⚠️ ADVERTENCIA DE CONTENIDO ⚠️
Esta historia contiene temas extremadamente sensibles y perturbadores, incluyendo violencia gráfica, abuso físico y psicológico, relaciones tóxicas, manipulación, explotación, pedofilia, consumo de drogas, tortura y otros actos de crueldad extrema.
No es una historia de amor ni pretende romantizar el sufrimiento, la sumisión o la redención a través del dolor. Aquí no hay héroes ni redenciones mágicas, solo una exploración cruda y oscura de la naturaleza humana en sus formas más viles. Los personajes y sus acciones reflejan realidades brutales, situaciones que en ningún caso deben ser idealizadas o imitadas.
Si decides leer, hazlo bajo tu propia responsabilidad. Esta historia no es para todos y puede resultar profundamente perturbadora.
...LUCAS SANTORI...
La hoja del cuchillo rasga la piel con una precisión casi artística. El sonido es húmedo, suave, un susurro que se pierde en el silencio sepulcral del sótano. Su respiración se quiebra, rota por el dolor y el pánico. No grita. No aún. Quizás porque sabe que aquí, en este lugar olvidado por el mundo, nadie lo escuchará.
Le observo desde las sombras, mis manos firmes en el mango del cuchillo mientras trazo líneas rojas sobre su torso. La sangre brota y dibuja patrones que me recuerdan a las manchas en la alfombra de mi infancia. Manchas que ella nunca limpiaba.
Mi madre.
Esa mujer era una fuerza de la naturaleza, pero no en el buen sentido. Era caos en su forma más pura. Recuerdo cómo tambaleaba por el apartamento con los ojos vidriosos, gritando incoherencias mientras buscaba su pipa. Siempre olía a humo, sudor y algo más, algo ácido, como si la desesperación tuviera un aroma propio.
“Lucas, ven aquí”, solía decir, su voz empapada en alcohol. “Hoy tienes que ser un buen chico”. Esa frase siempre significaba lo mismo. Me empujaba hacia hombres que la miraban con desprecio antes de fijar sus ojos en mí. Yo era su moneda de cambio, su manera de conseguir la próxima dosis de crack.
Mis manos tiemblan ligeramente al recordar, pero no por miedo. Es rabia lo que corre por mis venas. Una furia contenida que he aprendido a canalizar, a moldear. La hoja en mi mano vuelve a moverse, un tajo limpio que arranca un grito de mi víctima.
-¿Sabes lo que es ser nada?- murmuro, acercándome para que mis palabras le perforen más que el acero- ¿Ser invisible? ¿Que tu existencia no signifique nada más que un precio?
El hombre sacude la cabeza, sollozando, pero no me importa su respuesta. La imagen de mi madre sigue viva en mi mente, su risa histérica mientras me vendía a cualquiera que tuviera suficiente dinero. “Te necesito, Lucas. Hazlo por mamá”, decía, como si eso fuera excusa suficiente.
El cuchillo se hunde más profundo esta vez, y el grito que lanza llena el espacio como una melodía discordante. Lo observo, fascinado por la mezcla de miedo y dolor en sus ojos. Me pregunto si alguna vez yo tuve esa misma mirada, si alguna vez alguien vio en mí el mismo tipo de vulnerabilidad.
No importa. Esa versión de mí murió hace años, enterrada junto con cualquier capacidad de compasión que pudiera haber tenido. Ahora solo queda esto: el control, el poder, el momento en que soy juez, jurado y verdugo.
-¿Por qué haces esto?- balbucea, su voz apenas un hilo.
