Mucho se decía sobre la magia; que era una de las mayores bendiciones que los dioses le habían otorgado a cierta parte de la humanidad desde el principio de la creación, y que muchos Desprovidos —personas sin poder—, desearían con cada fibra de su ser. Y más aún, poseer un vínculo forzado con un dragón, enormes bestias que batían sus alas como dioses bajando del Alípe.
Pero, aun así, no todos ostentaban el privilegio de usarla, a pesar de haber nacido con ella: las mujeres. Siempre éramos nosotras las limitadas, a diferencia de los varones, a los que nunca se les decía nada.
Porque, según ellos, no eran cosas de mujeres. Porque, según ellos, teníamos otras responsabilidades más tradicionales, como atender el hogar y ser complacientes siempre con nuestros maridos. Y, porque, según ellos, cada ser que nacía con una vagina entre las piernas debía ser obligado a contraer su magia, como si se tratara de un pecado imperdonable.
Únicamente podíamos ejercer ese poder si contábamos con el permiso de nuestros progenitores hombres, o peor aún, de nuestros maridos —cohibiéndonos a simples bestias salvajes que necesitaban un domador fuerte para lograr sobrevivir—, cuando éramos obligadas a casarnos en contra de nuestra voluntad, casi siempre siendo apenas unas niñas que no sabían diferenciar las cosas que sucedían a nuestro alrededor.
Nadie se osaba a mirarnos como personas, ni como individuos cuyos pensamientos lógicos e independientes eran lo suficientemente poderosos como para poder opinar en los diversos temas que regían al imperio. Simplemente, florecíamos como úteros con piernas que solo servían para conservar la especie humana y así, procrear a más varones líderes que pudieran mandar tal cual un emperador, aunque sin un gran castillo lleno de oro.
Pero en el caso de las hermosas hembras con alas negras de cuervo —conocidas por todos como brujas—, la situación se volvía aún más cruel, pues eran pocas y, cada vez que una aparecía, la cazaban como a una rata salvaje hasta llevarla a la muerte, en la Plaza de las Mil brujas.
Reconocerlas no era una tarea difícil, ya que sus cabelleras, mayormente onduladas, solían rozar el suelo, y esa belleza que poseían era inquietante, casi irreal. No era la dulzura de una doncella, mucho menos la elegancia de la nobleza, sino algo más profundo que lograba erizar la piel de quienes las miraban fijamente.
Pero esa belleza que las hacía destacar entre tantas otras mujeres en el mundo no era una bendición de los dioses; era una maldición, puesto que esa diferencia que las hacía únicas, también las marcaba para toda la eternidad. Las volvía blanco de miradas sucias, de comentarios repulsivos, de manos que no sabían respetar.
Y eso, según sé, las empujaba al extremo: muchas preferían desfigurarse el rostro, llenarse la piel de cicatrices, con tal de dejar de ser deseadas. Porque ser vistas con asco, en la mayoría de las ocasiones, era la única forma de mantenerse con vida en el mundo.
—Por la traición de los hombres de mi sangre, maldigo a este linaje, saturado de asesinos —comenzó aquella mujer con una voz suave que me hizo estremecer, mientras de sus labios, un líquido espeso de color negro se hacía presente—. Que todas las mujeres que nazcan bajo mi estirpe lleven en su piel el dolor de las cadenas que me apalearon con fuerza, en sus pensamientos el eco de las palabras nauseabundas pronunciadas hacia mí, en su vientre el dolor que sintió el mío al llevar un hijo no deseado y en sus almas, la sombra de mi injusta condena.
No sabía quién era esa mujer, ni por qué estaba atada con varias cadenas gruesas en todo su cuerpo lastimado. Tampoco sabía por qué experimentaba tanta compasión hacia ella, como si quisiera liberarla de todo ese sufrimiento.
—Serán víctimas de amores cercenados. De la barbarie de una corona que jamás las querrá ver siendo libres y fuertes como aquellos que se arrastran por ese oro lleno de sangre maldita —dijo, sin levantar la mirada.
—¿Acaso estás maldiciendo a tu familia, bruja demente? —preguntó uno de los prisioneros, de cabello enmarañado, y cuyas manos temblorosas y llenas de tierras, sujetaban los barrotes reforzados con magia.
—Pero ese sufrimiento no será en vano —continuó ella, ignorando al hombre—. Porque un día, bajo la luna roja que cubre los cielos de este imperio maldito cada dos ciclos, nacerá una cuya sangre me devolverá a la vida.
Se decía que era muy extraño que la luna sangrara sin ninguna causa externa, pero había noches en las que un resplandor rojizo cubría cada centímetro de su superficie. Era un evento aterrador que nadie deseaba presenciar jamás. Absolutamente todas las criaturas en el imperio sabíamos lo que ocurría en aquellas noches: cosas imposibles de explicar, incluso por los más sabios.
—Será sangre de mi sangre. Su carne se volverá mi carne. Y su vida será la mía...
Por un corto instante, sentí que sus ojos me observaban, algo que me hizo retroceder lentamente hasta que mi espalda chocó con la pared de piedra.
—Que la última de ellas me sirva de puente —susurró con una sonrisa torcida, antes de soltar una carcajada que me congeló la sangre—. O que todas ellas vivan bajo la sombra de mi condena eternamente.
Una luz roja se infiltró por las rendijas de la prisión, atrayendo sombras largas y afiladas, tan similares a las alas de las brujas. Miré todo con pánico. No sabía cómo salir de ahí, pues tampoco recordaba cómo había entrado en primer lugar.
La desesperación me golpeó en segundos al sentir esas sombras sosteniéndome con fuerza, como si soltarme fuera un crimen que no estaban dispuestas a cometer. Intenté moverme, gritar, hacer algo más que aceptar mi destino, pero mi cuerpo estaba paralizado.
Entonces, de un momento a otro, todo se volvió negro, como si la noche misma hubiera reclamado el lugar como suya. Abrí los ojos rápido, dándome cuenta de que me encontraba en mi habitación, en el castillo, en la bendita realidad. Solté un soplo, respirando agitada y mirando al candelabro de cristal que colgaba del techo.
No era nada extraño que soñara ese tipo de cosas tan raras. De hecho, desde que mi memoria se desarrolló por completo, había soñado con la misma mujer. Al principio, eran simples imágenes difusas de una niña pequeña jugando con duendecillos detrás de una casa de madera en medio de un bosque enorme, pero con el pasar de los años, se volvieron imágenes más aterradoras.
La duda de quién era ella no me dejaba en paz. No podría decir que se trataba de algún familiar, pues nunca la había visto en los cuadros colgados en la casa de mis abuelos maternos o paternos. Entonces, ¿Quién era ella y por qué no salía de mi cabeza para dejarme tranquila?
—Señorita Cathanna, el desayuno estará listo en breves minutos —dijo Dacota, una de las muchachas que servía al castillo desde hacía veinte años, abriendo los grandes ventanales—. Debe levantarse ya de la cama. Azlieh estará aquí pronto para ayudarla con su vestido.
Me costaba creer que era solo un producto de mi mente. ¿Acaso teníamos la capacidad de almacenar sueños por tantos años como si nada? Me parecía imposible de procesar.
01 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua
Día de Lluvia, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
CATHANNA
Cuando vendieron mi cuerpo, no derramé ni una sola lágrima, no pataleé, ni hice el más mínimo reclamo, porque sabía, desde el momento en el que tomé conciencia, que mi alma sería comprada con muchísimo oro. Solo me pregunté cuántas partes de mi cuerpo aguantarían los golpes violentos que él me daría cuando me atreviera a desobedecer su mandato. Así como mi padre con mi santísima madre. Mi abuelo con mi abuela y mis tíos con sus esposas.
¿Por qué habría de idealizar mi destino de otra manera, si al final me casaría con un hombre de este imperio, criado bajo las mismas tradiciones que históricamente habían ocasionado la muerte de muchas mujeres Valtherianas como si fuera algo demasiado normal?
