La rutina se había convertido en mi única compañía. Trabajo, casa, trabajo otra vez. Sin pausas, sin respiros. Pero lo amaba. La enfermería era mi vocación, aunque muchas veces me dejaba sin energía para algo más. Mi nombre es Melisa Thompson, tengo 25 años y hace cinco años que cambié la tranquilidad de la granja de mis padres en California por el caos de Nueva York. Aquí, entre las luces incandescentes y el bullicio incesante, encontré mi propósito.
Aquella noche, el cansancio en mi cuerpo ya no daba más. Me pedía a gritos descansar, y cuando terminé mi turno en el hospital, fue un alivio. Pero, para mi mala suerte, la lluvia caía muy fuerte, golpeando el parabrisas de mi carcacha de auto. Aunque viejito, era mi leal amigo y compañero en mi travesía del trabajo a casa. Pero justo hoy, el cielo parecía desahogar su propia tormenta. Conduje con cuidado, esquivando charcos y deseando solo llegar a casa, envolverme en una manta y dormir. Pero el destino tenía otros planes para mí.
Entonces lo vi.
Una silueta inerte en el borde de la carretera, apenas visible bajo la luz tenue de un farol. Mi corazón se detuvo del susto por un momento. ¿Era un borracho? ¿Un accidentado? ¿O algo peor?
Mi instinto de supervivencia gritaba que siguiera de largo, que no me metiera en problemas. Es que yo atraigo los problemas como un imán. Pero, ¿y si estaba muerto? ¿Y si me culpaban a mí? Sin embargo, ese lado bueno de mi corazón de pollo y mi hermosa conciencia me hicieron detenerme. Ayudar a un ser vivo, sea lo que sea, es una persona. Además, mi profesión me había llevado a jurar salvar vidas, y eso no me dejó avanzar.
Apreté el volante, mi respiración entrecortada por la adrenalina. Maldije en voz baja antes de frenar de golpe.
Salí del auto, el frío de la lluvia me hizo temblar. Estaba muy fría, parecía agua helada. Me acerqué con pasos rápidos pero cautelosos, mi linterna temblando un poco en mi mano. Cuando la luz iluminó su rostro, me llevé una gran sorpresa.
Era un hombre joven, de mandíbula fuerte y facciones marcadas, su piel pálida bajo la lluvia. Parecía… irreal. Como si hubiera salido de una película o uno de esos strippers buenotes. "Ay, Dios, qué mente tan pecadora", me dije a mí misma. Pero, saliendo de sus fantasías, vi algo alarmante: la herida en su frente, de donde la sangre se mezclaba con el agua que corría por su piel.
—Dios mío… murmuré, inclinándome rápidamente a su lado.
Coloqué dos dedos en su cuello, conteniendo la respiración hasta sentirlo. Su pulso era débil, pero estaba ahí. Estaba vivo.
No había tiempo. Tenía que ayudarle y ser una buena persona. Mi primera obra del día, aunque todos los días ayudo a los demás...
Con esfuerzo, lo sujeté bajo los brazos y lo arrastré hasta mi auto. "Pesaba como una piedra, ¿qué comerá este hombre?", pensé. No fue fácil; su cuerpo era fuerte y pesado, y yo apenas tenía fuerzas después de mi turno. La lluvia seguía cayendo sin piedad, pegando mi cabello a mi rostro y empapando mi ropa hasta los huesos.
Cuando finalmente logré acomodarlo en el asiento del copiloto, mis manos temblaban del frío. No tenía idea de quién era ni qué había pasado con él, pero tenía claro que tenía que ayudarlo.
Arranqué el auto y aceleré. Hoy, parece que no sería mi día de descanso...
El sonido de la lluvia retumbaba en mis oídos mientras me abría paso entre la tormenta, con las manos temblorosas sobre el volante. Miraba de reojo al hombre inconsciente en el asiento del copiloto, sintiéndome extraña y con mucha preocupación. Su respiración era pausada, pero estaba ahí, presente, aferrándose a la vida.
—Aguanta, por favor no te vayas a ir con San Pedro… susurré, como si pudiera escucharme.
Apenas crucé las puertas del hospital, todo ocurrió en un instante. Bajé de un salto y corrí hacia la recepción, muy agitada.
—Grité ¡Necesito ayuda! Hay un hombre herido en mi auto.
Los camilleros no perdieron tiempo. Con movimientos rápidos y precisos, sacaron su cuerpo casi inerte del asiento y lo colocaron sobre la camilla. Desde lo mas profundo de mi corazón pedía que estuviera bien aquel hombre mientras lo llevaban a toda prisa hacia la sala de emergencias.
—¿Qué pasó? preguntó la doctora Alicia Cervantes, caminando a mi lado mientras observaba al paciente.