Me río, pero no le respondo. La verdad es que no hay una razón que pueda entender. No lo hago por justicia, ni siquiera por venganza. Lo hago porque es lo único que me hace sentir vivo. Porque cada corte, cada grito, es un recordatorio de que yo soy quien controla ahora, que el mundo ya no puede aplastarme. El sonido de la vida desvaneciéndose, como un suspiro moribundo, es aterradoramente fascinante. No hay nada que se compare con esa sensación electrizante de ser el causante de la muerte de otro ser humano. Es como si el tiempo se detuviera, y todo el universo se redujera a ese instante, a esa energía cruda que emana de un cuerpo que ya no late. Ninguna droga, ningún beso robado o noche de pasión ha logrado provocarme un éxtasis tan profundo, tan visceral. Es un poder absoluto, intoxicante y peligroso. En ese momento, soy dueño de todo: de la vida, de la muerte, de la quietud que sigue al caos
—Dios… por favor, ayúdame…
El sollozo desesperado que escapa de su boca es música para mis oídos. Dios. ¿De verdad cree que un ser supremo vendrá a salvarle? ¿Es acaso otro de esos patéticos humanos que se aferran a la fantasía de que algo más fuerte y superior velará por ellos?
Aquí… Yo soy Dios.
Una sonrisa ladeada se dibuja en mis labios. Me pregunto qué se sentirá vivir con esa absurda esperanza de que después de la muerte hay algo más, algo hermoso, puro y radiante. Un paraíso donde el dolor se disuelve, donde las almas son acogidas en una luz cálida y eterna. Qué ridículo.
Si ese ser todopoderoso existiera, entonces es más retorcido que yo. Porque prefiere ser espectador de este mundo asqueroso antes que mover un solo dedo para cambiarlo.
¿Qué culpa tenía un niño de ser usado como moneda de cambio por una madre drogadicta? ¿Qué pecado había cometido para nacer en un infierno del que nunca podría escapar? Ninguno. Y, aun así, su llanto nunca fue escuchado. Su sufrimiento fue ignorado.
Porque, al final, Dios no es más que una mentira reconfortante. Una excusa para justificar la crueldad del mundo.
La sangre forma un charco espeso a sus pies, tiñendo el suelo de un rojo oscuro y brillante. El hedor metálico impregna el aire, pesado, intoxicante. Su cuerpo tiembla, apenas sosteniéndose, mientras la vida se le escapa gota a gota.
Me inclino lentamente hacia él, disfrutando cada segundo de su agonía. Su aliento es débil, entrecortado. Su mirada, nublada por el dolor, intenta enfocarme, quizás buscando piedad.
Le susurro al oído, con un tono casi cariñoso, como si le confiara un secreto.
—Tu sufrimiento no es nada comparado con lo que yo viví…
Dejo que mis palabras se impregnen en su mente moribunda antes de sonreír, acariciándole el rostro con la yema de los dedos, como una madre consolando a su hijo.
—Pero al menos… ahora entiendes un poco.
Me enderezo, limpiando el cuchillo con calma, y lo observo mientras su vida se apaga. Por un momento, todo está en silencio, y una paz inquietante se instala en mi interior. No dura mucho, lo sé, pero es suficiente.
El pasado no puede cambiarse. Pero el presente… el presente es mío, y yo decido quién vive y quién muere.
Podrán llamarme maldito, un asesino a sangre fría o incluso un demente. Pero, ¿quién tiene realmente el derecho de juzgarme? ¿No es acaso el pecado una constante que habita en el corazón de muchos? ¿No han sentido alguna vez, en lo más profundo de su ser, la tentación de acabar con la vida de otro? La diferencia entre ellos y yo radica en algo mucho más oscuro: lo mío no se queda solo en pensamientos. Yo lo llevo a cabo. No dudo, no vacilo. La sed de sangre arde en mis venas, mucho más intensamente que cualquier vestigio de racionalidad. La muerte no es un acto impulsivo para mí; es un impulso vital, tan esencial como el aire que respiro.
No quiero morir sin haber dado satisfacción a cada rincón de mi ser. He sufrido lo suficiente, demasiado, y es hora de que el mundo, finalmente, me devuelva todo lo que me ha arrebatado. No busco redención ni perdón.No hay arrepentimiento en mis actos, solo una fría certeza de que este es mi derecho. No me importa lo que piensen de mí, porque yo soy quien decide cuándo y cómo se paga el precio. Con una sonrisa de desafío, Corto su pie con precisión, marcando en el talón el número Doce. Cada trazo del cuchillo se convierte en un acto de poder absoluto. Doce… doce almas que ahora conocen el infierno, gracias a mí. Contarlos me embriaga de una satisfacción indescriptible, como si yo mismo fuera el arquitecto de su tormento eterno. Es una sensación de dominio, de control absoluto sobre la vida y la muerte, y me enorgullece saber que son mis víctimas las que llevan mi marca, recordando quién las condujo hasta su fin.