En mi familia —y en la mayoría de este imperio— el amor nunca era una opción viable. Eran solo órdenes y obediencia sin decir ni una palabra audible. Sin embargo, yo no ambicionaba solo eso. Anhelaba ese amor sincero. Ese que me protegería de todo lo malo que el mundo me estuviera guardando, con tal de no ver nunca mis lágrimas de dolor.
Pero sería una necia completa si creyera que allá afuera existiría alguien capaz de amarme de verdad, con intensidad, sin hacerme daño. Pero lo sabía: nadie me amaría cómo yo quería que lo hicieran. Y eso me hacía querer meterme un hoyo sin escuchar a nadie.
—La familia de Orpheus me ha informado que desean consagrar el matrimonio entre nuestras casas en el Templo de los Dioses —comunicó mi madre, con una ligera sonrisa que dejaban ver sus peculiares hoyuelos en forma de corazón—, en el próximo Maerythys. Me parece una idea espectacular, de hecho. Tendremos tiempo para planear la ceremonia y que salga todo perfecto.
—¿De verdad crees prudente esperar un año para el matrimonio, Annelisa? —examinó mi tía Dalia, mientras se acomodaba un mechón de su cabello rubio detrás de la oreja—. Es mucho tiempo, especialmente considerando que en nuestra familia ninguna mujer se ha casado después de los diecinueve. Cathanna está a meses de cumplir veinte años. Si se casa hasta entonces, estaría rompiendo una tradición que ha perdurado por muchas eras.
—Ya hablé con mi señor esposo sobre eso, Dalia. No ha puesto ningún problema, como pensaba que lo haría por la petición de ellos —respondió mi madre con una sonrisa que no le llegaba a los ojos—. Los Daverin insisten en que sus hijos se casen en Maerythys. No puedo ir en contra cuando ya dieron la ofrenda de oro por Cathanna.
—Sigo pensando que es una muy mala idea —expresó Dalia nuevamente, negando de un lado al otro con la cabeza—. ¿Qué opinarán nuestros antepasados sobre esto? Es una locura romper nuestra tradición, solo por lo que ellos quieran, Annelisa.
—Dalia, realmente lo importante es asegurarnos de que Cathanna sea fértil para cuando esté casada —dijo, trayendo su mirada hacia mí, como si tratara de escanearme. Por último, su mirada terminó en mi vientre plano, tal vez imaginándome con su bendito nieto dentro—. Su lindo cuerpo no puede negarle hijos a su marido. Nunca en la vida. Eso sí sería una deshonra para nuestra familia y para nuestros ancestros. No creo que romper la tradición, aunque sea una sola vez, vaya a despertar la furia de los difuntos.
Solté un suspiro disimulado, sin levantar la mirada al escucharla decir eso. Estaba más que acostumbrada a esas frases tan llenas de condescendencia, pues en cada conversación que teníamos en privado me repetía una y otra vez que debía rogar a la Diosa de la vida y la fertilidad: Janesys, para que me brindara muchos hijos.
Sin embargo, por alguna extraña razón... la incomodidad se apoderó de mí cuando esas palabras se acomodaron en mi cabeza, como si no estuviera bien que ella hablara de esa manera para referirse a su hija, a quien debería respetar y valorar hasta la muerte.
—¿Se imaginan que nuestra tan querida Cathanna no pueda dar ni un solo hijo a su marido? —agregó Abigaíl, mi prima, con ese tono burlón que siempre usaba cuando se trataba de mí, acariciando su abultado vientre a punto de reventar—. Apuesto a que ese hombre la botaría de la casa del, tal cual basura a la calle. Sería muy chistoso.
—Me imagino la noticia en los periódicos de todo el imperio: “la tan hermosa Cathanna D’Allessandre, no sirve para parir herederos” —sumó Celeste, su hermana, con el mismo tono, elevando las manos de manera dramática—. Seríamos la burla de todo Valtheria. Cathanna terminaría sin ni un peso. Qué vergüenza eso, prima.
—¿“Su casa”, fue lo que dijiste, prima? —examiné, sintiendo el enojo crecer dentro de mi cuerpo. Relamí mis labios, acomodándome en la silla, con la mirada puesta en ella.
El resto de lo que dijo se volvió un ruido de fondo, insignificante para mí. Igual que la forma en que acariciaba su vientre con aires de grandeza, como si ese niño en su cuerpo fuera otro accesorio de lujo, uno más en su desfile de arrogancia, diseñado solo para hacerme sentir miserable. Pero eso de que la casa era solo de él, sí que me encendió la sangre instantáneamente.
Me dieron ganas de romperle la cara a golpes hasta que quedara irreconocible. No me importaba que estuviera embarazada. En ese momento, habría sido capaz de arrancarle al crío de las entrañas, solo por borrarle esa maldita sonrisa de vanidad del rostro.
—¿No debería ser nuestra casa, acaso? —continué, sintiendo todas las miradas clavarse en mí, como si no fuera más que un ratón rodeado de gatos hambrientos—. Porque si vamos a casarnos, a formar una familia como dictaminan nuestros dioses, o el destino, eso implica compartirlo todo. Incluidas nuestras posesiones. —Entrecerré los ojos—. ¿O acaso me estoy equivocando al asumir eso, prima?
—Podría decir que has leído muchos libros sobre ficción, mi niña hermosa —dijo mi madre, soltando una risa delicada. El leve movimiento de su cabeza hizo que su cabello azulado se deslizara hacia adelante, ocultando por un instante sus ojos claros—. Nada es realmente de nosotras, cariño. Tampoco lo necesitamos. Solo debemos atender el hogar si no hay servidumbre que lo haga por nosotras. Las cosas de tu marido serán tuyas, solo cuando él muera —dijo como si fuera la única verdad—. Si es que él decide ponerlas a tu nombre. Algo que es muy poco probable. Los hombres nunca ponen sus cosas a nombres de mujeres, querida. Pensé que ya lo sabías.
—Eso es tan injusto, madre. —Relajé mis hombros, llena de frustración. Quise girar los ojos, pero me contuve. No era el momento—. Yo también puedo heredar tanto la fortuna de mi esposo, como la de mi padre, así como lo harán mis hermanos en unos años.
—¿Por qué sería injusto, Cathanna? —Ella me miró con los ojos entrecerrados—. ¿Para qué quieres tú una casa? ¿Para qué quieres una fortuna, Cathanna? Ni siquiera sabrías cómo llevar las riendas de una. No sirves para esas cosas. Deja esos pensamientos de lado. Solo provocarás que te vean como una demente. No eres un hombre. Eres mujer. Una mujer.
Jamás se me cruzó por la cabeza la posibilidad de ser un hombre. Solo deseaba que me trataran como a uno de los suyos: con admiración, como algo valioso... no como un defecto que había que corregir a cada rato. Pero, dioses, sabía que eso era imposible cuando las mujeres no teníamos las mismas cualidades que hacían a un varón, justamente eso: un bendito varón. No me refería únicamente a lo que les colgaba entre las piernas, sino a algo más que aún no adivinaba.
—No sé llevar las riendas de uno porque nunca me lo han enseñado. —Recorrí cada rostro serio en la mesa hasta terminar nuevamente en mi madre, quien parecía sentir mucha decepción de mí—. Te apuesto, a que, si lo hicieran, sería diferente —continué, con un sentimiento de opresión en el pecho—. Podría hacer más cosas que solo sentarme y ser bonita, esperando que un varón resuelva todos los males a mi alrededor. Yo también puedo hacerlo. Sé que tengo la capacidad... Solo necesito que me lo permitan. Solo eso quiero.
—Cathanna... —empezó mi abuela. Llevé la mirada a ella—. No considero que tú estés pensando con claridad en este momento. Tú…
—No hace falta que te enseñemos nada de eso, Cathanna —intervino Efraím, mi abuelo, con un tono arisco.
Un escalofrío me recorrió toda la espalda, haciéndome tragar con demasiada fuerza, mirándolo fijamente.
