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Sin Reglas

capitulo 1

Mis padres estaban sentados frente a mí, esa típica mirada de frustración y cansancio que no me era nueva. Yo estaba en el centro de su sala de estar, sentada con los brazos cruzados, mirando el techo, como si me fuera a interesar lo que tenían que decirme. ¿Y qué podía ser tan grave ahora? Después de haber sido expulsada de todas las escuelas del país por mis travesuras, ¿qué otra opción les quedaba? Claro, siempre habían sido más preocupados por sus negocios que por mi vida. Así que, ¿por qué no seguir ignorándome?

Pero esta vez no era lo mismo. Algo en sus caras me decía que estaban decididos.

Mi madre, con su cabello perfectamente peinado y su mirada fría, fue la primera en hablar.

—París, ya no podemos más. Hemos intentado todo. Todas las escuelas, los consejeros, las terapias... —su voz era fría, distante, como siempre. —Pero ya no. Ya no sabemos qué hacer contigo. Así que hemos decidido... —se detuvo un momento, como si las palabras le costaran.

Mi padre intervino, su tono era aún más autoritario que el de ella, y lo conocía bien. Era como si pensara que con darme órdenes podría cambiar algo.

—Tu abuelo, el director de la escuela militar, ha aceptado que te envíen allá. Esto se acaba, París. Ya no vas a seguir haciendo lo que te plazca.

De inmediato, mi estómago se revolvió. La escuela militar... ¡Eso sí que era el colmo! ¡¿Cómo se atrevían?!

—¡Ustedes no pueden mandar en mi vida! ¡Solo son mis padres, pero ni siquiera se comportan como tal! —grité, levantándome de golpe. Mis padres me miraban en silencio, como si lo que estaba diciendo no les importara. Pero en sus ojos vi algo: una mezcla de desesperación y alivio.

Mi madre dejó escapar un suspiro, pero fue mi padre quien respondió con esa calma que siempre me desquiciaba.

—Eres menor de edad. Y se hace lo que nosotros digamos. —su voz era firme, implacable, como si no hubiese cabida para una discusión.

—¡No! ¡No me voy! —grité, mis manos apretándose en puños. La rabia me quemaba por dentro.

Pero mi padre ya había tomado la decisión, y al parecer, mis berrinches no iban a cambiar nada.

Mi madre levantó su teléfono móvil y marcó un número sin decir una palabra más. Unos segundos después, escuché la voz de un hombre al otro lado de la línea. Mi abuelo.

—He hablado con tu abuelo, París —dijo mi madre, con una sonrisa helada. —Tu futuro está decidido. Este no es un juego. Ahora te vas a la escuela militar.

Y entonces, mi mundo dio un giro. La desesperación me hizo dar un paso hacia atrás, pero lo que más me molestaba no era que estuvieran decidiendo por mí. Lo que me dolía era que, una vez más, mi vida parecía no importarles lo suficiente como para hacer algo diferente. Solo querían que me callara y cumpliera con lo que les pareciera adecuado.

Mi mente comenzó a imaginarme en ese horrible lugar. Una escuela militar. Un campo de disciplina y reglas estrictas. Y lo peor, tener que estar allí con... ¡mi abuelo!

—¡No voy! ¡Ni loca! —grité, saliendo disparada hacia la puerta. Pero mi padre me detuvo antes de que pudiera escapar.

—Vas a ir, París. Y no vas a discutir más. —me miró con esa mirada que dejaba claro que no había marcha atrás.

Me giré hacia ellos, desbordada por la rabia y la impotencia, pero la decisión estaba tomada. Mi vida había dejado de ser mía hace mucho, y esta vez, no podía evitar lo que venía.

capitulo 2

El autobús militar se detuvo frente a una enorme puerta de hierro con las palabras "Disciplina, Honor, Coraje" grabadas en un arco sobre ella. ¿Qué tan cliché podía ser esto? Todo en ese lugar parecía sacado de una película de guerra: el cielo gris, los barracones alineados perfectamente y los soldados caminando al ritmo de un tambor. Yo llevaba un uniforme que odiaba y que, honestamente, me quedaba grande en todos los sentidos.