Bajo el resto del cuerpo sin vida de la plancha, lo arrastro con indiferencia. No hay nada de noble en lo que hago, solo la necesidad de ver cómo la carne se disuelve en el ácido, desapareciendo ante mis ojos, como todo lo que alguna vez fue mío y ahora me pertenece solo en su destrucción.
...Valeria Montalbán....
Lo dejo salir de mí, sintiendo la misma insatisfacción de siempre, esa sensación vacía que ya ni me sorprende. El sexo con Dante se ha vuelto mecánico, patético, predecible, casi una obligación. No hay emoción, solo el simple acto de cumplir con algo que no sé por qué sigo haciendo. En momentos como este, ni siquiera me esfuerzo por entender por qué sigo aquí.
Se deja caer al lado de la cama, probablemente pensando que hizo algo digno de sentirse orgulloso, aunque ni siquiera lo haya logrado. Tomo uno de mis cigarros y lo enciendo sin demora, buscando un mínimo respiro de la irritante frustración que siento. El humo entra en mis pulmones, pero ni eso logra hacer que este momento sea menos patético.
Dante es el capitán del equipo, el chico popular, el deportista destacado, pero también un completo imbécil con aires de grandeza que se cree el centro del universo. Estar con él es lo único que me asegura algo de visibilidad en este maldito mundo, especialmente después de haber pasado toda la preparatoria en el anonimato absoluto, sin que nadie se molestara en mirarme dos veces. La atención jamás estuvo en mi y eso me consumió, me hizo sentir como si no importara. Ahora que estoy en la universidad, estoy decidida a que eso no se repita. Odio esa sensación de ser una sombra, de no ser más que un cero a la izquierda, tan insignificante como un insecto al que nadie se molesta en aplastar.
— ¡Te he dicho que detesto que fumes! ¡Déjalo! — Su voz suena tan ridicula, tan carente de fuerza, que solo consigo sonreír con desdén. No tiene ni la más mínima autoridad sobre mí, y lo sabe perfectamente.
— Oblígame, imbécil — respondo con desafío, volteando a mirarlo directamente a los ojos, sin importar que probablemente lo lleve a perder la paciencia. No me importa lo que haga; lo que quiero es verlo perder el control.
— Eres una perra con la boca demasiado grande... — se levanta ofendido, sus pasos firmes y rápidos mientras se acerca hacia mí con una amenaza palpable en el aire. Sus ojos arden de furia, pero ni por un segundo retrocedo.
Arqueo una ceja y doy otra calada a mi cigarro, disfrutando de la sensación mientras cruzo las piernas con total arrogancia. El humo sale De mis pulmones y lo lanzo directo hacia él cuando se detiene frente a mí, retándolo con la mirada, como si su furia no me importara lo más mínimo.
La ira se refleja en sus facciones, y, en un impulso, me arranca el cigarro de las manos, arrojándolo al suelo con desprecio. Mi paciencia está al límite, pero él parece no darse cuenta, tan seguro de su poder que no nota cómo mi control se está desmoronando poco a poco.
— ¿Estás sorda, perra? — Su mano empuja mi hombro, como si intentara marcar su dominio, o al menos eso es lo que cree. Pero su gesto no tiene el efecto que espera; no me inmuto, no me mueve ni un milímetro.
Otro empujón me lanza al suelo, mis manos rozan el frío piso mientras caigo cerca de mi ropa. Un terrible error para él. Rápidamente, deslizo mi pierna y lo derribo, haciendo que caiga de espaldas. El sonido de su cabeza chocando contra el suelo es brutal, como un golpe sordo que reverbera en mis oídos. Mi mano va directo al bolsillo de mi pantalón, sacando la navaja con una destreza que ni él espera. En un solo movimiento, me subo sobre él, quedando encima de su torso inmovilizado. El filo de la hoja se posa con precisión en su cuello, la amenaza de sangre al alcance de un solo movimiento. Sus ojos se abren como platos, sorprendidos y aterrados, incapaces de procesar lo que está sucediendo. La expresión de incredulidad en su rostro solo aumenta el placer que siento al tenerlo completamente a mi merced.