—No eres un hombre para tomar esos roles —siguió, sin quitarme los ojos de encima—. Debes comportarte como una mujer, una señorita decente y no como una marimacha sin remedio. No voy a permitir que mi familia sea la burla de los Siems solo porque tú quieres demostrar estupideces. ¿Acaso saber mantener las cuentas de una fortuna te ayudará a ser una buena esposa, una buena madre, quizás? Por los dioses, Cathanna. No me hagas reír. Eres tan incrédula.
Apreté los dientes con fuerza, evitando mirarlo con desprecio. Cada que podía sacaba a relucir el nombre de los Siems, las cincuenta familias más importantes y poderosas del imperio. La S era por Soberanos, pues poseían un poder increíble en la política desde siempre, debido a que muchos de sus miembros estaban ligados con la realeza, ya fuera como mi padre, uno de los más leales consejeros del monarca, o como mi abuelo, que antes de que su enfermedad llegara a obligarlo a quedarse en el castillo, ocupaba el título de Magistrado de la traición, encargado de juzgar los crímenes más graves contra la corona y, por supuesto, contra el imperio.
La I era por Iluminados, pues se creía que todos nosotros habíamos sido tocados por los dioses. La E era por Eternos, porque el origen de nuestras casas se remontaba a tiempos incluso anteriores a la llegada de la corona a estas tierras. La M por Mandatarios, ya que en las provincias y ciudades donde un Siems residía, su palabra era la ley, y pocos se atrevían a contradecirla. Y la última S, por sagrados.
Sin embargo, no bastaba con que una familia tuviera mucho poder para ser considerado un Siems, como muchas personas creían: hacía falta una línea de sangre inmensa, un linaje que pudiera sostener su peso. Nos respetaban tanto como nos aborrecían.
—Pero abuelo, no digo que sea un hombre. No me interesa serlo, solo... —Las palabras se atascaron en mi garganta cuando la mano de mi abuelo impactó contra la mesa con tal fuerza que el ambiente cambió de inmediato, poniéndose incómodo. Apreté los parpados, volviendo a pasar saliva por mi garganta, asustada.
—Empieza a llenar esa linda boca de comida ahora mismo. —Su mirada se volvió aún más roja. No podía identificar si era por su don de controlar el fuego, o por el enojo que le producía escucharme hablar de esta manera—. No quiero más palabras aquí de nadie, menos de ti, Cathanna. ¿Lo entiendes o toca a las malas?
—Discúlpame por mi desobediencia. Juro que no volverá a suceder. —Mi cabeza se inclinó tanto que mi frente rozó la madera de la mesa. Los labios me temblaban con fuerza, desesperados por hablar, por rebelarse contra el mandato de ese hombre, pero sabía que, si lo hacía, vendría un golpe violento que me reventaría la mejilla.
Ya me lo había enseñado muchas veces a lo largo de mi vida. Y la verdad, no quería sentir otra vez el ardor de su mano marcándome la piel. Porque en esos momentos de desesperación, un solo mantra rugía en mi cabeza: “No le temo a ningún dios que exista; le temo a cada hombre de este imperio, porque sé que sus manos son más letales que la ira de todos nuestros dioses juntos”. Podría sonar exagerado, lo sabía muy bien, pero era la única realidad que existía en mi mente.
—No entiendo qué pasa contigo, muchachita —soltó mi abuelo, sin quitarme la vista de encima, como si quisiera levantarse de la silla y arrastrarme junto a él—. Parece que a tu madre le quedó grande enseñarte a no decir estupideces. No sabes ni cómo agarrar una escoba, como lavar un simple plato, ni hablar de planchar tu propia ropa, y ahora vienes con que quieres liderar una fortuna inmensa.
—Disculpa por no haber hecho lo suficiente —dijo mi madre, bajando la cabeza en una reverencia temblorosa—. Juro que Cathanna no volverá a decir semejantes cosas que puedan ponernos en vergüenza. La corregiré como los dioses mandan, mi señor suegro.
Apreté el cuchillo con fuerza antes de comenzar a partir la carne que me llevaría a la boca, manteniendo la mirada baja. No quería levantarla. No quería ver a mi madre con su maldita sumisión. Ni a mi abuelo con esa mirada de enojo hacia mí. Mucho menos al resto de la mesa, como si lo que yo había dicho fuera un disparate.
No debía hacerlo tampoco, porque sabía que, si lo hacía, mi autocontrol se iría por la borda a un precipicio sin salida. Y este cuchillo —el mismo que ahora cortaba la carne de una forma torpe— acabaría enterrado en sus gargantas. Solo para callarlos. Para siempre. Para recuperar la paz que me robaron desde antes de que pudiera distinguir el bien del mal. Para dejar de sentirme como la oveja blanca en una familia donde cada alma ya estaba corrompida por el poder.
—Eso espero, Annelisa. Porque si tú no la corriges cuanto antes... lo haré yo. Y te aseguro por todos los dioses, que no te va a gustar mi manera —concluyó él, con un tono que me erizó la piel.
—Lo entiendo, mi señor suegro.
¿Y si en serio lo hacía? ¿Y si la sangre sobre esta mesa llena de comida exquisita fuera la mía, gracias al cuchillo que cortó mis venas... o la de todos ellos, por mi enojo? ¿Sería tan terrible matar a mi propia familia, aun si eso me hiciera quedar como una demente ante el mundo ahí afuera? Pero... ¿Por qué estoy pensando en asesinar si jamás tendría la fuerza para hacerlo? ¿O… si sería capaz de aquello?
La cena no tardó en terminar. Apoyé las manos en los brazos de la silla, intentando no apretar con fuerza, y me puse de pie en silencio. Mi habitación estaba en la torre sur del castillo, así que tenía que caminar varios minutos para llegar. Aun así, no tenía prisa.
Mientras caminaba, los pensamientos seguían ahí, martillando en mi cabeza con una fuerza bastante abrumadora. ¿De dónde habían salido? No me sentía bien con eso, no cuando amaba la vida. No cuando ni en mis peores pesadillas me gustaría cortarme las venas... y mucho menos asesinar a mi familia. Entonces... ¿Por qué mi mente insistía en pintarlos cubiertos de sangre, como si fuera la mayor obra de arte a realizar en la historia humana? No se si sea normal.
—Cada día estás más loca, Cathanna —murmuré para mí misma, mientras seguía avanzando por aquel pasillo de piedra, apenas iluminado por unas antorchas parpadeantes en cada pared—. No puedes andar pensando ese tipo de cosas... ¿y si alguien te lee la mente? Capaz y terminas en la hoguera al ser considerada una bruja.
—¿Con quién hablas, hermana mayor?
Di un solo salto en mi lugar antes de voltear hacia él, con la mano en el pecho. Ahí estaba mi hermano menor, Cedrix, acomodándose sus lentes redondos con ese aire de niño obediente, aunque la verdad era un monstruo disfrazado de humanillo.
—¿Qué te he dicho sobre aparecer de la nada? —solté, respirando hondo para no darle el gusto de verme alterada—. Que seas un Erranthe no significa que debas estar usando tu poder dentro del castillo. Nuestros padres te van a regañar en cualquier momento.
—Nuestros padres no están en casa, hermana mayor—respondió con una sonrisita, arreglando la falda de mi vestido que no había notado que estaba arrugada—. Papá sigue en el castillo, como ya debes saberlo, y mamá se fue con la abuela hace poquito a Aureum. Así que... técnicamente, no hay nadie para regañarme, que no sea nuestro abuelo, pero él no me dirá nada malo. Lo sé muy bien.
—Vete ya a tu habitación, Cedrix. Es demasiado tarde para que andes fuera de la cama —le dije, cruzándome de brazo—. Ya mismo, pequeño. Debes dormir bien para ser un hombre fuerte en el futuro.
—Cada vez más amargada, hermana mayor —murmuró, llevando las manos detrás de la espalda mientras se alejaba tranquilamente hacia su habitación, tres puertas más allá de la mía—. Descansa, hermana mayor. Mañana jugaremos en el patio.
—Tú también descansa, Cedrix. —Sonreí.