—Lo encontré en la carretera. Estaba inconsciente y tenía una herida en la cabeza expliqué, secándome la cara con la manga de mi uniforme empapado.
Alicia asintió con el ceño fruncido y se dispuso a examinarlo. Me quedé al margen mientras ella y su equipo trabajaban. Lo limpiaron, revisaron sus signos vitales y suturaron la herida en su frente. Luego le hicieron exámenes de imagen para descartar fracturas o lesiones internas.
Esperé en el pasillo, abrazándome los brazos a sí misma, en un intento de entrar en calor. El agua seguía escurriendo de mi cabello, pegándose a mi piel, pero ni siquiera lo notaba. Mi mente estaba fija en el hombre que acababa de ayudar.
Poco después, la doctora salió de la sala con su expresión profesional intacta.
—No parece haber daño cerebral ni fracturas graves. Solo nos queda esperar a que despierte.
Solté un suspiro de alivio, pero no duró mucho. La mirada inquisitiva de Alicia me hizo enderezarme.
—¿En qué te has metido ahora, Melisa? preguntó con los brazos cruzados. ¿Quién es ese hombre?
—No lo sé admití. Lo encontré tirado en la carretera cuando volvía a casa. No podía dejarlo ahí, sabes que siempre ayudo a quien lo necesita.
Alicia resopló, negando con la cabeza.
—Sí, claro. No puedes evitarlo. Pero esta vez puede que te hayas metido en algo complicado.
—Tal vez… pero no podía ignorarlo. Además… es muy guapo solté, con una sonrisa cansada.
Alicia alzó una ceja y suspiró.
—Ay, Melisa… Toca esperar a que despierte para saber quién es y qué pasó.
—Sí, doctora. Mientras tanto, yo me haré responsable de él.
Mi amiga me miró con ternura. Sabía cómo era yo. Desde que nos conocíamos, siempre había sido impulsiva cuando se trataba de ayudar a alguien. Y sí, muchas veces eso me metía en problemas, pero no podía evitarlo esa era yo.
—De acuerdo dijo finalmente. Pero si hay novedades, me avisas enseguida.
—Lo haré.
Alicia se fue, dejándome a solas.
Pasé la noche en la sala de observación, sentada junto a su cama. El sonido de la máquina que monitoreaba sus signos vitales era lo único que rompía el silencio. Me quedé observándolo, preguntándome quién era y qué hacía solo en medio de la carretera en una noche como aquella.
Las horas pasaron lentamente, y cuando los primeros rayos de sol comenzaron a filtrarse por la ventana, un leve movimiento captó mi atención.
El hombre frunció el ceño, su respiración se aceleró y sus párpados temblaron antes de abrirse de golpe. Sus ojos, de un azul profundo e intenso, se encontraron con los míos. El hombre pareció en su mirada perdido y confundido, como si no entendiera dónde estaba.
Entonces se incorporó de golpe, respirando con agitación. Sus manos fueron directo al suero en su brazo, tirando de él como si quisiera arrancárselo.
—¡Eh, tranquilo! dije, poniéndome de pie rápidamente. No te muevas, estás en un hospital.
La puerta se abrió de inmediato y Alicia entró, seguida de una enfermera.
—¿Cómo te sientes? preguntó la doctora mientras revisaba su pulso y su mirada. ¿Recuerdas qué te pasó?
El hombre se quedó en silencio por un momento. Parpadeó varias veces, como si intentara encontrar las respuestas en su mente. Luego, su rostro se contrajo con desesperación.
—No lo sé murmuró con voz áspera. No… no recuerdo nada.
Alicia y yo intercambiamos miradas.
—¿Cuál es tu nombre? insistió ella, con paciencia.
Él apretó la mandíbula y negó con la cabeza, cada vez más inquieto.
—No lo sé.
Su respiración se volvió más errática, y su mano temblorosa volvió a intentar quitarse el suero.
—Es normal que te sientas confundido dijo Alicia. Puede que tu memoria regrese con el tiempo. Pero por ahora, necesitas descansar.
El hombre cerró los ojos y dejó caer la cabeza contra la almohada, como si su confusión fuera demasiado para soportarlo.
Yo no había dicho nada hasta ese momento. Finalmente, di un paso adelante y hablé con voz tranquila.
—Hola, me llamo Melisa. Yo fui quien te encontró en la carretera y te trajo aquí.
Sus ojos se fijaron en mí, observándome con intensidad, como si intentara encontrar algo familiar en mi rostro.
—Mientras recuperas tu memoria, yo cuidaré de ti añadí con una pequeña sonrisa. No estás solo hombre de Dios.
Él vaciló por un instante, como si no supiera si confiar en mí o no. Pero al final, asintió lentamente.
No tenía nombre, no tenía recuerdos, y en ese momento, lo único que tenía era a mí.