— No estoy sorda, hijo de puta. Solo no me pega la gana obedecerte — respondo con voz fría, empujando el arma levemente. El filo toca su piel, y el líquido caliente comienza a brotar de su cuello. — No deberías agarrarle la cola a un perro que no conoces, ni siquiera sabes si te va a morder. — Mi tono es bajo, lleno de desprecio, mientras observo cómo su respiración se acelera, su miedo palpable, y la sangre comienza a escurrirse lentamente por su piel.
— ¡Estás loca! Ni creas que voy a seguir contigo — grita, intentando mover las manos, pero lo detengo con un simple movimiento. Aumento la presión del cuchillo contra su cuello, el filo hundiéndose un poco más en su piel.
— Lo nuestro se acabó, Valeria — dice, pero su voz tiembla, y sé que ahora comprende que, si yo lo decido, su final podría llegar en cualquier momento. Sonrío, sintiendo el control total, mientras sus ojos me miran, aterrados, esperando que no cumpla la amenaza.
- ¿Alguna vez hubo un "nosotros"? — pregunto con tono despectivo, observando cómo su rostro cambia de color, entre la furia y la sorpresa. — ¿Debería llorar ahora? No me interesa, Dante. Además, no sabes follar... maldito precoz.
La expresión en su cara se vuelve de todos los colores posibles, el orgullo herido y la rabia contenida, mientras su respiración se vuelve más agitada. Es como ver a un animal acorralado, pero a mí no me mueve ni un ápice de compasión.
Me incorporo del suelo, aún con el cuchillo firmemente en mis manos, y lo observo mientras permanece sentado, completamente inmovilizado por el miedo. Tal y como lo sospeché, no es más que un asqueroso cobarde, todo ese músculo inútil que presume no sirve para nada cuando el verdadero peligro está frente a él. Un par de músculos de más, y se cree invencible, pero en realidad es solo una fachada, un hombre débil escondido tras 90 kilos de pura apariencia.
— ¡Tú y tu maldita familia están locos! — grita, pero esas palabras solo avivan la ira que arde en mí. Sin pensar, clavo el cuchillo en su pierna, sin la más mínima compasión.
El grito que escapa de sus labios es puro y desgarrador, y me llena de una satisfacción que no puedo evitar. Lo siento en cada fibra de mi ser, esa sensación de tener el control absoluto sobre él, y la idea de que finalmente está sintiendo lo que yo he querido hacerle por tanto tiempo.
-Agradece que no te corte la lengua-digo mirando por ultima vez su rostro contorsionado por el dolor.
Camino por el pasillo desnuda, sin prisa, como si no estuviera en la misma habitación con un hombre desangrándose por mi mano. Cada paso que doy está lleno de indiferencia, como si nada de lo que acaba de suceder fuera significativo. Me voy poniendo la ropa con una calma inquebrantable, una prenda tras otra, mientras lo dejo atrás, retorciéndose en el suelo, desbordado por su propio dolor.
-MALDITASEA... VALERIAAA... ¡¡¡ME VOY A DESANGRAR!!!
Una sonrisa se dibuja en mis labios mientras salgo de la casa de la hermandad. Todos me saludan, sin saber que, en el piso de arriba, su capitán está gritando como una niña asustada. Probablemente me odien después de hoy, pero no es tan grave. Solo durará un tiempo sin jugar, y la verdad, no me importa.
Llego a la habitación del campus en la que me quedo entre semana. Es un espacio neutral, sin adornos ni posters, casi vacío, demasiado sencillo, tal y como soy yo. Desenredo mi cabello rubio y corto con los dedos, sintiendo aún el peso de la presencia de Dante en mi piel. El aroma de él me repulsa, así que entro a la ducha, buscando borrar cada vestigio de su toque. El agua cae sobre mí, pero el asco no desaparece tan fácilmente.