Entré en mi habitación arrastrando los pies, y me dejé caer sobre el banco acolchado donde solía desplomarme cada noche después de la cena. Mis ojos se clavaron en el espejo ovalado, que mostraba una imagen hermosa: una piel sin imperfecciones, labios teñidos de un rojo líquido y sombras sutiles en los párpados.
No había salido del castillo, ni había llegado alguna visita que pudiera juzgar mi apariencia, pero, aun así, siempre debía mantenerme como una mujer agraciada a los ojos de mi familia. No le veía nada de malo, pero a veces, solo a veces, era muy agotador esto.
—¿Puedes creer que me trajeron la ofrenda de oro? —dije, haciendo girar un frasco de perfume entre mis dedos—. Y no es cualquier cosa: es una Perla del Destino. Pero, claro, mi madre ni siquiera me dejó verla. Dice que es “solo para el día de la boda”. Como si no tuviera derecho a mirar lo que, en teoría, ya me corresponde.
Las Perlas del Destino eran joyas de oro adornadas con pequeños diamantes azules en cada borde, entregadas como ofrenda cuando una familia poderosa pedía la mano de la hija de otra. Se decía que traían suerte, abundancia y fertilidad a ambos clanes, como una especie de bendición mágica que prometía demasiado. Ciertamente, esperaba que fuera de esa manera y no una trágica, como la suerte de mi madre. No digo que su vida sea tan horrible, pero no la quería.
—Es una completa estupidez. —Dejé escapar un bufido—. Pero tampoco voy a arruinar mi suerte al verla en el momento incorrecto.
Llevé las manos a mi cabeza y solté los palillos que sostenían mi cabello. Desde pequeña habían sido mi fascinación. Recordaba con claridad la primera vez que los vi: mi padre me había llevado a una pequeña reunión en casa de uno de sus grandes amigos, y allí estaba una mujer de otro imperio luciendo un peinado elegante adornado con ellos. Quedé tan maravillada que no dejé de rogarle a mi padre hasta que me compró unos idénticos. Desde entonces se convirtieron en mi accesorio favorito y no podía estar sin ellos. Me sentía incompleta.
La puerta sonó dos veces antes de abrirse, revelando a Celanina, una mujer que, a pesar de su edad avanzada, conservaba un físico que muchos aún consideraban atractivo, aunque no como las damas del castillo, moldeadas con una perfección tan artificial que parecían esculpidas por alguien incapaz de soportarlas al natural.
—Celanina, un gusto verte. —Le regalé una sonrisa leve.
—Igualmente, señorita Cathanna —respondió con esa voz monótona, tan característica de ella, situándose detrás de mí, analizando mi rostro a través del espejo—. He escuchado que será oficial su matrimonio con el joven hijo del magistrado Daverin. Supongo, mi niña Cathanna, estás feliz de tener ya a un hombre para ti, ¿verdad? —Sonrió de manera leve, llevando la mano a su hombro y tomó el mechón de cabello rubio para tirarlo sobre su espalda.
—Por supuesto que lo estoy, Celanina. —Sonreí con falsedad, mirándola a través del espejo—. Estuve esperando esto durante muchísimo tiempo. Solo espero que él sea como imaginé a mi esposo: tan... guapo, elegante, amable y muy adinerado. Un caballero en pocas palabras. —La sonrisa en mi rostro se convirtió en una mueca en segundos—. ¿Quién no estaría feliz por algo como esto?
—Un matrimonio es una de las mayores bendiciones para las mujeres, Cathanna —dijo, dándome un apretón en los hombros—. Siempre debes ser fiel a tu esposo, no importa que suceda. Sírvele como es debido. Y, sobre todo, nunca lo desobedezcas. Podrías terminar como yo, sin una pierna. Y es muy vergonzoso esto.
—Eso es demasiado horrible, Celanina. —Un saborcillo amargo se me instaló en la garganta, torciendo los labios—. No logro entender como han normalizado tanto maltrato hacia nosotras por cosas sin relevancia. ¿Por qué tiene que ser así y no de otra manera? ¿No sería más apropiado que nos mataran con flores y no con golpes?
—No te asustes, mi niña. Es normal que una mujer pague caro cuando se atreve a desobedecer. Ya lo entenderás cuando te vayas con tu esposo. Quizá tengas más suerte que yo. El tuyo es rico, ¿no? Eso ya es ganancia. Muchas darían lo que fuera por tener un hombre que al menos pueda comprar el silencio con joyas.
—¿Y es que acaso el dinero es capaz de comprar mi silencio? —Relamí mis labios—. Además, ¿por qué te has casado con aquel hombre si no puede brindarte fortuna? Eso es muy patético.
—Porque lo amaba, Cathanna. —Nuestras miradas se volvieron una, a través del espejo—. Me cautivó con sus bellas palabras y su toque, cuyo tacto podría asemejarse al pétalo de una flor. No me arrepiento de unirme en matrimonio con él, aunque no me haya dado riquezas. Porque cuando hay amor, no importa lo demás.
Levanté una ceja, conteniéndome para no soltar una risa sarcástica que pudiera herirla. ¿De qué estaba hablando esa mujer? Para mí, el dinero era lo único que realmente importaba en el mundo. Si alguien no podía ofrecerme el mismo estilo de vida que mi familia, entonces no tenía cabida a mi lado. No me serviría como pareja, ni como alguien con quien formar una familia. No me servía para nada.
El amor siempre sería algo necesario, no me atrevería a negarlo porque lo deseaba mucho, pero no dejaba de ser un lujo que pocas almas podían darse, a diferencia del dinero, que era algo necesario para vivir cómodamente hasta que la muerte llegara.
—El amor no puede darte todo, Celanina —opiné, cruzándome de brazos, evitando soltar una carcajada sonora—. Se necesita dinero para comprar joyas, zapatos, vestidos enormes. Para sostener una familia. Para tener un castillo como hogar. —Me giré para verla con claridad—. Para ser más que una simple pobretona toda tu vida. ¿Cómo podrías obtener todo eso si tu esposo no tiene una fortuna de monedas de oro? ¿Acaso el amor es más importante que el dinero que nos da de comer?
—El amor es lo más fundamental en el mundo, Cathanna —dijo, llevando mi cabeza nuevamente frente al espejo—. Ni todas las joyas podrían asemejarse a ese bello sentimiento. Te falta mucho por conocer aún, mi niña. Cuando te enamores, entenderás lo que digo.
—Eso me lo han dicho toda la vida, Celanina. A este paso, moriré sin saber ni la mitad de las cosas. —Moví el cuello de un lado al otro, soltando la tensión acumulada durante el día—. Qué conveniente para el mundo que las mujeres no sepamos nada. Y, sobre todo: no saber nada para mantener a los machitos felices. Porque, claro, no importa que tengamos cerebros, solo importa que estemos calladas y bonitas, ¿verdad? Si no es para servirles, entonces ni siquiera deberíamos existir.
—¿Qué sucede contigo, Cathanna? —Me miró con incredulidad, dejando sus manos quietas—. ¿Por qué de la nada hablas de esa manera tan horrible? No es propio de señoritas decentes como tú. Déjaselo a las brujas rebeldes esas. Tú no eres así.
—Discúlpame, Celanina —dije entre dientes, sin arrepentimientos—. No fue mi intención incomodar con mis palabras. No volverá a suceder. Prometido. —Sonreí, pero parecía más una mueca que una sonrisa sincera—. He tenido muchas cosas en la mente.
—Le diré a Azlieh que te corte el cabello —soltó, pasando el peine por mis mechones rizados con movimientos duros, que me hicieron soltar gemidos pequeños—. No entiendo por qué crece tanto.
—¿Podrías tener más cuidado con mi cabeza? —La miré de reojo, enojada—. No soy una muñeca de trapo que puedes tratar a tu antojo. ¿Lo entiendes? Trátame con la delicadeza que requiero.