—Bienvenida al Internado Militar San Marcos —dijo mi abuelo, quien ya me esperaba con los brazos cruzados y su ceño fruncido habitual. Sus palabras eran tan frías como el viento que me despeinaba.

Me bajé del autobús con mis maletas a rastras, tropezándome con la primera piedra que encontré. Una pequeña risa contenida se escuchó detrás de mí; al parecer, los soldados de la entrada ya tenían entretenimiento. Fantástico.

—¿Vas a necesitar ayuda, París, o debo ordenar que te levanten? —preguntó mi abuelo con esa voz sarcástica que tanto me irritaba.

—Tranquilo, abuelo. Puedo manejarlo. —Sonreí falsamente mientras recogía mis maletas del suelo. Si pensaba que iba a rendirme tan pronto, estaba equivocado.

Lo seguí hacia el edificio principal, donde todo era demasiado limpio, demasiado ordenado y, francamente, deprimente. Mientras caminábamos, supe que las reglas serían mi peor enemiga, y para hacer las cosas más interesantes, decidí romperlas de inmediato.

—¿Hay un spa aquí o una sala de masajes? —pregunté, dejando caer las maletas frente a la oficina principal.

—No, pero hay una sala de castigos —respondió él, sin siquiera girarse.

—¡Qué lugar tan acogedor! —murmuré, cruzándome de brazos.

—Deberías sentirte afortunada, París. No todos los estudiantes aquí tienen un abuelo que puede protegerlos de sus propios desastres.

—Y no todos los abuelos son tan amables como tú. —le devolví, con una sonrisa sarcástica.

Él me ignoró, lo cual, honestamente, me dolió un poco. No era que esperara una alfombra roja, pero un "te extrañé" no hubiera estado mal. En cambio, me lanzó un discurso sobre normas y disciplina mientras me mostraba mi habitación.

—Este será tu hogar. Compártelo con tres estudiantes más. Y recuerda, estás aquí porque no tienes otra opción, no porque quieras.

—Gracias por recordármelo, abuelo. No lo había notado con todas las rejas y uniformes.

Dejó escapar un suspiro profundo y cerró la puerta sin decir una palabra más. Me dejé caer sobre la cama, mirando el techo y pensando que este lugar sería mi tumba... o mi próximo escenario. Porque si algo tenía claro, era que París Miller no iba a dejar que este internado me cambiara. Al contrario, yo iba a cambiar este lugar.

El sonido de un golpe seco en la puerta me sacó de mis pensamientos. Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió de golpe y una chica alta, de cabello rizado y una expresión tan severa como la de mi abuelo, entró cargando una pila de libros.

—¿París Miller? —preguntó, mirándome de arriba a abajo como si ya me hubiera juzgado y condenado.

—Depende. ¿Quién lo pregunta? —respondí, sentándome en la cama con las piernas cruzadas.

—Soy la encargada del dormitorio, Valeria. Aquí hay reglas, y las cumplirás. —Dejó caer los libros en el escritorio con un estruendo que hizo que todo el cuarto temblara un poco.

—Qué bienvenida tan cálida —dije, levantando una ceja.

—No estoy aquí para ser tu amiga. —me cortó, y con un gesto brusco señaló los libros. —Manual de disciplina, reglamento de convivencia, y un horario detallado de tus días aquí. Léelo. Memorízalo.

Miré los libros y luego a ella. ¿En serio esperaban que me aprendiera todo eso?

—¿Y si no lo hago? —pregunté con una sonrisa, retándola.

—Entonces te aseguro que tu estadía aquí será más dura de lo que ya es. —me respondió con una sonrisa fría antes de girarse y salir del cuarto, dejando la puerta abierta de golpe.