El reflejo en el espejo me devuelve una mirada que ya conozco bien. Mis ojos verdes siempre guardan un vestigio de locura, algo que nunca logro disimular por completo. Mi piel blanca, tan perfecta en apariencia, oculta marcas que quizás ya son imperceptibles para los demás, pero que para mí siempre están ahí, recordándome que esta belleza que no pedí ha sido la causa de cada una de mis desgracias.
"Quieres jugar con papi otravez? Pero no podemos contarle nada a mamá. Este será un secreto entre tú y yo"
La asquerosa voz de ese hombre al que alguna vez llamé padre se mete en mi mente sin permiso, arrastrándome a una ola de repulsión. Mi estómago se revuelca, y las arcadas me toman por sorpresa, haciéndome expulsar la bilis. Anoche bebí más de lo que mi cuerpo escuálido podría tolerar, pero aun así, llegué intacta a la casa de ese imbécil. Es la primera vez que vomito en una resaca, pero sé perfectamente cuál es la razón. Cada vez que su recuerdo se cruza en mi mente, mi cuerpo reacciona como si pudiera sentirlo aún, como si el veneno de su presencia siguiera corriéndome por las venas.
Después de ducharme, me pongo el camisón y enciendo otro cigarro. La puerta se abre de golpe y Talia, mi compañera del cuarto de al lado, entra, visiblemente impactada. No necesito adivinar qué está pasando; su rostro lo dice todo.
—¡Por Dios, Vale! ¿En qué carajos estabas pensando? Todo el campus se enteró de lo que hiciste —dice, tapándose la boca con la mano, completamente atónita.
—Imagino que también supieron por qué lo hice —murmuro, sacando unas fotografías de mi gaveta y dejándolas caer sobre la cama.
—¿Te das cuenta de lo que puedes perder con esto, Vale? ¡Tu beca! El decano está buscándote —su cara de preocupación casi logra enternecerme, pero apenas.
—Te preocupas demasiado —respondo, desplegando las fotos frente a mí sin prestarle demasiada atención.
Revolcarse con el jefe de la policía trae sus ventajas, he tenido acceso al expediente de manera más detallada, mucho más que mis compañeros que solo han visto la punta del iceberg.
Todo lo que he vivido hasta hoy me ha hecho una de las mejores en mi carrera de ciencias forenses. Uno de los casos que llevamos estudiando meses es el del "Asesino de los talones" un nombre demasiado ridículo para una persona con tal historial. A mi me gusta llamarlo "el contador". Doce fotografías hay en mis manos, doce en la que tengo un perfecto plano de la escena del crimen. Cada detalle de este me intriga más de lo que jamás imaginé. No es solo asesinato deliberado, hay pasión en esto... también arte.
Doce crímenes. Doce pies intactos.
Tomo la primera imagen. Un sótano húmedo, el suelo corroído por ácido, un pie suspendido de un alambre. Número 1. Su marca, su legado.
Paso a la siguiente. Un río turbio, un pie atrapado entre las ramas. El agua hinchó la piel, pero el número 3 sigue ahí, profundo, intocable. Meticuloso. Preciso.
Cada escena es una obra maestra. Un taller mecánico con metal derretido. Un motel con una tina deshecha por químicos. Un matadero con ganchos oxidados y piel adherida. No hay caos, solo método. Belleza en la destrucción.
Pero la última imagen me deja sin aliento. Un sótano limpio, herramientas ordenadas. El pie de la víctima cuidadosamente posado sobre la mesa. La victima número 12.
Su evolución es impecable. Es un artista. Y yo… no puedo dejar de admirarlo.
...Lucas....
Mi cuerpo se hunde en ella con violencia, tomándola sin tregua, sin espacio para la resistencia. Su cabello se enreda en mi mano, atrapado entre mis dedos como una cuerda que mantiene el control. Cada embestida es un recordatorio de que me pertenece, de que no es más que un cuerpo moldeado para mi placer. La sensación crece, se intensifica, consumiéndolo todo hasta el punto de no retorno.