Celanina me quitó el maquillaje en silencio. Después, la puerta se abrió nuevamente, permitiendo que cinco mujeres se adentraran. Todas eran bellas, eso no podía ser negado, pero una destacaba por encima de las otras, debido a ese rostro tan hermoso que poseía. Era como una flor en plena primavera. Exquisita. Pero sin duda, lo que más me fascinaba de ella era ese delicioso olor que emanaba: azahar. Desde el momento en que llegó al castillo, su fragancia me envolvió con una intensidad inusual. Era extraño. Solo me pasaba con ella.
Azlieh no me miró ni una sola vez; nunca lo hacía, realmente. No entendía el motivo y tampoco me atrevía a preguntarle. Prefería creer que mi mirada era intimidante y que por eso me esquivaba de esa forma, aunque en el fondo supiera que era una completa ridiculez.
A pesar de eso, en ese momento, yo estaba tan pendiente a cada uno de sus movimientos, fingiendo que solo era una muchacha más que servía para mí, pero era tan jodidamente difícil cuando solo quería arrancarle la ropa, aunque esos pensamientos estaban mal porque las mujeres no podíamos desear ni ser deseadas por alguna otra mujer. O eso era lo que me habían incrustado en la cabeza desde la niñez; que no era más que un pecado asqueroso. Algo tan sucio que la única manera de purgarlo era con la bendita muerte.
Aun así, tenían algo que me hacía sentir diferente. No lo entendía. Tampoco quería entenderlo. Me solía repetir cada noche que se trataba de admiración, que era normal ver belleza en otras, que no podía ser deseo carnal y emocional. Porque si lo era, entonces, ¿qué me esperaba a mí el día de rendirle cuenta a los dioses?
Los hombres no despertaban nada en mí como se suponía que debía ser. Me parecían seres tan ordinarios. Tan básicos. Era una emoción insólita, como si debiera mantenerlos lejos de mi cuerpo, de mi mente. De todo que fuera mío. Sin embargo, sabía muy bien que tenía que ser uno quien llevará mi vida, quien me tomará como suya. No una mujer. Jamás una mujer. Porque eso sería desagradable, ¿no?
Pero cuando la veía a ella, a Azlieh, cuando estaba cerca de mí, cuando sus manos tocaban alguna parte de mi cuerpo para ponerme bella, cuando percibía con fuerza su aroma, mi corazón latía con ese miedo que no sentía por ningún hombre. Esa debilidad que me hacía querer esconderme bajo la cama temblando de miedo y no salir nunca.
—Podrías dejarlo hasta la mitad de la espalda —le indicó Celanina a la mujer que sostenía las tijeras detrás de mí, sin molestarse en mirarla—. Y, por favor, hazlo muy parejo. Ah, y arregla también el fleco. Déjalo justo a la mitad de sus ojos. Pero primero, ponlo lacio. El cabello rizado no se ve nada elegante en mujeres como Cathanna. La hace ver demasiado desaliñada.
Azlieh se situó detrás de mí, ocasionando que mi respiración se detuviera por unos segundos y mis manos temblaran bajo el tocador. Me obligué a tomar aire y después soltarlo lentamente.
Si esto era considerado un pecado por los grandes dioses, entonces que me castigaran como anhelaran. Que me quemaran, que me arrancaran la piel lentamente, que me borraran el alma si hacía falta, que maldijeran mi existencia en todos los idiomas existentes... solo si así lograsen salvarme de esta mente mía, tan loca.
Comenzó a pasar la plancha por mis mechones, dejándolos completamente lisos. No me disgustaba, aunque amara los rizos en mi cabello, pues sentía que tenían vida. Después, pasó la tijera con delicadeza. Su rostro estaba más que tenso, como si el simple acto de tocar mis mechones con el objeto filoso fuera un pecado irremediable, una violación silenciosa que le quemaba todos los órganos por dentro.
—¿Sabía usted, señorita Cathanna, que para las brujas el cabello es lo más sagrado que poseen? —susurró en mi oído, procurando que ninguna de las otras en la habitación la oyera—. Ellas jamás lo cortan, no importa que suceda, solo lo ocultan entre su propia melena. Y aunque usted no sea una bruja, debería impedir que se lo corten. Su cabello tiene un color que no pertenece a este mundo... azul oscuro, como las estrellas muertas. Es realmente hermoso, señorita.
—He escuchado que las brujas tienen muchas tradiciones que para nosotros son irrelevantes —susurré, sintiendo aún la calidez de su aliento en mi mejilla—. Pero nunca sobre su cabello. Es curioso.
Su mano rozó la parte baja de mi cuello mientras dividía el cabello en tres secciones. No fue un roce intencional, lo sabía, pero me dolió de tan placentero que se sintió. Y por un segundo… un solo segundo, deseé que no terminara nunca. Que las demás salieran y ella, solo ella se quedara conmigo hasta que la mañana llegara.
Cuando acabó, ató el final de la trenza con una cinta oscura y se quedó detrás de mí, en silencio, mirándome a través del espejo.
—Buenas noches, señorita —susurró finalmente, haciendo una reverencia—. Espero que descanse muy bien hoy.
—Buenas noches, Azlieh. —Sonreí leve.
Me metí entre las sábanas de seda. La lluvia caía con fuerza fuera del castillo, acompañada de truenos que me asustaban desde que era muy pequeña. Pero solo podía mirarla a ella: cómo su cabello rizado y negro se movía con cada paso que daba, cómo sus manos delgadas terminaban de cubrir la ventana. Cómo sus pies la llevaron justo hasta la lámpara para encenderla, y luego apagar las demás.
Agité la cabeza, intentando alejar todos esos pensamientos pecaminosos. Tomé un libro aburrido de política y empecé a leerlo sin ganas. La lectura me parecía insoportable. No podía entender, aunque lo intentara, a esas personas que pueden pasarse horas enteras con un libro entre las manos. ¿No tenían nada más interesante que hacer?
Las hojas hablaban de las tantísimas leyes, decretos y resoluciones que regían el imperio, que realmente solo lograba entender pocas de ellas. Aun así, me obligué a almacenarlas en algún rincón de mi cabeza, donde pudiera encontrarlas en caso de llegarlas a necesitar, lo que creía poco probable. Tal vez para mi hermano mayor eran muy útiles, ya que estudiaba para ser artillero militar, y claramente no podía usar el armamento con libre albedrío. Pero yo no.
—Si explicaran qué es paria, todo sería mucho más sencillo, ¿no lo creen, redactores ineptos, sin cerebro? —Leí en voz baja, arrugando la frente—. Claro, escriben veinte páginas para describir la importancia de las tierras, pero no para explicar términos tan… raros como eso. Incluso suena al nacimiento de un panda. —Rodé los ojos.
En ese momento, percibí un aroma fuerte a pan recién horneado. Levanté la cabeza, aspirando el aire como si pudiera atrapar el olor en mi nariz. Entonces, por la ventana, alcancé a ver una cabellera dorada desvaneciéndose. Me puse de pie de inmediato y corrí hacia ella, pero al asomarme, no había nada ni nadie.
Cerré la ventana rápido y volví a meterme en la cama, tomando el libro grueso, cuya textura me parecía horrible, pero cada vez que intentaba concentrarme en la lectura, ese aroma volvía a colarse en mi nariz hasta llegar a un punto donde me resultó imposible seguir oliéndolo sin más. Llevé la mirada a la ventana; no había nada ahí.
—¿Estoy loca, acaso?
01 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua
Día de Lluvia, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
CATHANNA
Me levanté y empecé a revisar cada rincón de mi habitación: el baño, donde solo flotaba un leve perfume a canela; el amplio cuarto donde guardaba todos mis vestidos y zapatos; y, por último, la pequeña biblioteca, tan abarrotada de libros que ya había perdido la cuenta de cuántos había leído o, mejor dicho: fingido leer.
—¿Hay alguien aquí? —pregunté, aunque no creía que, si alguien estuviera en este lugar, sería tan imbécil como para responder—. ¿Hola...? —Seguí caminando hasta que algo en la pared llamó mi atención: una sombra—. ¿Quién eres tú? —inquirí, asustada, pero la sombra, en lugar de responder, desapareció en un parpadeo.
