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Scort

prólogo.

...Jaula De Oro...

Las luces de la ciudad titilan en la distancia, como si el cielo se hubiera volcado sobre los rascacielos de Valmont. Desde esta ventana, todo parece pacífico. Coches lujosos recorren las avenidas, parejas bien vestidas caminan bajo la cálida luz de los faroles, y los clubes nocturnos empiezan a despertar, vibrando con promesas de excesos y secretos inconfesables.

Cierro los ojos por un momento. Respiro.

El perfume caro que inunda la habitación me resulta familiar, pero ajeno. Como la piel que habito ahora. Como la mujer que me devuelve la mirada en el espejo.

Una copa de vino reposa en la mesa junto a la cama, todavía a medio beber. A mi lado, el hombre duerme profundamente. Sus facciones relajadas lo hacen ver casi inocente. Casi. Porque en este mundo nadie lo es.

Mi vestido negro de seda está doblado con cuidado sobre el sillón. No tengo que mirarlo para saber cuánto cuesta. Podría alimentar a una familia durante meses. Mis tacones descansan en el suelo, testigos silenciosos de la noche.

Me acerco al espejo y recorro mi propio reflejo con la mirada. La habitación está iluminada con una luz tenue, diseñada para hacer que la piel se vea perfecta, que los labios resplandezcan como un pecado dulce.

Pero mis ojos… Mis ojos han cambiado.

No siempre fueron así. Antes eran más brillantes, más ingenuos. Ahora han aprendido a observar, a medir, a analizar. Han aprendido que en este mundo no hay víctimas ni verdugos, solo depredadores que juegan a devorarse entre sí.

Me acerco a la ventana y apoyo la frente contra el vidrio frío.

Si alguien me hubiera dicho hace unos años que estaría aquí, que me convertiría en esto, me habría reído. Porque yo tenía una vida. Porque yo tenía un nombre que no se susurraba en voz baja entre hombres poderosos. Porque yo tenía un hogar.

¿Todavía lo tengo? No lo sé.

Lo que sí sé es que en esta ciudad, la libertad no es más que otra forma de esclavitud. Y que cada jaula, por lujosa que sea, sigue siendo una jaula.

El viento de la madrugada sopla a través de la rendija de la ventana, trayendo consigo los ecos de la ciudad. Risas ahogadas, motores rugiendo en la distancia, el latido palpitante de Valmont. Todo sigue su curso, indiferente a quienes lo habitan.

Doy un sorbo del vino, ahora tibio, y lo dejo deslizarse por mi garganta con la misma calma con la que he aprendido a aceptar este destino. No hay marcha atrás. No hay redención en este mundo.

Al otro lado de la habitación, el hombre murmura algo en sueños y se mueve ligeramente. Lo observo un segundo, con una expresión que no llega a ser sonrisa.

Se despertará pronto. Me hablará como si yo fuera diferente al resto, como si me perteneciera. Me hará promesas que no pienso creer. Y yo, como siempre, le daré exactamente lo que quiere.

Porque así es como se sobrevive en Valmont.

Y yo… pienso no sólo sobrevivir.

Rutinas

El sonido del despertador destroza mi sueño en mil pedazos. Alargo la mano entre las sábanas y lo apago a ciegas.

Solo cinco minutos más. Solo cinco…

—¡Isabella! —La voz de mi mamá atraviesa la puerta como un misil.

—¡Vas a llegar tarde otra vez!

Suelto un suspiro y miro el techo. Tengo sueño. Nada nuevo. Me acosté tarde estudiando, como siempre. Entre clases, trabajos y exámenes, la universidad me tiene en modo automático.

Con un esfuerzo sobrehumano, me giro y busco mi móvil en la mesa de noche. 7:30 a.m.

—Ya voy… —respondo con voz de ultratumba.

Con toda la pereza del mundo, me arrastro hasta el baño y me lavo la cara. Me miro en el espejo. Ojeras. Ojos hinchados. Un clásico. Nada que un poco de agua fría y corrector no puedan arreglar.