—Lu… estás lastimándome… —su voz se quiebra, pero no me detengo. Ignoro su queja y sigo hundiéndome en ella, aferrándome a su cuerpo con posesión enfermiza. Esta vez, mi mano se desliza hasta su cuello, cerrándose con firmeza, apretando más con cada embestida, con cada segundo que me acerca a la liberación.
—¡Maldita sea, Lucas! —Su voz se alza en un grito ahogado cuando inclina su cuerpo hacia adelante de golpe, rompiendo el ritmo, escapando de mi agarre, haciendo que mi miembro salga de ella sin previo aviso.
Un gruñido escapa de mi garganta cuando el placer se ve brutalmente interrumpido. La frustración hierve en mi interior, oscureciendo mi visión por un instante. Ella me observa con los ojos muy abiertos, el temor reflejado en cada línea de su rostro mientras retrocede hasta chocar con el cabecero de la cama.
No intento alcanzarla. No la necesito para terminar lo que empezó.
Con la respiración entrecortada, deslizo mi mano hasta mi erección y reclamo por mi cuenta el placer que me ha sido arrebatado. Aumento los movimientos, dejando que la tensión acumulada me arrastre sin freno. Un gruñido profundo escapa de mis labios cuando la liberación me sacude, expulsando mi esencia sobre las sábanas, marcando el espacio entre nosotros.
Ella no aparta la mirada. Y eso… eso me gusta.
—Te agradecería por el polvo, pero solo fue una decepción. —Mi voz es fría, carente de interés, como si el momento que compartimos no hubiera significado nada. Porque no lo hizo.
Me alejo sin prestarle atención a su expresión, aunque puedo sentir su sorpresa, su temor. No me importa. No debería importarme.
Sasha es solo un instrumento, un cuerpo que tomo cuando lo deseo y descarto cuando he terminado. Y lo sabe. Siempre lo ha sabido.
Últimamente, sin embargo, parece querer convertirse en algo más. Se engaña a sí misma con la absurda idea de que puede importarme. Pero siempre, siempre, acabo recordándole su lugar.
Las relaciones amorosas son complicadas, aburridas y un símbolo de completa debilidad. Una distracción inútil para los que buscan llenar vacíos con ilusiones estúpidas. No soporto la ridiculez del afecto ni la patética necesidad de conexión. Muy probablemente, jamás en mi vida he amado a nadie.
Mi cuerpo no tiene cabida para tal cosa. No hay espacio para sentimentalismos ni para el absurdo anhelo de pertenencia. Solo hay lugar para la ira que arde en mis entrañas y el placer efímero de la carne. Un ciclo interminable de dominio y satisfacción, sin nada más que me ate o me haga vulnerable.
Mis gustos son peculiares. La tortura, la sumisión, el control absoluto. No hay espacio para negociaciones, para objeciones o quejas. Solo la certeza de que todo se hace bajo mi voluntad.
Sasha lo sabe. Quizás por eso ha decidido mantenerse alejada en este momento. Tal vez cree que estoy furioso. Que haber interrumpido mi placer ha despertado algo peligroso en mí.
Pero la realidad es otra. Para que algo me provoque ira, primero tendría que importarme. Y lastimosamente para ella, no es así.
Sasha no es especial. No es diferente. Solo es un objeto más dentro de mi dominio personal. Su propósito es claro, su función está definida. No hay más. No habrá más.
Me meto a la ducha rápidamente, dejando que el agua arrastre los rastros del encuentro. El vapor nubla el espejo, pero no mi mente.
Paso las manos por mi piel, sintiendo cada marca, cada cicatriz. Recuerdos impresos a la fuerza, lecciones aprendidas en carne viva. Torturas de otro tiempo, de otra vida… y aun así, siguen aquí.
Recordarlo no vale la pena. No tiene sentido revivirlo. No cambia nada.
Y, sin embargo, mi mente insiste en arrastrarme de vuelta a ese infierno del que nunca he podido escapar.
"Eres un pequeño tan apetecible. No vayas a gritar, asi no tendré que ser brusco contigo"
Mi puño se estrella contra el cristal de la ducha, rompiéndolo en mil pedazos. Las esquirlas se esparcen, algunas se clavan en mi piel, pero no me detengo a mirarlas. La sangre brota, tiñendo el agua de rojo, deslizándose en espirales por el desagüe.