Me pasé las manos por la cara con frustración. Regresé a la habitación. Fui al clóset y saqué uno de mis vestidos de lino celeste. Después de ponérmelo, salí de la habitación con sigilo, procurando no cruzarme con nadie. Había aprendido a camuflarme bastante bien cuando quería escaparme. Sabía que estaba mal, que no debía salir así, pero solo en esos momentos podía sentir paz. ¿Quién no quería paz?
El Valle de Lila era mi refugio y el único que tenía. Estaba a unos veinte minutos del castillo, lo suficiente para sentirme lejos de todo. Era un lugar hermoso, rodeado de árboles gigantes de flores lilas y mariposas azules que brillaban como luciérnagas al atardecer. Siempre tenía mis clases de magia allí, por las tardes, con Taris, mi tutora desde hacía años. Ella me enseñó todo lo que sabía del aire.
Cuando llegué, caminé hasta la colina y me senté frente al gran precipicio. Las alturas me generaban un miedo absurdo. No obstante, en ese momento no me importaba. Mi cabeza seguía dándole vueltas a lo que había pasado en la mesa, en la forma en que me hablaron. En lo que pensé. En lo que vi en mi habitación. No pretendía ni imaginarlo, pero tal vez ya me estaba volviendo tan chiflada como mis primas, aunque bueno, ellas ya estaban en una liga mucho más alta.
Estuve así varios minutos, atrapada en mis pensamientos, con las manos detrás de la espalda, hasta que algo llamó mi atención. Fruncí el ceño, viendo el aire levantarse y arremolinar hojas por todas partes, y entonces, al levantar el rostro hacia el cielo, observé a varios dragones volando en compañía de sus humanos, compartiendo un vínculo que no siempre existió, por lo cual no era para nada natural.
Durante varias eras, los humanos que dominaban el hermoso arte elemental y los dragones se consolidaron como enemigos a muerte, todo porque ambas especies querían poseer el dominio absoluto del mundo. Y no era un secreto lo que sucedía tras de eso.
Se odiaban con tanta intensidad, alimentada solo por guerras que parecían no tener fin. Sin embargo, todo tuvo un cambio enorme tras la última guerra, conocida con un nombre un tanto peculiar para una época donde la sangre manchó cada parte de la tierra: la llama de blancas. Los escritos no revelaban el autor o autores de ese nombre.
Los dioses estaban decepcionados de ver cómo el mundo que habían creado con tanto esmero se desmoronaba por culpa de aquellos a quienes habían confiado la magia elemental, y gracias a eso tomaron una decisión drástica que cambiaría el curso de la historia para siempre: los castigaron uniendo sus almas, con la intención de que no hubiera más guerras, pero, claro, eso no fue recibido de buena manera. Los dragones asesinaron a los humanos con los que debían establecer un vínculo, rompiendo el pacto que, en aquel entonces, se había convertido en uno de los más sagrados que existía: lealtad.
Con el pasar de los años, no les quedó más opción que aceptar el destino. Para los dragones, aquello se volvió una maldición, pues estaban obligados a soportar a la especie que más odiaban en el vasto universo. En cambio, los humanos elementales lo veían como una victoria absoluta, convencidos de que habían doblegado a las bestias.
—Princesa Cathanna D’Allessandre —dijo una voz masculina a mis espaldas, con un tono sarcástico—. Es un placer verte por estos lares, sin la compañía de tus grandes guardias.
—¿No deberías estar en la academia, hermano? —Giré el rostro rápido hacia él, dibujando una media sonrisa.
—No te enamores de mi presencia. Solo estaré aquí unas semanas —respondió, sentándose a mi lado—. ¿Qué haces aquí sola? Podría ser muy peligroso para ti. No falta que salgan duendecillos.
Era mi hermano mayor, Calen. A pesar de tener los mismos padres, éramos completamente distintos. Sus ojos no eran grises como los míos, sino rojos, como el fuego que podía controlar con mucha facilidad. Y su cabello... bueno, cuando todavía lo tenía, era liso y tan rojo como una llama viva. Al menos compartíamos la misma altura: un metro ochenta. Aunque, a veces, creía que yo era más alta.
—No deseaba estar en ninguna otra parte —respondí, dejando escapar un suspiro de mis labios—. Tengo muchas cosas en la mente.
—¿Siguen con eso de casarte con el hijo del magistrado? —Sus ojos fueron a parar en mi rostro—. Pensé que era un chiste.
—Sí. —Torcí los labios, mirando al frente, donde se encontraba su destino. Nunca logré entender cómo fue que se empezaron a llevar tan bien, si ambos eran igual de insoportables—. Pero no todo es tan malo, hermano. Considero que es una buena oportunidad casarme con la familia del magistrado de delitos civiles. Tendré beneficios.
—Sería una mejor oportunidad casarte con el hijo del magistrado de Guerra. —Sonrió, mostrando los dientes. Siempre que podía, me hablaba de los hijos de los poderosos, como si deseara que me casara con todos ellos—. Lo conozco desde hace varios años. Ese hombre sí que es bueno. Tendrías el respeto de todo Valtheria.
—Elector no es conocido por ser muy amable, así que, si sus hijos son como él, no me interesa conocerlos. —Solté una carcajada—. ¿Y desde cuándo te gustan los hombres? Me dejas muy sorprendida.
—Jamás me gustarían. Solo digo lo evidente.
—Sí, ajá... —Alcé una ceja, mientras mis labios se torcían en una sonrisa—. Entonces estás obsesionado con emparejarme con uno de ellos. Pero, por alguna razón extraña, pareciera que los amas, hermano mío. No te sientas juzgado por tus preferencias.
—No seas tonta, Cathanna. —Me empujó con suavidad—. No quiero verte arrastrándote entre pobres diablos sin apellido. Mereces algo mejor. Mereces hombres con el mismo poder que tú. ¿Acaso es malo querer lo mejor para mi hermana menor?
—Exageras. Orpheus tiene un buen apellido.
—Pero no es suficiente para ti.
—Nuestros padres saben lo que es mejor para mí.
—¿Y desde cuándo haces todo lo que ellos dicen?
—Solo digo lo obvio, hermano —dije, poniéndome de pie—. El joven Orpheus proviene de una buena familia. Eso me bastará para vivir bien hasta la muerte. Y aunque no lo conozco personalmente, tiene buenas referencias.
—Sigo insistiendo que hay mejores familias —declaró, llevando las manos detrás de su espalda—. Apuesto a que, si los Elector's pertenecieran a los Siems, nuestros padres hubieran hecho lo posible por emparejarte con su hijo mayor.
—En definitiva, hermano, estás demente. —Reí, volviendo mi mirada al frente donde las mariposas azules se hicieron presente—. Aquella familia podría postularse para pertenecer al sagrado Siems, aunque dudo que los acepten. No creo que tengan una gran línea de pureza como nosotros, hermano. Solo perderían el tiempo.
—Te escuchas igual de arrogante que nuestra madre, Cathanna. Tanto tiempo con esa loca mujer te está afectando más de lo que creí. —Dejó escapar una risa—. Por cierto, el baile de presentación en el castillo de Valtheria será en tres noches. ¿Nuestros padres te llevarán o te quedarás otro año encerrada en el castillo?
Apreté los labios con fuerza. El baile de presentación era uno de los eventos más importantes y esperados del año: una noche en la que los hijos e hijas de las casas nobles eran mostrados por primera vez ante la corte del imperio. Yo aún no había sido presentada ni ante el emperador ni ante nadie. Me parecía injusto, pues mi hermano Calen fue llevado al cumplir dieciséis, igual que mis primas. En cambio, a mí me mantenían oculta, como si fuera un objeto robado. Solo esperaba que esta vez mis padres decidieran llevarme y no dejarme otro año aquí.