Salgo del baño y abro el armario. Agarro lo primero que veo: jeans ajustados y una blusa sencilla. No es que me mate por la moda, pero tampoco quiero parecer un desastre. Me ato el cabello en una coleta rápida y bajo a la cocina.

Mamá ya está lista para salir. Su uniforme de oficina impecable, aunque su cara grita "necesito vacaciones". Me mira de reojo mientras toma su café.

—¿Dormiste bien?

—Más o menos. —Me dejo caer en la silla frente a ella—. Me quedé estudiando hasta tarde.

Ella suspira y niega con la cabeza.

—No quiero que te mates con la universidad. ¿Por qué no sales un poco? Diviértete.

—Luego.

Le sonrío, pero ambas sabemos que es mentira. Nunca salgo. No me gustan las fiestas ni los bares llenos de gente. Prefiero quedarme en casa viendo series o leyendo. Mis amigas dicen que soy una aburrida, pero me da igual.

—Prométeme que, al menos, vas a tomarte un descanso este fin de semana.

—Lo pensaré.

Mamá me revuelve el cabello con cariño antes de levantarse.

—Nos vemos en la noche, hija.

—Nos vemos.

Ella sale apresurada mientras yo termino mi café. Miro el reloj. 7:55 a.m.

¡Mierda! ¡Si no salgo ya, pierdo el autobús!

...----------------...

El autobús está hasta el tope, como siempre. Consigo un asiento en la parte de atrás y me pongo los auriculares. Afuera, la ciudad sigue con su caos de siempre. coches tocando la bocina, vendedores gritando ofertas, oficinistas apurados con café en la mano.

A veces, Valmont es un lugar intenso.

Cuando llego a la universidad, el día transcurre como siempre: clases, apuntes, conversaciones sobre exámenes y trabajos. En medio de todo esto, a veces me pregunto cómo será el futuro. ¿Siempre va a ser así?

—Isa, ¿vienes con nosotras al centro después de clase? —pregunta Camila.

—No puedo. Tengo que terminar un ensayo.

—Siempre tienes algo que hacer —se queja Valeria, cruzándose de brazos—. Un día de estos te vamos a secuestrar.

—No creo que mi mamá lo apruebe —bromeo.

—A tu mamá no le diríamos nada —responde Valeria, guiñándome un ojo.

Me río y niego con la cabeza.

—Otro día, lo prometo.

—Eso dices siempre.

—Esta vez lo digo en serio, si no tienen permiso para secuestrarme—Digo con una sonrisa.

—Si nos das permiso entonces ya no es un secuestro boda—Dice Valeria y las tres nos echamos a reír.

...----------------...

Cuando salgo de mi última clase, el sol ya está bajando. Me despido de mis amigas y tomo el mismo camino de siempre a casa.

Las calles de Valmont cambian en la tarde. Durante el día son caóticas, pero cuando el sol se esconde, es como si la ciudad mutara. Aparecen más sombras, más luces de neón. Las tiendas cierran, los bares despiertan.

Camino con tranquilidad, hasta que algo me hace detenerme. Es una extraña sensación de que alguien me está mirando. Miro a mi alrededor. Gente caminando, tráfico, lo de siempre. Nada raro. Sacudo la cabeza y sigo andando.

No seas paranoica, Isabella, me digo a mí misma. Seguro es solo otro día normal.

Algo No Está Bien

El cielo se pinta de naranjas y violetas mientras camino hacia la parada del autobús. El aire de la noche empieza a enfriar las calles de Valmont, pero no lo suficiente como para despejar mi mente.

Me pongo los audífonos y subo el volumen. Solo estoy cansada. Llevo semanas sin dormir bien. Meses, en realidad.

Las calles a esta hora son un reflejo de la ciudad misma: una mezcla extraña. Durante el día, Valmont está llena de estudiantes, oficinistas y tráfico insoportable. Pero cuando cae la noche, es otra historia. Aparecen los clubes con luces rojas, los bares elegantes, los hombres trajeados con intenciones dudosas y las mujeres con vestidos ajustados que caminan con confianza, sabiendo que todas las miradas están en ellas.