No siento nada. Hace años que no siento nada.
El dolor, ese instinto primario de supervivencia, desapareció conmigo hace mucho tiempo. Algo tan inherente al ser humano, pero mi cerebro parece haberlo bloqueado. Ni dolor, ni tristeza… ni siquiera lágrimas.
No desde que la vida a su lado terminó. Desde que escapé de la verduga a la que llame madre. Aunque su sombra continúe persiguiendome lo que resta de mí vida.
Duré en hogares de paso hasta la mayoría de edad. Nunca tuve un hogar real, ni alguien que me protegiera. Crecí en la indiferencia, en el abandono, en la certeza de que solo sobreviven los fuertes. Y yo no solo quería sobrevivir… quería dominar.
Me propuse surgir más de lo que cualquier otra persona pudo imaginar. No iba a ser una sombra más en el mundo. Con esfuerzo terminé la universidad mientras prestaba mis servicios militares. Aprendí muchas cosas. Cosas que no enseñan en los libros, sino en el campo de batalla y en los rincones oscuros donde la moral no tiene cabida. Aprendí a moverme en la sombra, a leer a las personas, a tomar lo que necesitaba sin que nadie se diera cuenta.
Fue entonces cuando supe que el verdadero poder no estaba en la fuerza bruta ni en las armas, sino en la información. Y con esa certeza fundé NEMESIS CORP, una empresa de seguridad e inteligencia privada, pero en realidad, mucho más que eso. Mientras el mundo nos ve como protectores de la élite, yo manejo los hilos desde la oscuridad. Controlamos datos, mercados, vidas. Gobernantes y multimillonarios pagan fortunas para que los mantengamos a salvo, sin saber que en mis manos no solo está su protección, sino también su destrucción si así lo decido.
No fue fácil llegar aquí. Tuve que eliminar obstáculos, aprender que la empatía es una debilidad y que la lealtad solo existe cuando es comprada. Ahora, cada contrato que firmo, cada trato que cierro, es una jugada más en mi tablero. Porque en este mundo hay depredadores y presas, y yo hace mucho decidí en qué lado quiero estar.
De vez en cuando, me veo obligado a asistir a eventos que me sumen en un hastío insoportable. Sonrisas falsas, apretones de manos vacíos, discursos llenos de pretensiones. Un teatro en el que debo desempeñar mi papel a la perfección.
Debo convencer al mundo de que mis intenciones son nobles, que mi influencia es un reflejo de mi compromiso con la sociedad. No sospechan que todo es una simple fachada, una estrategia bien calculada.
Porque detrás de cada gesto amable y cada palabra bien medida, se oculta un propósito más oscuro. Estos eventos son más que una distracción, son una oportunidad. Una manera rápida y sencilla de elegir a mis víctimas, de marcar a aquellos que se convertirán en piezas de mi juego.
Mi poder va más allá de lo que se ve, más allá de lo que los magnates y empresarios creen entender. Son ingenuos. Demasiado confiados. Y tarde o temprano, todos los que bajan la guardia terminan en mis manos.
Soy como un niño en una confitería, rodeado de infinitas posibilidades, con el poder absoluto de elegir.
El quién, el cómo y el cuándo… todo está en mis manos. No hay límites, no hay restricciones. Solo el placer de la cacería, de tomar lo que quiero, cuando lo deseo.
Cada rostro, cada voz, cada mirada distraída es una opción esperando ser escogida. Y yo, con la paciencia de un depredador, disfruto cada momento antes de dar el primer paso.
—Lu… —su voz suena temerosa mientras envuelve mi mano con una toalla. Su tacto es suave, casi suplicante.
—Nunca he entendido cómo puedes no sentir nada —susurra. Su mirada se aferra a la mía, buscando algo que no existe. —Perdóname, Lu. Me asusté. Creí que tú me ibas a…
Una risa seca y sin emoción amenaza con escapar de mi garganta.
—De haberlo deseado, ya lo hubiera hecho —murmuro, quitando su mano con la misma indiferencia con la que se aparta una prenda vieja. No hay nada en su toque que me detenga.
