral. Sabía que su magia no era precisamente delicada.
Cuando terminó, Kael jadeaba, su pecho subiendo y bajando con dificultad. La herida no había desaparecido por completo, pero al menos ya no sangraba. Selene se apartó con un suspiro cansado, limpiándose las manos en su capa empapada.
—No está perfecto, pero no morirás esta noche —dijo, su tono más brusco de lo que había pretendido.
Kael le lanzó una mirada, sus ojos azules brillando con una intensidad que Selene no pudo descifrar de inmediato. Por un momento, el silencio entre ellos fue denso, cargado de algo más que simple agotamiento. Pero antes de que cualquiera pudiera hablar, un estruendo en la distancia los hizo ponerse en alerta.
Un aullido. Largo, profundo. Cercano.
Kael se irguió de inmediato, ignorando el malestar que le quedaba en el cuerpo. Selene se puso de pie con un movimiento rápido, su instinto empujándola a prepararse para lo peor.
—Ellos me encontraron —murmuró Kael, con la voz endurecida.
Selene entrecerró los ojos.
—¿Tus perseguidores?
Kael asintió, su expresión oscura.
—La manada. Si están aquí, no se irán sin un enfrentamiento hasta asegurarse que esté muerto.
El fuego en la chimenea crepitó, lanzando sombras danzantes contra las paredes de madera vieja. Selene se cruzó de brazos, evaluando rápidamente la situación.
—No planeo morir aquí por alguien a quien acabo de conocer —espetó.
Kael la observó con una media sonrisa que no alcanzó a borrar el cansancio de su rostro.
—No te pediré que lo hagas. Pero si me quedo, habrás estado conmigo, y eso te convertirá en un objetivo.
Selene apretó los labios. No le gustaba admitirlo, pero él tenía razón. Si la manada de Kael llegaba a la cabaña y la encontraba con él, no le darían la oportunidad de explicar nada.
La lluvia golpeaba con más fuerza el techo y las paredes. Afuera, las sombras se alargaban, ocultando amenazas entre los árboles retorcidos del bosque prohibido. Selene se acercó a la ventana, apartando la raída cortina para echar un vistazo. No vio nada, pero su instinto le decía que ya no estaban solos.
Con un movimiento rápido, Selene extendió ambas manos y comenzó a murmurar un conjuro en un idioma olvidado. La energía a su alrededor vibró, tejiendo un velo de ilusiones en el aire. La cabaña tembló levemente y, ante los ojos de cualquier observador, comenzó a desvanecerse, fusionándose con la noche y la tormenta.
Las llamas de la chimenea chisporrotearon como si sintieran la presencia de una fuerza mayor. El aire dentro de la cabaña se volvió denso, cargado de electricidad estática. Afuera, el viento ululó con una intensidad casi sobrenatural, como si la tormenta misma respondiera al hechizo de Selene. La madera crujió bajo sus pies cuando la cabaña fue envuelta por la magia, como si el espacio mismo se plegara a su voluntad.
Kael observó el proceso con una mezcla de asombro y precaución. Nunca había visto un hechizo de ocultación tan poderoso. La forma en que la oscuridad parecía devorar los contornos de la cabaña le resultaba inquietante. Su instinto le decía que la magia que Selene usaba no era común. Era antigua, visceral, casi salvaje.
—Ellos verán solo la tormenta y la maleza —susurró Selene, sin apartar la vista del conjuro. Su voz sonaba más apagada, como si el esfuerzo de canalizar tal poder la drenara desde dentro—. Pero no durará para siempre.
El sonido de pasos pesados resonó en la distancia. Aullidos y gruñidos se entremezclaban con el viento. La manada estaba cerca.
Kael apretó los puños. Sus sentidos estaban al límite, su instinto de lucha luchando contra la necesidad de permanecer inmóvil y confiar en Selene. Pero algo en ella le preocupaba. Su piel, antes de un tono pálido y frío por la humedad, ahora resplandecía con un leve fulgor rojizo. Un calor sofocante emanaba de su cuerpo, como si una fiebre ardiente la consumiera desde dentro.
Selene tambaleó ligeramente, su respiración irregular. Las sombras alrededor de la cabaña parpadeaban, el hechizo tambaleándose por un breve instante antes de estabilizarse nuevamente. Un jadeo escapó de sus labios entreabiertos, y de repente sus rodillas cedieron.
Kael se movió instintivamente, atrapándola antes de que tocara el suelo. Su cuerpo estaba caliente, demasiado caliente. Su piel ardía bajo sus dedos, y por un momento pensó que estaba en llamas.
—Mujer —murmuró con el ceño fruncido, sujetándola con cuidado—. Estás ardiendo.
Ella intentó apartarse con un esfuerzo débil, pero su cuerpo temblaba de agotamiento.
—No... —susurró con un hilo de voz—. No me toques. No... puedo controlarlo.
Kael sintió cómo el calor aumentaba, como si un fuego viviera dentro de ella, lamiendo la superficie de su piel. Sus manos comenzaron a picar, pero no la soltó.
—Déjame ayudarte —insistió.
Selene lo empujó con la poca fuerza que le quedaba, y un chispazo de energía saltó entre ellos, obligándolo a soltarla con una maldición ahogada. Cayó de rodillas, su pecho subiendo y bajando con esfuerzo, sus ojos oscuros ardiendo con una intensidad casi sobrehumana.
—No puedes —logró decir entre jadeos—. Solo... dame un momento.
Kael observó cómo cerraba los ojos, luchando contra algo dentro de sí misma. Su respiración era errática, su piel brillaba con un resplandor anaranjado, y el calor en la habitación aumentó, sofocante, pesado.
Afuera, los aullidos se hicieron más fuertes. La cabaña seguía oculta, pero ¿por cuánto tiempo más?
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