Mi mamá siempre me dice que no camine sola cuando oscurece. Y, usualmente, le hago caso. Pero hoy me distraje en la universidad y salí más tarde de lo planeado.

Cruzo la avenida con pasos rápidos, evitando a los grupitos de hombres que están parados en las esquinas, fumando y riéndose entre ellos. No es que todos sean peligrosos, pero… nunca se sabe.

Y entonces, lo siento otra vez. Ese cosquilleo incómodo en la nuca, como si alguien me estuviera mirando.

Sigo caminando normal, sin girarme. No seas paranoica. Hay gente en la calle, todo está bien.

Pero la sensación no se va. Miro de reojo y veo a dos hombres caminando en la misma dirección que yo, unos metros atrás.

Uno es alto, viste completamente de negro y lleva una gorra que le cubre parte de la cara. El otro es más bajo, con una chaqueta azul y las manos metidas en los bolsillos. Seguro es coincidencia.

Pero mi estómago me dice otra cosa. Para probar mi teoría, freno en seco y finjo que reviso mi celular. Y entonces los escucho. Sus pasos también se detienen.

Un escalofrío me recorre la espalda.

Intento mantener la calma. Me acerco a la vitrina de una tienda y hago como que observo la ropa exhibida, usando el reflejo del cristal para verlos.

Ahí están.

El de la gorra mira a otro lado, fingiendo que no pasa nada. El de la chaqueta azul saca su celular y se lo lleva al oído, pero no dice una palabra.

Mi pulso se acelera. ¡No es coincidencia. Me están siguiendo!

Respiro hondo y trato de no entrar en pánico. Tal vez estoy exagerando. Tal vez… no. No lo estoy.

Todo en mi cuerpo grita "corre", pero no puedo. Si corro y estoy equivocada, haré el ridículo. Y si tengo razón… correr solo hará que se apresuren.

¡Piensa, Isabella!

Cambio de ruta. En vez de ir directo a la parada del autobús, giro en una calle más concurrida, llena de restaurantes y tiendas. Más gente, más seguridad.

Camino rápido, sin correr. Cada paso es un intento desesperado por no perder el control. Si siguen detrás de mí aquí, es porque realmente me están siguiendo.

Miro de reojo. Siguen ahí. Mi corazón late con fuerza en mi pecho. Saco el celular y llamo a mi mamá.

Nada.

—Vamos, vamos… —susurro, sintiendo la desesperación treparme por la garganta.

Intento con Valeria, mi mejor amiga. Tampoco responde. Miro a mi alrededor. Ahí. Una estación de taxis. Apenas a unos metros. Si llego hasta ahí, estaré a salvo.

Mi plan es simple: subirme a un taxi, dar mi dirección y salir de aquí. Sin riesgos. Sin mirar atrás.

Cinco metros…

Cuatro…

Tres…

Y entonces, una mano fría se cierra alrededor de mi muñeca. El mundo entero se congela. Intento girarme, pero otra mano me agarra por la cintura y me tira con fuerza.

El grito me explota en la garganta.

—¡Déjenme! —pataleo, araño, muevo los brazos con toda la fuerza que tengo.

Uno de ellos suelta una maldición cuando mis uñas arañan su piel. Me retuerzo como puedo, pateando al aire, sintiendo el miedo arderme en la sangre.

—¡AYUDA! —grito tan fuerte que hasta me duele la garganta.

El de la chaqueta azul aprieta los dientes y me tapa la boca con una mano áspera.

—¡Cállate, maldita sea! —gruñe, empujándome con más fuerza.

Intento morderlo. Lo hago. Él suelta una maldición y me sacude con rabia. Pero sigo luchando. El otro hombre saca algo del bolsillo, es un trapo.

¡No. No. No!

Me muevo con todo lo que tengo, pero él es más fuerte. Me cubre la nariz y la boca con el trapo y un olor dulce y químico me inunda los pulmones.

Sigo forcejeando, aunque mis brazos se sienten más pesados. ¡No te duermas. No te duermas!

Pero las luces de la calle se vuelven borrosas. Mi cuerpo se rinde. Y la oscuridad me traga entera.

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