—No lo sé, hermano. —Solté un suspiro pesado, desanimada—. Ya sabes cómo son nuestros padres. Les he rogado mucho que me presenten como su hija ante la corte, pero solo me ignoran. Tal vez se avergüencen de tener una hija, o no sé. Espero que cambien de opinión. —Forcé una sonrisa.
—No entiendo cuál es tu obsesión con querer ir a ese lugar. No es la gran cosa como suelen pintarlo, Cathanna. No te pierdes de mucho, realmente. —Se encogió de hombros.
—Quiero descubrirlo por mi cuenta, hermano. También merezco tener mis propias opiniones sobre las cosas, y no con que me digan que es malo y ya. Tal vez me guste demasiado estar ahí.
—Bueno, entonces espero que logres ir al baile de presentación. Eso sí, debes estar preparada para rechazar a los tantos hombres que querrán bailar contigo después del primer canto de los violines. —Alzó las manos en el aire, simulando un baile elegante—. Lo único bueno de esa noche, sin duda, son los músicos. —Imitó tocar un violín.
Volví a reír bajo, avanzando hacia el castillo. Calen era, sin duda, la persona más divertida que conocía —y tampoco es que conociera a muchas—. Siempre encontraba la manera de sacarme una sonrisa, lo que no era tan difícil. A veces, sonreír era lo mejor que podía hacer, porque me ayudaba a olvidar mi trágica vida.
—Por cierto, hermano. —Lo miré de reojo, dejando la risa de lado—. Nuestra madre ansía saber quién se ha robado tu corazón. Desde que se enteró por malas lenguas que te vieron con una mujer, no para de preguntarme si la conozco. Dice que su hijo querido no puede estar con cualquier... cosa que use faldas.
Calen soltó una carcajada, llevándose las manos detrás de la espalda, despreocupado.
—¿Y te ha mandado a ti para cuestionarme?
—Te equivocas. No le diré nada de lo que me digas.
—Lo único que tengo por decir es que no te metas en lo que no te incumbe, hermanita. Y dile a tu madre eso también. —Despeinó mi cabello con ambas manos—. No veo por qué debería decirles con qué mujer me acuesto, ¿o sí?
—No seas vulgar. —Rodé los ojos con fastidio—. ¿Por qué me interesaría saberlo? Aunque, pensándolo bien, no me sorprendería que la hayas metido al castillo, igual que haces con Katrione, solo para acostarte con ella. Me parece demasiado repulsivo.
—Es que tu amiga es bastante habilidosa con lo que hace, Cathanna —dijo, poniendo un brazo sobre mis hombros—. Siempre me termina chu...
—¡Cállate! —Puse la mano en su boca, interrumpiéndolo—. ¿Puedes no ser tan ordinario? —Bajé mi mano—. Que no se te olvide que hablas con tu hermana, no con uno de tus amigos sin vergüenzas.
—Ay, verdad, la inocente Cathanna —habló con una voz chillona, llena de burla—. Casi olvido lo santurrona que eres. Aún me sorprende mucho que Katrione no te haya corrompido, siendo la mujer que es. —Puso una mano en la barbilla—. Ojalá sea cuestión de tiempo. No soporto que tengas una mente tan cerrada. Por cierto, ¿quieres volar conmigo en Canto? —dijo, moviendo las cejas de arriba abajo—. Te aseguro que esta vez no amagará con dejarte caer.
La última vez que estuve sobre el lomo de un dragón fue con Canto, el destino de mi hermano, hace casi dos años, y no terminó nada bien, porque ese bendito dragón casi me asesina al intentar dejarme caer desde una gran altura. No podía decir que era cruel conmigo; de hecho, me permitía acercarme demasiado, a pesar de ser un dragón de fuego, de los más territoriales. Aun así, seguía causándome mucho nerviosismo, y claro, un miedo desenfrenado.
Calen ni siquiera me dejó responder cuando me tomó del brazo con suavidad y me arrastró de nuevo hacia la colina, donde Canto ya no se encontraba como hacía unos minutos. Dirigí la mirada a su brazo descubierto, a la cicatriz tallada en su piel. No tenía ni color ni brillo; era la marca de su destino, en forma circular que le recorría todo el brazo. La primera vez que la vi, pensé que se había lastimado.
La marca comenzó a retorcerse, moviéndose de un lado al otro, dando la impresión de muchos alacranes caminando bajo su piel. Siempre me había parecido asombroso cómo funcionaban los vínculos: el dragón habitaba dentro del cuerpo de su humano para estar juntos en todo momento, y cuando salía —como lo hizo Canto, con un destello rojo— la marca simplemente desaparecía por completo, como si nunca hubiera estado grabada en carne humana.
Me gustaban demasiado los dragones, pero no cuando no tenía un vínculo con ellos. Canto soltó un rugido tan poderoso que me hizo tapar los oídos con fuerza. Miré a Calen, quien sacó lo que al principio parecía una bolita pequeña, pero enseguida creció hasta alcanzar el tamaño de una cabeza promedio. Comenzó a colocármelo con cuidado, diciéndome cosas que no entendía por qué sus movimientos se volvieron bruscos. Le di un manotazo junto con una mala mirada.
Después sacó otro casco e imitó lo mismo consigo mismo. Me tomó de la mano otra vez y fuimos hacia Canto. Sujeté los bordes de mi vestido y me dejé caer con cuidado sobre la cola escamosa del animal, que luego me acomodó en su arnés naranja, el cual tenía dos puestos. Calen iba adelante y yo atrás. Dijo que había puesto dos asientos porque nunca se sabía cuándo estaría acompañado.
Otra vez no pude decir nada por qué Canto se elevó rápidamente hacia el cielo. Cerré los ojos con fuerza, aunque el viento solo golpeaba el casco. Me aferré al traje negro de mi hermano con las manos temblorosas. En serio, odiaba tanto las benditas alturas.
—¡Ya bájame de aquí, Calen! —le grité por el monitor del casco, que nos permitía comunicarnos claramente sin el aire estorbando.
—¡Disfruta la sensación! —me dijo, entre risas.
Al llegar al castillo, después de casi una hora de vuelo, nos escabullimos con cuidado hacia el pasillo de las habitaciones, en el quinto piso. Nos despedimos con un gesto rápido y cada uno entró en la suya. Me cambié de ropa y salí de la habitación nuevamente. No tenía nada de sueño, por lo que decidí que era buena idea ir a la torre de astronomía, donde podía ver la luna y las estrellas de cerca, ya que estaba hechizada para permitirlo.
Sin embargo, justo cuando iba a bajar las escaleras, unas voces histéricas llamaron mi atención. Venían de la habitación de al lado, que solo se usaba por los mayores del castillo. Siempre estaba protegida por una runa silenciadora, pero al parecer, se les olvidó ponerla esta noche. Aunque no quería ser chismosa, pegué mi oreja.
—Cathanna merece saber toda la verdad de esto, Annelisa. —Escuché la voz enojada de mi abuela, más fuerte que nunca, cerca de la puerta—. Tiene la capacidad mental para entender lo que está por venir a su vida. No puedes mentirle para siempre. ¿No lo entiendes?
—Solo quiero evitar que ella pase por el mismo tormento que pasé yo a su edad —dijo mi madre, con el mismo tono enojado—. Sé que no puedo decidir por Cathanna, lo sé muy bien... pero es mi hija, y quiero lo mejor para su vida. No me importa ocultarle esto para siempre, si con eso evito el dolor que a mí casi me destruye.
—¿No decirle sobre la maldición es lo mejor para su vida, Annelisa? —Intervino una tercera voz que no pude reconocer. Era un hombre, eso sí, pero ¿quién? Tenía un intenso olor a hierro, que contrastaba con el ligero aroma a flores de mi madre y la de leña recién cortada de mi abuela—. ¿Nunca le dirás que es posible que sueñe con esa mujer en particular, como todas las mujeres nacidas con el apellido Doreal? Tienes que decirle la verdad. Y más aún: tienes que sacarla de este imperio. Su vida está en mucho peligro.
Sentí un fuerte escalofrío recorrer toda mi espalda. Algo dentro de mi cabeza me gritaba que esa conversación no debía escucharla, pero mis pies no se movían del suelo.