Tomo la toalla y reemplazo su intento inútil de consolarme.
—Puedes irte. No te necesito.
Sé que está llorando. No necesito verla para confirmarlo. Su respiración temblorosa, el leve sollozo que intenta ahogar… lo sé.
Pero no me interesa. Sus lágrimas no significan nada para mí.
Me dirijo al botiquín, visto mis heridas con la misma frialdad con la que visto mi traje. Nada de sentimentalismos, solo eficiencia. Elijo un conjunto sobrio, adecuado para la ocasión, aunque la idea de rodearme de niños universitarios mimados y patéticos me repugne.
Pero hay cosas a las que he tenido que adaptarme.
Hoy soy yo quien entregará el premio al estudiante destacado. Un reconocimiento vacío acompañado de una suma de dinero que, para ellos, podría significar un cambio de vida, pero para mí… no es más que un puñado insignificante de billetes.
Me arreglo en tiempo récord, tomo las llaves del auto y salgo directo a la dichosa universidad. El camino es un caos de bocinas y ruido insoportable. Al llegar, mi paciencia ya está al límite.
Me mantengo impasible mientras el protocolo se desarrolla. Los elogios forzados, las presentaciones exageradas, los lamebotas en acción. Un espectáculo aburrido en el que mi única tarea es sonreír con moderación y aparentar interés.
Finalmente, el decano me hace un gesto. Es mi turno.
Al fin terminará esta payasada.
El hombre toma el micrófono y carraspea ligeramente antes de hablar con voz firme y solemne.
—Es un honor reconocer el esfuerzo, la disciplina y la excelencia académica en nuestra institución. Este año, el reconocimiento al estudiante destacado es más que merecido. No solo ha demostrado un rendimiento excepcional en Ciencias Forenses, sino que también ha sobresalido por su dedicación y capacidad analítica, cualidades esenciales en su campo.
Hace una breve pausa, mirando a la audiencia antes de continuar.
—Con un expediente impecable y un talento innegable para la investigación, se ha convertido en un gran orgullo para nuestra universidad. Invitamos al escenario a Valeria Montalbán.
El aplauso llena el auditorio, pero ella no sonrie, no muestra emoción, ni siquiera parece sorprendida. Camina hacia el escenario con la seguridad de quien recibe lo que ya le pertenece. Como si esto no fuera un reconocimiento, sino simplemente otro trámite que debía completarse.
Cuando esta frente a mí, no muestra nerviosismo ni la típica gratitud disfrazada de sumisión. No baja la mirada. No titubea. Me mira fijamente, pero no con admiración ni agradecimiento. Me mira con arrogancia.
Como si yo no significara nada.
Le tiendo el cheque y el pequeño trofeo, esperando algún gesto de cortesía, un simple "gracias". No lo hay. Toma el cheque con total naturalidad y, sin dudar, agarra el trofeo solo para arrojarlo al suelo.
El golpe resuena en el auditorio. La gente contiene el aliento.
No fue un accidente. No fue un descuido. Fue intencional.
Se acerca al micrófono, aún sosteniendo el cheque como si fuera lo único que vale la pena.
—Siempre me han dicho que los logros se celebran, que se deben recibir con emoción. Pero la verdad es que este premio no es una sorpresa para mí. Lo trabajé, lo merezco, y era cuestión de tiempo que lo tuviera en mis manos. No espero aplausos por hacer lo que debía hacer. Tampoco agradecimientos por algo que era mío desde el principio. Así que… eso es todo.
El auditorio queda en silencio. Pero yo no escucho el silencio. Escucho el latido de algo interesante. Algo que no había visto en mucho tiempo.
No es humildad. No es insolencia infantil. Es certeza.
Me cruzo de brazos, observándola. La mayoría de las personas reaccionan a la presencia de un depredador. O se muestran sumisas o intentan pelear. Pero ella no hace ninguna de las dos cosas.
Ella no me teme… y eso me intriga.
Ella no intenta impresionarme… y eso me molesta.
Para ella, yo soy irrelevante.
Y eso no suele pasar.
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