El día había comenzado como un verdadero caos. Mi cuerpo me pasaba factura por haberme quedado toda la noche en el hospital y, peor aún, por haberme empapado bajo la lluvia. Un resfriado me había dado, dejándome con la nariz congestionada, la cabeza pesada y un cansancio que se aferraba a mis huesos.
Apenas llegué a casa, me cambié de ropa, pero no tuve tiempo de descansar. Me tomé unas pastillas para el resfriado, esperando que hicieran efecto antes de regresar al hospital.
Michiru, mi gato, fue el único que me dio la bienvenida, frotándose contra mis piernas con su ronroneo suave.
—Hola, chiquito… ¿me extrañaste o solo quieres croquetas? le pregunté con voz ronca mientras me agachaba para acariciarlo.
Él maulló en respuesta y corrió hacia su plato vacío, confirmando mis sospechas. Sonreí, a pesar de lo mal que me sentía. Amaba a ese gato con todo mi corazón. Lo había encontrado hace años, abandonado en un saco, y desde entonces había sido mi fiel compañero. A veces pensaba en lo cruel que podía ser la gente con los animales, pero yo nunca podría hacer daño ni siquiera a una mosca.
Preparé un café rápido mientras mis pensamientos volvían a aquel hombre sin memoria. ¿Qué haría con él? No sabía quién era, ni de dónde venía. ¿Y si publicaba su foto en redes sociales para que su familia lo encontrara? Tal vez alguien lo estaba buscando.
Pero… ¿y si estaba en peligro? ¿Y si alguien intentaba matarlo?
Sacudí la cabeza, sintiéndome tonta por pensar en teorías de conspiración. Tal vez era solo un hombre común que había tenido un accidente, pero hasta que recordara su identidad, la incertidumbre me carcomía.
Suspiré, terminé mi café y salí de casa con la idea: de que tenía que ir al hospital a verlo.
Cuando llegué, fui directamente a su habitación. Empujé la puerta con suavidad y lo encontré sentado en la cama, observando el suelo con el ceño fruncido.
—Buenos días dije, acercándome con una sonrisa amigable. ¿Cómo te sientes?
Él levantó la mirada y soltó una risa seca.
—Oh, me siento genial de estar aquí dijo con ironía. Nótese el sarcasmo. ¿Cómo crees que me siento? No sé quién soy, ni qué me pasó.
No pude evitar sonreír ante su actitud.
—Sí, supongo que no es el mejor día de tu vida.
—Definitivamente no.
Me crucé de brazos y lo miré pensativa.
—Mientras no sepamos tu verdadero nombre, te llamarás Alexander Thompson dije. Te daré mi apellido hasta que recuerdes el tuyo.
Él arqueó una ceja.
—¿Alexander Thompson?
—Sí, suena bien. Además, creo que te queda.
Él bufó y negó con la cabeza.
—Como quieras. No tengo forma de protestar.
Me encogí de hombros.
—Bueno, Alexander… ya mismo te darán de alta. Y como no tienes un lugar adonde ir, ¿qué te parece si vienes a vivir conmigo?
Él me miró como si acabara de decir la cosa más absurda del mundo.
—¿Me estás diciendo que un completo desconocido puede irse a vivir contigo solo porque no tiene memoria?
—Exacto respondí sin titubear.
Alexander parpadeó varias veces.
—¿No tienes miedo de que sea un asesino, un psicópata o algo peor?
Me reí.
—Si fueras un asesino, lo dudo mucho. Un tipo peligroso no terminaría inconsciente en medio de la carretera.
Alexander apoyó los codos sobre sus rodillas y suspiró.
—No sé si eres demasiado confiada o solo estás loca.
—Un poco de ambas, supongo dije con una sonrisa. Pero, hablando en serio, no tienes muchas opciones ahora mismo.
Él me miró en silencio, claramente debatiéndose internamente. Finalmente, soltó un largo suspiro y asintió.
—Está bien. Acepto tu oferta… por ahora.
—Perfecto dije, satisfecha. Nos vemos más tarde, tengo que ir a trabajar.
Me despedí y salí de la habitación, dejando a Alexander sumido en sus pensamientos.
Él se pasó las manos por el cabello y miró al techo.
—¿En qué demonios me metí?
Intentó hacer memoria otra vez, pero todo en su mente era un vacío aterrador. No recordaba su nombre, su hogar, su vida… nada. Solo sabia que esa chica, Melisa, le había salvado la vida y, por alguna razón, confiaba en él sin dudarlo.
Era extraña. ¿Quién en su sano juicio llevaba a un desconocido a su casa? ¿Y si de verdad era un criminal? Ni él mismo lo sabía.
Pero por ahora, esa ayuda le convenía más que nunca..
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