—¿Y a qué lugar debería enviarla? —respondió mi madre, aún más furiosa. Las pocas veces que la había escuchado con ese tono, era cuando yo hacía algo que debía ser reprendido—. Por si lo has olvidado, Valtheria es enemiga de casi todos los reinos del continente. Ninguno aceptaría a una hija de la corona en su tierra, como si nada, director Sir Eris. Debe haber otra cosa que no sea tan arriesgada.
—No tienen por qué saber quién es Cathanna.
—¿Infiltrar a mi hija? —Su voz salió incrédula—. ¿Estás loco, acaso? No voy a cometer semejante estupidez. Además, Cathanna ya es de un hombre. No puedo simplemente llevarla lejos cuando, en unos meses, tendrá que asumir sus responsabilidades como mujer.
Contuve la respiración por un momento, con los ojos borrosos. Mi corazón latía con una fuerza sobrehumana, tanto que sentía que podía delatarme en cualquier segundo. Aunque quisiera con todas las fuerzas de mi alma, no podía entender de que estaban hablando.
—No puedes seguir con esto —continuó la voz del hombre, más baja—. Tu hija nació bajo la luna roja, esa que arrastra maldiciones desde antes de que este imperio tuviera nombre. Debes actuar rápido, porque si ellas se encuentran... este imperio se va a la mierda. ¿Eso es lo que quieres? ¿Ver tu hogar reducido a cenizas por las rebeldes? Cathanna ya no es una niña. Deja de tratarla como una. Es hora de verla como lo que es: una mujer... y una amenaza para Valtheria.
—¡No me digas cómo criar a mi hija! —gritó mi madre—. No sabes lo que he tenido que hacer para protegerla. No sabes lo que me costó mantenerla viva. ¡Ninguno sabe nada de Cathanna!
—¿Y de qué te va a servir todo eso cuando las rebeldes la encuentren? —escupió él—. ¡La van a matar después de robar su sangre! Tu protección será en vano, Annelisa, por los dioses.
Mi cuerpo se congeló en un segundo.
¿Matarme?
¿Robar mi sangre?
Pero... ¿Quiénes eran las rebeldes?
Mi madre... ¿Me estaba protegiendo de algo?
¿Y nadie pensó, en ningún momento, contármelo?
—¡No permitiré que la toquen! —vociferó mi madre con una furia que me hizo estremecer—. ¡Juro por los dioses que nadie le pondrá una sola mano encima!
—¿Y qué vas a hacer, Annelisa? —replicó el hombre—. Cuando empiece a ver lo que ninguna otra puede ver. Cuando los sueños se conviertan en visiones, y las visiones en poder. ¿Vas a mentirle también sobre eso? ¿O la vas a encerrar como hicieron contigo, cuando pensaron que tú eras la última descendiente?
—Si eso la mantiene viva... entonces sí. Lo haré.
Llevé la mano al picaporte, lista para entrar, enfrentarlos y exigirles la verdad. Pero mis pies no se movían. Era como si el suelo me hubiese atrapado, como si mi cuerpo supiera algo que mi mente aún no procesaba. ¿Soy parte de una... maldición?
—Haz lo que creas conveniente, Annelisa —dijo finalmente mi abuela—. Pero escúchame bien... no permitas que se encuentren.
—Cathanna estará a salvo. Confíen en mi palabra.
Alejé la mano del picaporte y me apresuré hacia la torre de astronomía. Solté un suspiro pesado, pasando una mano por mi rostro con frustración. Quería convencerme de que todo lo que había escuchado no era más que producto de mi mente cansada, que nada de eso era real, que yo, Cathanna D'Allessandre, hija de Vermon y Annelisa D'Allessandre formaba parte de una maldición absurda. Era gracioso, incluso ridículo pensarlo.
Me acerqué a la barandilla, desde donde podía ver las estrellas, casi tocarlas y sentir el calor que parecían desprender. Me quedé varios minutos en esa posición, intentando olvidar esas palabras, pero me resultaba demasiado difícil. Entonces sentí una presencia detrás de mí y me giré de inmediato, descubriendo que era mi madre, todavía envuelta en aquel vestido majestuoso, tejido con hilos de oro y la tela más fina del imperio. Me regaló una sonrisa mientras se acercaba a mí con esa elegancia que siempre la diferenciaba de las demás.
—Te busqué en tu habitación. Por supuesto, no estabas —dijo con sequedad, colocándose a mi lado—. Solo quería informarte que tu padre ha decidido llevarte al baile de presentación. Los vestidos llegarán mañana en la mañana, junto con varios pares de zapatos. Fueron diseñados por Lady Danely, nuestra mejor costurera en todo Valtheria. Son bellísimos, hija. Sé que te encantarán.
—¿En serio, madre? —No pude evitar mi emoción—. ¿Por fin conoceré el palacio de Valtheria? —Cubrí mi boca con ambas manos.
—Por supuesto, querida. —Una nueva sonrisa apareció en la comisura de sus labios—. Ya es momento de que el emperador conozca a la hija de su más fiel concejero.
—Gracias madre. —Le hice una reverencia, con una gran sonrisa en el rostro—. Aprecio mucho que me hayan considerado para esta ocasión. No los decepcionaré. Lo prometo.
—Indudablemente que no lo harás. —Llevó su mano a mi mejilla, analizando mi rostro, sin borrar la sonrisa de su rostro—. Tienes una belleza demasiado envidiable. Y tus ojos son preciosos. Como dos cristales. Apuesto a que serás la envidia de la noche.
Sonreí.
—¿De verdad crees eso? —pregunté, sintiendo mis mejillas arder. Pocas veces, la mujer frente a mí me decía comentarios tan lindos como ahora. Siempre eran pasivos, pero llenos de agresividad—. Considero que existen mujeres mucho más bellas que yo, madre.
—Créeme, Cathanna. —Alejó su mano de mí y se posicionó a mi lado—. Tu belleza no es de este mundo. Puede haber miles de mujeres con un rostro atractivo, pero jamás tendrán tu encanto.
No era la primera vez que me decían algo como eso. Desde niña, las pocas personas que me observaban mencionaban que mi belleza era inigualable. Nunca lo cuestioné, pues sabía lo que tenía, pero que mi madre me lo dijera se sentía distinto; me costaba creer que, ante sus ojos, yo fuera la mujer más hermosa.
—Es un gusto ser vista de esa manera, madre. —Volví a hacer una reverencia, conteniendo las ganas para soltar, gritando.
—Ve a descansar, Cathanna —dijo, dándose media vuelta—. Necesito que estés radiante para el baile en tres noches. No puedes tener ojeras por tener un pésimo horario de sueño. A la cama. Ya.
—Sí, madre.
Llegué a mi habitación casi saltando de la felicidad que sentía en ese momento, que incluso lo que había escuchado sobre esa extraña maldición pasó a segundo plano. Me detuve en el centro, imaginándome en el castillo, bailando al compás de los violines mientras las luces se apagaban poco a poco. Di un salto, soltando un chillido agudo y luego comencé a bailar con los brazos extendidos hasta cansarme. Me dejé caer en la cama, mirando al techo, con una sonrisa tan grande que comenzaba a dolerme, pero no importaba.
—Al fin iré al baile de presentación.
Me levanté rápido, salí y fui a la puerta de la habitación de Calen. Puse la mano en el picaporte y lo giré, notando de inmediato que no tenía seguro. Me encogí de hombros y empujé la puerta. Mis ojos se abrieron de golpe al hallarme con mi mejor amiga Katrione ahí dentro, completamente desnuda sobre mi hermano, cuyas manos agarraban su cintura con fuerza. Me quedé estática, encontrándome con esos dos pares de ojos que no parecían nada incómodos, a diferencia de mí. Retrocedí y cerré la puerta de golpe. Sentí las arcadas subirme por la garganta. Tomé aire y corrí hasta mi habitación.
—Dioses, Calen —susurró, aun con los ojos bien abiertos.
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