Suspiré y me tumbé nuevamente en la cama, pero no pasaron ni dos minutos antes de que la puerta se abriera otra vez. Esta vez no fue Valeria, sino un chico con un uniforme impecable y una expresión que gritaba "soy perfecto".

—París Miller —dijo con una voz firme. Ni siquiera era una pregunta. Era una orden disfrazada de saludo.

—¿Qué, ahora tienen guardias para vigilarme? —le contesté, sentándome otra vez.

—Soy Maximiliano, tu superior. —Se presentó con una mirada severa. Tenía el cabello perfectamente peinado y una postura tan recta que parecía una estatua. —Tu abuelo me asignó como tu guía. Y créeme, no voy a dejar que pongas un pie fuera de la línea.

—Oh, qué emocionante. Mi propio guardián personal. —Le sonreí con sarcasmo, disfrutando de la tensión que claramente se acumulaba en su rostro.

—Esto no es un juego, Miller. Aquí aprenderás a obedecer o sufrirás las consecuencias.

—Lo que tú digas, jefe. —Respondí, lanzándome de nuevo a la cama. —Por cierto, ¿puedes apagar la luz al salir? Estoy agotada de toda esta hospitalidad.

Maximiliano me miró fijamente, como si intentara decidir si valía la pena discutir conmigo. Finalmente, negó con la cabeza y salió del cuarto, dejando claro que esto era solo el principio de nuestra guerra personal.

Mientras la puerta se cerraba, no pude evitar sonreír. Este lugar prometía ser mucho más interesante de lo que había pensado.

El sol apenas despuntaba cuando el despertador sonó. Bueno, técnicamente no era un despertador, sino un pitido estridente que me hizo pensar que había un ataque aéreo. Entreabrí los ojos, busqué la almohada más cercana y la lancé hacia la pared, pero el sonido continuó.

—¡Arriba, Miller! —gritó alguien desde el pasillo.

Rodé los ojos. Era mi primer día y ya quería regresar a mi cómoda cama en casa. Me tomé mi tiempo para levantarme, porque si algo aprendí en mis años de rebeldía es que llegar tarde siempre hace una gran entrada.

Cuando finalmente llegué al patio central, los demás cadetes ya estaban formados en filas perfectas, con los uniformes impecables y las posturas rectas como postes. Yo, en cambio, llevaba el uniforme medio arrugado y la chaqueta mal abotonada.

—¡Miller! —La voz de Maximiliano retumbó como un trueno.

Me giré lentamente y ahí estaba él, con los brazos cruzados, su expresión seria y su ceño ligeramente fruncido. Parecía un cartel viviente de "Perfección Militar".

—Llegas tarde. —Su tono era frío, pero sus ojos brillaban con algo que casi parecía diversión.

—Sí, bueno, ¿qué puedo decir? El caos es mi especialidad. —Le sonreí y me encogí de hombros.

Maximiliano respiró hondo, claramente intentando no perder la paciencia.

—Por no leer el reglamento y por llegar tarde, tendrás un castigo. —Su tono seguía firme, aunque noté cómo sus labios se contraían ligeramente, como si intentara no reírse.

—Oh, ¿es esto donde me dices que tengo que limpiar baños o correr veinte vueltas? —pregunté, apoyándome en una pierna y cruzando los brazos.

—No, Miller. Hoy te encargarás de limpiar todo el comedor después de cada comida. Y, créeme, no es un trabajo fácil.

Intenté no hacer una mueca, pero definitivamente no estaba emocionada. Sin embargo, no iba a darle el gusto de verme molesta.

—Perfecto, amo los retos. ¿Algo más, jefe?

—Sí. —Se inclinó ligeramente hacia mí, lo suficiente para que solo yo lo escuchara. —Intentar intimidarme no funciona, pero tu torpeza sí es divertida. Hazme un favor y no caigas en el trapeador cuando limpies.

Se dio la vuelta antes de que pudiera responder, dejándome allí con las mejillas ardiendo. No por vergüenza, sino por la rabia de que ese tipo pensara que podía ganar.

Con el corazón todavía acelerado por la interacción con Maximiliano, caminé hacia el comedor con la cabeza en alto, aunque por dentro estaba fulminándolo con todos los insultos que conocía. "No caigas en el trapeador", había dicho. ¿Quién se creía? ¿Un oficial o un comediante barato?

Cuando llegué al comedor, me encontré con una montaña de platos sucios que parecían haber sido acumulados durante días. ¿Era esto legal? El olor no ayudaba, y un grupo de cadetes que estaban terminando de comer me miraban como si yo fuera el espectáculo del día.

—¿Necesitas ayuda, princesa? —gritó uno desde el fondo, provocando risas.

Ignoré el comentario y me até el cabello, lista para enfrentar mi castigo. Pero, siendo yo, la cosa no iba a terminar bien. En menos de diez minutos ya había tirado un balde de agua y resbalado con el trapeador que Maximiliano tan amablemente había mencionado. Genial, ahora soy oficialmente la payasa del internado.

Un par de chicas que pasaban se detuvieron para reírse, y no pude evitar unirse a ellas. Si algo sabía hacer bien era reírme de mí misma. Me puse de pie, con los pantalones empapados, cuando alguien se aclaró la garganta detrás de mí.

—¿Divirtiéndote, Miller? —La voz inconfundible de Maximiliano me congeló en el acto.

Me giré lentamente, con una sonrisa falsa. Allí estaba él, con los brazos cruzados y esa maldita expresión de superioridad.

—Claro que sí, jefe. ¿Quieres unirte? —respondí con sarcasmo, levantando el trapeador como si fuera una invitación.

Maximiliano negó con la cabeza, pero sus labios temblaban ligeramente, como si estuviera luchando por no reírse.

—Eres un desastre. —Dio un paso hacia mí, tomó el trapeador y lo puso en su lugar. —Pero como soy generoso, te voy a enseñar cómo se hace.

Lo miré sorprendida mientras comenzaba a limpiar el desastre que yo había hecho.

—¿Esto es real? ¿El gran Maximiliano limpiando con sus propias manos? —pregunté con tono burlón, intentando ocultar lo raro que era verlo ayudarme.

—Soy tu superior, Miller. Y eso incluye enseñarte a no ser un peligro público con un trapeador. —Me lanzó una mirada que, aunque pretendía ser seria, tenía un leve brillo de diversión.

Por unos minutos, el comedor quedó en silencio mientras él me mostraba cómo limpiar correctamente, como si fuera lo más importante del mundo. Yo, por supuesto, lo interrumpía con comentarios sarcásticos cada vez que podía, pero él no se inmutaba.

Cuando finalmente terminamos, Maximiliano dejó el trapeador en su lugar y me miró con una leve sonrisa.

—Felicidades, Miller. No destruiste todo el comedor.

—Dame tiempo, todavía queda mucho día.

Él soltó una risa breve, la primera vez que lo veía hacerlo, y por un segundo, olvidé lo mucho que me irritaba. Pero solo por un segundo.

—Nos vemos mañana, y por favor, intenta llegar a tiempo. —Se giró y salió del comedor, dejándome allí con una mezcla de frustración y algo que no quería admitir: tal vez Maximiliano no era tan insoportable después de todo.

Pero no iba a rendirme. Esto era una guerra, y yo siempre ganaba.

capitulo 3

Narra Maximiliano.

Antes de que París llegara al internado, el director me había llamado a su oficina. Ya sabía que no iba a ser un día normal, no conociendo el historial de su nieta. La palabra "rebelde" nunca le hizo justicia. El director me habló de su comportamiento y de cómo su actitud podía ser una gran prueba para mi capacidad como responsable.

Cuando finalmente la vi llegar, no pude evitar observarla desde la distancia. París, con su caminar desafiante, tropezó con una piedra y casi se cayó. En lugar de molestarse o ponérsela seria como lo haría con cualquiera, me sorprendí riendo por lo bajo. ¿Cuándo fue la última vez que algo tan simple me causaba gracia? Había pasado mucho tiempo desde que no me reía de algo tan insignificante.

Era una niña de 17 años, pero con esa actitud rebelde y esos ojos verdes que parecían atravesarlo todo, que de alguna forma lograba captar la atención de todos, aunque nunca lo buscara. Era preciosa, pero eso solo hacía más evidente lo mucho que se apartaba de mí. Tenía una especie de aura sarcástica, burlona, que chocaba completamente con mi propio sentido del deber y la disciplina. Y eso me molestaba más de lo que quería admitir.

En esa semana, la había visto meterse en más líos de los que debería. No le importaba el reglamento, no le importaba nada. Ni siquiera tomarse un momento para leer las reglas que todos debíamos seguir. Como si todo le importara poco. ¿Qué esperaba de mí, que la dejara hacer lo que quisiera?

Decidí sentarla en mi oficina y empezar desde el principio, explicándole todo lo que no quería escuchar. Con paciencia, pero también con firmeza, le comencé a decir todas las reglas una por una. No me costó nada, porque las sabía de memoria. Cada una de ellas era parte de mi vida diaria, algo que nunca cuestionaba. París, sin embargo, parecía no escuchar, su mirada perdida en algún punto fuera de la ventana, como si lo que yo dijera no tuviera importancia.

Pero no me importaba. Esto era parte de mi trabajo, y sabía que iba a tener que ser constante con ella. Si pensaba que me iba a dejar influenciar por su actitud, estaba muy equivocada.

Paris no se hacía fácil. En cada desafío, desde el campo de entrenamiento hasta los ejercicios más simples, su actitud se notaba más que nunca. No le importaba seguir las reglas. En el campo, mientras los demás se esforzaban, ella simplemente se detenía. ¿Por qué hacer el esfuerzo cuando todo el mundo estaba viendo? Pensaba que por ser la nieta del director, iba a recibir algún tipo de trato especial, que se le daría el beneficio de la duda, pero nada de eso sucedió.

Los obstáculos eran los mismos para todos, sin importar tu apellido o tu relación con el director. Sin embargo, ella se encontraba con uno tras otro, y se rendía tan fácilmente. Era tan pequeña que ni siquiera saltando alcanzaba a tocar los obstáculos más bajos. Su frustración era visible, pero más que intentar, se tiraba al suelo, desmoronada, como si la vida misma fuera demasiado para ella.

"Esto no es para mí", murmuró una vez, y yo no pude evitar observarla con una mezcla de curiosidad y frustración. Había algo en ella, una especie de fuerza interna, pero también un abandono total ante cualquier reto. No luchaba como los demás.

Y el problema no era solo su actitud. Era el hecho de que, en su mente, pensaba que por ser la nieta del dueño del internado, tenía carta libre para todo. Nada de eso iba a suceder.

Los demás cadetes no tardaron en notar su actitud, y las conversaciones en los pasillos comenzaron a girar en torno a ella. No solo no respetaba las reglas, sino que, de alguna manera, parecía tener el poder de incomodar a todos los que la rodeaban. Algunos murmuraban en voz baja, otros simplemente la ignoraban, pero ninguno se veía dispuesto a tolerar su indiferencia.

El campo de entrenamiento no era un lugar para ser tratado con concesiones. Era un lugar para probar a cada uno, sin importar sus apellidos, sin importar su historia. Y Paris, aunque pensaba que sus problemas desaparecerían por el simple hecho de ser quien era, rápidamente se dio cuenta de que no sería tan fácil.

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